jueves, septiembre 12, 2024

AL SONIDO DE MÍNIMAS PALABRAS…

 


*Obra de Mónica Russomanno.

 

 

 





 

 

EL VIEJO, EL ÁRBOL Y EL CUERVO BLANCO*

 

A seis kilómetros

del bloque de apartamentos

en donde resido

hay un cementerio

ya decrépito

y en él hay un árbol

que habla

según un anciano

que vive

en el complejo

desde hace treinta

y ocho años,

y conoce

todas las historias

de los que han muerto,

de los que

son fantasmas,

de quienes habitaban

estas tierras

antes de la llegada

de los europeos.

Mire ahí, señala él,

ahí masacraron

a un grupo

de mujeres y niños

de la tribu Mingo.

Y ahora, sus espíritus

rondan alrededor

del árbol más viejo,

cerca del arroyo,

y durante las noches

de luna nueva

se escuchan sus gritos,

junto a un cuervo blanco

que anida

en su frondosa copa.

El anciano asegura

que es el chamán

que se quedó en el árbol

y cuando la luna

muge, él grita.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

 

 

 

 

 

 




 

 

 

 

Espíritu de la plaza*

 

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

Esa tarde, yo había quedado en entrevistarme con un entrenador de baloncesto. Faltaba poco para el inicio de la temporada y aún no había sido comunicada de forma oficial la lista de fichajes del club H. En el periódico me habían encargado un artículo referente a las nuevas incorporaciones, por lo que, fiado en la amistad que me unía al entrenador del equipo, supuse que sería el más indicado para proporcionarme tal información o cuando menos algunos indicios que pudiesen conducirme en la mejor dirección posible.

Puesto que el citado habitaba un piso en la barriada donde transcurrieron las mejores horas de mi adolescencia, me las arreglé para que nuestro encuentro tuviese lugar en los alrededores de su casa. Hacía años que no visitaba el barrio.

Llegué a la plaza con más de media hora de antelación y me dispuse a esperar. Estudié cuidadosamente las circunstancias circundantes. Al otro lado de la fuente había dos o tres bancos repletos de madres que charlaban animadamente mientras sus retoños correteaban en torno aprovechando el breve período de libertad condicional que les brindaba la incesante verborrea de sus progenitoras. En la parte de acá, sólo dos bancos estaban ocupados por ancianos platicantes. Con todo, decidí ubicarme en la ancha baranda de piedra en la que solíamos sentarnos mis amigos y yo en las largas tardes veraniegas, invariablemente acompañados por botellas de cerveza recién adquiridas en la tienda de ultramarinos de la esquina y cigarrillos que también compartíamos a falta de otra cosa que hacer.


Allí, sumido en la grata contemplación de la fuente central y arrullado por los innumerables trinos de la multitud de pajarillos habitantes de las pobladas copas de los árboles que adornan la plaza, me dejé llevar por los recuerdos. El aire escasamente contaminado llenaba mis pulmones y gratificaba mi corazón enfermo. Las escenas del pasado se sucedían lenta, plácidamente. Los rostros de los amigos de aquel tiempo, las largas e inútiles y hoy olvidadas conversaciones en pos de un mundo mejor que ya entonces sospechábamos irrealizable, los dorados muslos de las jovencitas que algunas tardes nos acompañaban, la calma…

La calma, ¿cómo fue que la perdimos para siempre?

Pero las palabras entonces aún pronunciables venían a mi mente como suaves olas de un riachuelo pirenaico. Las canciones que inventamos, el viejo chucho que solía apalancarse a nuestros pies, ya sea por la absoluta tranquilidad reinante en aquel pequeño remanso de amistad o por cualquier otra causa que nunca nos fue dado conocer, la alegre inocencia de nuestras amigas, las incontables pipas de girasol consumidas, el viejo radiocasete que nunca tenía pilas, la tarde declinando, el momento de la despedida…

Todas esas imágenes pasaban por mi mente como a cámara lenta, sin verse interrumpidas por los caminantes, ni por las risas de los niños, ni por el ajetreo de aquellos otros, los que siempre van corriendo para no llegar tarde adondequiera que vayan. Pero el sol, en su inevitable descenso, había conseguido superar la barrera de sombra que me protegía y ahora castigaba mi espalda. Ese, y no otro, fue el motivo que me impulsó a cambiar de sitio.

