*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
*
Sobre Final del Juego.
Final del juego (1956)
Julio Cortázar
Metal
hexagonal
Cómo
olvidar el aire de aquellas tardes
la
piel nácar bajo el halo rosado del velo.
El
recuerdo fundido a la mica y el feldespato.
Había que verla subir
al
talud del ferrocarril.
Venus del Nilo
Piedad
Desengaño
Mi
bailarina de Brahms
Princesa oriental.
Enigma de sauce bajo la tarde.
Has
sido Amor y Adiós, Leticia.
Todos estos años versaron
sobre la huida / de mis ojos/ hacia un río
inmóvil.
*De Adriana
Sáliche. salichead@gmail.com
*Desde
Julio Cortázar hacia mí: Transmigración y ósmosis.
-Editorial Municipal Chivilcoy. (2024)
Primer cuarto
de siglo*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
La llegada del nuevo siglo generó
esperanzas, fantasías y no pocos temores. La tecnoutopía que había prosperado
con la masificación de las computadoras y el entorno digital ahora omnipresente
fue promovida como la señal inequívoca de progreso, aunque en los últimos
segundos de 1999 mucha gente temió que las máquinas no pudieran iniciar el siglo
–volver el reloj a cero– y, con ello, desatar un caos en las comunicaciones y
la sociedad de consumo de aquel año, aunque las ciudades aún no dependían como
ahora de los algoritmos y la automatización estaba en ciernes. En cuatro años
(2004) sería inaugurada la era de las redes sociales con la fundación de
Facebook y dos años después le tocaría el turno a Twitter (ahora X). La
conversación pública no dependía de estos gigantescos monopolios que, de
existir en aquella época, habrían potenciado las paranoias finiseculares.
La llegada del año 2000 y sus celebraciones
fueron, por supuesto, el cierre de una década, la de los 90, que aún mostraba
un cauteloso optimismo. En Estados Unidos, por ejemplo, la presidencia de Bill
Clinton (1993-2001) consolidó la imagen del mercado como política de gobierno y
la desregulación económica como vía al desarrollo. El despertar, gradual pero
irreversible, comenzó con los atentados del 11 de septiembre en Nueva York –ya
con George W. Bush en el poder– y la llamada “Guerra contra el terrorismo” que
llevó un paso más allá el control del gobierno sobre la población y metió al
país en un callejón sin salida en Irak y Afganistán.
Conforme avanzó el siglo quedó aún más
claro el verdadero rostro del libre mercado y la alianza entre el poder
político y el financiero: en 2007-2008 estalló una nueva crisis del
capitalismo, ahora provocada por la especulación inmobiliaria y,
particularmente, por la etapa más radical de la economía hambrienta de
ganancias: la financiarización, es decir, la apuesta por crear riqueza de la
nada o, mejor dicho, a partir de las fantasías de los mercados convertidos en
las nuevas deidades en una sociedad global que se vendió como racional, pero
que se ha entregado a una serie de fantasías que se han derrumbado cuando se
enfrentan con la realidad.
El breve recuento de lo que llevamos en el
primer cuarto del siglo XXI ha sido el culpable de que los años por venir ya no
sean vistos con optimismo. La humanidad avanza con indiferencia. En el mejor de
los casos, las clases ricas han puesto sus esperanzas en evadir las numerosas
crisis que vive el mundo por medio de fantasías tecnológicas que los harán
inmortales, los llevarán a otros planetas o los fundirán en la virtualidad de
las computadoras. Para el resto, sin embargo, queda un panorama aún más
desolador, pues ya está sufriendo, en diferentes niveles, la gravedad del
colapso climático y la escasez de recursos. Lo peor de este escenario es que la
respuesta a esta amenaza que se acelera es, en varios países de Europa y Estados
Unidos, entre otros, el auge de gobiernos de ultraderecha que capitalizan el
descontento de la gente que, incapaz de organizarse, entrega el destino de sus
sociedades a los caprichos de una élite político-empresarial que sólo busca
extraer lo que queda de valor en el mundo.
La llegada del segundo cuarto del siglo XXI
muestra, en plenitud, un fenómeno que describió el sociólogo polaco Zygmunt
Bauman en su libro Retrotopía de 2017: la renuncia a imaginar un futuro y
concentrar el debate en el pasado. En teoría, afirma Bauman, el futuro es un
territorio de libertad y el pasado es inalterable. Las utopías se agotaron
pues, en apariencia, llegamos a donde teníamos que haber llegado. Las
innovaciones que nos mostró el cine y que se integraron en la cultura popular
están entre nosotros, pero nos han dejado insatisfechos, pues nos llevaron a
más trabajo por hacer, además de exhibir nuestras vidas todo el tiempo por
medio de los dispositivos que tenemos con nosotros.
