jueves, julio 19, 2007

EL MUNDO HA VIVIDO EQUIVOCADO


*


"Hoy los diarios no hablaban de tí"

noble roble de madrugada insolente

no hablaban de tu obstinado grito

ni del químico insistente quebrándote el respiro...

no hablaban de tu fuerza milenaria

caminando brevísimos salarios

de frío, jornada, látigo y cansancio

ni de las penas que crujen,

que duelen,

que arden

que callan.

son mis manos las que hablan

de ella vena arterial en las venas del naranjo

de ella ternura

ella luz

ella reparo

de ella origen en brazos y el abrazo

de tí, dorsal y rostro caminando risas

canto alto en silencio de pájaros

de tu boca y mi boca temblándonos la calma

de nuestro beso en el beso

de nuestro beso de sol que nos está mojando.



*de Ana. analia_gattasz@speedy.com.ar







EL MUNDO HA VIVIDO EQUIVOCADO...





EL BOTÁNICO*



En ese lugar se siente Europa en Buenos Aires. Desde los perímetros resguardados por rejas de hierro hasta los faroles fundidos en negro, elegantes, recortando su sombrero de cristal contra el cielo celeste.
Los senderos proponen recorridos erráticos para paseantes sin apuro. Se acercan y alejan de los límites del parque, se entrecruzan, aparecen entre matas y desaparecen por detrás de las estatuas. Hay calma aquí, tan cerca y tan escindido el aire de las cercanas avenidas transidas de ferocidad.
La paz se traduce en gatos que toman sol con los ojos cerrados. Sentados, con las patitas juntas abrigadas por la cola, echarpe natural, tan hieráticos, tan delicados. Otros se enroscan en el césped, se estiran sobre el tejado de la construcción inglesa de ladrillo y teja, se acercan a la gente a restregarse contra piernas generosas o a buscar una mano para acariciarse a sí mismos pasando la cabeza de dientitos afilados, una y otra vez, los bigotes replegados por el placer. Gatos atigrados, manchados, negros, marrones. Gatos de a diez, de a ciento. Gatos. Gatos gordos y lustrosos, que aceptan o no la ofrenda de comida que por todos los rincones les dejan los fieles. Una anciana en un banco de tablillas de madera, dirige el rostro al firmamento mientras un gato duerme en su falda. No es suyo, se le presta. Dos sueños se entremezclan en melodía vegetal.
El jardín botánico es un campo felino, plácido, indiferente, replegado en su propia belleza, tendido al sol con su pelaje de árboles y arbustos. Nos deja admirarlo pero no tiene fidelidad canina. Somos visitantes en él. Apenas le pasaremos la mano por el flanco, pero sólo si él lo desea.
Belleza añadida, sumando al encanto natural el sensible empeño humano, las esculturas, las bellísimas esculturas en la foresta.
Las estatuas son de bronce o mármol. Los materiales son nobles. Ni flores de plástico ni esculturas de cemento. Y cada forma es pura, delicada, se recorta contra arbustos del África o árboles asiáticos. Un extraño helecho abre sus florecillas en la nervadura de las hojas. Una mujer aborigen se detiene para siempre en la fronda pétrea. Dos ninfas danzan para que el estanque con hojas flotantes les preste vida en sus reflejos que, ellos si, ellos también, bailan. Una figura despliega un velo que queda suspendido en el espacio, vela de navío fantasma; dos amantes sonríen y miran el futuro con ojos confiados; una muchacha grácil se enrosca en su íntimo dolor. Una mujer llegada de Sagunto ha matado a su hijo, y se clava para siempre el puñal en el pecho, para que los sitiadores de la ciudad no encuentren nada más que destrucción y despojos detrás de las murallas. El enorme grupo de bronce de las bacanales se ríe tontamente, eternamente, en la zona donde la borrachera aún es alegre, alguno ya caído en el suelo, otros abrazados, todos tan vivos en ese eterno gesto que allá en Roma, en 1904, fue primero cera y luego el metal fundido que aquí nos reclama y se mira en nuestra mirada.
Y el palacio acristalado, etéreo, transparente, abrigando a los retoños. El invernadero dibujado a tinta y plumón sobre las nubes. Qué belleza la de ese edificio de líneas filigranadas, tan elevado, tan frágil, contra la vastedad del cielo.
Por la noche las estatuas retendrán la luna en los ojos ciegos, los gatos pondrán en orden su universo, las plantas crecerán minúsculamente. Y alguna oruga trabajará en lo quedo preparando la dicha de la libertad alada. Tendrá en primavera sus joyas este jardín, y serán regias, movedizas, verdaderas.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