Como buen conocedor del barrio, sopesé de antemano todas las posibilidades. En primer lugar, realicé un concienzudo censo de los bancos libres y sombreados. Había, en ese momento, cuando apenas faltaban quince minutos para mi entrevista, ocho bancos totalmente desiertos y a la sombra, amén de otros cuatro parcialmente sombreados e igualmente vacíos. Sabiendo que en cuestión de media hora la plaza se encontraría llena a rebosar, hice algunos cálculos con rapidez. La trayectoria del sol, la distancia desde cualquiera de las cuatro escalinatas que dan acceso a la plaza, la proximidad de la fuente en la que manaba agua potable y fresca, fueron las coordenadas que me guiaron finalmente al banco más próximo al lugar en que me encontraba, por considerar que tanto su ubicación geográfica como la aparente incomodidad que prometía le convertían en el menos atractivo para los demás visitantes, fuesen éstos quienes fuesen.

No es que por sistema desdeñe la compañía de los otros. No obstante, mi amplia experiencia en plazas y parques me ha enseñado que nueve de cada diez veces se sienta en el banco que ocupamos la persona con la que menos desearíamos hablar. No importa que dicha persona sea desconocida para nosotros. Desde el momento en que elige el mismo banco adquiere, digamos, como una familiaridad que en general me resulta detestable. El hecho de compartir algo, aunque no sea más que un triste banco en una plaza semiabandonada, otorga al visitante el dudoso privilegio de iniciar una conversación que acaso el ocupante más antiguo no desea. Pero así y todo, el visitante se siente obligado a romper el hielo y siempre pronuncia la palabra menos indicada. Da igual cuál sea esa palabra. Siempre es la menos indicada por el mero hecho de ser la primera y por tanto la que da inicio a una conversación que no tiene ningún sentido.

En los trenes es el destino quien otorga el asiento y, por tanto, nada de malo hay en iniciar una conversación con alguien que dentro de unas horas saldrá de nuestra vida para siempre. Alguien podría objetar que lo mismo ocurre en los trenes. Nada más lejos de la realidad. En los trenes es el destino quien otorga el asiento y, por tanto, nada de malo hay en iniciar una conversación con alguien que dentro de unas horas saldrá de nuestra vida para siempre y que, por otra parte, no ha elegido sentarse junto a nosotros ni ha sido, a su vez, elegido. Aun cuando, haciendo caso omiso al número que figura en nuestro billete, tomemos asiento voluntariamente junto a alguien que en principio no debería haber sido nuestro compañero de viaje, la duración del trayecto delimitaría cualquier relación que pudiese entablarse. Por otra parte, el constante movimiento de los trenes parece justificar el inicio de una conversación que, desde el momento en que nace, se sabe condenada a unos confines temporales que no le será posible trascender. Tal vez se podría discutir largamente si eso es en realidad una ventaja o más bien un serio inconveniente, pero no es mi intención ahondar en la vieja disputa entablada en la antigüedad y aún no resuelta.

