miércoles, diciembre 24, 2025

LA 2025

 


 *Foto de Noelia Ceballos. @noe_ce_arte





 

 

 

 

 

El príncipe encantado*

 

 

Soy el príncipe del bosque, me dijo

antes era un sapo, pero preferí salir de las fábulas

de los mitos o las leyendas y me refugié

en el bosque con los animales.

 

Escapé del mundo y sus mentiras

acá a nadie le interesa

si soy un sapo o un príncipe.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

*De Miniaturas en el sendero poético.

Leviatán 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VISITAS*

 

 

Estamos comiendo en la cocina

cuando se nos presenta una gran cucaracha.

Pensamos en matarla con una escoba,

mas no tenemos escoba.

Tratamos de exterminarla a zapatazos:

se nos escapa siempre.

La perseguimos con amenazas y puñales,

la perseguimos con determinación.

Desde lo alto

le enviamos maldiciones, migas de pan,

ortigas, hielo.

Desde lo alto le leemos un sermón sobre el pecado,

un larguísimo poema del revés.

¡Todo es inútil, todo!

Pensamos que debemos reconocer nuestro

horrible fracaso.

Ella no responde a nuestra persuasión.

No deja de reírse desde sus ojos feos,

desde su cuerpo negro, desde allí.

Entonces comprendemos que lo mejor

es aprender a amarla.

Y no sabemos cómo.

 

*De Silvia Arazi.

-Fuente: "La medianera. Una novelita haiku". Interzona, 2013.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Crenovich

a Del Prete*

 

(Línea 57)

 

Al contrario de lo que quiere la gente,

yo ruego que el colectivo

venga lleno cada vez que viajamos juntos.

 

Nosotros no tenemos nada en común.

Jamás nos hubiésemos conocido viajando.

Él vive hacia el norte; yo más al centro.

Ni siquiera nos coinciden los horarios. Damos

dos pasos atrás. Se agarra del pasamano. Yo

me agarro de él -no puedo hacer más: con suerte

le llego al pecho-. Nos presionan de todos lados:

entregar un libro en dos días; sus clases

de los viernes, y veinte albañiles que intentan

llegar temprano a casa. ¡Un pasito más!, grita el chofer.

Lo miran con mala cara, en cambio, su cara

es inconfundible: no está enojado, no está triste.

Quiere pedirme lo que no podría darle. Vení,

me dice con esa voz grave que usa a veces, y yo

me interno como una adolescente en el hueco

que hay entre su abrigo y la camisa verde musgo.

 

Lo abrazo. Él y yo no tenemos nada en común,

pero su corazón está en la punta de mi boca -lo

siento latir-, el colectivo va lleno, un bebé

llora adelante y nos quedan quince minutos

de algo demasiado parecido al amor.

 

*De Cecilia Romana.

-De "Poemas concretos", Editorial Cabiria. 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ON THE ROCKS*

 

El dolor se tragó mis ideas, mis proyectos, mis locuras.

En su lugar quedó un hueco, una cala donde el mar se acomoda por las

noches, despacio. Cuando hay luna, descontrolado, sube a buscarla.

Entonces me despierta una sirena.

 

*De Esther Andradi. esther@andradi.de

http://www.andradi.de/es/startseite/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El diablo en la botella*

 

 

 Es tu mente, tu cabeza, Aladino,

la que debe ir adelante, provocando

la disolución de las rocas, la liviandad del aire,

porque toda la Obra es obra de la mente,

no del frotamiento, no del clamor del deseo,

de uno o tres deseos que serán concedidos a cambio

de qué te deshagas a tiempo de la lámpara de aceite,

pues toda botella encierra un diablo.

Pídele dos, no tres, y deshazte de ella,

pero sobre todo, ejercita tu mente en el deseo,

no el deseo en tu mente, que la carcome a costa

de su satisfacción.

 

-Y será lo mismo, niño mío,

todo artefacto es del diablo

y toda obra de la imaginación es artefacto

y la pureza del espíritu ha sido perdida

y nada hay que nuestro dominio no abarque:

palacios, hangares, ciénagas, caminos.

Aquellas brujas del mar se hicieron silenciosas,

la mente, la fábrica, ha triturado, destituido,

realizado los croquis, los deseos, y

nada quedó para el candor,

excepto un fulgor

como de tardes, de pérdidas,

de nubes de invierno tras un vidrio-.

 

 *De Jorge Aulicino.