El mundo ha vivido equivocado*



*de Roberto Fontanarrosa


—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose, pensativo, la punta de la nariz. Pipo me­neó la cabeza lentamente, sin mirarlo. Estaba abstraí­do observando algo a través de los ventanales.
—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos, acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica, ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.
—¿Martinica es una isla? —preguntó Pipo, aún sin mirarlo, hurgando con el índice de su mano izquierda en su dentadura.
—Sí. Creo que sí. Martinica. La isla de Martinica.
Pipo aprobó con la cabeza y se estiró un poco más en la silla, las piernas por debajo de la mesa, casi to­cando la pared.
—Llegás a la isla —prosiguió Hugo—... Solo ¿viste? Tenés que estar un día, ponele. Un par de días. Entonces vas, llegás al hotel, un hotel de la gran puta, cinco estrellas, subís a la habitación, dejás las cosas y bajás a la cafetería a tomar algo. Es de mañana, vos llegaste en un avión bien temprano, entonces es media mañana. Bajás a tomar algo.
—Un jugo —aportó Pipo, bostezando, pero al pare­cer algo más interesado.
—Un jugo. Un jugo de tamarindo, de piña...
—De guayaba, de guayaba —corrigió Pipo.
—De guayaba, de esas frutas raras que tienen por ahí. Calor. Hace calor. Vos bajás, pantaloncito blan­co livianón. Camisita. Zapatillitas.
—Deportivo.
—Deportivo.
—Tipo tenis.
—No. No. Ojo, pantaloncito blanco pero largo ¿eh? No short. No.
Largo. Livianón. Bajás... Poca gente. Música sua­ve. Cafetería amplia. Te sentás en una mesa y... se ve el mar ¿No? Se ve el mar. El hotel tiene su playa pri­vada, como corresponde. Poca gente. Poca gente. No mucha gente. No es temporada. Porque tampoco vos vas de turismo. Vos vas por laburo. Una cosa así.
—Claro. —Pipo aprobó con la cabeza y saludó con un dedo levantado al Chango que se iba con una rulienta.
—Entonces ahí —Hugo estiró las sílabas de esas palabras anunciando que se acercaba el meollo de la cuestión—... a un par de mesas de la mesa tuya: una mina, sentadita. Desayunando.
—Sola —por primera vez Pipo mira a Hugo, frun­ciendo el entrecejo.
Hugo arruga la cara, dudando.
—Sola... o con un macho. Mejor con un macho ¿viste? Pero, la mina, te juna. Te marca. No alevosa­mente, pero, registra. La mina, muy buena, alta rubia, ojos verdes, tipo Jacqueline Bisset.
—Me gusta.
—La mina, poca bola. Marca de vez en cuando, pe­ro poca bola.
—Jacqueline Bisset no es rubia.
—¿No es rubia? ¿Qué es? Castaña.
—Sí, castaña, castañona.
—Bueno... Pero ésta es rubia. Remerita azul, pantaloncitos blancos. Cruzada de gambas, fumando. Ha­blando con el tipo, recostada en el respaldo del silloncito. Esos silloncitos de caña.
—¿Silloncitos de caña? ¿En una cafetería? —dudó Pipo.
—Bueno, no —admitió Hugo—. Uno de esos comu­nes. O como éstos —giró un poco el torso y pegó dos tincazos cortos contra el plástico de un respaldo—. Pe­ro con apoyabrazos ¿me entendés? Porque la mina es­tá estirada, así, para atrás, medio alejada de la mesa. Mirando al tipo, cruzada de gambas. O sea, queda de perfil a vos. Pero... ¿qué pasa?
—¿Qué pasa?
—La mina se aburre. Se nota que se aburre. El tipo chamuya algunas boludeces y la mina hace así con la cabeza —Hugo imita gesto de asentimiento— pero se nota que se hincha las pelotas.
—Y claro, loco...
