jueves, febrero 27, 2025

LA VOCACIÓN DE ABISMO DE LAS COSAS

 


*Foto de Emilia Tronando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TERCERA MUJER CERCA DEL FUEGO*

 

 

Que simules

ver una mujer cerca del fuego y que su vida sea un cuento

para dormir. Una mujer con la lengua

llena de lastimaduras,

ésas que producen las palabras

deformes. Que simules ver el Aqueronte

cerca, a sólo un paso, el inestable color del vino en tu mirada

y en la mujer con frío. Que simules

ver una mujer cualquiera como las otras,

y que se te agote la vista

ante esa cosa oscura de los perros

que ladran a la luna,

como si supieran

como si la mujer supiera

el salto del instante. Que simules

la secreta unción que une al fuego y las mujeres,

el cielo verde y los hielos, o que simules

ver a la pobre mujer de Brueghel

como virgen etérea que apresa al unicornio.

Es tarde ya para simulaciones,

para soñar paraísos:

cualquier hecho es el primero de la serie

o el último.

Y cualquier hecho

mirarlo o no mirarlo

revela

siempre lo mismo:

la vocación de abismo de las cosas.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

-Del poemario "Cazadores en la nieve",

LA LETRA EME, Buenos Aires, 2014.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

*

 

A veces digo

y otras veces

no.

El silencio

es muñón de la lengua nacida para callar,

esa voz lisiada

de las mujeres de mi generación

que alternan la canción de cuna y el gemido,

y se aguantan.

Madre,

¿qué cordón de seda me anudaste

en la garganta?

¿Dónde canta, abierta, la voz de las mujeres

que aprendimos a callar?

¿Dónde se abre el cuero para liberar la sed?

Sólo en el desgarro crece la palabra

como las flores brotan de la piedra.

 

(De Madura)

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

-Mariana nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016)

Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)

El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)

Madura (Sudestada, 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)

Patio (elandamio ediciones, 2024)

Poesía reunida (Medusa editores, 2024)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Abricail*

 

 

*Por Sergio Borao LLop. sbllop@gmail.com

 

Abricail es un ser diminuto cuya presencia casi nadie puede percibir.

Una tarde lo encontré sobre el escritorio; me pareció que tenía frío, así que lo introduje con sumo cuidado en mi bolsillo. Ese simple gesto, ya fuese elemental cortesía o momentáneo arrebato solidario, fue interpretado por él como una silenciosa invitación: decidió quedarse a vivir en mi apartamento, lo cual me contrarió; nadie ignora mi aversión a cualquier tipo de convivencia. No obstante, justo es reconocer que toda la responsabilidad fue mía, ya que no tuve fuerzas para aclarar el equívoco en aquel momento, y todo momento posterior, como se sabe, siempre es tardío.

 

Desde entonces está aquí, a pesar de la evidente incomodidad que esto me provoca, y que no me molesto en disimular. Abricail, sin embargo, no parece reparar en esa especie de desdén. Por el contrario, su actitud demuestra una simpatía hacia mí que yo no he pretendido y que tampoco me complace. Tiene la costumbre de subirse con excesiva frecuencia a mi hombro izquierdo, ignorando con fingida inocencia las miradas de reproche que le dirijo. Ese hábito, por otra parte, no es algo que me moleste en exceso, ya que, en realidad, su peso es mínimo: la extrema delgadez de su cuerpo y sus miembros sugieren que pudiera estar formado de hilos, o más bien de alambre fino, por cierto tono plateado que adquiere al atardecer. Sin embargo, sus ojos, que presiento fijos en mí, me provocan un tenue desasosiego. No es grato saberse observado constantemente, aun cuando el observador sea minúsculo.

Otras veces, sobre todo hacia mediodía, busca un sitio retirado y, a ser posible, confortable, donde se entrega, diríase, a la meditación o a una suerte de somnolencia expectante.

Le sospecho hijo del mundo animal, pero no hay grandes indicios que apoyen esa idea, aunque todavía resulta más improbable como planta o roca.