 (11 de agosto de 1949 - 21 de julio de 2025)

http://campodemaniobras.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Viajero*

  

Vengo de un lugar en el cual hubo cada cosa

y nada estaba. Ocurrió el deja vu del nacimiento

y fue volver a nombrar las evidencias:

ese el pájaro, esa la flor, esos los otros.

Esto la brisa, aquello el miedo,

y después el fuego del deseo

y el estropicio que dejan los incendios.

La rotación, los equinoccios, los ciclos

de las muertes y las resurrecciones.

Para la sed el agua de los ríos, y la sal y

la bravura de los mares para templarse,

aburrirse en los oasis siempre parecidos,

y la pena de no congeniar las soledades,

y el exilio atemporal de los desiertos

para las decepciones y el cansancio.

Este es el lugar en que se encuentra sin buscar

y las catástrofes acuden sin llamarlas,

y se pierde cada guerra y la memoria,

para volver al lugar donde estará todo

y no habrá nada. No llevaré ni el nombre

que me fue impuesto ni las palabras

de este breve tiempo hipotecado.

 

*De Horacio Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA MUCHACHA DE DUBAN*

 

Tenemos un invitado esta noche, dijo la mujer de mirada cansada.

Los niños miraron con curiosidad al hombre alto, de barba desprolija, que acababa de sentarse a la mesa. Su piel tenía numerosas marcas, cientos de arrugas y sus profundos ojos pardos apenas se destacaban bajo las canosas cejas.

-Simón es mi primo. Llegó de un largo viaje y vino a visitarnos,

La mujer no lo dijo, pero en realidad, sabía que el viejo Simón venía a despedirse. Hacía más de 30 años que no se veían y ella ya lo consideraba muerto, en algún lugar remoto de Asia o África.

Comenzaron a cenar en silencio, sentados alrededor de la antigua mesa de madera. Hacía mucho frío y la mujer puso en el centro de la mesa una gran fuente humeante con papas, arroz y algunos trozos de pollo.

Afuera la lluvia había parado, pero el viento continuaba castigando furioso las ramas de los árboles.

El viejo Simón miró detenidamente los rostros de los chicos. Los tres tenían ojos pequeños, como los de su abuela y el pelo enrulado, como había sido el de su madre. Nunca habían salido de ese pequeño pueblo y tal vez no saldrían jamás.

La niña se movió incómoda en su silla y trató de iniciar una conversación.

- ¡Qué viento terrible! Va a volar el techo de la casa.

La abuela la miró reprobándola.

-Imposible.

Simón aprovechó la oportunidad y exclamó:

-Los vientos más peligrosos son los del desierto. Nadie se atreve a cruzar solo el desierto de Dhufar.

La mujer trató de recordar los lugares del mundo en donde Simón había vivido. Empezó a dudar de la claridad mental de su primo, pero se quedó callada y continuó con la mirada en la comida. 

La frase del hombre había logrado despertar el interés infantil. Los tres chicos lo miraron, interrogándolo.

-Viví cerca de allí muchos años. Está en el límite de Arabia Saudita y es temido por sus altas dunas, inhóspitas, sin una gota de agua en miles de kilómetros.

- ¿Estuviste en ese desierto alguna vez?, preguntó el mayor de los varones.

-Sí, crucé por allí unas cuantas veces, en caravanas que llevaban mercaderías al otro lado de Muscate, la pujante ciudad de Omán. Lo cruzábamos de día y acampábamos por la noche.

Los niños escuchaban atentamente. Afuera el viento doblegaba los árboles desnudos.

-Voy a contarles una historia. Algo que ocurrió allí, realmente, hace años y si alguno adivina el final, le daré un regalo.

El cálido comedor se iluminó con la sonrisa de los chicos.

Con entusiasmo se prepararon para escuchar.

 “-Hace muchos años, dentro del sultanato de Omán, había una ciudad construida alrededor de un oasis, llamada Duban. La gobernaba una familia un tanto lejana de Abu Said, el imán que echó a los portugueses en el siglo XVIII y cuyos descendientes fueron los monarcas de Omán desde entonces.

El sultán de Duban tenía varias esposas pero su preferida era una hermosa joven que había desposado hacía unos meses. La mujercita era una belleza, varios hombres habían soñado con ella. Su madre la veía crecer con emoción, sabiendo y anhelando un futuro esplendoroso para su hija. Era la envidia de sus vecinas, nada podía compararse a su hermosura. Cuando tuvo la edad suficiente para casarse, su padre la llevó al palacio y, por supuesto, el sultán la aceptó y pagó por ella muchísimo oro.

