*Foto de Emilia Tronando.
TERCERA MUJER
CERCA DEL FUEGO*
Que simules
ver una mujer cerca del fuego y que su vida
sea un cuento
para dormir. Una mujer con la lengua
llena de lastimaduras,
ésas que producen las palabras
deformes. Que simules ver el Aqueronte
cerca, a sólo un paso, el inestable color
del vino en tu mirada
y en la mujer con frío. Que simules
ver una mujer cualquiera como las otras,
y que se te agote la vista
ante esa cosa oscura de los perros
que ladran a la luna,
como si supieran
como si la mujer supiera
el salto del instante. Que simules
la secreta unción que une al fuego y las
mujeres,
el cielo verde y los hielos, o que simules
ver a la pobre mujer de Brueghel
como virgen etérea que apresa al unicornio.
Es tarde ya para simulaciones,
para soñar paraísos:
cualquier hecho es el primero de la serie
o el último.
Y cualquier hecho
mirarlo o no mirarlo
revela
siempre lo mismo:
la vocación de abismo de las cosas.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-Del poemario "Cazadores en la nieve",
LA LETRA EME, Buenos Aires, 2014.
*
A veces digo
y otras veces
no.
El silencio
es muñón de la lengua
nacida para callar,
esa voz lisiada
de las mujeres de mi
generación
que alternan la
canción de cuna y el gemido,
y se aguantan.
Madre,
¿qué cordón de seda me
anudaste
en la garganta?
¿Dónde canta, abierta,
la voz de las mujeres
que aprendimos a
callar?
¿Dónde se abre el
cuero para liberar la sed?
Sólo en el desgarro
crece la palabra
como las flores brotan
de la piedra.
(De Madura)
*De Mariana Finochietto.
mares.finochietto@gmail.com
-Mariana nació en General Belgrano,
provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La
Magdalena, 2014)
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016)
Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)
El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)
Madura (Sudestada, 2021)
Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de
tu coche (Halley
Ediciones, 2023)
Patio (elandamio ediciones, 2024)
Poesía reunida (Medusa editores, 2024)
-Coordina Microversos, talleres de exploración
literaria.
Abricail*
*Por Sergio Borao LLop. sbllop@gmail.com
Abricail es un ser diminuto cuya presencia
casi nadie puede percibir.
Una tarde lo encontré sobre el escritorio;
me pareció que tenía frío, así que lo introduje con sumo cuidado en mi
bolsillo. Ese simple gesto, ya fuese elemental cortesía o momentáneo arrebato
solidario, fue interpretado por él como una silenciosa invitación: decidió
quedarse a vivir en mi apartamento, lo cual me contrarió; nadie ignora mi
aversión a cualquier tipo de convivencia. No obstante, justo es reconocer que
toda la responsabilidad fue mía, ya que no tuve fuerzas para aclarar el
equívoco en aquel momento, y todo momento posterior, como se sabe, siempre es
tardío.
Desde entonces está aquí, a pesar de la
evidente incomodidad que esto me provoca, y que no me molesto en disimular.
Abricail, sin embargo, no parece reparar en esa especie de desdén. Por el
contrario, su actitud demuestra una simpatía hacia mí que yo no he pretendido y
que tampoco me complace. Tiene la costumbre de subirse con excesiva frecuencia
a mi hombro izquierdo, ignorando con fingida inocencia las miradas de reproche
que le dirijo. Ese hábito, por otra parte, no es algo que me moleste en exceso,
ya que, en realidad, su peso es mínimo: la extrema delgadez de su cuerpo y sus
miembros sugieren que pudiera estar formado de hilos, o más bien de alambre
fino, por cierto tono plateado que adquiere al atardecer. Sin embargo, sus
ojos, que presiento fijos en mí, me provocan un tenue desasosiego. No es grato
saberse observado constantemente, aun cuando el observador sea minúsculo.
Otras veces, sobre todo hacia mediodía,
busca un sitio retirado y, a ser posible, confortable, donde se entrega,
diríase, a la meditación o a una suerte de somnolencia expectante.
Le sospecho hijo del mundo animal, pero no
hay grandes indicios que apoyen esa idea, aunque todavía resulta más improbable
como planta o roca.