Por esta razón, siguiendo la idea de
Bauman, las fantasías se han concentrado en dos propuestas diferentes: por un
lado, el futuro se presenta como una distopía con pocas variaciones (ambiental,
política, económica, nuclear) y el pasado concentra el debate público, además
de servir como refugio para la imaginación. Pensar en lo que pudimos ser y no
fuimos parece una opción más viable que soñar con un futuro que ofrece una
versión monolítica y cada vez más desoladora para la humanidad.
*Fuente: LA TEMPESTAD.
*Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela)
“La Habitación Amarilla” por Editorial BUAP.
-Las novelas: La mujer de los macacos (Libros Magenta),
Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Y
“Reconstrucción” Ediciones EyC.
*
Sobre capítulo 135.
Rayuela (1963)
Del
Otros Lados.
Julio Cortázar
Poesía de un martes
Te digo que fui al mercado
que
una chica muy joven lo atiende
tenía a su hijo en un brazo
mientras que con el otro
tomó
las frutas
Iba
y venía
las
frutas
el
niño.
Me
dices que te atrapa
el
color expuesto
olemos, profundamente
el
perfume que suelta el carmín
y el
amarillo
Te
cuento también
que
hice muchas cosas en tiempos pasados
con
un solo brazo
entonces vos me tomas de la mano
nos
sentamos
cruzamos las piernas
y me
decís
cenemos juntos
manzanas eligen los ojos.
Viene un perfume nuevo de tu boca.
Como
si hubiésemos mordido
o
descubierto, acaso, un perfume a sidra nueva.
*De Adriana
Sáliche. salichead@gmail.com
*Desde
Julio Cortázar hacia mí: Transmigración y ósmosis.
-Editorial Municipal Chivilcoy. (2024)
Lejana*
*Julio
Cortázar.
Diario de Alina Reyes
12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de
pulseras y farándulas, de pink champagne y la cara de Renato Viñes, oh esa cara
de foca balbuceante, de retrato de Dorian Gray a lo último. Me acosté con gusto
a bombón de menta, al Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta
(como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose, pescado
enormísimo y tan no ella.)
Nora que dice dormirse con luz, con bulla,
entre las urgidas crónicas de su hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo
apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente,
quiero dormir y soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex
arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep… Tengo
que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e,
con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con
tres consonantes y una vocal (tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la
fragua con su polisón de nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando.
Con tres y tres alternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y
más tarde palindromas. Los fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los
más difíciles y hermosos, átate, demoniaco Caín o me delata; Anás usó tu auto
Susana. O los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes,
es la reina y… Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no concluye.
Porque la reina y…
No, horrible. Horrible porque abre camino a
esta que no es la reina, y que otra vez odio de noche. A esa que es Alina Reyes
pero no la reina del anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest,
pupila de mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lado
lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez, sentirla y
el odio.
20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que
le pegan. Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que la tiran al
suelo y también a ella, a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le
pegan. Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o
son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al
chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo
conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que
sufra, que se hiele; yo aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un
poco. Como hacer vendas para un soldado que todavía no ha sido herido y sentir
eso de grato, que se le está aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de
Regules, el té al chico de los Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me
digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los
zapatos rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún
lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo)
en que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y
aguanto bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera
tanto. Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a
aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía
enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y yo en el piano,
mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le hacía como un marco,
él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los arpegios, los dos
tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella
y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis
María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y
cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me pegan o la nieve me entra
por los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la cintura me va
subiendo como un calor a mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras
chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y entonces tengo que
decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa
nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena.
«M’hijita, la última vez que te pido que me acompañes al piano. Hicimos un
papelón». Qué sabía yo de papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la
oía con sordina. Votre âme est un paysage choisi… pero me veía las manos entre
las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente a Nora.
Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque no
se animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto
parece cada vez más un castigo, ahora sólo me conozco allá cuando voy a ser
feliz, cuando soy feliz, cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más
que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria
ternura hacia la que no es reina y anda por ahí. Me gustaría mandarle un
telegrama, encomiendas, saber que sus hijos están bien o que no tiene hijos
-porque yo creo que allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima,
caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré
jueves stop espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest
donde habrá tanto puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la
cama y casi aúllo, casi corro a despertar a mamá, a morderla para que se despertara.