En las plazas, sin embargo, todo es distinto. La plaza existe y tiene una ubicación permanente, al margen de quienes la visitan, la contemplan o simplemente pasan por su lado sin dedicarle una mirada. De algún modo, la plaza es una entidad eterna e independiente, por lo que cualquier conversación trivial, iniciada de forma casual o por mero aburrimiento, puede tender al infinito. De ahí mi recelo. Pero aún hay algo más grave o, si se quiere, preocupante: cuando a pesar de todas nuestras precauciones ya ha sido iniciada la plática, cuando los dos que dialogamos comenzamos a formar un todo comprensible en medio de la totalidad que es la plaza, llega un tercero y pretende sumarse a la conversación, lo que atenta de plano contra la más elemental intimidad de los que charlan. Pueden entonces ocurrir dos cosas: que el nuevo sea aceptado sin reservas en la unidad formada por los que conversan o que sea rechazado sin contemplaciones, pasando a la categoría de intruso. Pero, sinceramente, una vez que ha dado comienzo el proceso, ¿quién daría marcha atrás? ¿Quién sería tan mezquino como para rechazar a un cuarto o a un quinto? ¿Cómo prever entonces las consecuencias futuras de cualquier conversación insensatamente iniciada en una tranquila tarde en un banco anónimo? Fue por eso que aquel día busqué la sombra del banco situado frente a la tienda de modas. A mi izquierda, el parque ofrecía su inmensidad vegetal como un refugio para caminantes urbanos. Su paseo principal, repleto de bancos más nuevos y cómodos que el elegido por mí, se alejaba hacia las zonas más frondosas, hacia el lago donde en mi juventud había patos, hacia la glorieta central y su famosa estatua. A mi espalda, la calle que se perdía entre viejos edificios de dos o tres plantas hasta llegar a una tapia que, de jóvenes, nunca osamos trasponer. A pesar de la incomodidad del asiento, debí de adormecerme. Tuve conciencia de ello al abrir los ojos en el momento en que una anciana se acercaba con lentitud hacia el banco, mientras sus ojos inquisitivos no se apartaban ni un instante de mi asombrado rostro. Reparé en que la sombra cubría ya casi por entero la mitad occidental de la plaza. Sobresaltado, consulté mi reloj al recordar de pronto la entrevista. Pasaban casi treinta minutos de la hora fijada. En vano miré a todos lados intentando descubrir al hombre con quien estaba citado. En contra de lo que podría esperarse, mi pulso declinó un tanto al certificar su ausencia. J. C. era un tipo a quien nunca faltaban ocupaciones, y seguramente se había retrasado un poco. Lo que no dejó de sorprenderme fue que no hubiese llamado para advertirme de su tardanza. Sospeché que acaso ni siquiera recordaba la hora o el lugar en que habíamos quedado. Pero todos esos razonamientos pasaban por mi cabeza como tamizados por la presencia de la mujer frente al banco.

No era exactamente una anciana, ahora me daba cuenta de ello. Tendría unos cincuenta años o poco más, pero el negro de su vestimenta la hacía parecer mayor. Su verde mirada parecía querer penetrar mis pensamientos, lo que al momento me hizo sentir incómodo. Como herido, aparté mis ojos de los suyos, intentando de paso demostrar con ese gesto mi escasa predisposición a aceptar compañía, pero fue inútil. Ella aprovechó esa circunstancia para tomar asiento en el otro extremo del banco, pero sin la menor intención, según pude constatar de inmediato, de charlar conmigo.

Por diversas razones, eso me satisfizo y me molestó por igual, al tiempo que una sorda inquietud iba invadiéndome. De reojo, pude comprobar que su mirada seguía fija en mí, acaso preguntándose qué podía estar haciendo allí o buscando sin hallarlo mi rostro en su memoria. En algún momento tuve el intenso deseo de preguntarle por qué me miraba de esa forma, pero el simple temor a las posibles consecuencias de tal acción consiguió siempre reprimir tal deseo. Su cuerpo se balanceaba levemente adelante y atrás, como llevado por una suave música, pero en el aire no había música alguna a no ser el arrítmico piar de los pajarillos o los lejanos chillidos de los niños que jugaban al otro lado de la plaza. Tal vez la música provenía de su interior. Tal vez no hubiese ninguna música y su balanceo no fuese debido sino a algún reflejo o a la rutina.

Como quiera que su mirada seguía turbándome, pensé en levantarme de improviso y abandonar el banco. Pero eso entrañaba no poca dificultad. Después de todo, yo estaba allí desde antes y por lo tanto me asistía el derecho a conservar mi ubicación. En esas condiciones, mi marcha suponía la aceptación de una derrota, la pérdida inherente de todos los privilegios que pudieran derivarse de mi actual situación de ocupante y la consustancial renuncia a la ocupación de ese o de cualquier otro banco en el futuro.

Tampoco podía soslayarse el impacto que tal decisión podría provocar en la mujer que, quiérase o no, en esos momentos era mi acompañante, aunque entre nosotros no se hubiese cruzado ni una sola palabra ni establecido vínculo alguno con excepción de la presencia de ambos en un mismo banco. Si ella llegaba a sospechar siquiera que mi marcha era consecuencia directa de su actitud silenciosamente inquisidora, podía despertarse en su corazón un terrible sentimiento de culpa que, según se decía, llegaba en algunos casos a degenerar en un abandono total de la plaza y un penoso deambular por los senderos terrosos de los parques, lejos de cualquier posibilidad de retorno a las conversaciones cotidianas de los atardeceres en esa o cualquier otra plaza.