Inútilmente he buscado información sobre él en las enciclopedias y en el vasto ciberespacio. Le sospecho hijo del mundo animal, pero no hay grandes indicios que apoyen esa idea, aunque todavía resulta más improbable como planta o roca. Si se le pregunta, no sabe o no considera apropiado dar una respuesta simple: enumera entonces un amplio catálogo de ideas variadas, que en apariencia no guardan relación alguna con la cuestión planteada. Al hacérselo notar, parece enfurruñarse o entristecerse —todavía no he aprendido a distinguir bien ambos estados de ánimo— y se refugia en un silencio musical que consigue emocionar a cualquiera que se halle lo bastante cerca. Si, a pesar de todo, insisto, directamente se vuelve translúcido, dando a entender así que esa conversación no le divierte y que, al menos de momento, no quiere continuar con ella, dejando claro, en cualquier caso, que no se siente molesto por el interés que demuestro y que quizá otro día podamos seguir donde esta vez lo hemos dejado, o en otro punto si así lo deseo.

 

Abricail se inquieta un poco cada vez que salgo al exterior. Sin duda, teme al insistente viento de mi ciudad, que en los cortísimos días del invierno viene helado desde el noroeste. En esas ocasiones, si no he tenido la precaución de deslizar su menudo cuerpecito en el bolsillo interior de la americana, se agarra con fuerza a la solapa de mi abrigo. Su aparente fragilidad resultaría conmovedora, pero la decisión de acompañarme a todas partes es exclusivamente suya, por lo que me parece justo que se atenga a las consecuencias. No obstante, si he de ser sincero, desde que Abricail viaja conmigo intento evitar las calles en las que el viento sopla con más fuerza y camino ligeramente ladeado, para servirle de parapeto.

Por la noche, cuando me voy a dormir, Abricail se introduce entre las páginas catorce y quince del libro que en ese momento haya sobre mi mesilla. He observado que también en ese asunto tiene sus preferencias. Hay ínfimos detalles que lo demuestran, aunque naturalmente eso no influye en mi criterio a la hora de elegir un libro. Sin embargo, a decir verdad, hay autores que en los últimos tiempos me atraen menos, aunque es presumible que tal cosa no obedezca más que a la natural evolución del impulso lector.

No sé de qué se alimenta ni cuándo lo hace. Nunca le he visto hacerlo y me atormenta un poco la idea de que pueda pasar hambre.

Cuando como, se aparta discretamente a un rincón de la mesa y me contempla en silencio. Si le ofrezco un bocado, declina mi invitación con un gesto imperceptible. No sé de qué se alimenta ni cuándo lo hace. Nunca le he visto hacerlo y me atormenta un poco la idea de que pueda pasar hambre y yo no haya sabido proporcionarle el alimento que él necesita. Por otra parte, me digo que seguramente es muy capaz de encontrar por sí mismo la solución a ese problema.

Todos sabemos lo que son estas cosas: un día, Abricail desapareció sin más. Lo estuve buscando durante horas, con la remota esperanza de que su ausencia no fuese tal, sino uno más de los muchos entretenimientos a que habitualmente se entregaba, a veces contando con mi colaboración, otras, las más, sin otro compañero de juegos salvo el aire en que bailaba, la luz que lo embriagaba, el vacío que lo rodeaba y que su desbordada imaginación siempre conseguía transformar en otra cosa menos gris, haciéndome partícipe, sin conciencia, de los giros y vaivenes de sus incomprensibles pero seductores rituales. Ahora que ya no está, apenas siento su ausencia, del mismo modo que su presencia fue siempre un tanto inconsistente. Sin embargo, en determinados momentos, me quedo parado en medio del salón o de la cocina, como preguntándome qué pasa, como intuyendo que algo muy valioso se ha perdido y sin saber definir muy bien qué es.

 

*Fuente: https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2025/02/25/abricail/?

 

- Sergio Borao LLop.

-Narrador y poeta. Nacido en Mallén (Zaragoza, España) en 1960.

Miembro de Poetas del Mundo, del directorio REMES, del movimiento internacional Los Puños de la Paloma y del Club de Cronopios (Literatuya).