Inútilmente he buscado información sobre él
en las enciclopedias y en el vasto ciberespacio. Le sospecho hijo del mundo
animal, pero no hay grandes indicios que apoyen esa idea, aunque todavía
resulta más improbable como planta o roca. Si se le pregunta, no sabe o no
considera apropiado dar una respuesta simple: enumera entonces un amplio
catálogo de ideas variadas, que en apariencia no guardan relación alguna con la
cuestión planteada. Al hacérselo notar, parece enfurruñarse o entristecerse
—todavía no he aprendido a distinguir bien ambos estados de ánimo— y se refugia
en un silencio musical que consigue emocionar a cualquiera que se halle lo
bastante cerca. Si, a pesar de todo, insisto, directamente se vuelve
translúcido, dando a entender así que esa conversación no le divierte y que, al
menos de momento, no quiere continuar con ella, dejando claro, en cualquier
caso, que no se siente molesto por el interés que demuestro y que quizá otro día
podamos seguir donde esta vez lo hemos dejado, o en otro punto si así lo deseo.
Abricail se inquieta un poco cada vez que
salgo al exterior. Sin duda, teme al insistente viento de mi ciudad, que en los
cortísimos días del invierno viene helado desde el noroeste. En esas ocasiones,
si no he tenido la precaución de deslizar su menudo cuerpecito en el bolsillo
interior de la americana, se agarra con fuerza a la solapa de mi abrigo. Su
aparente fragilidad resultaría conmovedora, pero la decisión de acompañarme a
todas partes es exclusivamente suya, por lo que me parece justo que se atenga a
las consecuencias. No obstante, si he de ser sincero, desde que Abricail viaja
conmigo intento evitar las calles en las que el viento sopla con más fuerza y
camino ligeramente ladeado, para servirle de parapeto.
Por la noche, cuando me voy a dormir,
Abricail se introduce entre las páginas catorce y quince del libro que en ese
momento haya sobre mi mesilla. He observado que también en ese asunto tiene sus
preferencias. Hay ínfimos detalles que lo demuestran, aunque naturalmente eso
no influye en mi criterio a la hora de elegir un libro. Sin embargo, a decir
verdad, hay autores que en los últimos tiempos me atraen menos, aunque es
presumible que tal cosa no obedezca más que a la natural evolución del impulso
lector.
No sé de qué se alimenta ni cuándo lo hace.
Nunca le he visto hacerlo y me atormenta un poco la idea de que pueda pasar
hambre.
Cuando como, se aparta discretamente a un
rincón de la mesa y me contempla en silencio. Si le ofrezco un bocado, declina
mi invitación con un gesto imperceptible. No sé de qué se alimenta ni cuándo lo
hace. Nunca le he visto hacerlo y me atormenta un poco la idea de que pueda
pasar hambre y yo no haya sabido proporcionarle el alimento que él necesita.
Por otra parte, me digo que seguramente es muy capaz de encontrar por sí mismo
la solución a ese problema.
Todos sabemos lo que son estas cosas: un
día, Abricail desapareció sin más. Lo estuve buscando durante horas, con la
remota esperanza de que su ausencia no fuese tal, sino uno más de los muchos
entretenimientos a que habitualmente se entregaba, a veces contando con mi
colaboración, otras, las más, sin otro compañero de juegos salvo el aire en que
bailaba, la luz que lo embriagaba, el vacío que lo rodeaba y que su desbordada
imaginación siempre conseguía transformar en otra cosa menos gris, haciéndome
partícipe, sin conciencia, de los giros y vaivenes de sus incomprensibles pero
seductores rituales. Ahora que ya no está, apenas siento su ausencia, del mismo
modo que su presencia fue siempre un tanto inconsistente. Sin embargo, en determinados
momentos, me quedo parado en medio del salón o de la cocina, como preguntándome
qué pasa, como intuyendo que algo muy valioso se ha perdido y sin saber definir
muy bien qué es.
*Fuente: https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2025/02/25/abricail/?
- Sergio Borao LLop.
-Narrador
y poeta. Nacido en Mallén (Zaragoza, España) en 1960.
Miembro de
Poetas del Mundo, del directorio REMES, del movimiento internacional Los Puños
de la Paloma y del Club de Cronopios (Literatuya).