Pero también podría ocurrir todo lo contrario: que la dama en cuestión estuviese intentando, desde el momento mismo en que se decidió a tomar asiento junto a mí, ahuyentarme de ese banco que quizá consideraba como propio, basándose acaso en la ocupación efectuada en días precedentes o en alguna antigua costumbre. En tal caso, el abandono por mi parte significaría su victoria, sus pupilas reflejarían el orgullo de saberse vencedora y a mí no me quedaría sino alejarme cuanto antes y para siempre de aquel lugar sin volver la vista atrás para no sentir la abrasadora daga de sus ojos clavándose sin la menor piedad en mis entrañas.

“Si al menos llegase mi amigo…”, pensé. Pero por mucho que mi cabeza se girase hacia atrás, por mucho que mis ojos oteasen el oscuro fondo de la calle tapiada, no conseguía de ningún modo convocar la presencia de aquel a quien ya llevaba un buen rato esperando. Como de pasada, recordé que el resultado de la entrevista debía ser publicado al día siguiente, por lo que mi trabajo no terminaba con la conversación que mantendría con J. C., sino que posteriormente tendría que desplazarme hasta la redacción del periódico y transcribirla antes de la hora de cierre, pero en ese momento no me importó en absoluto. Sentado en el banco, a la sombra de los frondosos árboles, bajo la torturadora mirada de la mujer de negro, sentí que el tiempo corría de otro modo. Cualquier urgencia había de posponerse sin remedio. Nada podía hacerse mientras la cuestión que ahora reclamaba mi atención no hubiese sido resuelta. De pronto, la entrevista perdió todo significado, se me apareció como una excusa, una oscura y desconcertante trampa de mi torturada mente para regresar al tiempo en que aún era feliz. Llegué incluso a dudar que la cita con J. C. hubiese sido acordada jamás. La libreta y el bolígrafo que descansaban en el bolsillo de mi camisa no consiguieron mitigar el desánimo que comenzaba a embargarme.

Fue durante esos momentos de total confusión cuando otra mujer se acercó al banco y, tras dirigirme una mirada perturbadora, tomó asiento al lado de la primera, entre ella y yo. Lejos de contrariarme, la llegada de la nueva mujer me alegró. Pensé que acaso fuesen amigas, lo que simplificaría notablemente las cosas, puesto que una conversación entre ellas no me implicaba de ningún modo ni me obligaba a intervenir, mientras que hasta ese momento, ahora lo notaba, había estado en tensión debido a la posibilidad de que la mujer inicial formulase una pregunta directa, poniéndome en una situación tremendamente complicada, ya que una respuesta, fuese ésta la que fuese, hubiese abierto sin el menor pudor las puertas al diálogo. Por el contrario, el silencio ante una pregunta directa eliminaba cualquier posibilidad de que fuese planteada una segunda cuestión, pero tal proceder se considera exento de toda ética y suele ser criticado con dureza por los habituales de las plazas. Sin embargo, la recién llegada tampoco tenía, al parecer, la menor intención de charlar con la otra ni conmigo, al menos de momento, pero lo que no pude dejar de notar fue la extraordinaria semejanza entre ambas mujeres ni la intensa mirada que la segunda de ellas me dirigió en el momento de sentarse. Como sus ojos no se separaban ni un instante de los míos, fui yo quien, fingiendo buscar a mi amigo en la distancia, hube de apartar la vista, preso de una agitación inusual. Pensé que la nueva parecía querer comunicarme algo o tal vez no fuese sino una forma de invitarme al diálogo, pero, en cualquier caso, mi turbación comenzaba a ser demasiado evidente, hecho que constaté al percibir en el rostro de la primera un leve gesto de ironía, una imperceptible sonrisa que la mujer disimuló con un suave movimiento de su cabeza que hizo ondear su cabello castaño y, en algunos puntos, prematuramente encanecido.