Colaborador habitual o esporádico en varias revistas y boletines electrónicos (Letralia, EOM, Almiar-Margen Cero, Inventiva social, Gaceta Virtual, NGC3660, El Cronista de la Red, ELFOS, Narrativas). Presente en diversas webs de contenido literario (Poesi.as, Literatuya, Cayo Mecenas, Proyecto Patrimonio, Artepoética).

Finalista en los certámenes de poesía y relatos Ciudad de Zaragoza (1990).

Seleccionado en algunas antologías de poesía y prosa en español (Versos sin bandera, El club de los relatores, Haikus desde casa, Poemas quietos, etc.).

Obra publicada: EL ALBA SIN ESPEJOS (relatos) (Literatúrame, 2013)

LA MANO EN LA PALABRA (selección y prólogo) (MediaIsla, 2015)

DESDE LAS PROFUNDIDADES (prólogo) (Black Diamond Ed. 2013)

http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/

 

 

 

 




 

 

 

 

HOMBRE*

 

Detrás de qué sombra te refugiaste

cuándo abandonaste el curso de tu memoria

dime dónde secaste tus lágrimas viejas

te vi caminar sobre los despojos

con los pies desnudos

con las manos exhaustas

pero no oí tu voz clamando al viento

el mismo viento que azota tus frágiles tiempos

el viento que trae los aromas salitres

tu casa de cartón quedó en medio de los lamentos

cercada por los fantasmas que esperan resignados

con la paciencia de sus eternidades degradadas

con los legados que ya no pueden escribir

te he visto arrodillarte ante la noche que abruma

suspirar por las ausencias de tus enemigos

imaginé tus muñecas heridas con puñales sin filo

pero no oí gritar tu dolor pidiendo clemencia

te vi la tarde de la última lluvia

hasta perderte entre las brumas del ocaso

y no puedo saber si tu nombre está en alguna cruz

 

*De Oscar Vicente Conde

2020

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ORQUÍDEAS EN EL LLANO*

 

Oigo un tropel de bestias somnolientas. Siento crecer el musgo.

Voces que claman y un humanoide temblando entre las matas.

No importa que los azares huyan. Hay un batir de soledoso entre los pinos.

Las flores de papel en cementerios no perfuman; amo las cosas mustias.

Lo morboso es ambrosía para mis ojos de hambre.

Evoco la tierra que nací y la niebla es la misma y el llanto.

Solo se salva el canto no mentido de la abuela. El rezo.

La calle es la misma, pero no los pasos, van, vienen, buscan.

Se enredan entre raíces de la mítica sangre.

Sé que en mi fatiga reposan tantos muertos.

(Algunos quedan entre huesos de pájaros y almanaques)

Y entre ellos tu piel de pan y sésamo.

Tus ojos y tus ojos de hulla, único territorio de mis manos.

Y me repito como un mantra, banderas que demandan.

Se fue por media hora como mi padre –ya volverá-

Atravieso la garganta del monte y penetro en tu cuerpo.

Olvídate del calendario. Vos no sos vos, ni yo soy yo.

Olvídate de esta patria extraviada.

(Las migas han sido devoradas por los buitres)

Vos y yo una orquídea en el llano, una hierba en el páramo.

En el páramo hierbas, orquídeas en el llano.

Sé mi padre incestuoso, mi amante niño. Sé.

 

*De Amelia Arellano.

-Del libro "Desvelos de triángulos”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La espera*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Los de afuera, suponiendo que existan, quizás puedan considerar nuestro comportamiento demencial. Sin embargo no podemos controlar el temor cuando el crepúsculo llega y se extiende por las habitaciones de la residencia. Entonces nos acercamos a las ventanas y miramos el camino que sale de la entrada principal y se interna en el bosque. Somos viejos todos: algunos apenas pueden hablar, otros se mantienen en silencio, acostados en sus camas, mirando el techo o aparatos descompuestos. La vigilancia del camino es fundamental y, aunque no tenemos reglas precisas, cuando cae el crepúsculo tenemos la certeza de que algunos están apostados en las ventanas, esperando alguna señal –los faros de un auto, por ejemplo– para dar la voz de alarma. Están ahí, iluminados con velas (la luz eléctrica no funciona desde hace varios años), con los rostros empalidecidos y atentos, pensando en lo que ocurrirá si ven un auto o si un improbable extranjero emerge de entre los árboles para caminar, con paso decidido, a la residencia. Hemos pasado tanto tiempo aquí, solos, que esa posibilidad parece lejana. A pesar de esto un sector aún cree que alguien llegará y que ese encuentro creará una escisión en el tiempo. Los más radicales dicen que el mundo exterior, aquel que conocimos cuando éramos jóvenes, no existe más y que la residencia es una especie de isla, una roca rodeada de un mar estéril e infinito. Sólo nos queda esperar.