Colaborador
habitual o esporádico en varias revistas y boletines electrónicos (Letralia,
EOM, Almiar-Margen Cero, Inventiva social, Gaceta Virtual, NGC3660, El Cronista
de la Red, ELFOS, Narrativas). Presente en diversas webs de contenido literario
(Poesi.as, Literatuya, Cayo Mecenas, Proyecto Patrimonio, Artepoética).
Finalista
en los certámenes de poesía y relatos Ciudad de Zaragoza (1990).
Seleccionado
en algunas antologías de poesía y prosa en español (Versos sin bandera, El club
de los relatores, Haikus desde casa, Poemas quietos, etc.).
Obra
publicada: EL ALBA SIN ESPEJOS (relatos)
(Literatúrame, 2013)
LA MANO EN LA PALABRA (selección y prólogo) (MediaIsla, 2015)
DESDE LAS PROFUNDIDADES (prólogo) (Black Diamond Ed. 2013)
http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/
HOMBRE*
Detrás de qué sombra te refugiaste
cuándo abandonaste el curso de tu memoria
dime dónde secaste tus lágrimas viejas
te vi caminar sobre los despojos
con los pies desnudos
con las manos exhaustas
pero no oí tu voz clamando al viento
el mismo viento que azota tus frágiles
tiempos
el viento que trae los aromas salitres
tu casa de cartón quedó en medio de los
lamentos
cercada por los fantasmas que esperan
resignados
con la paciencia de sus eternidades
degradadas
con los legados que ya no pueden escribir
te he visto arrodillarte ante la noche que
abruma
suspirar por las ausencias de tus enemigos
imaginé tus muñecas heridas con puñales sin
filo
pero no oí gritar tu dolor pidiendo
clemencia
te vi la tarde de la última lluvia
hasta perderte entre las brumas del ocaso
y no puedo saber si tu nombre está en
alguna cruz
*De Oscar
Vicente Conde
2020
ORQUÍDEAS EN EL
LLANO*
Oigo un tropel de bestias somnolientas.
Siento crecer el musgo.
Voces que claman y un humanoide temblando
entre las matas.
No importa que los azares huyan. Hay un
batir de soledoso entre los pinos.
Las flores de papel en cementerios no
perfuman; amo las cosas mustias.
Lo morboso es ambrosía para mis ojos de
hambre.
Evoco la tierra que nací y la niebla es la
misma y el llanto.
Solo se salva el canto no mentido de la
abuela. El rezo.
La calle es la misma, pero no los pasos, van,
vienen, buscan.
Se enredan entre raíces de la mítica
sangre.
Sé que en mi fatiga reposan tantos muertos.
(Algunos quedan entre huesos de pájaros y
almanaques)
Y entre ellos tu piel de pan y sésamo.
Tus ojos y tus ojos de hulla, único
territorio de mis manos.
Y me repito como un mantra, banderas que
demandan.
Se fue por media hora como mi padre –ya
volverá-
Atravieso la garganta del monte y penetro
en tu cuerpo.
Olvídate del calendario. Vos no sos vos, ni
yo soy yo.
Olvídate de esta patria extraviada.
(Las migas han sido devoradas por los
buitres)
Vos y yo una orquídea en el llano, una
hierba en el páramo.
En el páramo hierbas, orquídeas en el
llano.
Sé mi padre incestuoso, mi amante niño. Sé.
*De Amelia
Arellano.
-Del libro "Desvelos de triángulos”
La espera*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Los de afuera, suponiendo que existan,
quizás puedan considerar nuestro comportamiento demencial. Sin embargo no
podemos controlar el temor cuando el crepúsculo llega y se extiende por las
habitaciones de la residencia. Entonces nos acercamos a las ventanas y miramos
el camino que sale de la entrada principal y se interna en el bosque. Somos
viejos todos: algunos apenas pueden hablar, otros se mantienen en silencio,
acostados en sus camas, mirando el techo o aparatos descompuestos. La
vigilancia del camino es fundamental y, aunque no tenemos reglas precisas,
cuando cae el crepúsculo tenemos la certeza de que algunos están apostados en
las ventanas, esperando alguna señal –los faros de un auto, por ejemplo– para
dar la voz de alarma. Están ahí, iluminados con velas (la luz eléctrica no
funciona desde hace varios años), con los rostros empalidecidos y atentos, pensando
en lo que ocurrirá si ven un auto o si un improbable extranjero emerge de entre
los árboles para caminar, con paso decidido, a la residencia. Hemos pasado
tanto tiempo aquí, solos, que esa posibilidad parece lejana. A pesar de esto un
sector aún cree que alguien llegará y que ese encuentro creará una escisión en
el tiempo. Los más radicales dicen que el mundo exterior, aquel que conocimos
cuando éramos jóvenes, no existe más y que la residencia es una especie de
isla, una roca rodeada de un mar estéril e infinito. Sólo nos queda esperar.