Nada más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que por pensar
que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me antojara. O a
Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres páginas atrás). No
valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al cuatrocientos. Sólo
queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he
soñado, no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la
vigilia) hay alguien que se llama Rod -o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo
amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve de día en día, entonces es
seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una
imagen cualquiera de sueño, ya usada y a tiro. No hay Rod, a mí me han de
castigar allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme. Decirle a Luis María:
«Casémonos y me llevas a Budapest, a un puente donde hay nieve y alguien». Yo
digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer
creerlo a fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si estoy… Pero solamente loca,
solamente… ¡Qué luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que
no me viene nada de la lejana. Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir
abrigo. Mandarle un telegrama, unas medias… Pensé una cosa curiosa. Llegaba a
la terrible ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las
tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina Stana, en la
perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos,
hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la
Dobrina con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese
frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el río, casi en
encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín pescador que
allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el
puente. Lo pensé y no quise seguir. Era la tarde del concierto de Elsa Piaggio
de Tarelli en el Odeón, me vestí sin ganas sospechando que después me esperaría
el insomnio. Este pensar de noche, tan noche… Quién sabe si no me perdería. Una
inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina Stana,
sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras
hubiera llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su
nombre; ahí donde un nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a
tu Brahms. Es un camino tan simple. Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá
Elsa Piaggio. Qué triste haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza
(pero esto ya no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que
al final de la plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue. Entre el final del
concierto y el primer bis hallé su nombre y el camino. La plaza Vladas, el
puente de los mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el nacimiento del
puente, un poco andando y queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas, en
chicos abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas,
Tadeo Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía
saludar a Elsa Piaggio entre un Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea
se salía abiertamente a la plaza, con la entrada del puente entre vastísimas
columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la reina y…
en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi
lado. Es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que dárseme la
gana, la real gana. Real porque Alina, vamos-No lo otro, no el sentirla tener
frío o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber
adónde va, para enterarme si Luis María me lleva a Budapest, si nos casamos y
le pido que me lleve a Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en
busca mía y encontrarme como ahora porque ya he andado la mitad del puente
entre gritos y aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La polonesa!»,
como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me empuja con el
viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura
hacia el medio del puente.
(Es
más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba
el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con pasto y
pajaritos). Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Me
acuerdo que un día pensé: «Allá me pegan, allá la nieve me entra por los
zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al
mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me llega tarde, a lo
mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de catorce años, o
ya es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía
bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una siempre cae en el tiempo
parejo. Si ahora ella estuviera realmente entrando en el puente, sé que lo
sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba
sonando y chicoteando. (Esto yo lo pensaba). Valía asomarse al parapeto del
puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Valía quedarse un
poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de adentro -o era el
desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy
modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a decirme de otra que le haya
pasado lo mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a
cualquiera, che, aquí o en Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no
había gente en la platea. Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de
lo que pensé. Me va a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto;
pensé una cosa curiosa.
30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse
conmigo. No sabe lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que posa de
emancipada intelectual.
31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi
grito. Sentí miedo, me pareció que él entra demasiado fácilmente en este juego.
Y no sabe nada, es como el peoncito de dama que remata la partida sin
sospecharlo. Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina y –
7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que
había pensado en el concierto. Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me
estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me
hubiese limitado a dejar constancia de eso por gusto, por desahogo… Era peor,
un deseo de conocer al ir releyendo; de encontrar claves en cada palabra tirada
al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y
los ruidos, y después… Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me
dañaba, nada más que eso, tener veintisiete años y sin hombre. Ahora estará
bien mi cachorro, mi bobo, basta de pensar, a ser al fin y para bien.
Y sin embargo, ya que cerraré este diario,
porque una o se casa o escribe un diario, las dos cosas no marchan juntas -Ya
ahora no me gusta salirme de él sin decir esto con alegría de esperanza, con
esperanza de alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del
concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien mío.) En el puente la
hallaré y nos miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la
rotura del hielo ahí abajo. Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia
maligna, esa usurpación indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se
sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y apoyarle
una mano en el hombro.
*
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a
Budapest el 6 de abril y se alojaron en el Ritz. Eso era dos meses antes de su
divorcio. En la tarde del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el
deshielo. Como le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa- anduvo por veinte
lados buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado, dejando que el
deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una
vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro
andando ahora con trabajo porque la nieve se oponía y del Danubio crece un
viento de abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía cómo la pollera se le
pegaba a los muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar
vuelta, de volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la
harapienta mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la
cara sinuosa, en el pliegue de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose.