De la residencia sabemos poco: en algún momento se fundó y fueron ocupados sus dos pisos. Varias generaciones de ancianos llegaron, vivieron sus últimos meses o años y fueron reemplazados con rapidez. Geriatras y familiares poblaban los pasillos y sus voces se escuchaban hasta altas horas de la noche. Hubo un momento, un día ahora perdido en la memoria, en que uno de nosotros percibió un gesto de repulsión en un familiar que lo atendía. Algo normal, quizás una reacción que provocaban nuestros cuerpos en declive y que no podíamos controlar. Pero los gestos se repitieron: por aquí había una mueca, por allá un malestar que trataba de ocultarse con un sutil carraspeo. La desazón comenzó a extenderse entre los visitantes y, peor aún, entre los médicos. Las rondas de supervisión perdieron su rigor y pasábamos cada vez más tiempo en soledad, mirándonos entre nosotros, alejándonos del tiempo y buscando combatir la realidad con los recuerdos. Apenas hicimos preguntas que fueron respondidas con frases vagas. Nuestra indiferencia se justificaba por nuestro inminente final: unos días más o unos días menos eran irrelevantes en ese extremo del camino. Algunos, incluso, parecían agradecidos con ese abandono porque ya no tenían que ser partícipes de las atenciones que les prodigaban y que, muchas veces, eran fingidas. Entonces dejaron de venir: primero los familiares, después médicos y enfermeras. No ocurrió de inmediato: fue un movimiento lento, como un grifo que gotea hasta secarse por completo. Desaparecieron como si nosotros fuéramos víctimas de una infección invisible, asintomática y peligrosa. La residencia quedó casi sin ruidos. Los teléfonos en las oficinas, cuando eran descolgados, no daban línea. El estacionamiento no tuvo más autos. Sólo hubo leves hojas en la fuente y varios nidos de pájaros se sustentaron en los aleros. Los pasillos fueron habitados por nuestras fatigosas respiraciones cuya fuerza apenas empañaba los cristales en el frío de las noches.

Los días transcurrieron: muchos no podían caminar y, de costado en sus camas, como barcos arrojados por la marea, parecían calcular –con los ojos muy abiertos– el peso casi sólido de la penumbra. Sin embargo no se contagió el pánico. En nuestros rostros había tranquilidad, resignación ante un fin que llegaría antes de lo previsto. Las medicinas se acabaron. Una partida de enfermos, sin mucha esperanza, hurgó en una oscura habitación en busca de los últimos analgésicos. Pronto abortamos más estrategias de sobrevivencia. Sin hablarlo mucho nos convencimos de que las medicinas, los controles, las dietas, eran instrumentos sin poder, meros artilugios cuya única función era aletargarnos, convencernos de que no valía la pena oponerse a la inexorable muerte. Sin ellos nos volvíamos quizás más frágiles pero también más lúcidos. Nuestros pensamientos se aclararon. Sin embargo, en vez de indagar nuestro destino y las posibilidades futuras, nos dedicamos a explorar la memoria, como si en algún resquicio, en alguna imagen, se encontrara la explicación del rumbo que habían tomado nuestros últimos días.