De la residencia sabemos poco: en algún
momento se fundó y fueron ocupados sus dos pisos. Varias generaciones de
ancianos llegaron, vivieron sus últimos meses o años y fueron reemplazados con
rapidez. Geriatras y familiares poblaban los pasillos y sus voces se escuchaban
hasta altas horas de la noche. Hubo un momento, un día ahora perdido en la
memoria, en que uno de nosotros percibió un gesto de repulsión en un familiar
que lo atendía. Algo normal, quizás una reacción que provocaban nuestros
cuerpos en declive y que no podíamos controlar. Pero los gestos se repitieron:
por aquí había una mueca, por allá un malestar que trataba de ocultarse con un
sutil carraspeo. La desazón comenzó a extenderse entre los visitantes y, peor
aún, entre los médicos. Las rondas de supervisión perdieron su rigor y
pasábamos cada vez más tiempo en soledad, mirándonos entre nosotros,
alejándonos del tiempo y buscando combatir la realidad con los recuerdos.
Apenas hicimos preguntas que fueron respondidas con frases vagas. Nuestra
indiferencia se justificaba por nuestro inminente final: unos días más o unos
días menos eran irrelevantes en ese extremo del camino. Algunos, incluso,
parecían agradecidos con ese abandono porque ya no tenían que ser partícipes de
las atenciones que les prodigaban y que, muchas veces, eran fingidas. Entonces
dejaron de venir: primero los familiares, después médicos y enfermeras. No
ocurrió de inmediato: fue un movimiento lento, como un grifo que gotea hasta
secarse por completo. Desaparecieron como si nosotros fuéramos víctimas de una
infección invisible, asintomática y peligrosa. La residencia quedó casi sin
ruidos. Los teléfonos en las oficinas, cuando eran descolgados, no daban línea.
El estacionamiento no tuvo más autos. Sólo hubo leves hojas en la fuente y
varios nidos de pájaros se sustentaron en los aleros. Los pasillos fueron
habitados por nuestras fatigosas respiraciones cuya fuerza apenas empañaba los
cristales en el frío de las noches.
Los días transcurrieron: muchos no podían
caminar y, de costado en sus camas, como barcos arrojados por la marea,
parecían calcular –con los ojos muy abiertos– el peso casi sólido de la
penumbra. Sin embargo no se contagió el pánico. En nuestros rostros había
tranquilidad, resignación ante un fin que llegaría antes de lo previsto. Las
medicinas se acabaron. Una partida de enfermos, sin mucha esperanza, hurgó en
una oscura habitación en busca de los últimos analgésicos. Pronto abortamos más
estrategias de sobrevivencia. Sin hablarlo mucho nos convencimos de que las
medicinas, los controles, las dietas, eran instrumentos sin poder, meros
artilugios cuya única función era aletargarnos, convencernos de que no valía la
pena oponerse a la inexorable muerte. Sin ellos nos volvíamos quizás más frágiles
pero también más lúcidos. Nuestros pensamientos se aclararon. Sin embargo, en
vez de indagar nuestro destino y las posibilidades futuras, nos dedicamos a
explorar la memoria, como si en algún resquicio, en alguna imagen, se
encontrara la explicación del rumbo que habían tomado nuestros últimos días.