Pero la chica no se consideraba dichosa.

La ciudad de Duban tenía grandes palmeras y olivares, parecía irreal en medio del desierto.  Sus construcciones blancas, simples, contrastaban con el mármol y el oro del palacio.

Cuando el sultán adquiría una mujer le ponía en el lóbulo de la oreja derecha un hermoso aro. Era un rubí en forma de flor. Parecía una pequeña granada, roja y brillante como la bandera de Duban. El aro se sellaba por atrás y era imposible quitarlo. Esa joya distinguía a las mujeres del sultán como de su pertenencia, a pesar de que era algo inútil, porque rara vez traspasaban los muros de Duban y nadie podía confundirlas.

La hermosa joven odiaba ese aro. Se sentía como un animal al que su dueño le hubiese tatuado una marca. Y el espíritu de la muchacha, no tenía dueño. Odiaba también al sultán, y hubiese cambiado las alfombras, las joyas y los exquisitos vestidos que tenía por estar con sus amigas, caminando y bromeando por las calles de Duban cuando volvían con los cántaros de la fuente del agua. Poco a poco se fue sintiendo peor, como un pájaro maravilloso encerrado en una lujosa y enorme jaula, que sueña con árboles, ríos y estrellas.

Un día, cansada de los caprichos del monarca, decidió huir.

Esa noche sería el festejo del 12 de Rabi al Awat, el nacimiento del profeta. Todos beberían mucho. La muchacha se sacó sus hermosas pulseras y las dejó bajo su almohada para que al día siguiente las encuentre su doncella, que vivía tan presa como ella.

Se dejó todos los anillos en los dedos para sobornar al guardia del portal, al que conocía desde que eran niños.

Cuando amanecía, salió y dio sus joyas a su amigo, que tristemente le abrió la puerta y le dijo adiós. Así escapó al desierto.”

Simón hizo un alto y volvió a mirar las caritas infantiles. Había logrado tenerlos pendientes de su relato. Nada se oía ni adentro, ni afuera de la casa.

 “La jovencita empezó a caminar. Poco a poco el sol calentó con mayor fuerza. Sus lujosas sandalias empezaron a desarmarse. Estaban hechas para el mosaico y el mármol, no para la arena. Su sirwall la envolvía como una capa roja y dorada. En la cabeza, el lihaf cubría su largo cabello negro.

El sol era cada vez más poderoso y la joven cada vez más débil.

Sus bellos ojos verdes se empañaban. Sabía que era imposible sobrevivir. Cuando llegara la noche moriría de frío.

Tan hermosa… pensaba. ¿Para qué? Una joya en una vitrina, el ornamento de una corona. Sin vida.

Recordó a su madre, a su hermanita, jugando con las piedras en las abrazadoras tardes en las calles de Duban.

Había llevado una botella con agua y tomó un poco, para poder seguir.

Era imposible salir del laberinto del desierto. No sabía dónde estaba, ni hacia qué punto cardinal caminaba. El sol la mareaba y ya la arena lastimaba sus pequeños pies.

Así, perdida como estaba, era también imposible de hallar. En vano mandaría a los camelleros de la Guardia Real el sultán, no la encontrarían.

Sintió la garganta seca y los ojos húmedos.

Alguien la descubriría así, tendida en el desierto, seca y marchita como una flor, un dibujo rojo. Dorado y verde en el medio de la arena.

Ya no tenía más fuerzas. Su ropa, cosida a mano en preciada seda, se iba enredando en sus piernas cansadas.

Después de varias horas supo que era el final de su corta, hermosa existencia. La reemplazarían por otra, pero el sultán sufriría esa pérdida. Ese sentimiento de revancha le dio un poco más de energía, pero duró poco. Cientos de mujeres como ella, elegidas, compradas, ataviadas como muñecas, usadas. Con el corazón encogido, pero sin arrepentimiento, se dejó caer en la arena “.

- ¿Qué pasó con ella? Preguntó el menor de los chicos.

-Ustedes díganmelo, niños. A ver si alguno acierta.

La niña aventuró:

- ¿Los soldados del sultán la encontraron y la llevaron de vuelta al palacio?

Simón sonrió.

- ¿Murió en el desierto? Preguntó el menor.

El viejo miró al tercer niño.

Éste sugirió con esperanza:

- ¿Una caravana la encontró y se la llevó con ellos?

El hombre volvió a sonreír y contestó:

-Lo siento. Ninguno acertó. Pero igual les daré un regalo a los tres.

Tomó su gastada mochila y sacó tres chocolates.

Los niños agarraron rápido la golosina y después de devorarla, se fueron a dormir sin preguntar nada más.

La mujer miró a Simón y sonriendo le reprochó:

-Simón… Simón… vos y tus historias… Pero al menos los entretuviste.

El hombre le devolvió la sonrisa y se fue a su cuarto.

Se sentó en su cama y pasó la mano por su arrugada frente.

Luego acomodó su mochila y sacó algo diminuto, del bolsillo interior.  Lo puso en la mesita de luz, al lado de la lámpara y volvió a mirarlo con ternura, como todas las noches de su vida.

Era un aro de rubí, rojo como una flor única, viva, en medio del desierto.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

El sol siguió calle abajo.

En la música y en la vida

anduve con igual entusiasmo.

Fue así que pisé las sucias veredas

sembradas con el brillo de la suerte;

tenía el ansia la ovalada silueta de los nidos y hollín en los zapatos.

Una mosca oí.

El gatillo en la mata de hierba.

El pan y la leche. Las ciudades.

Aquel suspiro que cierra el metal de las campanas.

El pensamiento en los umbrales de la tierra

donde con la luz aparente de las piedras

una hoja cae en todos los amaneceres.

 

 

*De Milagros Losa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL PRESAGIO DE LOS QUE OLVIDAN*

 

 

Entre el corazón y la cabeza

habita la memoria

partidos hemisferios

donde el humo todo lo cubre

cerrado puño

imaginario destino

claridades en el aposento de la sombra.

Pregunto por aquel fuego

y por la ceniza que avanza por todo mi ser

Muerte y tierra sin retorno.

Repetí la lección mil veces

El presagio de los que olvidan.

Hay cadáveres en el ojo

Memoria en busca de primitivas

Palabras.

 

*De Carlos Norberto Carbone.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Mi madre fue tan joven,

tan bella y tan feliz

como aquel muchacho del cementerio de París,

que descansa bajo el gato

de taseles de todos los colores,

como el rostro de la felicidad

que imaginó Prevert

dibujado por un estudiante,

por un mal estudiante,

sobre el pizarrón de la desgracia.

Mi madre fue tan joven,

tan bella y tan feliz

en los prados verdes

rodeados de montañas,

sombreados por nogales y castaños

al otro lado de la vida,

al otro lado del mar

fue mi madre dichosa.

Y ahora que su cuerpo

la tiene en cautiverio, 

y yo no soy ni tan joven

ni tan feliz como solía,

la elusiva felicidad se esconde

en esas espaciadas carcajadas

que nos devuelven un momento

la dicha de caminar juntas,

como antes,

por el universo que aún es maravilloso

y aún logra resplandecer.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

(abril 2025)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ojos como soles. *

 

*Por Vanesa Silvina García.

 

Aquel muchacho de ojos como soles y sonrisa cómplice me mira insistente. Busco un rasgo que me recuerde a alguien. ¿Lo conozco? ¿De dónde? Tal vez solo me mira porque le recuerdo a alguien. Está sentado frente a mí en la guardia del Servicio Local de Niñez.

Yo vine por Darío, un alumno de tercer grado que recibió una golpiza por parte de su padrastro. Estamos esperando que lleguen sus abuelos quienes se harán cargo de él.

Desde hace un par de meses visité el servicio local en ocho oportunidades, a razón de una vez por semana, siempre por casos de violencia. Leo todo el material referente al tema para buscar respuestas, para dar respuestas, pero no alcanza. La pandemia, la droga, la delincuencia, la pobreza. Algo sobre educación, la falta de contención, la familia hecha añicos. Las instituciones sobrepasadas, la falta de presupuestos y de decisión política.

Pero no alcanza, porque miro a mi costado y está Darío comiendo un alfajor que le dio la psicóloga. Imagino que él tiene todas las respuestas, pero su alfajor de chocolate atrapa toda su atención, como si estuviera tomando un descanso en otro mundo, sólo para tomar impulso y así volver al mundo real. Siento una sensación de agotamiento. ¿Me parece o tengo la espalda encorvada? No, no me parece. Me pongo derecha y me apoyo en el respaldo de estas sillas tan incómodas.

No me es simple trabajar en una escuela con estas características, en un contexto tan vulnerable, en un mundo tan punzante, en una vida tan imprevista. En realidad, no es simple trabajar en una escuela con estas características y no involucrarse. Más fino aún: es imposible involucrarse y no quedar con la espalda encorvada.

El muchacho sigue sentado, con las manos sobre las rodillas, lo cual no me impide darme cuenta de que es alto, muy delgado. Tiene cara de nene, pero actitud de hombre resuelto.

Darío es un nene…

“Ojos como soles” tendrá unos veinte años, no más. Veinte años y una carpeta con planillas, papeles, fotocopias, que cada tanto ojea, desparrama, ordena. Se le cae algún papel y lo vuelve a ubicar prolijamente. Lo observo apretando la carpeta contra su pecho. Guarda algo valioso, en la carpeta y en su pecho.

Me mira otra vez y tengo la certeza de que se va acercar para hablarme. Si…se para y justo lo llaman de una de las oficinas. No llego a escuchar el nombre completo. No hace falta. Luis, se llama Luis. Y como un rayo, aparece en mi cabeza su recuerdo intacto. Con sus diez años apenas, entrando a la Dirección de la escuela, las manos en los bolsillos, los ojos como soles, buscando explicaciones, despeinado y con un gesto determinante. Su maestra viene detrás, con la mirada nublada, le acaricia la cabeza. “Te quiere contar algo”, me dice.

Entonces Luis se arremanga los pantalones y me muestra las marcas de sus piernas. “Un cable que tiene papá…” ¿Un cable?

Escribo todo lo que me cuenta, que es mucho más que un cable. El cable es el final. Antes del cable hubo una paliza a su mamá, tierra en la cara, barro en la ropa, encierro, pies descalzos, forcejeos, agua hirviendo, gritos y miedo.

Vecinos sordos, familia ausente, tristeza, un cuchillo en la mano de su padre que corta la larga trenza de su mamá antes de echarla a la calle. Y los ojos como soles de Luis mirando por la ventana. Y todo lo que vino después. Denuncias, largas esperas en esas mismas sillas del Servicio Local y el padre de Luis entrando por la puerta, clavando su mirada en Luis y en mí como cuchillos que cortan trenzas. Los abuelos de Luis, y su madre con el pelo muy corto, desparejo, desprolijo, temblando en la oficina del abogado con solo percibir el olor de la bestia.

Luis se esconde detrás de mí mientras guarda la mitad del alfajor que come. Me aprieta la mano y lo escucho respirar. Tiene miedo. Yo también tengo miedo.

Nadie advierte los dientes apretados de la bestia. Yo también aprieto los dientes. Se lo llevan. Unos días guardado y la obligatoriedad de un tratamiento que lo va a curar y le va a sacar la bestia.

Entonces vuelvo. Lo miro a Darío que también aprieta mi mano y come un alfajor. Lo miro a Darío y lo veo a Luis, como si no hubieran pasado diez años, como si todavía estuviera sentado a mi lado, como si las bestias siguieran sueltas.

El ruido de la puerta me sacude de aquel déjávu y Luis camina hacia mí. Lo abrazo sin soltar a Darío. Yo casi en puntas de pie, me saca más de una cabeza. Me dice “Seño” y también me abraza. Me cuenta que su padre tuvo otro hijo con una nueva mujer y que él está allí esperando para llevarlo con él. Se ve que la bestia volvió a despertar.

Me llaman. Es mi turno. Tengo que entrar con Darío. Sus abuelos ya llegaron. Luis, volviendo del abrazo que nos dimos me dice que su madre usa trenza otra vez.

Darío me mira buscando la confianza para entrar en la oficina y encontrarse con sus abuelos. Él no sabe que yo también lo miro buscando confianza y queriendo entender un poquito más, a este mundo que nos parió.

 

 

 




 

 

 

*

 

No me escribas cartas demasiado largas

en estos días

apenas puedo leer las entrelíneas

 

pero te pido que incluyas

si se puede,

las frases de las que seguramente

te arrepentís

o escribiste en el margen

mandame, en todo caso,

                  la primera versión

                  -si la hubieras guardado-

 

en la que me contabas

que han crecido los brotes

que el agua finalmente

se abrió paso

y empapó la tierra

 

que hemos vuelto a la calle

frágiles y triunfales

y sobre las ruinas de la casa destruida

construimos una nueva

 

 

a lo demás,

al detalle mezquino

a la enumeración de lo que no pudimos

lo tengo guardado

en un orden perfecto: el del olvido

 

 

*De Alejandro Méndez Casariego.

septiembre 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La noche es pródiga en ausencias*

 

La noche es pródiga en ausencias.

 

Sobre almohadas dormitan estaciones desiertas.

 

Más debe haber algún tren entre los páramos,

o en el fondo sin nombre de los túneles.

Debe haber algún tren quizá dormido,

bruscamente parado al borde de un recuerdo,

girando sin consuelo tras una aurora falsa

o apresado en la telaraña de los itinerarios.

 

Hay calma en el andén, niebla de cigarrillos,

ojos enrojecidos de espera, un viento frío.

Hay trenes varados, negros, trenes averiados

siniestramente abandonados en alguna vía muerta.

Nada se mueve, todo es quietud en tonos grises,

ni un sonido perturba la paz de las almohadas.

 

Y sin embargo, el sueño esboza una presencia

al final del andén, sin maletas, sin prisa,

un rostro que apenas presentido se diluye

en la explosión violenta del día que comienza.

 

El alba es un puñal de amargo filo

que penetra de luz los trémulos andenes.

 

Y a este lado, la estación está vacía.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

-De El rostro prohibido

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Maniquí*

 

Si parecés un maniquí, es probable que no me dé cuenta

como una máscara que mira en un escaparate de saldos

la gente que pasa podría comprarte una ilusión.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

*De Miniaturas en el sendero poético.

Leviatán 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VISITANTE NOCTURNA *

 

 

A punto de deshacerse tu pena en mis cabellos.

Los cubro con sombreros de líquenes y astas de caribú.

¿Me piensas amor mío? Ay, como rompen las olas en mis malecones.

Lo miro con ojos de espejismo. Inmutables....

Mi secreto se esconde en la armadura de mis pechos.

Aprendí a mentir en aquel enero. Sobrevivir. Resistir.

La semilla no fue devorada por pájaros.

Luego tu carne. Esa misma, fue inmolada.

No era esa la tierra prometida. La vida es un búho trasnochado.

Una parodia absurda. Una carrera de galgos.

Y de pronto el apuro. Cortar el cordel con los dientes.

En la tierra. Debajo de los miedos. Coágulos de sangre y un berrido.

Pequeña e inocente. Visitante del alba. Ojos de lince.

Fue la primera vez. De allí no he tenido vergüenza de mentir.

¿Qué ganaré con la norma de tacuara?

-El paraíso es un árbol con flores venenosas-

Y me decías mía, y mordía tu boca. Aun no soy domesticable.

¡Eres Mía! Y me sentía pobre y desnuda en otros brazos.

Una voz con aromas de cipreses. Un gato negro.

Soy la loca exclusiva de tus celos. De las pinceladas de tus manos.

Y me vistes. Me cubres. En ramas. En cementerios verdes.

En el deslizar de una víbora de arena roja.

Y me desnudo en las breves ranuras de las piedras del río.

Mis pezones sacrílegos de luto.

Hay un ojo triangular en mi nuca, Lo siento.

Polifemo mira con mi boca. Escucha con mis ojos. Un grillo, en sus oídos.

Solo mis manos felinas se salvan y sostienen la silla y el defalco...

Mujer. Visitante nocturna. El paraíso es un árbol con flores venenosas.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Finisterre*

 

Hay en mi cabeza un nudo que me ata

desde siempre. En vano he tratado, una

y mil veces, de desenredarlo, sospecho

que su trama es obra de la maldad. Sólo

duele del cuello para arriba y, a veces,

desesperado, sueño con un macedonio

que lo corte con la espada. Porque esto

es un tormento sin lenguaje, bloqueado

intransferible. Nadie entiende, tampoco

nadie escucha, nadie se sale de su nudo.

Nadie advierte lo que hablan los demás

ni lo que dice su mensaje; ni adivina ni

calcula las consecuencias de su propia

idea confusa. Todo es un caos blindado

y sin ninguna posibilidad de cura, en él

navegamos bajo un manto de nubes que

cubre el firmamento y no tenemos guía

que nos salve de caer al abismo final

libres de la soledad y la locura.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 






 

FIN DE SEMANA EN SOLARIS*

 

No habrá más mundos que éste

que para ti convoco;

materia otra que la que aquí conjuro.

Atravieso espejismos,

me hundo en alucinaciones

que con tu rostro se disfrazan.

Incorpóreos engaños que simulan tu aroma.

Y contra mí conspiran odiosas estadísticas,

antagónicas leyes prohíben nuestro

encuentro.

¿Cuántas vidas debería vivir

hasta que esta pompa de jabón

asuma nuestras formas?