Pronto vinieron las primeras muertes. Lo sabíamos cuando llamábamos a alguien por su nombre y no respondía. En algunos casos era evidente el triunfo de la enfermedad o el repentino colapso de un órgano vital. Sin embargo, otros viejos que aparentaban una salud irreprochable y que sólo tenían leves achaques, morían sin explicación convincente. Cuando pasábamos frente a sus camas y mirábamos su expresión vacía, sus labios flojos, brillantes por un último espumarajo, comprendíamos que su muerte había llegado por aburrición, por esperar demasiado tiempo a que algo sucediera. Entonces los envolvíamos entre las sábanas y dejábamos que los más fuertes los arrastraran por los pasillos para abandonarlos en los linderos del bosque. No había oraciones, acaso un buen deseo que se olvidaba cuando esperábamos tras las ventanas el improbable ataque de un animal carroñero. Alejados de una descomposición rápida, los cuerpos se sometían con dignidad a la acción del tiempo y, a los pocos meses, veíamos entre los árboles sus esqueletos ordenados y persistentes. La población menguó así que pensamos que sería buena idea dejar registro de nuestra existencia. En una pared del ala oeste grabamos nuestros nombres con un punzón encontrado en un cuarto que guardaba herramientas de jardinería. Ahí quedaron nuestras fechas de nacimiento y un espacio en blanco que esperaba ser ocupado muy pronto. No pasaba un día sin que especuláramos con el nombre del último encargado de esa labor.

Nuestro grupo se redujo a quince. Hasta entonces habíamos sobrevivido gracias a las conservas, sueros y latas que racionábamos ferozmente. Nos sentíamos sin fuerzas para intentarnos en el bosque y buscar una población cercana. Probablemente moriríamos a medio camino, deshidratados y devorados por el calor. Algunos subieron al techo de la residencia con la esperanza de llamar la atención de algún viajero que caminara por un sendero lejano. Regresaban siempre con los rostros inexpresivos. Entonces, agotadas todas las opciones, nos acostamos en nuestras camas y nos dijimos parcas palabras de despedida. La luz de la luna iluminó nuestros cráneos desnudos: el fin llegaría pronto. Dormitábamos a ratos con los labios entreabiertos y la expresión apretada y ansiosa. Podíamos sentir a nuestros cuerpos debilitándose aún más. Nuestros estómagos ahora eran espacios vacíos que, al no poder expandirse más, se contraían como estrellas que canibalizan su propia energía hasta apagarse por completo. Entonces vinieron los primeros dolores por inanición. Nuestras mentes, anteriormente lúcidas por la ausencia de químicos, se volvieron borrascosas y fabricaban alucinaciones, imágenes distorsionadas que mezclaban pasado y presente. Contra toda lógica, persistimos. Sumidos en una pereza dolorosa, creímos enraizarnos en las tinieblas de las noches y en el ámbar de las mañanas. El horizonte de la muerte se presentaba siempre a la misma distancia como un espejismo que se graba en la mirada alucinada del viajero. Nuestros perfiles se afilaban con los días y las costillas, con cada respiración, esculpían su relieve. Por dentro, sin embargo, permanecíamos intactos: nuestras células parecían nutrirse de su propio vacío, mantenían sus límites engañando al desgaste. Alguien dijo con voz temblorosa –acaso con un matiz profético- que había tenido un sueño y que en ese sueño las sábanas que nos envolvían eran capullos que ocultaban una metamorfosis secreta y terrible. Por el momento, según él, estábamos en una fase larvaria que devendría en un alumbramiento, un amanecer que podría ser estabilidad o caos.

Perdimos la cuenta del tiempo. Las hojas del calendario se endurecieron y adquirieron un indeciso color amarillo. Las estaciones parecían ser las mismas. Seguíamos en nuestras camas, aburridos ante una muerte que no deseaba hablarnos, castigándonos por una falta desconocida. No comentábamos nada por cansancio o por temor a que las palabras elaboraran nuevos escenarios que, a la larga, nos llevarían a la locura. Los más cercanos nos entendíamos con la mirada o con las respiraciones que apenas quebraban el pulso de la noche. Entonces ocurrió: una tarde en la que el cielo, carente de nubes, parecía un ardiente desierto, alguien, cuyo nombre hemos olvidado, hizo a un lado las sábanas, comenzó a levantarse de su cama y se puso en pie. Sus primeros movimientos fueron vacilantes, como si su cuerpo imitara, inconscientemente, los primeros pasos de la infancia. Lo miramos con incredulidad y, después, con esperanza. El aventurero, un poco tambaleante, fue por sus pantuflas. Luego miró con expresión de triunfo una bandeja que desde hacía mucho no tenía comida. Cada pisada nueva era más firme que la anterior. Pronto lo imitamos y deambulamos entre las camas, sorprendidos y ansiosos. Caminar por el pabellón principal fue colonizar un nuevo mundo. Ya no sentíamos hambre y nuestras lenguas tenían una perenne sensación de humedad, como si acabáramos de beber un vaso de agua. Nos sentíamos diferentes, desconocidos. Alguien refirió, con una febril convicción, que nuestro deterioro se detendría indefinidamente. Lo escuchamos con temor porque, incapaces de morir, seríamos una anomalía, un accidente viajando a ninguna parte.