Alina estuvo junto a ella repitiendo, ahora lo sabía, gestos y distancias como
después de un ensayo general. Sin temor, liberándose al fin -lo creía con un
salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó también las
manos, negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y
las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado
golpeando en los pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera
que la fuerza del abrazo le clavaba entre los senos con una laceración dulce,
sostenible. Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro
de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de
palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las
sensaciones de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero
segura de su victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que dulcemente una de las dos
lloraba. Debía ser ella porque sintió mojadas las mejillas, y el pómulo mismo
doliéndole como si tuviera allí un golpe. También el cuello, y de pronto los
hombros, agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba
ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le
estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba
Alina Reyes lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el
viento, sin dar vuelta la cara y yéndose.
-Bestiario, 1951
Antes del fin
2.0*
Cuando subía por última vez la cuesta en
dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la
había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en
mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo
insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo, balanceando un pequeño bidón
de plástico y canturreando algo que no supe identificar. La miré mientras se
alejaba. Un par de veces se volvió, agitando la mano libre en señal de
despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar donde su moto la pudiese
llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el escenario había cambiado, que ya
no podía hacer aquello para lo que había venido hasta el río. Que no tenía
derecho mientras esa mujer siguiese caminando por el mundo con su bidoncito
para gasolina y esa tonta canción germinando obstinada entre sus labios.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
Sobre Casa Tomada.
Bestiario (1951)
Julio Cortázar
Casas y verdades
Cuando vendrá el resto
quiero decir todos ellos
Por
qué han olvidado
de
modo tan abrupto.
Los
de los portarretratos
han
virado sus rostros
Retuercen sus perfiles
desvanecen sus cuellos
los
vuelcan hacia atrás
desfallecen ante nosotros.
En
la mancha terrosa de la tarde
nos
susurramos que la Verdad
debiera quedar adentro intramuros extinguirse.
Pareciera que todos ellos han clausurado
Su
propia historia nuestra historia
mientras la casa va siendo
tomada por el olvido y la Verdad que huye
pavorosa por intersticios y ventanas.
*De Adriana
Sáliche. salichead@gmail.com
*Desde
Julio Cortázar hacia mí: Transmigración y ósmosis.
-Editorial Municipal Chivilcoy. (2024)
Tentativas*
Veo una cara en el espejo, y en ella veo
el paciente y feroz trabajo del tiempo,
y que hay cierta simetría en los surcos.
Una armonía que coincide cabalmente
con el cansancio de cargar los fallos
y las culpas, propios y ajenas, y hay
también alguna cicatriz despareja
de un error no forzado. Es fácil notar
que la cosa aún se halla en un estado
intermedio y que esta será una más
de las tareas dejadas a medio camino.
Lo peor del futuro se insinúa apenas,
pero no se muestra acabado, detenido
por restos de deseo que sostiene vivo
algún sueño incumplido. Podrán decir,
si lo inevitable sucede, que así fue todo
en mí, que nunca entendí: que la mitad
de cualquier intento es parecido a nada.
La última piedra fallida del escultor
nacida de su impulso de martillar
y de no saber rendirse a tiempo.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
Escribir para que las
frases no se resequen en la lengua. Escribir o leer a los que escriben para no
ser manoseado por los poderosos o por el simple universo que nos pudre de a
poco. O pintar. O hacer cualquier arte. O disfrutar cualquier arte. O amar. O reírse
de todo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-Les cuento que este año voy a crear este
seminario VIRTUAL 2025 para LEER A
CORTÁZAR Y RULFO en dos grupos: uno los miércoles de 14:30 a 16 hora
argentina y los sábados de 11 a 12:30 también hora argentina. Termina a fin de
mayo y luego de julio a noviembre LEER A
GARCIA MÁRQUEZ Y SAER. Vengan y viviremos esta placentera experiencia. Informes
y preguntas a lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Final
del juego*
*Julio
Cortázar
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las
vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth
empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth
estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y
yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el
suelo, frases que solo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde
el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en
una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba
en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el
tacho del agua sucia, o recordando cómo al pasar que en la casa de las de Loza
había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería
insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando
cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo
que le gustaba lavar a mamá, con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha
de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas
recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en
el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya
que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente
José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le
volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos
probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en
la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de
mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la
galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba
leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen
trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y
al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes
partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
—Acabarán en la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del
Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato
tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante
de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como
un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos
lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un
envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo
contemplábamos silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de
las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había
más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre
los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato —que son los
componentes del granito— brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las
dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo
porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como
por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las
piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a
las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir,
bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras
para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre
calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de
río color café con leche.