Ese gesto me reveló lo que hasta entonces había sido incapaz de apreciar: la extraña hermosura de la que aún quedaban restos en el rostro de la primera mujer y, por ende, también en el de la segunda. Las arrugas que salpicaban sus caras habían estropeado la juvenil belleza que un día, sin duda, las había convertido en objeto de deseo. Pero aun ahora, un observador atento e imparcial no podría dejar de constatar que, a pesar de su edad, ambas seguían siendo atractivas. Las contemplé sin disimulo alguno, sin pararme a pensar en las posibles consecuencias de tal observación. De ese modo, la turbación que hasta ese momento me había embargado desapareció por completo.

De repente todo adquirió nuevos significados.

Deseé hablarles, contarles las viejas historias que siempre cuento a quien quiera escuchar, provocar en ellas veladas sonrisas que les devolvieran, siquiera un instante, su antigua belleza, compartir esa tarde y esa espera que tanto empezaba a prolongarse, dejarme envolver por la ya olvidada sensación de placidez que despiertan las plazas en las tardes primaverales, formar parte, no más que por unos minutos, de la esencia incomprensible de la plaza.

Y puedo asegurar que lo hubiera hecho de no producirse la llegada de un tercero. Esta vez se trataba de un hombre, algunos años mayor que ellas. Sin una palabra, tomó asiento entre ellas y yo, rompiendo en mil pedazos el frágil puente que había comenzado a tenderse. Me miró de arriba abajo, casi con insolencia. Luego miró a las mujeres de igual modo para fijar más tarde su vista en la fuente central. Quizá fue en ese momento cuando reparé en que la mayor parte de los bancos de la plaza aún estaban desocupados, lo que me produjo cierto desasosiego. ¿Por qué, en ese caso, habían elegido sentarse allí, donde ya había un ocupante al que además no conocían y que tampoco había demostrado, en modo alguno, desear ningún tipo de compañía? ¿Se trataba, acaso, de alguna estrategia destinada a salvaguardar la plaza del posible abuso que pudieran producir los visitantes ocasionales? ¿Por qué nadie decía una palabra?  Esas preguntas carentes de respuesta comenzaron a asfixiarme. Ante la nueva intrusión, todo mi apasionamiento de unos segundos antes se diluyó de inmediato. Pude observar que las mujeres habían dejado, por fin, de mirarme, pero eso no me alivió lo más mínimo. Antes bien, se podría afirmar que la tristeza que comenzó a embargarme tuvo su origen precisamente en ese detalle. J. C. no aparecía y el sol ya se iba escondiendo en el horizonte, tragado por el bárbaro poniente. Algo me decía que debía marcharme, que mi amigo ya no vendría, que se había olvidado de la entrevista o que la conversación en la que se acordó nuestra cita ni siquiera había tenido lugar. De cualquier forma, a esa hora ya no había tiempo. La edición del día siguiente tendría que salir sin la información que me había sido requerida. Así, pues, era libre de marcharme. ¿Por qué, entonces, no lo hacía? Nada me ataba a aquel banco. Por el contrario, muchos factores me impulsaban a abandonarlo. Ni siquiera la simpatía que unos minutos antes despertasen en mí las dos mujeres que ahora se miraban entre ellas, como intentando reconocerse, me pareció un motivo válido para permanecer allí ni un minuto más. Sin embargo, me quedé allí, callado, esperando aún, sabiendo que mi espera iba a ser de todo punto estéril. No fue hasta mucho más tarde, al anochecer, cuando se decidió todo. Como no podía ser de otro modo, un cuarto hombre se acercó hasta el banco y se paró frente a mí. Como es sabido, cuatro es el número de ocupantes de cualquier banco. No es de ningún modo razonable, ni existe constancia de que alguna vez haya ocurrido, la presencia de un quinto. Ante la nueva situación sólo me quedaban dos alternativas igualmente ominosas: permanecer allí en medio del ambiente hostil que se iba formando a mi alrededor, lo que sin duda sería considerado un acto de soberbia, o ceder galantemente mi puesto al recién llegado, lo que, al margen de cualquier otra consideración, constituye una claudicación sin atenuantes.

Apoyado en su gayata, el hombrecillo me observaba sin impaciencia. Yo dirigí mi vista hacia los demás bancos, como queriendo insinuar sin palabras lo que el anciano no podía haber pasado por alto, pero fue en vano. Él sólo me miraba sin inmutarse.