Desde entonces estamos aquí, respirando, sin pensar en el paso del tiempo. Vigilamos obsesivamente el camino que lleva a la residencia y la frontera del bosque. Nuestro temor es que nuestra realidad, demasiado increíble, sea una ilusión y que cualquier evento externo rompa la burbuja que nos contiene. Quizás ese evento nos redima con la muerte. Pero no tenemos esa certeza y por eso sólo podemos mirar por las ventanas, imaginar que estamos dormidos, en un punto del pasado, rodeados de médicos y parientes, en un segundo que se expande constantemente hasta crear las sensaciones y reflejos que percibimos en estos momentos. Otros imaginan –quizás su esperanza no sea del todo vana– que algún día nuestras fuerzas serán suficientes, abriremos la puerta principal de la residencia y saldremos a contar nuestra historia.

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)

 “La Habitación Amarilla” por Editorial BUAP.

-Las novelas: La mujer de los macacos (Libros Magenta),

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y

 “Reconstrucción” Ediciones EyC.

 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

AVEJENTADOS CALCETINES*

 

Remiendo mis calcetines

como si la pobreza me estuviera mordisqueando los talones.

Es sábado y la noche se acerca

en cuatro patas

medio arrastrándose con su movimiento de lujuria.

Puntada tras puntada creo un hechizo

bastante débil, sin rima

invocando a las fuerzas del cosmos y la naturaleza.

Mis pensamientos reaccionan

mi corazón se arrebata

es la noche la que pulsa el ritmo de mi remendar.

Soy esa mujer que desnudó sus pies

confiando en que algo muy vetusto

recuperará su antigua forma.

Inclino mi cabeza, me muerdo los labios:

pretendo resucitar el tiempo.

Lejos, en la gran avenida

los sonidos se estrellan contra el pavimento negro

brilloso por el paso de la lluvia

mientras la trama de mis avejentados calcetines

se me deshace entre los dedos,

la aguja es un instrumento demasiado rudimentario

y mis dedos son torpes

hasta la extenuación.

La noche crece

crece, yo me aferro con uñas y dientes

a la trama frágil que mañana cubrirá mis pies.

 

*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LO HEROICO*

 

Le dejó a su sobrino sus cuadernos de notas por legado. Le llegaron embalados en una caja atados con hilo de yute. Son cuadernos comunes de hojas rayadas y espiral que vienen con su título en la tapa. El hombre elige abrir el que dice “Amor”.

Son frases sueltas. Según parece muchas eran del propio saber del tío gestado en años de andar por la vida. Otras escuchadas. A veces frases subrayadas con resaltador en un recorte de diario.

Todo prolijamente anotado con su letra cursiva grande y clara, que le elogiaban tanto en su empleo de revisor de cuentas.

El hombre va al final del cuaderno. Es la última frase. Tiene una aclaración:

 “Me dicen en el bar que lo dijo la Rosa Montero en un reportaje. No es textual, la escribo con mi memoria no tan buena…"

Lo verdaderamente heroico es querer al otro tal cual es.

"Tal cual el otro es" -Escribe para dar énfasis a la frase.

Sigue la reflexión del tío:

 “Cada vez seremos más los viejos solitarios. Hasta que lleguemos por suerte o desgracia de estar vivos a pasar las horas sentados en el geriátrico mirando un Potus. Con suerte habrá una ventana para ver el movimiento de la calle. En una mañana cualquiera, una viejita se sentará a nuestro lado. Nos tomara la mano.