Pronto vinieron las primeras muertes. Lo
sabíamos cuando llamábamos a alguien por su nombre y no respondía. En algunos
casos era evidente el triunfo de la enfermedad o el repentino colapso de un
órgano vital. Sin embargo, otros viejos que aparentaban una salud irreprochable
y que sólo tenían leves achaques, morían sin explicación convincente. Cuando
pasábamos frente a sus camas y mirábamos su expresión vacía, sus labios flojos,
brillantes por un último espumarajo, comprendíamos que su muerte había llegado
por aburrición, por esperar demasiado tiempo a que algo sucediera. Entonces los
envolvíamos entre las sábanas y dejábamos que los más fuertes los arrastraran
por los pasillos para abandonarlos en los linderos del bosque. No había
oraciones, acaso un buen deseo que se olvidaba cuando esperábamos tras las
ventanas el improbable ataque de un animal carroñero. Alejados de una
descomposición rápida, los cuerpos se sometían con dignidad a la acción del
tiempo y, a los pocos meses, veíamos entre los árboles sus esqueletos ordenados
y persistentes. La población menguó así que pensamos que sería buena idea dejar
registro de nuestra existencia. En una pared del ala oeste grabamos nuestros
nombres con un punzón encontrado en un cuarto que guardaba herramientas de
jardinería. Ahí quedaron nuestras fechas de nacimiento y un espacio en blanco
que esperaba ser ocupado muy pronto. No pasaba un día sin que especuláramos con
el nombre del último encargado de esa labor.
Nuestro grupo se redujo a quince. Hasta
entonces habíamos sobrevivido gracias a las conservas, sueros y latas que
racionábamos ferozmente. Nos sentíamos sin fuerzas para intentarnos en el
bosque y buscar una población cercana. Probablemente moriríamos a medio camino,
deshidratados y devorados por el calor. Algunos subieron al techo de la
residencia con la esperanza de llamar la atención de algún viajero que caminara
por un sendero lejano. Regresaban siempre con los rostros inexpresivos.
Entonces, agotadas todas las opciones, nos acostamos en nuestras camas y nos
dijimos parcas palabras de despedida. La luz de la luna iluminó nuestros
cráneos desnudos: el fin llegaría pronto. Dormitábamos a ratos con los labios
entreabiertos y la expresión apretada y ansiosa. Podíamos sentir a nuestros
cuerpos debilitándose aún más. Nuestros estómagos ahora eran espacios vacíos
que, al no poder expandirse más, se contraían como estrellas que canibalizan su
propia energía hasta apagarse por completo. Entonces vinieron los primeros dolores
por inanición. Nuestras mentes, anteriormente lúcidas por la ausencia de
químicos, se volvieron borrascosas y fabricaban alucinaciones, imágenes
distorsionadas que mezclaban pasado y presente. Contra toda lógica,
persistimos. Sumidos en una pereza dolorosa, creímos enraizarnos en las
tinieblas de las noches y en el ámbar de las mañanas. El horizonte de la muerte
se presentaba siempre a la misma distancia como un espejismo que se graba en la
mirada alucinada del viajero. Nuestros perfiles se afilaban con los días y las
costillas, con cada respiración, esculpían su relieve. Por dentro, sin embargo,
permanecíamos intactos: nuestras células parecían nutrirse de su propio vacío,
mantenían sus límites engañando al desgaste. Alguien dijo con voz temblorosa –acaso
con un matiz profético- que había tenido un sueño y que en ese sueño las
sábanas que nos envolvían eran capullos que ocultaban una metamorfosis secreta
y terrible. Por el momento, según él, estábamos en una fase larvaria que
devendría en un alumbramiento, un amanecer que podría ser estabilidad o caos.
Perdimos la cuenta del tiempo. Las hojas
del calendario se endurecieron y adquirieron un indeciso color amarillo. Las
estaciones parecían ser las mismas. Seguíamos en nuestras camas, aburridos ante
una muerte que no deseaba hablarnos, castigándonos por una falta desconocida.
No comentábamos nada por cansancio o por temor a que las palabras elaboraran
nuevos escenarios que, a la larga, nos llevarían a la locura. Los más cercanos
nos entendíamos con la mirada o con las respiraciones que apenas quebraban el
pulso de la noche. Entonces ocurrió: una tarde en la que el cielo, carente de
nubes, parecía un ardiente desierto, alguien, cuyo nombre hemos olvidado, hizo
a un lado las sábanas, comenzó a levantarse de su cama y se puso en pie. Sus
primeros movimientos fueron vacilantes, como si su cuerpo imitara,
inconscientemente, los primeros pasos de la infancia. Lo miramos con
incredulidad y, después, con esperanza. El aventurero, un poco tambaleante, fue
por sus pantuflas. Luego miró con expresión de triunfo una bandeja que desde
hacía mucho no tenía comida. Cada pisada nueva era más firme que la anterior.