Fuese claudicación o simple cortesía, lo cierto es que me incorporé casi bruscamente y di dos pasos en dirección a la fuente. Fue el tiempo suficiente para que el cuarto ocupase mi lugar. Supe que ya no había regreso. Resignadamente, contemplé por última vez la plaza que se iba sumiendo en la penumbra, el banco en el que ahora charlaban animadamente los cuatro, los otros bancos, desiertos, y me adentré en el laberinto de las calles, en busca de mi automóvil.

 

*Fuente: Letralia.

https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2024/09/05/espiritu-de-la-plaza/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Emisión*

 

Una voz

despelleja

palabras

 

Se cuartean

los

sonidos

 

Un hilo viviente

acogotado

en un goce

seco.

 

*De Ana Romano. romano.ana2010@gmail.com

 

 

 




 

 

 

 

 

EL GIGANTE*

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida (quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y, además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez, repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así– como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros. Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos, con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.

Con el tiempo descubrimos que hay algunos más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas. Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.

Uno de los misterios que más nos intrigan es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo, un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo. Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir. Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas: el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra memoria.

A veces sentimos que formamos parte de algo más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo. Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación: nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino. Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará. Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados, huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante, nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo. Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Cómo saber si me sostiene o si sólo

lo creo, por conveniencia o error,

por evitar la duda. Todos los tamaños

de una pregunta terminan

por coincidir en el tono que más tememos.

La distancia talla el espacio

hacia cada lado de lo que fuimos y aún

puedo ver un cuerpo de claridad.

Como el sonido del tren a dieciséis pisos de altura

en la madrugada. Cuando casi dormimos

y confirmamos el amor en su raíz de fe.

 

 

*De Valeria Cervero Daer.

-Fuente: Meta Poesía.

https://www.facebook.com/metopoesias

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

Por favor, pisa esa flor*

 

Se preguntó cómo es que tamaña cosa había pasado inadvertida. Pero las cosas realmente grandes suelen escaparse a los sentidos, ya que al ser tan enormes se salen del campo visual y enfocamos un detalle; los elefantes suelen ser invisibles por obvios, por inmanejables, porque verlos es demasiado doloroso, porque un problema de tal magnitud requiere una acción si lo traemos a lo real nombrándolo. Cuando leyó el poema, ella y su hermana se habían reído, convinieron en que el chico tiene talento, lo consideraron original y alabaron a Roque por sus dotes literarias. El mismo chico les había entregado el texto entre otros, y después de un tiempo todo quedó en el olvido. Sin embargo, la señora lo guardó en el fondo de la memoria como esas señales que inconscientemente reconocemos y en el momento no podemos asir. Ahora, diez, doce años después, con la sonrisa agriada, de pronto le han venido a la cabeza los dos primeros versos “por favor, pisa esa flor/ necesito odiarte”. Intenta recordar el resto, pero sólo le llegan vagas ideas de que la voz del texto pide a alguien que haga cosas desagradables porque no puede soportar verlo tan feliz y adaptado; siente que esta persona sonriente y bella es, como todos los de su clase, un ser despreciable que debe ser odiado aunque no parezca haber hecho nada para merecerlo. Por lo tanto, pide varias veces con insistencia que haga algo horrible para merecer, por alguna acción visible, el odio que ya le pertenece sólo por ser cómo y lo que es.

Hace diez o doce años, cuando la señora leyó el poema junto con la madre, el significado de la poesía se diluyó por la forma graciosa en que estaba presentado. Era una broma.

Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte. Y uno puede imaginar a quien desee en el rol del odiado; la beata, el maestro simpático pero irritante, el compañero perfecto, el político que se presenta besando niños. Por favor, pisa esa flor, necesito odiarte. Dame una razón para odiarte, rompé el jarrón para poder retarte, empújame para que se justifique mi golpe, lastímame para poder destrozar tu rostro. Que mi odio sea justo, ya que existe, y la verdadera razón no puede ser dicha. Tengo mi odio aquí en la mano y necesito colgarlo de alguna percha, es pesado, estorba, déjame que te lo cuelgue porque sos más fuerte que yo y vos lo vas a poder llevar. A vos te va bien, estás feliz, todo te marcha como sobre ruedas, sos un arcoíris naif, un dechado de virtudes, nada te cuesta, las frutas caen de los árboles a tus manos, en tu camino no crecen ortigas. Yo, que estoy donde llueve, donde hay ruido y hace frío, yo, que no soy como quisiera ni como vos querés que sea. Yo necesito odiarte, dame una razón, aunque sea ridícula o nimia.