Nada guardo de ti sino tu ausencia

  

*De Gerardo Lewin.  gerardo.lewin@gmail.com

 -Del libro Nombre impropio. Editorial Deacá.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Para los que no crean, que esta noche (y cualquier noche) nazca de algún modo la poesía, que es algo indecible y extraño pero es un resplandor. Para los que creen tiene un nombre aunque es como la poesía algo indecible y también con extrañeza y resplandor. Tal vez sea lo mismo pero hacemos divisiones un poco faltas de sentido. Mirar ese algo invisible y oír el silencio. Es suficiente.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Una noche en Estación Goyeneche*

 

Llevaba varios días deambulando por los campos. Durmiendo al raso o en alguna cabaña abandonada, compartiendo el espacio con toda clase de alimañas. Comiendo fruta de los árboles, cuando podía encontrar uno, o los restos de las provisiones que había podido llevar conmigo. No sé hasta cuando podré resistir así. Lo que sí sé es que no puedo volver a la ciudad. No hasta que los hombres de Heredia dejen de buscarme. Puesto que mi falta no fue grave, calculo que será cuestión de dos o tres semanas, un mes a lo sumo. O eso espero.

Mi sentido de la orientación es nulo. Me limitaba a recorrer senderos al azar, escondiéndome donde fuese posible cuando oía voces o ruido de vehículos a motor. No me importaba ignorar mi ubicación: Una vez pasado el peligro, ya preguntaría cómo regresar. De momento, disfrutaba (si es que la vida austera al aire libre puede considerarse un disfrute) del oxígeno que tanta falta hace en las ciudades, de la calma del campo, de las noches estrelladas y los sonidos de la naturaleza.

El edificio no lo vi hasta que estuve casi dentro de él. Aunque llamarlo edificio es, tal vez, algo generoso por mi parte. En realidad se trataba de una construcción en estado de ruina, aunque la fachada no estaba tan deteriorada como sugerían las enormes matas de hierba y arbustos de diversa índole que crecían junto a ella y la ocultaban parcialmente. Pensé que, transcurrido un tiempo equis, todo sería devorado por las plantas y del edificio en cuestión apenas quedaría la memoria, o ni siquiera eso. Todo tiende a ser olvidado, como nosotros mismos.

Rodeé las ruinas cautelosamente. Al principio no me atreví a entrar pero, teniendo en cuenta que se aproximaba con rapidez la noche y, además, el cielo presagiaba lluvia inminente, no me quedó más remedio. Recorrí el interior a la escasa luz que se filtraba por los agujeros existentes donde antes estaban las ventanas. No parecía que hubiese habido ningún derrumbe, lo cual me tranquilizó. Busqué un rincón donde tender la mantita que llevaba conmigo y me acosté para descansar. Debí quedarme dormido porque lo siguiente que recuerdo es que ya era de noche y un viejo estaba sentado junto a mí, con la espalda apoyada en la pared, alumbrándome con una pequeña linterna y mirándome de una forma que me pareció sarcástica.

Me incorporé de golpe y llevé la mano instintivamente a mi mochila. El viejo hizo un gesto ambiguo con la intención de tranquilizarme.

- No tengas miedo – dijo – Soy inofensivo.

Claro. No iba a decir que era un asesino en serie. Metí la mano en la mochila y saqué la navaja.

- ¿Quién eres? – pregunté – Y ¿qué haces aquí?

- Quien yo sea no tiene importancia. En cuanto a la otra pregunta: Vivo aquí. Tú eres el intruso y el que debería dar alguna explicación.

Lo miré durante unos segundos con detenimiento. Sí. Daba la impresión de estar viviendo en un lugar como aquél.

- Vale. Yo estoy de paso. – dije mientras guardaba el arma – No te molestaré más allá de esta noche.

- ¡Oh! No es ninguna molestia. Un viejo como yo sabe apreciar la compañía cuando se presenta. Considérate mi invitado. ¿Eres de la zona?

Sabía que, de todos modos, no podía confiar en él, así que me dispuse a dar respuestas evasivas.

- No. Vengo de lejos. De por allá. – hice un gesto vago con la mano.

- Entiendo. No te gustan los interrogatorios. Tienes razón. No debería preguntar, pero ya sabes: a cierta edad nos volvemos curiosos.

- No pasa nada. ¿De dónde es usted?

- Siempre viví por aquí. Donde podía encontrar trabajo. Por desgracia, nunca duraba mucho.

- Lo siento. Y ¿dónde es aquí? No tengo la menor idea de dónde estoy.

- Ya veo: Viajando al azar. Eso es disfrutar de la libertad.

Si él supiera…

- Te encuentras – continuó – en el partido de Monte, provincia de Buenos Aires, más concretamente en la antigua estación de Goyeneche.

- Nunca había oído hablar de ella.

- Fue bastante importante en su tiempo. Un punto intermedio del Ferrocarril Provincial de Buenos Aires. Luego cayó en desuso y finalmente se clausuró en 1961. Desde entonces, todo esto no ha hecho más que deteriorarse.

- Vaya. Una pena. Aunque, bien mirado, al menos nos sirve de refugio. Parece que va a llover.

- En este rincón no nos mojaremos. ¿Sabes? Hay como un halo de tristeza en estos lugares abandonados. ¿No lo notas?

- Creo que sé de lo que hablas. Sí. Yo también lo he notado.

- Tristeza y algo de misterio. – No entendí bien el sentido de estas enigmáticas palabras, pero sonreí mientras movía la cabeza afirmativamente, como si hubiera comprendido. (Lo iba a comprender con el tiempo).

La conversación se alargó hasta bien entrada la noche. Compartimos una botella de vino que el viejo sacó de su petate. Entre trago y trago, me habló de su infancia en la ciudad de San Miguel del Monte y su peregrinación por todos los pueblos de la zona. De sus amores fugaces (¡cómo nos gusta hablar de ellos!) y su inevitable deriva. De las noches de farra y las eternas noches de soledad. Me dio un poco de pena, la verdad. Tal vez por eso me largué a hablar yo también, aunque a esas alturas creo que hablaba el alcohol por mí. No puedo recordar qué dije o qué no. Llegó un momento en que ambos estábamos bastante somnolientos y decidimos dormir. Yo, por las dudas, lo hice con la mano cerrada en torno a mi navaja.

Al despertar, no había rastro del viejo. Ni su manta, ni la botella vacía ni las colillas esparcidas por el suelo. ¿Lo habría soñado? Me encogí de hombros, guardé mis cosas, me eché la mochila al hombro y salí al exterior.

Una vez fuera, me fijé en que alguien había pintado con tiza la leyenda “Goyeneche FCPBA”. Al menos ahora sabía dónde me encontraba. Pero me sentía intranquilo y no lograba descifrar el motivo. Cerré los ojos y repasé mentalmente mis movimientos desde el momento en que desperté. Comprendí de qué se trataba: Desde que salí de las ruinas me había asaltado una sensación extraña. Algo estaba cambiado con respecto al día anterior. Miré alrededor con atención y fue entonces cuando vi los cuerpos: Tres hombres yacían en el suelo, parcialmente ocultos por la hierba crecida. Me asusté. Seguro que eran ellos. Los sicarios de Heredia. Casi echo a correr. Pero la curiosidad pudo más. Eso y el hecho de que los tres parecían completamente inmóviles. Si hubieran estado espiándome ya habrían actuado. Es más, si hubieran venido a capturarme (o matarme, eso no lo tenía demasiado claro) podrían haberlo hecho mientras dormía plácidamente. Durante unos minutos no me moví. Ellos tampoco. O era el juego más retorcido del mundo o realmente estaban inconscientes (o algo peor).

Me acerqué a uno de ellos con cautela (la mano siempre en torno a la navaja). No reaccionó. Lo zarandeé con el pie. Nada. Me agaché a su lado y puse mis dedos en su cuello, como había visto hacer en las películas. No tenía pulso y su cuerpo despedía un frío que no dejaba lugar a dudas. No me hizo falta comprobar si los otros también habían muerto, puesto que estaban tirados en posiciones inverosímiles, doblados, con los miembros retorcidos, las cabezas giradas de un modo antinatural… ¿Qué había pasado? ¿Tal vez algún animal los había sorprendido justo cuando estaban a punto de atraparme? ¿Seguiría por allí dicho animal?

Me encogí de hombros y eché a andar, alejándome de aquel lugar. Ahora sí que no podía regresar. Nunca. Debería buscar otro lugar para establecerme. Tal vez incluso otra identidad, si era posible conseguir los papeles necesarios. Mientras me alejaba, no dejaba de pensar en algo que el viejo me había dicho durante nuestra charla, pero no lograba recordar el qué. De lo que sí me acordaba era del rostro curtido y de la mirada feroz que me pareció sorprender en él en algún momento. Pero sin duda, todo eso eran imaginaciones mías.

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

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