Pronto lo imitamos y deambulamos entre las camas, sorprendidos y ansiosos.
Caminar por el pabellón principal fue colonizar un nuevo mundo. Ya no sentíamos
hambre y nuestras lenguas tenían una perenne sensación de humedad, como si
acabáramos de beber un vaso de agua. Nos sentíamos diferentes, desconocidos.
Alguien refirió, con una febril convicción, que nuestro deterioro se detendría
indefinidamente. Lo escuchamos con temor porque, incapaces de morir, seríamos
una anomalía, un accidente viajando a ninguna parte.
Desde entonces estamos aquí, respirando,
sin pensar en el paso del tiempo. Vigilamos obsesivamente el camino que lleva a
la residencia y la frontera del bosque. Nuestro temor es que nuestra realidad,
demasiado increíble, sea una ilusión y que cualquier evento externo rompa la
burbuja que nos contiene. Quizás ese evento nos redima con la muerte. Pero no
tenemos esa certeza y por eso sólo podemos mirar por las ventanas, imaginar que
estamos dormidos, en un punto del pasado, rodeados de médicos y parientes, en
un segundo que se expande constantemente hasta crear las sensaciones y reflejos
que percibimos en estos momentos. Otros imaginan –quizás su esperanza no sea
del todo vana– que algún día nuestras fuerzas serán suficientes, abriremos la
puerta principal de la residencia y saldremos a contar nuestra historia.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México,
1977)
-Es autor
de los libros de cuento: Ella sigue
dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana.
Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)
“La Habitación
Amarilla” por Editorial BUAP.
-Las
novelas: La mujer de los macacos
(Libros Magenta),
Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Y
“Reconstrucción”
Ediciones EyC.
AVEJENTADOS
CALCETINES*
Remiendo mis calcetines
como si la pobreza me estuviera
mordisqueando los talones.
Es sábado y la noche se acerca
en cuatro patas
medio arrastrándose con su movimiento de
lujuria.
Puntada tras puntada creo un hechizo
bastante débil, sin rima
invocando a las fuerzas del cosmos y la
naturaleza.
Mis pensamientos reaccionan
mi corazón se arrebata
es la noche la que pulsa el ritmo de mi
remendar.
Soy esa mujer que desnudó sus pies
confiando en que algo muy vetusto
recuperará su antigua forma.
Inclino mi cabeza, me muerdo los labios:
pretendo resucitar el tiempo.
Lejos, en la gran avenida
los sonidos se estrellan contra el
pavimento negro
brilloso por el paso de la lluvia
mientras la trama de mis avejentados
calcetines
se me deshace entre los dedos,
la aguja es un instrumento demasiado rudimentario
y mis dedos son torpes
hasta la extenuación.
La noche crece
crece, yo me aferro con uñas y dientes
a la trama frágil que mañana cubrirá mis
pies.
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
LO HEROICO*
Le dejó a su sobrino sus cuadernos de notas
por legado. Le llegaron embalados en una caja atados con hilo de yute. Son
cuadernos comunes de hojas rayadas y espiral que vienen con su título en la
tapa. El hombre elige abrir el que dice “Amor”.
Son frases sueltas. Según parece muchas
eran del propio saber del tío gestado en años de andar por la vida. Otras
escuchadas. A veces frases subrayadas con resaltador en un recorte de diario.
Todo prolijamente anotado con su letra
cursiva grande y clara, que le elogiaban tanto en su empleo de revisor de
cuentas.
El hombre va al final del cuaderno. Es la
última frase. Tiene una aclaración:
“Me
dicen en el bar que lo dijo la Rosa Montero en un reportaje. No es textual, la
escribo con mi memoria no tan buena…"
Lo verdaderamente
heroico es querer al otro tal cual es.
"Tal cual el otro es" -Escribe
para dar énfasis a la frase.
Sigue la reflexión del tío:
“Cada
vez seremos más los viejos solitarios. Hasta que lleguemos por suerte o
desgracia de estar vivos a pasar las horas sentados en el geriátrico mirando un
Potus. Con suerte habrá una ventana para ver el movimiento de la calle. En una
mañana cualquiera, una viejita se sentará a nuestro lado. Nos tomara la mano.