—Entonces, entonces... —Hugo toca levemente el antebrazo de Pipo llamando su atención— Vos empezás a hacerte el bocho. Con la mina. ¿Viste cuando vos empezás a junar a una mina y no podés dejar de mirarla? ¿Y que entrás a pensar: "Mamita, si te aga­rro"? Vos te empezás a hacer el bocho. Claro, te ha­cés el boludo...
—Porque está el macho.
—No. Pero el macho no calienta. Porque está de espaldas. No te ve. No te ve. Vos te hacés el boludo por si la mina mira. Cosa de que no vaya a ser cosa que mire y vos estás sonriendo como un boludo, o que le hagás una inclinación de cabeza...
—O que se te esté cayendo un hilo de baba sobre la mesa.
—Claro, claro —se rió, definitivamente entusiasma­do con su propio relato Hugo, haciendo gestos elo­cuentes de refregarse la boca con el dorso de la mano y limpiar la mesa con una servilleta de papel—. No. No. Vos, atento, atento, pero digno. Tipo Mitchum. Ti­po Robert Mitchum.
—Bogart, loco. Vamos a los clásicos.
—Sí. Una cosa así. Fumando el hombre. Medio en­trecerrados los ojuelos por el humo del faso. Un duro.
—Sí. A esa altura yo ya estaría duro.
—También. También. Pero con dignidad —senten­ció Hugo—. Porque por ahí te tenés que levantar y te­nés que salir encorvado como el jorobado de Notre Dame y ahí se te va a la mierda el encanto. Cagó el atraque. No. Vos, en la tuya. Juguito, un par de sorbos vichando por encima de las pajitas ésas de colo­res...
—Los sorbetes.
—Los sorbetes. Una pitada. Mirando de vez en cuando al mar. Pero vos siempre atento a la rubia que balancea lentamente la piernita y a vos...
—A vos te corre un sudor helado desde la nuca...
—Desde la nuca hasta el mismo nacimiento de los glúteos. Y una palpitación en la garganta... ¿viste? como los sapos. Que se les hincha la garganta.
—Lindo espectáculo para la mina si te mira.
—No pero eso te parece a vos desde adentro —Hugo golpea con uno de sus puños contra su pecho—. No. Vos, un duque. Un duque. Y... ¿viste? ¿Viste cuan­do vos decís: "Viejo, si esta mina me da bola yo me muero. Me caigo al piso redondo" Y que medio agra­decés que la mina esté con un macho porque te saca de encima el compromiso de tener que atracártela. Pe­ro por otro lado vos decís: "¿Cómo carajo no me le voy a tirar, si esta mina es un avión, un avión?" ¿Vis­te?
—Típico.
—Pero vos, claro, perdedor neto, también pensás: "Esta mina, ni en pedo me puede dar bola a mí". Por­que es una mina de ésas de James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal. Digamos, todo el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, par­ques, palmeras, cocoteros, playa privada...
—Catamaranes.
—Surf, grones, confitería con pianista, negro tam­bién. Una cosa de locos. Entonces vos decís: "Esta mina no me puede dar bola en la puta vida de Dios". Pero, pero...
—Al frente —indicó Pipo, con la mano.
—¡Al frente, sí señor! —se enardeció Hugo—. Al frente. Y por ahí, por ahí... el tipo se levanta.
—El tipo que está con la mina.
—El tipo que está con la mina se levanta y se pira. Le da un besito en la boca, corto, y se pira. A vos medio se te estruja el corazón porque pensás: "si el tipo éste la besó en la boca, es el macho. No hay duda".
Pipo meneó la cabeza, dudando.
—Porque uno siempre al principio tiene esa espe­ranza —prosiguió Hugo—, "Puede ser el hermano", piensa, "un amigo" "o el tío", que sé yo...
—O una tía muy extraña que se viste de hombre.
—También.
—Una institutriz de esas alemanas. Muy rígidas —documentó un poco más su aporte Pipo.