Y será tarde para casi todo, menos para sonreír”

 

* De Eduardo Francisco Coiro.

https://incoiroencias.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Esa mujer en bicicleta*

 

Esa mujer en bicicleta bajo la lluvia

la fría lluvia del incipiente otoño

marcaba un ritmo lento y fugaz

junto a las primeras sombras de la noche.

Blandía, toda ella, un aire de zozobra

una lentitud del cansancio

una leve brisa de aún estoy.

Esa mujer, bajo la lluvia, en esta ciudad

llevaba todo el peso de la jornada

que se disolvía entre un pedal y otro

entre una gota y otra de la lluvia

se disolvía y se espejaba en el lustroso asfalto,

entre las luces refractadas y las sombras.

Esa mujer, bajo la lluvia, persistía

como loca ilusión en bicicleta

como aventura haciéndose

como constancia de la vida.

 

*De Oscar A. Agú.

Santo Tomé (Santa Fe).

 

 

 

 


 

 

 

 

*

 

Nuestra existencia es un enigma, cuyo destello nos sorprende en cualquier parte. Salvarlo es la caricia de otra lengua.

 

*De Alejandra Alma Marotta.

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

DESEAR AMOR ES DESEARLO TODO*

 

Ya me acostumbré a deambular por los vagones. Los recorro mirando a esa gente que dormita o come. Veo a una mujer descargando el mate por la ventanilla, y me digo que la yerba está irremediablemente perdida, que se fue para siempre, siento una extraña sensación de ausencia y de algo indefinible, esa yerba arrojada para toda la eternidad, sin ceremonia, sin despedida. Una ventanilla que se abre, el salto fatal.  Me alejo con una náusea entre las manos.

En el siguiente vagón dos hombres hablan fuerte. El de ojos claros intenta convencer al alto de alguna cosa. No me ven. Me pregunto qué dirán. Llegan frases aisladas, la conversación se me pierde como la yerba. Estoy inmóvil, las cosas suceden a mí alrededor. El mismo tren es algo que sucede sin mi compromiso.

Sigo caminando.

La yerba y los hombres quedan a mis espaldas. Estoy sola.

Hallar el vagón de cineclub es un retorno. Sigo sin rostro ni voz, pero acaso que esto sea físico, que la obscuridad me borre, es tranquilizador. Si no existo, al menos no existo en la negrura que me devora.

La pantalla iluminada me presta el resplandor para ocupar mi sitio, siempre el mismo, aunque el vagón cambie.

Reconozco "Sweet Charity" allí adelante. La prostituta ingenua se deja engañar por el novio, vive su ilusión de ser amada, se deja engañar, desea y propicia la mentira que le otorgue un respiro a la desesperación.

Está tan sola con su ropita y su cara mal maquillada. Lloro. La veo tan preparada para regalarse, tan deseosa de hacer feliz a cualquier hombre que le preste los ojos y las manos un momento. Qué frágil esta mujercita alegre toda imposibilidad, si tiene marcado, tatuado, el fracaso.

A pesar de que sepa el final, hasta el último momento pienso que el hombre común que se equivoca, que cree que es una mujer decente y ordinaria, cuando se entere de su pasado la va a aceptar igual. Si no ocurre en la vida real, debiese ocurrir en el cine.

Y las coreografías de Bob Fosse son deliciosamente vitales. Dicen con el cuerpo, y lo que dicen se expresa sin fisuras, en bloque. Música, canto, baile, el desenlace inevitable de la fatalidad agazapada.

La prostituta es una buena persona, el novio es una buena persona. Sin embargo el hombre no podrá hacer otra cosa que destrozarla, para que no sufra. ¿Cómo condenarla a un futuro en el que por fuerza habrá de reprocharle suciedades? La va a abandonar.

Ella sólo desea amor. Pobrecita, no sabe aún y a pesar de su experiencia que la palabra "sólo" en esa frase no cuadra. Desear amor es desearlo todo.

Me voy antes de que finalice la película. Sé que habrá una sonrisa final, una esperanza forzada, la sugerencia de que la vida sigue y que quizás. Pero la yerba desechada continuará su vida, también, junto a las vías, integrándose lentamente a la gramilla, desapareciendo de sí y del mundo.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

-Próxima estación:

 

FRANCISCO A. BERRA.

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