Al costado de la calle crecen verbenas rojas, estrellitas de sangre recortadas en el verde. La señora va hacia la banquina porque se acerca un auto (en Rincón todos caminan por la calle), y evita cuidadosamente pisar las flores. Va pensando y sintiendo, acongojada y a la vez ausente. Se dice que no hay reparo que valga, en algún momento pisará una flor, toserá en un instante incorrecto, hará el comentario equivocado, y recibirá pleno y certero el odio de Roque. En la casa con el alto eucaliptus en la puerta, la hermana ha quedado llorando. Nada hay que pueda consolarla, el hijo se ha ido y ella tiene la culpa. No se sabe bien por qué, pero ha quedado perfectamente claro que la madre de Roque tiene la culpa de todo y que jamás será perdonada. La señora saca las llaves, abre el portón, verifica el estado de crecimiento de las rosas, el progreso de los brotes del naranjo, saca una ramita de tomillo que perfuma el aire, y entra a la cocina.

No tiene ánimo para hacer nada, no cree poder concentrarse en alguna película, así que pone música mientras sigue dando vueltas y vueltas la angustia de la hermana, el enojo del sobrino, palabras, sentimientos, posibles soluciones.

Afuera comienza a atardecer, el cielo se pone rojo, la luz amarillea antes de fundirse a negro.

Ha quedado en la oscuridad, las manos sobre los brazos del sillón, los pies inmóviles. Sólo sus pensamientos siguen girando, imposibles de advertir en esa quietud concentrada. El chillido de un murciélago en el jardín le da la orden de prender las luces. Se levanta con esfuerzo, la columna rígida, y sólo a medida que camina puede enderezar la espalda y recuperar el paso normal. Toma el teléfono, escribe un mensaje para Roque. Lo envía. No importa lo que haya escrito, sabe que las palabras son simplemente signos sin significado porque no encontrarán el blanco, son flechas lanzadas al muro de piedra. Absurdo, se dice. Otra vez encuentra Roque quien pise una flor para él. Responder a su deseo es inevitable.

Esa noche, no obstante, no puede dormir. Cada vez que alguien nos odia, tenemos la sospecha de que puede tener razón al hacerlo, y es una ventaja que no aprovecha a nadie.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

-Cuento de la serie de la Costa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PAPELES EN LA NOCHE*

 

Hay algo que no entiendo,

       me dije.

Una tabla, o un retazo de

       memoria,

quedó en algún lugar, o

       bajo tierra.

Un viento, a veces, alguna

       hora,

dan indicios de esa

       pérdida

o ese pozo; como si una

       raíz extendida

hubiera cesado en algún

       tiempo

(y en mí mismo); una raíz

       arrancada

y puesta a secar lejos;

       lejos

de la vida y de las cosas.

 

*De Eduardo Dalter.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EMBARCACIÓN VIKINGA*

 

 

Necesito un barco vikingo

para irme a otras tierras

lejos de aquí

lejos de esta cercanía con mi nombre

con mi rostro de mujer entrada en años

con mi caparazón de tortuga

de oso hormiguero

de caracol, lejos

en el extremo sitio de las lejanías

donde se juntan lo muy oscuro y el sol.

Necesito una bestia tallada en madera

enarbolada por un círculo hueco

replegado en sí mismo

hecha a la medida de todos los océanos,

esos espacios creados contra la desmemoria

tan abismalmente anchos

tan lisos

tan inabarcables.

Necesito mi embarcación

construida con las transparencias que surcan

las palabras que alguien inventó para mí

en las sombras. Vendrán los dioses

a susurrarme con su inconcebible voz

el camino de los vientos. No existe itinerario

que me lleve a lo más lejano

de lo más lejano

a la muy íntima proximidad del límite

a la extensión filosa

que ahonda la travesía en las aguas heladas.

Iré desnuda, cubierta con dos o tres palabras

pocas

escasas

suficientes

para sostenerme mientras atravieso

las anchas aguas heladas. Nadie

podrá encontrarme en aquel sitio

donde lo lejano de tan lejano

se desarrimó del mundo

y de sus marquesinas con colores

que causan daño a la mirada. La lejanía

se alimenta de mi viaje

en la antigua embarcación vikinga

en la que voy

sola

desnuda

trepada al sonido de mínimas palabras

que me distancian todavía más de esa lejanía

deshecha a cada rato como figuras

en un caleidoscopio.

El océano con sus aguas heladas

se explaya en la orilla del mundo

se despereza interminablemente

para diluirse entre los guijarros del lenguaje.

La amplitud que me rodea

es espejismo puro

es un desprenderse de las formas

solo hueco más hueco

más hueco creando mi travesía

bajo los párpados de un cielo

que calca lo que ve

lo que se muestra

sin tapujos

en su arcaico esplendor.

Estoy vacía y me pierdo en lo vacío,

las formas se olvidaron de su forma

como un niño apartado de su casa

que no conoce el camino de regreso,

un niño de ojos grandes y pantalones cortos.

Las distancias en el infinito océano

necesitan de mi miedo

así como yo necesito una embarcación

hecha en madera

para construir un camino

enseguida borroneado por el agua en su ir y venir. Avanzo

mientras el camino se diluye a mis espaldas

lo que no tiene forma se regocija

en su propia divagación.

Nadie me ve cuando mi barco abre un surco

sobre las heladas aguas

en las que la luz difumina su color azulado

nadie tampoco podrá verme después

aunque proliferen ojos y transparencias.

Mi miedo tiene el don de lo que carcome por dentro

y es el motor de este viaje

que no tuvo principio

ni nunca se terminará.

Sigo aferrada a mi embarcación vikinga

como si fuese un nombre que me fue dado al nacer

en este territorio con sus aguas heladas

y su mástil enarbolado por un círculo hueco.

 

 *De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Miniaturas en el sendero poético*

 

Cuando me oculté del mundo, descubrí que había hecho un pacto tácito y silencioso. Ambos nos olvidamos del otro, nuestras vidas transitaban senderos qué jamás se volverían a cruzar. Decidido a encontrar aquellas miniaturas, me adentré en el nuevo sendero y me convertí en una especie de ser invisible. Ahora las busco, oculto y lejos del mundo, no para encerrarlas sino sólo para observarlas e intentar pensar un poema.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Oráculos*

 

  Me leyeron las líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.

Todas las predicciones auguraban lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.

Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella, alguna de estas noches...)

Si la primera adivina (su cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que, entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.

La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció, me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera coincidencia.

Pero si por un momento pensé que la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste, según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una especie de pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.

 “En Rosario hay un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa misma tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle la “ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma noche.

Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe!

El Doctor Morales –tal era el nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un almacén de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por esta última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas, aparatos de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo por la luz, más nítida.

Me sentó a una mesa –previo desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco, lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué escribiendo casi furiosamente.

No me seducía la idea de dejar allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.

Tardaron más de hora y media en regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba atención, concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.

En la cena me mostré encantador, conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución, mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.

En el desayuno, Rebeca me anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.

Todos padecemos adicciones. Sean graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia (observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor posible el presente.

En Corrientes fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).

En Mendoza la numerología.

En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.

Fueron semanas de viajes, escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.

En Bahía Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas). 

Xilomancia (madera) en Paraná.

Aluromancia (adivinación practicada con harina) en Junín.

Se ha dicho que la locura es hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.

Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).

En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de una vela).

Si al principio nos guiaba la búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que se cernía, implacable, sobre mí.

Aeromancia (observación de los fenómenos atmosféricos) en Salta.

Tarot en Resistencia.

Al borde de la extenuación y la ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de la arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su dictamen fue implacable.

Era el último viaje. O más bien el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó, secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.

Hice la mayor parte del viaje dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió, porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.

Me senté en un banco, al sol. Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.

De un rincón en penumbra, a mi derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de reconocer.

- Te estaba esperando.

Pensé que se trataba de un espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.

- Te creía muerto – respondí, con un aplomo que no hubiera supuesto.

- He esperado mucho tiempo –dijo, como si no me hubiera oído.

- Veinte años – susurré.

- Veinte años – repitió él, como un eco acusador.

Podría excusarme alegando que lo ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola queja. Me parecía justo.

Fue entonces cuando percibí el perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías. La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo invadiría todo.

 

 *De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

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