—Claro. Claro. Pero cuando el tipo le zampa un be­so en la trucha ya ahí medio que se te acaban las po­sibilidades —Hugo se corta. Se queda pensando—. Aunque viste cómo son los yanquis. Se besan por cualquier cosa —aclara—. Ahí viene una mina y te da un chupón y es cosa de todos los días.
—¿Sí?
—Sí. Bueno, bueno. La cuestión que la mina se ha quedado sola en la mesa. El tipo se piró. Se fue. Y la rubia está en la mesa, mirando el mar. Balanceando la piernita. Y ahí te agarra el ataque. Ahí te agarra el ataque. ¡Está servida, loco! Sola y aburrida. Rebuena, para colmo.
—¡Qué te parece!
—Claro, primero vos esperás. Te hacés el sota y esperás. Porque en una de esas vuelve el marido. O el tipo ése que estaba con ella y es un quilombo. Enton­ces vos te quedás en el molde. Y te empieza a laburar el marote de que si te vas y te sentás con ella. ¿Qué carajo le decís?
—Y además la mina habla en inglés.
—No sé. No sé. Eso no sé —vacila Hugo.
—¿La mina no es norteamericana?
—No sé. Porque vos no la escuchás. Vos la viste que está ahí chamuyando con el tipo pero no escuchás en qué habla.
—Y... si habla en inglés te caga.
—Sí, sí —admite Hugo, turbado— pero esperá...
—Bah. Si habla en inglés, o en francés o en ruso, te caga.
—Pará, pará.
—Vos inglés no hablás, que yo sepa.
— ¡Pará, pará! —se enoja Hugo.
—Porque nosotros, acá, porque manejamos el verso, pero si te agarra una mina que no hable castellano...
—Oíme boludo. Pará. ¿Vos sos amigo mío o amigo de la mina? La mina puede ser francesa, por ejemplo, y saber un poco de castellano.
—O española —simplifica Pipo—. La mina es espa­ñola.
—¡No! Española no. Dejame de joder con las espa­ñolas.
—¿Por qué no?
—Las españolas son horribles. Tienen unos pelos así en las piernas.
—Sí, mirá la Cantudo.
—No, no —se empecina Hugo—, dejame de joder con la Cantudo. La mina es una francesa tipo, tipo...
— ¿Por qué no la Cantudo?
—Tipo... ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo gol­petea con un dedo sobre el nerolite.
—Romy Schneider.
—No. No. Esta mina que canta...
—A mí dejame con la Cantudo y sabés...
—¡No rompás las bolas con la Cantudo! ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo señala con el dedo a Pipo, ya cabrero— Mirá, el día que vos me vengas con tu día perfecto, muy bien, que la mina sea la Cantudo. Pero yo te estoy contando mi día. Además esta mina es rubia.
—Bueno —aprueba Pipo, reacomodándose algo en la silla—. La próxima vez que me cuentes tu día per­fecto, vos quedate con la rubia. Pero que la rubia esté con la Cantudo y salimos los cuatro. Así...
—Está bien, está bien —concede Hugo sin dejar de rebuscar en su memoria— ¡Françoise Hardy! ¡Françoise Hardy! Un tipo así.
—Tampoco es del todo rubia.
—Bueno, pero de ese tipo. De cara medio angulosa. Jetona. Más rubia, eso sí. Y con esa voz así... pro­funda.
—Oíme —cortó Pipo—. Si no la escuchaste hablar. Decías...
—La mina es francesa —se embaló Hugo—. Pero ha­bla castellano porque ha vivido un tiempo en Perú. ¿Viste que los franceses viajan mucho a Perú?
—¿Sí? —se interesa Pipo—. Se acomoda definitiva­mente erguido en la silla, gira y con un gesto pide otro café a Molina, el morocho, que está descansando con­tra la barra, aprovechando la poca gente de las once de la noche.
—Claro. Porque esta mina es una mina del jet-set. Una arqueóloga o algo así, que viaja por todo el mun­do.
—Una cosmetóloga.
—O dirige una línea internacional de cosmética. Una línea suiza de cosmética —sopesa Hugo—. O dise­ña moda. Habla varios idiomas. Y entonces habla cas­tellano con un acento francés, arrastra las erres...
—Como el dueño del hotel donde para Patoruzú —ejemplifica Pipo.
—Eso. Y tiene una voz profunda. Medio áspera. Co­mo Ornella Vanoni.
—Ajá, ajá. Me gusta —aprueba Pipo, dispuesto a co­laborar mientras se echa algo hacia atrás para permi­tir que Molina le deje, sin una palabra, un café, un va­so de agua, tire otros saquitos de azúcar junto al ceni­cero y apriete un nuevo ticket bajo la pata del servi­lletero.
—La cuestión es que la mina se quedó sola en la mesa, fumando —recupera el hilo Hugo— y vos estás ahí, haciendote el bocho, viendo cómo carajo hacés para atracártela. Para colmo todavía no sabés en qué carajo habla esta mina. Entonces, entonces, empezás a junar las pilchas, los zapatos, la remera, los ciga­rrillos que la mina tiene sobre la mesa para ver si di­cen alguna marca, algún dato que te bata más o me­nos de dónde es la mina. La mina llama al mozo. Pa­ga su cuenta. Vos ahí parás la oreja para ver si agarrás en qué habla, pero la mina habla en voz baja, como se habla en esos ambientes internacionales...
—Además la mina con esa voz profunda que tie­ne... —Pipo ha terminado de sacudir rítmicamente la bolsita de azúcar y se dispone a arrancarle uno de los ángulos.
—Claro. Agarra un bolso que tiene sobre otro si­llón y ahí... ahí... Primero... —se autointerrumpe Hugo— cuando se para, ahí te das cuenta realmente de que la mina es un avión aerodinámico. De esas mi­nas elegantes, pero que están un vagón. De ésas flacas pero fibrosas, ésas que juegan al tenis y que vos les tocás las gambas y son una madera. Entonces ahí, en tanto la mina se acomoda el bolso sobre el hombro y agarra los puchos y el encendedor de arriba de la me­sa...
—Los puchos son Gitanes —documenta Pipo.
—Claro. Los puchos son Gitanes y tiene ¿viste? ata­do a una de las manijas del bolso, un pañuelo de seda, fucsia. Bueno, ahí, cuando la mina se levanta. Se da vuelta. Y te mira.
—¡Mierda!
—Te mira ¿viste? —Hugo está envarado sobre la si­lla, tenso. Una mano en el borde del asiento y la otra sobre el borde de la mesa. Los ojos algo entrecerrados miran fijo en dirección a la ventana que da a calle Sar­miento—. Te mira un momentito, pero un momentito largón. Ya no es la mirada de refilón... eh... la mira­da de rigor de cuando uno mira a una persona que en­tra o que se te sienta cerca. No. No. Una mirada ya de interés. Profunda.
—Ahí te acabás.
—No. Vos... un hielo. Le mantenés la mirada. Se­rio. Sin un gesto. Como diciendo "¿Qué te pasa, ca­riño?". Claro, por dentro se te arma tal quilombo en el mate, se te ponen en cortocircuito todos los cables. "Uy, la puta que lo reparió, no puede ser", decís. "No puede ser. Dios querido". Pero le sostenés la mi­rada hasta que la mina da media vuelta y se va para la playa con el bolso al hombro.
—Y... —se sonríe Hugo— ¿Viste cuando las minas se dan cuenta de que las están junando, entonces caminan un poquito remarcando más el balanceo? —Hugo osci­la sus propios hombros y el torso— ¿así? La mina se va para la playa, despacito. Matadora. Claro. Vos estás paralizado en la silla, tenés la boca seca y si te mandás un trago del jugo te parece que tragas papel picado. Cualquier cosa parece. Te zumban los oídos.
—Te sale sangre por la nariz.
—No. No. Porque ya te recuperaste. Ya te recupe­raste —ataja Hugo—. Y ya empezás a sentir ¿viste? Esa sensación, esa sensación, ese olfato, esa cosa... de la cacería. ¿No? Para colmo, para colmo —Hugo vuel­ve a poner su mano sobre el antebrazo de Pipo para concentrar su atención.
—Ahá...
—Para colmo, la mina llega al ventanal, todo vidria­do. Porque la parte de la cafetería que da al mar es puro vidrio —asesora Hugo—. Entonces cuando la mina llega a la parte de la puerta donde ya sale a la parte de playa, que hay una explanada y después está la arena, se para. Se para en la puerta, ¿viste? Como deslum­brada por el sol. Y mira para todos lados. Busca algo adentro del bolso con un gesto como de fastidio...
—Los lentes negros.
—Algo así. Lo que pasa es que la mina está aburri­da. Y en eso, antes de salir ya del todo, gira un poco. Y te vuelve a mirar...
—Ahh... jajajá... —ríe nervioso Pipo.
—¿Viste cuando de golpe una mina te mira y vos no sabés...?
—Sí. Si te mira a vos o a alguien de atrás.
—Claro, claro, eso —se enfervoriza Hugo—. Que vos te das vuelta para ver si atrás no hay otro tipo, qué sé yo. Como para asegurarte.
—Sí, sí —se vuelve a reír Pipo.
—Pero no. La mina te vuelve a mirar a vos. Ya no tan largo, pero...
—Está con vos.
—Está con vos.
—La mina siempre seria —casi pregunta Pipo.
—Ah, sí. Sí. Seria. Juna pero ni una sonrisa. Los ojitos nada más. No. No se regala. Digamos...
—Insinúa.
—Eso. Insinúa... Entonces, vos, llamás al mozo. ¿Viste? —se divierte Hugo. Hace voz afónica— "Mo­zo"... No te sale ni la voz. Tenés la garganta seca. "Mozo". Firmás tu cuenta y ahí no más te mandás para la habitación. A los pedos.
—A la habitación.
—Claro. Porque vos ya viste que la mina se fue pa­ra la playa. O sea, la tenés ubicada y un poco la seguridad de que la mina se va a quedar ahí. Entonces vas a la habitación y te pones la malla, cazás una toalla. Una revista...
—Ah. Eso sí. Imprescindible. Un libro...
—Sí. Sí, sí. Un libro, una revista, cualquier cosa, para llevar debajo del brazo y salís rajando para la pla­ya cosa de que no vaya a aparecer algún otro y te primeree. Bajás y te mandás a la playa. Como siempre pasa, la primer ojeada que das, no la ves. Ahí te pu­teás, decís "¿Para qué mierda me fui arriba a cam­biar?". Y te desesperás. Pero por ahí la ves que viene caminando, entre alguna gente que hay, tomando una Coca Cola que ha ido a comprar. La mina te ve pero se hace la sota. Se tira por ahí, en una lona. No, en una de esas reposeras y se pone a tomar sol. Medio se apoliya.
—Ahí te cagó.
—No. Bueno. Al fin te la atracás —sintetiza Hugo.
—Ah no. ¡Qué piola! —se enerva Pipo—. Así cual­quiera. Es como en esas películas donde un tipo dice "me voy a atracar a esa mina" y después ya aparece con la mina, charlando lo más piola, encamado. Y no te dicen cómo el tipo se la atracó. Que es la parte jodida.
—Bueno. Pará. Pará —contemporiza Hugo—. Vos te quedás vigilando. Ves por ejemplo que no hay ningún peligro cercano. Ningún tipo, algún tiburonazo co­mo vos que ande rondando. O hay algún tipo con su mujer que vicha pero se tiene que quedar en el molde pero además vos viste cómo son estas cosas. Los yan­quis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bes­tia increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuel­ta. No dan bola. No son latinos. Entonces vos ves que no hay peligro cercano y planeás la cosa. Vos tenés una situación privilegiada. Estás solo. Tenés tiempo. Tenés guita...
—No como acá.
—Claro. Además ahí no te juna nadie. No hay que­mo posible. Entonces por ahí te vas un poco al mar, nadás, hacés la plancha. Y cuando volvés ves que la mina está leyendo. En la reposera, pero leyendo. En­tonces vos, desde tu puesto de vigilancia, ni muy cer­ca ni muy lejos, te ponés también a leer. Por ahí te dan ganas, ¿viste? —Hugo busca las palabras—, de lar­gar todo a la mierda, cazar un bote, alquilar un cata­marán y disfrutar un poco en lugar de andar sufriendo por una mina que por ahí... Pero claro, cuando la mirás y por ahí la ves mover una piernita, sacudir un poco el pelo rubio se te queman todos los papeles. Te hacés el bocho como un loco. Se te seca de nuevo la garganta.
—Venís muerto.
—Lógico. En eso la mina se levanta y se va para un barcito que hay en la playa, muy bacán. Ese es el mo­mento, es el momento... Lo que vos me pedías que te explicara.
—Claro —parece que se disculpara Pipo— porque si no, es muy fácil...
—La mina va, se sienta en un taburete, debajo de esos quinchos, ¿viste?, como de paja, cónicos, pero grande, porque ahí está el bar. Y vos vas y te sentás al lado. Ya sin hacerte tanto el boludo, ya, ya en la lu­cha. Y ahí vas a los bifes. Le preguntás, por ejemplo "¿usted es norteamericana?" En un tono monocorde, casi digamos, periodístico. Sin sonrisitas ni nada de eso. Ahí la mina te mira un momento, fijamente y es cuando...
—Te cagás en las patas —dictamina Pipo.
—¡Claro! ¡Claro! Porque ése es el momento cru­cial. Ahí se juega el destino del país. Si la mina se hace la sota y mira para otro lado. O dice "sí" caza el vaso y se alza a la mierda, perdiste. Perdiste comple­tamente. Pero no. La mina te mira, dice: "Sí". "Sí ¿por qué?". Y se sonríe.
—¡Papito!
—¡Papito! ¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el estadio! —Hugo se sacude en la silla— ¿Viste esas minas que son serias, que no se ríen ni de casuali­dad, pero que por ahí se sonríen y es como si tuvie­ran un fluorescente en la boca? ¿Qué vos no sabés de dónde carajo sacan tantos dientes? Una cosa... —Hu­go estira la comisura de los labios con los dientes de arriba tocándose apretadamente con los de la fila inferior.
—Como la Farrah Fawcett.
—Sí. Que es una particularidad de las modelos —asesora Hugo— Están serias, de golpe le dicen "sonreí" y ¡plin! encienden una sonrisa de puta ma­dre que no sabés de dónde la sacan... Bueno, la rubia te mira, te dice "sí ¿por qué?" y...
—Te da el pie.
—Claro. Te da el pie, para colmo. Entonces vos de­cís "permiso", el barrio es el barrio, y te sentás en el taburete de al lado y entrás al chamuyo... —Hugo lle­va dos o tres veces el dedo índice de su mano derecha a la boca y lo hace girar hacia adelante como quien desenrolla algo. Pipo hace un gesto escéptico.
—Muy facilongo lo veo —dice.
—Lo que pasa es que la mina está con vos. Está con vos. La mina ya tiene decidido que te va a dar bo­la. No va a andar haciendo las boludeces de hacerse la estrecha o esas cosas. Es una mina que está en el gran mundo internacional y sabe lo que quiere. La mina va a los bifes. No se regala pero va a los bifes. Si le gusta un tipo le da pelota de entrada y a otra cosa.
—Eso es cierto. Esas minas son así.
—Entonces vos empezás el chamuyo. Ya tranquilo. Ya gozando la cosa porque sabés que la cosa viene bien, ya estás en ganador y medio que ya te estás ha­ciendo la croqueta pensando que te vas a llevar la ru­bia para la pieza del hotel y esas cosas. Ya entrás a disfrutar, ahí, vos, ganador. Garpás los tragos, tirás unas rupias sobre el mostrador al grone y te vas con la mina para las reposeras. La mina, claro, una bola bárbara. Y vos ves que los tipos te junan como di­ciendo "hijo de puta, se levantó el avión ése". Pero vos, un duque, fumás, te hacés el sota y la ves caminar a la rubia adelante tuyo, en la arena, ahí, el pantaloncito ajustado y pensás "Dios querido ¡Y esta mina es­tá conmigo!". Y bueno...