Y será tarde para casi todo, menos para
sonreír”
* De Eduardo
Francisco Coiro.
https://incoiroencias.blogspot.com/
Esa mujer en
bicicleta*
Esa mujer en bicicleta bajo la lluvia
la fría lluvia del incipiente otoño
marcaba un ritmo lento y fugaz
junto a las primeras sombras de la noche.
Blandía, toda ella, un aire de zozobra
una lentitud del cansancio
una leve brisa de aún estoy.
Esa mujer, bajo la lluvia, en esta ciudad
llevaba todo el peso de la jornada
que se disolvía entre un pedal y otro
entre una gota y otra de la lluvia
se disolvía y se espejaba en el lustroso
asfalto,
entre las luces refractadas y las sombras.
Esa mujer, bajo la lluvia, persistía
como loca ilusión en bicicleta
como aventura haciéndose
como constancia de la vida.
*De Oscar
A. Agú.
Santo Tomé (Santa Fe).
*
Nuestra existencia es
un enigma, cuyo destello nos sorprende en cualquier parte. Salvarlo es la
caricia de otra lengua.
*De Alejandra
Alma Marotta.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
DESEAR AMOR ES
DESEARLO TODO*
Ya me acostumbré a deambular por los
vagones. Los recorro mirando a esa gente que dormita o come. Veo a una mujer
descargando el mate por la ventanilla, y me digo que la yerba está
irremediablemente perdida, que se fue para siempre, siento una extraña
sensación de ausencia y de algo indefinible, esa yerba arrojada para toda la
eternidad, sin ceremonia, sin despedida. Una ventanilla que se abre, el salto
fatal. Me alejo con una náusea entre las
manos.
En el siguiente vagón dos hombres hablan
fuerte. El de ojos claros intenta convencer al alto de alguna cosa. No me ven.
Me pregunto qué dirán. Llegan frases aisladas, la conversación se me pierde
como la yerba. Estoy inmóvil, las cosas suceden a mí alrededor. El mismo tren
es algo que sucede sin mi compromiso.
Sigo caminando.
La yerba y los hombres quedan a mis
espaldas. Estoy sola.
Hallar el vagón de cineclub es un retorno.
Sigo sin rostro ni voz, pero acaso que esto sea físico, que la obscuridad me
borre, es tranquilizador. Si no existo, al menos no existo en la negrura que me
devora.
La pantalla iluminada me presta el
resplandor para ocupar mi sitio, siempre el mismo, aunque el vagón cambie.
Reconozco "Sweet Charity" allí adelante. La prostituta ingenua se
deja engañar por el novio, vive su ilusión de ser amada, se deja engañar, desea
y propicia la mentira que le otorgue un respiro a la desesperación.
Está tan sola con su ropita y su cara mal
maquillada. Lloro. La veo tan preparada para regalarse, tan deseosa de hacer
feliz a cualquier hombre que le preste los ojos y las manos un momento. Qué
frágil esta mujercita alegre toda imposibilidad, si tiene marcado, tatuado, el
fracaso.
A pesar de que sepa el final, hasta el
último momento pienso que el hombre común que se equivoca, que cree que es una
mujer decente y ordinaria, cuando se entere de su pasado la va a aceptar igual.
Si no ocurre en la vida real, debiese ocurrir en el cine.
Y las coreografías de Bob Fosse son deliciosamente vitales. Dicen con el cuerpo, y lo que
dicen se expresa sin fisuras, en bloque. Música, canto, baile, el desenlace
inevitable de la fatalidad agazapada.
La prostituta es una buena persona, el
novio es una buena persona. Sin embargo el hombre no podrá hacer otra cosa que
destrozarla, para que no sufra. ¿Cómo condenarla a un futuro en el que por
fuerza habrá de reprocharle suciedades? La va a abandonar.
Ella sólo desea amor. Pobrecita, no sabe
aún y a pesar de su experiencia que la palabra "sólo" en esa frase no
cuadra. Desear amor es desearlo todo.
Me voy antes de que finalice la película.
Sé que habrá una sonrisa final, una esperanza forzada, la sugerencia de que la
vida sigue y que quizás. Pero la yerba desechada continuará su vida, también,
junto a las vías, integrándose lentamente a la gramilla, desapareciendo de sí y
del mundo.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próxima estación:
FRANCISCO A. BERRA.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN
GOYENECHE.
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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