Después de esta primera inspección del
reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados
a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la
capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La
primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más
privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía
pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse
hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo
de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los
privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en
realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y
Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las
largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran
hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que
fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las
tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos,
pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que
se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la
espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los
lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de
género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con
la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme
que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del
juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las
inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el
amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el
anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en
la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la
calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos
piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si
usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las
incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna,
la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de
nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de
los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos
los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las
actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia
mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire
amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos
al cielo, mientras las manos ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de
sauce— a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de
hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se
destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para
que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la
indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la
selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los
ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían
puesto, y el juego era así mucho más complicado y excitante porque a veces había
alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban
para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por
lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero
hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó
vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito
cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para
nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que
la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los
sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura
de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la
estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con
el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban
vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la
ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que
volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero
algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no
veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los
sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos.
Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy
cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y rebotó hasta mí. Era un
papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala,
decía: “Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche,
Ariel B.” Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y
tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo
gané... Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero
temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y
ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como
estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era
capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la
generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo
de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos
ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos
un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el
pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se
ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y
saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables.
Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni
un dedo cuando llegó el tren. Como no podía girar la cabeza la echaba para
atrás, juntando los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde
de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos
a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al
descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo,
pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si
llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud
del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: “Las tres me gustan mucho.
Ariel.” Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba
riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y
convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de
todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería
que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres
días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y
una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el
tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba
haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel
que al principio no entendimos: “La más linda es la más haragana.” Leticia fue
la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y
Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió
sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia,
pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo
nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día
volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa
Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a
tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban
ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era
una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos
del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las
cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando
demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y
que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo,
todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que
no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que
Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era
demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de
madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes,
viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con
angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible
llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último momento uno
de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana
me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a
vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy
buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal
vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero
vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy
bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.
Esa tarde gané yo, pero en ese momento me
vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin
darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta
cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no
complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire
vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas
chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero
yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando
hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y no sabía
que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces
vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la
tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo
porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su
suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve
el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era
cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al
otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén
para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final
era hermosa: “Saludo a las tres estatuas muy atentamente.” La firma parecía un
garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a
Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie
hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a
venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se
enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con
lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda.
Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi
mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que
bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin
pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel,
nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un
tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos
nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue
más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía qué pensar, de un lado me
parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se
aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro. Lo que yo
hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora
con el nuevo tratamiento y tantas cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan
calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones,
después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna
gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que
estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio
el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que
me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé ir al cuarto de Leticia, no me
explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran
importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth
levantaron la mesa. “Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si
él pregunta mucho, se la demos.” Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver
un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos
dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a
José.
Al otro día me tocó a mí salir de compras
al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes
que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana,
con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal,
pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un
sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a
venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. “Si querés
podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta”, le propuse, pero ella
decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al
final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el
verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos
aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle
nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar.
Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y
Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me
acuerdo de cómo secamos los platos, de repente estábamos en los sauces y las
dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me
explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel
se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las
chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado
al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con
entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida.
Unos veinte minutos después lo vimos llegar por el terraplén, y era más alto de
lo que pensábamos y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que hablamos al
principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y
decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las
actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda
explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que
Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial,
que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos
los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él
parecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y
dijo: “Este lo llevaba Leticia un día”, o: “Este fue para la estatua oriental”,
con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce
y él estaba contento pero distraído, se veía que solo se quedaba de bien
educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso
nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese
venido nunca. Él preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró
y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había
podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y
de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba
pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y
él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras
le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el
bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en
seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber
venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la
visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos
grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de
cómo se había despedido diciendo: “Hasta siempre”, una forma que nunca habíamos
oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a
Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese
querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había
cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y
solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella.
Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez,
nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba
casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la
dejamos mirando las avispas del limonero. Cuando íbamos a dormirnos esa noche,
Holanda me dijo: “Vas a ver que mañana se acaba el juego.” Pero se equivocaba
aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el
momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un
poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien.
Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a
los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos
los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y
nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos
mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo
sucedía ella era la única responsable. “Quisiera que me dejaran hoy a mí”,
agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe
queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el
fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos
cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para
sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo
rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la
estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse
al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos
como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló
el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía
hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa,
la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la
miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y
mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé
por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo
ojos cerrados y grandes lágrimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero
la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras
guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba
a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que
tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba
dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la
tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas,
imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento,
mirando hacia el río con sus ojos grises.
-Final del juego, 1956-
-Próxima estación:
FRANCISCO A. BERRA.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN
GOYENECHE.
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario