El
príncipe encantado*
Soy el príncipe del bosque, me dijo
antes era un sapo, pero preferí salir de
las fábulas
de los mitos o las leyendas y me refugié
en el bosque con los animales.
Escapé del mundo y sus mentiras
acá a nadie le interesa
si soy un sapo o un príncipe.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
*De Miniaturas
en el sendero poético.
Leviatán 2025
VISITAS*
Estamos comiendo en la
cocina
cuando se nos presenta
una gran cucaracha.
Pensamos en matarla
con una escoba,
mas no tenemos escoba.
Tratamos de
exterminarla a zapatazos:
se nos escapa siempre.
La perseguimos con
amenazas y puñales,
la perseguimos con
determinación.
Desde lo alto
le enviamos
maldiciones, migas de pan,
ortigas, hielo.
Desde lo alto le
leemos un sermón sobre el pecado,
un larguísimo poema
del revés.
¡Todo es inútil, todo!
Pensamos que debemos
reconocer nuestro
horrible fracaso.
Ella no responde a
nuestra persuasión.
No deja de reírse
desde sus ojos feos,
desde su cuerpo negro,
desde allí.
Entonces comprendemos
que lo mejor
es aprender a amarla.
Y no sabemos cómo.
*De Silvia
Arazi.
-Fuente: "La medianera. Una novelita haiku". Interzona, 2013.
Crenovich
a Del
Prete*
(Línea 57)
Al contrario de lo que quiere la gente,
yo ruego que el colectivo
venga lleno cada vez que viajamos juntos.
Nosotros no tenemos nada en común.
Jamás nos hubiésemos conocido viajando.
Él vive hacia el norte; yo más al centro.
Ni siquiera nos coinciden los horarios.
Damos
dos pasos atrás. Se agarra del pasamano. Yo
me agarro de él -no puedo hacer más: con
suerte
le llego al pecho-. Nos presionan de todos
lados:
entregar un libro en dos días; sus clases
de los viernes, y veinte albañiles que
intentan
llegar temprano a casa. ¡Un pasito más!, grita el chofer.
Lo miran con mala cara, en cambio, su cara
es inconfundible: no está enojado, no está
triste.
Quiere pedirme lo que no podría darle.
Vení,
me dice con esa voz grave que usa a veces,
y yo
me interno como una adolescente en el hueco
que hay entre su abrigo y la camisa verde
musgo.
Lo abrazo. Él y yo no tenemos nada en
común,
pero su corazón está en la punta de mi boca
-lo
siento latir-, el colectivo va lleno, un
bebé
llora adelante y nos quedan quince minutos
de algo demasiado parecido al amor.
*De Cecilia
Romana.
-De "Poemas
concretos", Editorial Cabiria. 2015
ON THE ROCKS*
El dolor se tragó mis
ideas, mis proyectos, mis locuras.
En su lugar quedó un
hueco, una cala donde el mar se acomoda por las
noches, despacio. Cuando
hay luna, descontrolado, sube a buscarla.
Entonces me despierta
una sirena.
*De Esther
Andradi. esther@andradi.de
http://www.andradi.de/es/startseite/
El
diablo en la botella*
Es
tu mente, tu cabeza, Aladino,
la que debe ir adelante, provocando
la disolución de las rocas, la liviandad
del aire,
porque toda la Obra es obra de la mente,
no del frotamiento, no del clamor del
deseo,
de uno o tres deseos que serán concedidos a
cambio
de qué te deshagas a tiempo de la lámpara
de aceite,
pues toda botella encierra un diablo.
Pídele dos, no tres, y deshazte de ella,
pero sobre todo, ejercita tu mente en el deseo,
no el deseo en tu mente, que la carcome a
costa
de su satisfacción.
-Y será lo mismo, niño mío,
todo artefacto es del diablo
y toda obra de la imaginación es artefacto
y la pureza del espíritu ha sido perdida
y nada hay que nuestro dominio no abarque:
palacios, hangares, ciénagas, caminos.
Aquellas brujas del mar se hicieron
silenciosas,
la mente, la fábrica, ha triturado,
destituido,
realizado los croquis, los deseos, y
nada quedó para el candor,
excepto un fulgor
como de tardes, de pérdidas,
de nubes de invierno tras un vidrio-.
*De Jorge Aulicino.
(11
de agosto de 1949 - 21 de julio de 2025)
http://campodemaniobras.blogspot.com.ar/
Viajero*
Vengo de un lugar en el cual hubo cada cosa
y nada estaba. Ocurrió el deja vu del
nacimiento
y fue volver a nombrar las evidencias:
ese el pájaro, esa la flor, esos los otros.
Esto la brisa, aquello el miedo,
y después el fuego del deseo
y el estropicio que dejan los incendios.
La rotación, los equinoccios, los ciclos
de las muertes y las resurrecciones.
Para la sed el agua de los ríos, y la sal y
la bravura de los mares para templarse,
aburrirse en los oasis siempre parecidos,
y la pena de no congeniar las soledades,
y el exilio atemporal de los desiertos
para las decepciones y el cansancio.
Este es el lugar en que se encuentra sin
buscar
y las catástrofes acuden sin llamarlas,
y se pierde cada guerra y la memoria,
para volver al lugar donde estará todo
y no habrá nada. No llevaré ni el nombre
que me fue impuesto ni las palabras
de este breve tiempo hipotecado.
*De Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
LA
MUCHACHA DE DUBAN*
Tenemos un invitado esta noche, dijo la
mujer de mirada cansada.
Los niños miraron con curiosidad al hombre
alto, de barba desprolija, que acababa de sentarse a la mesa. Su piel tenía
numerosas marcas, cientos de arrugas y sus profundos ojos pardos apenas se
destacaban bajo las canosas cejas.
-Simón es mi primo. Llegó de un largo viaje
y vino a visitarnos,
La mujer no lo dijo, pero en realidad,
sabía que el viejo Simón venía a despedirse. Hacía más de 30 años que no se
veían y ella ya lo consideraba muerto, en algún lugar remoto de Asia o África.
Comenzaron a cenar en silencio, sentados
alrededor de la antigua mesa de madera. Hacía mucho frío y la mujer puso en el
centro de la mesa una gran fuente humeante con papas, arroz y algunos trozos de
pollo.
Afuera la lluvia había parado, pero el
viento continuaba castigando furioso las ramas de los árboles.
El viejo Simón miró detenidamente los
rostros de los chicos. Los tres tenían ojos pequeños, como los de su abuela y
el pelo enrulado, como había sido el de su madre. Nunca habían salido de ese
pequeño pueblo y tal vez no saldrían jamás.
La niña se movió incómoda en su silla y
trató de iniciar una conversación.
- ¡Qué viento terrible! Va a volar el techo
de la casa.
La abuela la miró reprobándola.
-Imposible.
Simón aprovechó la oportunidad y exclamó:
-Los vientos más peligrosos son los del
desierto. Nadie se atreve a cruzar solo el desierto de Dhufar.
La mujer trató de recordar los lugares del mundo en donde Simón había vivido. Empezó a dudar de la claridad mental de su primo, pero se quedó callada y continuó con la mirada en la comida.
La frase del hombre había logrado despertar
el interés infantil. Los tres chicos lo miraron, interrogándolo.
-Viví cerca de allí muchos años. Está en el
límite de Arabia Saudita y es temido por sus altas dunas, inhóspitas, sin una
gota de agua en miles de kilómetros.
- ¿Estuviste en ese desierto alguna vez?,
preguntó el mayor de los varones.
-Sí, crucé por allí unas cuantas veces, en
caravanas que llevaban mercaderías al otro lado de Muscate, la pujante ciudad
de Omán. Lo cruzábamos de día y acampábamos por la noche.
Los niños escuchaban atentamente. Afuera el
viento doblegaba los árboles desnudos.
-Voy a contarles una historia. Algo que
ocurrió allí, realmente, hace años y si alguno adivina el final, le daré un
regalo.
El cálido comedor se iluminó con la sonrisa
de los chicos.
Con entusiasmo se prepararon para escuchar.
“-Hace
muchos años, dentro del sultanato de Omán, había una ciudad construida
alrededor de un oasis, llamada Duban. La gobernaba una familia un tanto lejana
de Abu Said, el imán que echó a los portugueses en el siglo XVIII y cuyos
descendientes fueron los monarcas de Omán desde entonces.
El sultán de Duban tenía varias esposas
pero su preferida era una hermosa joven que había desposado hacía unos meses.
La mujercita era una belleza, varios hombres habían soñado con ella. Su madre
la veía crecer con emoción, sabiendo y anhelando un futuro esplendoroso para su
hija. Era la envidia de sus vecinas, nada podía compararse a su hermosura.
Cuando tuvo la edad suficiente para casarse, su padre la llevó al palacio y,
por supuesto, el sultán la aceptó y pagó por ella muchísimo oro.
Pero la chica no se consideraba dichosa.
La ciudad de Duban tenía grandes palmeras y
olivares, parecía irreal en medio del desierto.
Sus construcciones blancas, simples, contrastaban con el mármol y el oro
del palacio.
Cuando el sultán adquiría una mujer le
ponía en el lóbulo de la oreja derecha un hermoso aro. Era un rubí en forma de
flor. Parecía una pequeña granada, roja y brillante como la bandera de Duban.
El aro se sellaba por atrás y era imposible quitarlo. Esa joya distinguía a las
mujeres del sultán como de su pertenencia, a pesar de que era algo inútil,
porque rara vez traspasaban los muros de Duban y nadie podía confundirlas.
La hermosa joven odiaba ese aro. Se sentía
como un animal al que su dueño le hubiese tatuado una marca. Y el espíritu de
la muchacha, no tenía dueño. Odiaba también al sultán, y hubiese cambiado las
alfombras, las joyas y los exquisitos vestidos que tenía por estar con sus
amigas, caminando y bromeando por las calles de Duban cuando volvían con los cántaros
de la fuente del agua. Poco a poco se fue sintiendo peor, como un pájaro
maravilloso encerrado en una lujosa y enorme jaula, que sueña con árboles, ríos
y estrellas.
Un día, cansada de los caprichos del
monarca, decidió huir.
Esa noche sería el festejo del 12 de Rabi
al Awat, el nacimiento del profeta. Todos beberían mucho. La muchacha se sacó
sus hermosas pulseras y las dejó bajo su almohada para que al día siguiente las
encuentre su doncella, que vivía tan presa como ella.
Se dejó todos los anillos en los dedos para
sobornar al guardia del portal, al que conocía desde que eran niños.
Cuando amanecía, salió y dio sus joyas a su
amigo, que tristemente le abrió la puerta y le dijo adiós. Así escapó al
desierto.”
Simón hizo un alto y volvió a mirar las
caritas infantiles. Había logrado tenerlos pendientes de su relato. Nada se oía
ni adentro, ni afuera de la casa.
“La
jovencita empezó a caminar. Poco a poco el sol calentó con mayor fuerza. Sus
lujosas sandalias empezaron a desarmarse. Estaban hechas para el mosaico y el
mármol, no para la arena. Su sirwall la envolvía como una capa roja y dorada.
En la cabeza, el lihaf cubría su largo cabello negro.
El sol era cada vez más poderoso y la joven
cada vez más débil.
Sus bellos ojos verdes se empañaban. Sabía
que era imposible sobrevivir. Cuando llegara la noche moriría de frío.
Tan hermosa… pensaba. ¿Para qué? Una joya
en una vitrina, el ornamento de una corona. Sin vida.
Recordó a su madre, a su hermanita, jugando
con las piedras en las abrazadoras tardes en las calles de Duban.
Había llevado una botella con agua y tomó
un poco, para poder seguir.
Era imposible salir del laberinto del
desierto. No sabía dónde estaba, ni hacia qué punto cardinal caminaba. El sol
la mareaba y ya la arena lastimaba sus pequeños pies.
Así, perdida como estaba, era también
imposible de hallar. En vano mandaría a los camelleros de la Guardia Real el
sultán, no la encontrarían.
Sintió la garganta seca y los ojos húmedos.
Alguien la descubriría así, tendida en el
desierto, seca y marchita como una flor, un dibujo rojo. Dorado y verde en el
medio de la arena.
Ya no tenía más fuerzas. Su ropa, cosida a
mano en preciada seda, se iba enredando en sus piernas cansadas.
Después de varias horas supo que era el
final de su corta, hermosa existencia. La reemplazarían por otra, pero el
sultán sufriría esa pérdida. Ese sentimiento de revancha le dio un poco más de
energía, pero duró poco. Cientos de mujeres como ella, elegidas, compradas,
ataviadas como muñecas, usadas. Con el corazón encogido, pero sin
arrepentimiento, se dejó caer en la arena “.
- ¿Qué pasó con ella? Preguntó el menor de
los chicos.
-Ustedes díganmelo, niños. A ver si alguno
acierta.
La niña aventuró:
- ¿Los soldados del sultán la encontraron y
la llevaron de vuelta al palacio?
Simón sonrió.
- ¿Murió en el desierto? Preguntó el menor.
El viejo miró al tercer niño.
Éste sugirió con esperanza:
- ¿Una caravana la encontró y se la llevó
con ellos?
El hombre volvió a sonreír y contestó:
-Lo siento. Ninguno acertó. Pero igual les
daré un regalo a los tres.
Tomó su gastada mochila y sacó tres
chocolates.
Los niños agarraron rápido la golosina y
después de devorarla, se fueron a dormir sin preguntar nada más.
La mujer miró a Simón y sonriendo le
reprochó:
-Simón… Simón… vos y tus historias… Pero al
menos los entretuviste.
El hombre le devolvió la sonrisa y se fue a
su cuarto.
Se sentó en su cama y pasó la mano por su
arrugada frente.
Luego acomodó su mochila y sacó algo
diminuto, del bolsillo interior. Lo puso
en la mesita de luz, al lado de la lámpara y volvió a mirarlo con ternura, como
todas las noches de su vida.
Era un aro de rubí, rojo como una flor
única, viva, en medio del desierto.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
*
El sol siguió calle
abajo.
En la música y en la
vida
anduve con igual
entusiasmo.
Fue así que pisé las
sucias veredas
sembradas con el
brillo de la suerte;
tenía el ansia la
ovalada silueta de los nidos y hollín en los zapatos.
Una mosca oí.
El gatillo en la mata
de hierba.
El pan y la leche. Las
ciudades.
Aquel suspiro que
cierra el metal de las campanas.
El pensamiento en los
umbrales de la tierra
donde con la luz
aparente de las piedras
una hoja cae en todos
los amaneceres.
*De Milagros
Losa.
EL
PRESAGIO DE LOS QUE OLVIDAN*
Entre el corazón y la cabeza
habita la memoria
partidos hemisferios
donde el humo todo lo cubre
cerrado puño
imaginario destino
claridades en el aposento de la sombra.
Pregunto por aquel fuego
y por la ceniza que avanza por todo mi ser
Muerte y tierra sin retorno.
Repetí la lección mil veces
El presagio de los que olvidan.
Hay cadáveres en el ojo
Memoria en busca de primitivas
Palabras.
*De Carlos
Norberto Carbone.
*
Mi madre fue tan
joven,
tan bella y tan feliz
como aquel muchacho
del cementerio de París,
que descansa bajo el
gato
de taseles de todos
los colores,
como el rostro de la
felicidad
que imaginó Prevert
dibujado por un
estudiante,
por un mal estudiante,
sobre el pizarrón de
la desgracia.
Mi madre fue tan
joven,
tan bella y tan feliz
en los prados verdes
rodeados de montañas,
sombreados por nogales
y castaños
al otro lado de la
vida,
al otro lado del mar
fue mi madre dichosa.
Y ahora que su cuerpo
la tiene en
cautiverio,
y yo no soy ni tan
joven
ni tan feliz como
solía,
la elusiva felicidad
se esconde
en esas espaciadas
carcajadas
que nos devuelven un
momento
la dicha de caminar
juntas,
como antes,
por el universo que
aún es maravilloso
y aún logra
resplandecer.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
(abril 2025)
Ojos
como soles. *
*Por Vanesa
Silvina García.
Aquel muchacho de ojos como soles y sonrisa
cómplice me mira insistente. Busco un rasgo que me recuerde a alguien. ¿Lo
conozco? ¿De dónde? Tal vez solo me mira porque le recuerdo a alguien. Está
sentado frente a mí en la guardia del Servicio Local de Niñez.
Yo vine por Darío, un alumno de tercer
grado que recibió una golpiza por parte de su padrastro. Estamos esperando que
lleguen sus abuelos quienes se harán cargo de él.
Desde hace un par de meses visité el
servicio local en ocho oportunidades, a razón de una vez por semana, siempre
por casos de violencia. Leo todo el material referente al tema para buscar
respuestas, para dar respuestas, pero no alcanza. La pandemia, la droga, la
delincuencia, la pobreza. Algo sobre educación, la falta de contención, la
familia hecha añicos. Las instituciones sobrepasadas, la falta de presupuestos
y de decisión política.
Pero no alcanza, porque miro a mi costado y
está Darío comiendo un alfajor que le dio la psicóloga. Imagino que él tiene
todas las respuestas, pero su alfajor de chocolate atrapa toda su atención,
como si estuviera tomando un descanso en otro mundo, sólo para tomar impulso y
así volver al mundo real. Siento una sensación de agotamiento. ¿Me parece o
tengo la espalda encorvada? No, no me parece. Me pongo derecha y me apoyo en el
respaldo de estas sillas tan incómodas.
No me es simple trabajar en una escuela con
estas características, en un contexto tan vulnerable, en un mundo tan punzante,
en una vida tan imprevista. En realidad, no es simple trabajar en una escuela
con estas características y no involucrarse. Más fino aún: es imposible
involucrarse y no quedar con la espalda encorvada.
El muchacho sigue sentado, con las manos
sobre las rodillas, lo cual no me impide darme cuenta de que es alto, muy
delgado. Tiene cara de nene, pero actitud de hombre resuelto.
Darío es un nene…
“Ojos como soles” tendrá unos veinte años,
no más. Veinte años y una carpeta con planillas, papeles, fotocopias, que cada
tanto ojea, desparrama, ordena. Se le cae algún papel y lo vuelve a ubicar
prolijamente. Lo observo apretando la carpeta contra su pecho. Guarda algo
valioso, en la carpeta y en su pecho.
Me mira otra vez y tengo la certeza de que
se va acercar para hablarme. Si…se para y justo lo llaman de una de las
oficinas. No llego a escuchar el nombre completo. No hace falta. Luis, se llama
Luis. Y como un rayo, aparece en mi cabeza su recuerdo intacto. Con sus diez
años apenas, entrando a la Dirección de la escuela, las manos en los bolsillos,
los ojos como soles, buscando explicaciones, despeinado y con un gesto
determinante. Su maestra viene detrás, con la mirada nublada, le acaricia la
cabeza. “Te quiere contar algo”, me dice.
Entonces Luis se arremanga los pantalones y
me muestra las marcas de sus piernas. “Un cable que tiene papá…” ¿Un cable?
Escribo todo lo que me cuenta, que es mucho
más que un cable. El cable es el final. Antes del cable hubo una paliza a su
mamá, tierra en la cara, barro en la ropa, encierro, pies descalzos, forcejeos,
agua hirviendo, gritos y miedo.
Vecinos sordos, familia ausente, tristeza,
un cuchillo en la mano de su padre que corta la larga trenza de su mamá antes
de echarla a la calle. Y los ojos como soles de Luis mirando por la ventana. Y
todo lo que vino después. Denuncias, largas esperas en esas mismas sillas del
Servicio Local y el padre de Luis entrando por la puerta, clavando su mirada en
Luis y en mí como cuchillos que cortan trenzas. Los abuelos de Luis, y su madre
con el pelo muy corto, desparejo, desprolijo, temblando en la oficina del
abogado con solo percibir el olor de la bestia.
Luis se esconde detrás de mí mientras guarda
la mitad del alfajor que come. Me aprieta la mano y lo escucho respirar. Tiene
miedo. Yo también tengo miedo.
Nadie advierte los dientes apretados de la
bestia. Yo también aprieto los dientes. Se lo llevan. Unos días guardado y la
obligatoriedad de un tratamiento que lo va a curar y le va a sacar la bestia.
Entonces vuelvo. Lo miro a Darío que
también aprieta mi mano y come un alfajor. Lo miro a Darío y lo veo a Luis,
como si no hubieran pasado diez años, como si todavía estuviera sentado a mi
lado, como si las bestias siguieran sueltas.
El ruido de la puerta me sacude de aquel
déjávu y Luis camina hacia mí. Lo abrazo sin soltar a Darío. Yo casi en puntas
de pie, me saca más de una cabeza. Me dice “Seño” y también me abraza. Me
cuenta que su padre tuvo otro hijo con una nueva mujer y que él está allí
esperando para llevarlo con él. Se ve que la bestia volvió a despertar.
Me llaman. Es mi turno. Tengo que entrar
con Darío. Sus abuelos ya llegaron. Luis, volviendo del abrazo que nos dimos me
dice que su madre usa trenza otra vez.
Darío me mira buscando la confianza para
entrar en la oficina y encontrarse con sus abuelos. Él no sabe que yo también
lo miro buscando confianza y queriendo entender un poquito más, a este mundo
que nos parió.
*
No me escribas cartas
demasiado largas
en estos días
apenas puedo leer las
entrelíneas
pero te pido que
incluyas
si se puede,
las frases de las que
seguramente
te arrepentís
o escribiste en el
margen
mandame, en todo caso,
la primera versión
-si la hubieras guardado-
en la que me contabas
que han crecido los
brotes
que el agua finalmente
se abrió paso
y empapó la tierra
que hemos vuelto a la
calle
frágiles y triunfales
y sobre las ruinas de
la casa destruida
construimos una nueva
a lo demás,
al detalle mezquino
a la enumeración de lo
que no pudimos
lo tengo guardado
en un orden perfecto:
el del olvido
*De Alejandro
Méndez Casariego.
septiembre 2025
La
noche es pródiga en ausencias*
La noche es pródiga en ausencias.
Sobre almohadas dormitan estaciones
desiertas.
Más debe haber algún tren entre los
páramos,
o en el fondo sin nombre de los túneles.
Debe haber algún tren quizá dormido,
bruscamente parado al borde de un recuerdo,
girando sin consuelo tras una aurora falsa
o apresado en la telaraña de los
itinerarios.
Hay calma en el andén, niebla de
cigarrillos,
ojos enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes varados, negros, trenes
averiados
siniestramente abandonados en alguna vía
muerta.
Nada se mueve, todo es quietud en tonos
grises,
ni un sonido perturba la paz de las
almohadas.
Y sin embargo, el sueño esboza una
presencia
al final del andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que apenas presentido se diluye
en la explosión violenta del día que
comienza.
El alba es un puñal de amargo filo
que penetra de luz los trémulos andenes.
Y a este lado, la estación está vacía.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De El rostro prohibido
Maniquí*
Si parecés un maniquí, es probable que no
me dé cuenta
como una máscara que mira en un escaparate
de saldos
la gente que pasa podría comprarte una
ilusión.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
*De Miniaturas
en el sendero poético.
Leviatán 2025
VISITANTE
NOCTURNA *
A punto de deshacerse tu pena en mis
cabellos.
Los cubro con sombreros de líquenes y astas
de caribú.
¿Me piensas amor mío? Ay, como rompen las
olas en mis malecones.
Lo miro con ojos de espejismo.
Inmutables....
Mi secreto se esconde en la armadura de mis
pechos.
Aprendí a mentir en aquel enero.
Sobrevivir. Resistir.
La semilla no fue devorada por pájaros.
Luego tu carne. Esa misma, fue inmolada.
No era esa la tierra prometida. La vida es
un búho trasnochado.
Una parodia absurda. Una carrera de galgos.
Y de pronto el apuro. Cortar el cordel con
los dientes.
En la tierra. Debajo de los miedos.
Coágulos de sangre y un berrido.
Pequeña e inocente. Visitante del alba.
Ojos de lince.
Fue la primera vez. De allí no he tenido
vergüenza de mentir.
¿Qué ganaré con la norma de tacuara?
-El paraíso es un árbol con flores
venenosas-
Y me decías mía, y mordía tu boca. Aun no
soy domesticable.
¡Eres Mía! Y me sentía pobre y desnuda en
otros brazos.
Una voz con aromas de cipreses. Un gato
negro.
Soy la loca exclusiva de tus celos. De las
pinceladas de tus manos.
Y me vistes. Me cubres. En ramas. En
cementerios verdes.
En el deslizar de una víbora de arena roja.
Y me desnudo en las breves ranuras de las piedras del río.
Mis pezones sacrílegos de luto.
Hay un ojo triangular en mi nuca, Lo
siento.
Polifemo mira con mi boca. Escucha con mis
ojos. Un grillo, en sus oídos.
Solo mis manos felinas se salvan y
sostienen la silla y el defalco...
Mujer. Visitante nocturna. El paraíso es un
árbol con flores venenosas.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
Finisterre*
Hay en mi cabeza un nudo que me ata
desde siempre. En vano he tratado, una
y mil veces, de desenredarlo, sospecho
que su trama es obra de la maldad. Sólo
duele del cuello para arriba y, a veces,
desesperado, sueño con un macedonio
que lo corte con la espada. Porque esto
es un tormento sin lenguaje, bloqueado
intransferible. Nadie entiende, tampoco
nadie escucha, nadie se sale de su nudo.
Nadie advierte lo que hablan los demás
ni lo que dice su mensaje; ni adivina ni
calcula las consecuencias de su propia
idea confusa. Todo es un caos blindado
y sin ninguna posibilidad de cura, en él
navegamos bajo un manto de nubes que
cubre el firmamento y no tenemos guía
que nos salve de caer al abismo final
libres de la soledad y la locura.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
FIN DE
SEMANA EN SOLARIS*
No habrá más mundos que éste
que para ti convoco;
materia otra que la que aquí conjuro.
Atravieso espejismos,
me hundo en alucinaciones
que con tu rostro se disfrazan.
Incorpóreos engaños que simulan tu aroma.
Y contra mí conspiran odiosas estadísticas,
antagónicas leyes prohíben nuestro
encuentro.
¿Cuántas vidas debería vivir
hasta que esta pompa de jabón
asuma nuestras formas?
Nada guardo de ti sino tu ausencia
*De Gerardo
Lewin. gerardo.lewin@gmail.com
-Del
libro Nombre impropio. Editorial
Deacá.
*
Para los que no crean,
que esta noche (y cualquier noche) nazca de algún modo la poesía, que es algo
indecible y extraño pero es un resplandor. Para los que creen tiene un nombre
aunque es como la poesía algo indecible y también con extrañeza y resplandor.
Tal vez sea lo mismo pero hacemos divisiones un poco faltas de sentido. Mirar
ese algo invisible y oír el silencio. Es suficiente.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Una
noche en Estación Goyeneche*
Llevaba varios días deambulando por los
campos. Durmiendo al raso o en alguna cabaña abandonada, compartiendo el
espacio con toda clase de alimañas. Comiendo fruta de los árboles, cuando podía
encontrar uno, o los restos de las provisiones que había podido llevar conmigo.
No sé hasta cuando podré resistir así. Lo que sí sé es que no puedo volver a la
ciudad. No hasta que los hombres de Heredia dejen de buscarme. Puesto que mi
falta no fue grave, calculo que será cuestión de dos o tres semanas, un mes a
lo sumo. O eso espero.
Mi sentido de la orientación es nulo. Me
limitaba a recorrer senderos al azar, escondiéndome donde fuese posible cuando oía
voces o ruido de vehículos a motor. No me importaba ignorar mi ubicación: Una
vez pasado el peligro, ya preguntaría cómo regresar. De momento, disfrutaba (si
es que la vida austera al aire libre puede considerarse un disfrute) del
oxígeno que tanta falta hace en las ciudades, de la calma del campo, de las
noches estrelladas y los sonidos de la naturaleza.
El edificio no lo vi hasta que estuve casi
dentro de él. Aunque llamarlo edificio es, tal vez, algo generoso por mi parte.
En realidad se trataba de una construcción en estado de ruina, aunque la
fachada no estaba tan deteriorada como sugerían las enormes matas de hierba y
arbustos de diversa índole que crecían junto a ella y la ocultaban
parcialmente. Pensé que, transcurrido un tiempo equis, todo sería devorado por
las plantas y del edificio en cuestión apenas quedaría la memoria, o ni
siquiera eso. Todo tiende a ser olvidado, como nosotros mismos.
Rodeé las ruinas cautelosamente. Al
principio no me atreví a entrar pero, teniendo en cuenta que se aproximaba con
rapidez la noche y, además, el cielo presagiaba lluvia inminente, no me quedó
más remedio. Recorrí el interior a la escasa luz que se filtraba por los
agujeros existentes donde antes estaban las ventanas. No parecía que hubiese
habido ningún derrumbe, lo cual me tranquilizó. Busqué un rincón donde tender
la mantita que llevaba conmigo y me acosté para descansar. Debí quedarme
dormido porque lo siguiente que recuerdo es que ya era de noche y un viejo
estaba sentado junto a mí, con la espalda apoyada en la pared, alumbrándome con
una pequeña linterna y mirándome de una forma que me pareció sarcástica.
Me incorporé de golpe y llevé la mano
instintivamente a mi mochila. El viejo hizo un gesto ambiguo con la intención
de tranquilizarme.
- No tengas miedo – dijo – Soy inofensivo.
Claro. No iba a decir que era un asesino en
serie. Metí la mano en la mochila y saqué la navaja.
- ¿Quién eres? – pregunté – Y ¿qué haces
aquí?
- Quien yo sea no tiene importancia. En
cuanto a la otra pregunta: Vivo aquí. Tú eres el intruso y el que debería dar
alguna explicación.
Lo miré durante unos segundos con
detenimiento. Sí. Daba la impresión de estar viviendo en un lugar como aquél.
- Vale. Yo estoy de paso. – dije mientras guardaba el arma – No te molestaré más allá de esta noche.
- ¡Oh! No es ninguna molestia. Un viejo
como yo sabe apreciar la compañía cuando se presenta. Considérate mi invitado.
¿Eres de la zona?
Sabía que, de todos modos, no podía confiar
en él, así que me dispuse a dar respuestas evasivas.
- No. Vengo de lejos. De por allá. – hice
un gesto vago con la mano.
- Entiendo. No te gustan los
interrogatorios. Tienes razón. No debería preguntar, pero ya sabes: a cierta
edad nos volvemos curiosos.
- No pasa nada. ¿De dónde es usted?
- Siempre viví por aquí. Donde podía
encontrar trabajo. Por desgracia, nunca duraba mucho.
- Lo siento. Y ¿dónde es aquí? No tengo la
menor idea de dónde estoy.
- Ya veo: Viajando al azar. Eso es
disfrutar de la libertad.
Si él supiera…
- Te encuentras – continuó – en el partido
de Monte, provincia de Buenos Aires, más concretamente en la antigua estación
de Goyeneche.
- Nunca había oído hablar de ella.
- Fue bastante importante en su tiempo. Un
punto intermedio del Ferrocarril Provincial de Buenos Aires. Luego cayó en
desuso y finalmente se clausuró en 1961. Desde entonces, todo esto no ha hecho
más que deteriorarse.
- Vaya. Una pena. Aunque, bien mirado, al
menos nos sirve de refugio. Parece que va a llover.
- En este rincón no nos mojaremos. ¿Sabes?
Hay como un halo de tristeza en estos lugares abandonados. ¿No lo notas?
- Creo que sé de lo que hablas. Sí. Yo
también lo he notado.
- Tristeza y algo de misterio. – No entendí
bien el sentido de estas enigmáticas palabras, pero sonreí mientras movía la
cabeza afirmativamente, como si hubiera comprendido. (Lo iba a comprender con
el tiempo).
La conversación se alargó hasta bien
entrada la noche. Compartimos una botella de vino que el viejo sacó de su
petate. Entre trago y trago, me habló de su infancia en la ciudad de San Miguel
del Monte y su peregrinación por todos los pueblos de la zona. De sus amores
fugaces (¡cómo nos gusta hablar de ellos!) y su inevitable deriva. De las
noches de farra y las eternas noches de soledad. Me dio un poco de pena, la
verdad. Tal vez por eso me largué a hablar yo también, aunque a esas alturas
creo que hablaba el alcohol por mí. No puedo recordar qué dije o qué no. Llegó
un momento en que ambos estábamos bastante somnolientos y decidimos dormir. Yo,
por las dudas, lo hice con la mano cerrada en torno a mi navaja.
Al despertar, no había rastro del viejo. Ni
su manta, ni la botella vacía ni las colillas esparcidas por el suelo. ¿Lo
habría soñado? Me encogí de hombros, guardé mis cosas, me eché la mochila al
hombro y salí al exterior.
Una vez fuera, me fijé en que alguien había
pintado con tiza la leyenda “Goyeneche FCPBA”. Al menos ahora sabía dónde me
encontraba. Pero me sentía intranquilo y no lograba descifrar el motivo. Cerré
los ojos y repasé mentalmente mis movimientos desde el momento en que desperté.
Comprendí de qué se trataba: Desde que salí de las ruinas me había asaltado una
sensación extraña. Algo estaba cambiado con respecto al día anterior. Miré
alrededor con atención y fue entonces cuando vi los cuerpos: Tres hombres
yacían en el suelo, parcialmente ocultos por la hierba crecida. Me asusté.
Seguro que eran ellos. Los sicarios de Heredia. Casi echo a correr. Pero la
curiosidad pudo más. Eso y el hecho de que los tres parecían completamente
inmóviles. Si hubieran estado espiándome ya habrían actuado. Es más, si
hubieran venido a capturarme (o matarme, eso no lo tenía demasiado claro)
podrían haberlo hecho mientras dormía plácidamente. Durante unos minutos no me
moví. Ellos tampoco. O era el juego más retorcido del mundo o realmente estaban
inconscientes (o algo peor).
Me acerqué a uno de ellos con cautela (la
mano siempre en torno a la navaja). No reaccionó. Lo zarandeé con el pie. Nada.
Me agaché a su lado y puse mis dedos en su cuello, como había visto hacer en
las películas. No tenía pulso y su cuerpo despedía un frío que no dejaba lugar
a dudas. No me hizo falta comprobar si los otros también habían muerto, puesto
que estaban tirados en posiciones inverosímiles, doblados, con los miembros
retorcidos, las cabezas giradas de un modo antinatural… ¿Qué había pasado? ¿Tal
vez algún animal los había sorprendido justo cuando estaban a punto de atraparme?
¿Seguiría por allí dicho animal?
Me encogí de hombros y eché a andar,
alejándome de aquel lugar. Ahora sí que no podía regresar. Nunca. Debería
buscar otro lugar para establecerme. Tal vez incluso otra identidad, si era
posible conseguir los papeles necesarios. Mientras me alejaba, no dejaba de
pensar en algo que el viejo me había dicho durante nuestra charla, pero no
lograba recordar el qué. De lo que sí me acordaba era del rostro curtido y de
la mirada feroz que me pareció sorprender en él en algún momento. Pero sin
duda, todo eso eran imaginaciones mías.
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
https://sergioborao2011.blogspot.com/
-Próxima
estación:
GOBERNADOR
UDAONDO.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
APEADERO DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
APEADERO DALMIRO SAENZ.
APEADERO INGENIERO RODOLFO MORENO.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
APEADERO LISANDRO OLMOS.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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& archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/

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