—Bueno —suspira Pipo, aflojando un poco la ten­sión. El peor momento ya ha pasado.
—En fin. Entonces escuchame como es la milonga. ¿No? La milonga del día perfecto. Al menos para mí. Primero, ahí, en la playa, con la rubiona. Un poco de natación, el mar, las olas. Alquilás un catamarán, te vas con la mina de recorrida. Y a eso de las seis, siete de la tarde, te mandás al bar y te das algún trago largo...
—Un ron Barbados.
—Puede ser. Puede ser. Fijate, fijate... —gesticula, calculador, Hugo—. Me gustaría más un gin-tonic. Un gin-tonic.
—Loco, eso pedilo en Mombasa, en algún boliche de ésos. Pero no te pidas un gin-tonic en un lugar así. Con esa mina...
—Grave error. Grave error. ¿Qué tomaban los tipos que aparecen en la novela de Hemingway, de ésas en el Caribe, Islas en el Golfo, por ejemplo?
—Bacardí.
—Bacardí ¡Y gin-tonic! Gin-tonic, mi amigo. Pero la cosa no es esa. No es que vos vayas a pedir tal o cual trago. No. La cosa es que no te des con algún tra­go que te tire a la lona. Tenés que tomar algo que más o menos sepas que te la aguantás. Algo que te achis­pe, que te ponga vivaracho pero que no te haga pelo­ta. Mirá si todavía que ya tenés la mina en casa te le­vantás un pedo que flameás o te descomponés y des­pués andás con diarrea, te cagás ahí en el lobby del hotel...
—Vomitás —se asqueó Pipo.
—Vomitás. Le vomitás las pilchas a la mina. Un asco. No. No. Por eso, por eso, pedís algo sobrio, que vos sabés que te la aguantás y que te ponga ahí, en el umbral de la locura para acometer el acto... el ac­to... el acto carnal. Además vos ves que el asunto viene sobrio. Sin espectacularidad. No te vas a pedir tam­poco uno de esos tragos que vienen adentro de un coco partido por la mitad, que adentro le meten flo­res, guirnaldas, guindas, que lo tomás con pajita. Eso es para las películas de Doris Day que todos bailaban en bolas al lado de la pileta...
—Doris Day. Qué antigüedad.
—No. Vos te pedís entonces un gin-tonic. La mina alguna otra cosa así. Ahí charlás un ratito. La mi­na muy piola. Muy bien. Muy agradable. Simpática.
—Muy bien la mina —certificó Pipo, como asom­brado.
—Sí. Sí. Una mina de unos 26, 27 años. No una pendeja. Casada. Bien en su matrimonio. Bien. Que sabe lo que está haciendo. La mina quiere pasar bien esa noche, y a otra cosa.
—Claro.
—Claro. Ninguna complicación. No es de las que te va a hacer un quilombo al día siguiente ni nada de eso. La mina sabe cómo son estas cosas.
—No. No se te va a venir a la Argentina tampoco.
—¡Nooo! ¡No! No es de ésas que agarran el teléfo­no y te dicen "Arribo a Fisherton mañana". Y se te arma tal despelote. No nada de eso. Entonces...
—Entonces.
—Entonces, son como las siete, las ocho de la tar­de —el relato de Hugo se hace moroso— Te vas con la rubia a la habitación del hotel.
—¿A la tuya o a la de la mina?
—A cualquiera. Allá no es como acá que por ahí te agarra el conserje y no te deja entrar con la mina en la pieza. Allá no hay problemas. Te vas con la mina a la habitación. No. Mejor le decís a la mina que vaya a su habitación. Vos vas a la tuya y te das una buena ducha.
—Te sacás toda la arena.
—Claro, te sacás la arena. Los moluscos que te ha­yan quedado pegados. Y te vas a la pieza de ella. —Hugo hace un pequeño silencio contenido. Y bueno. Ahí, viejo ¿para qué te cuento? —sigue—. Te echás veinte, veinticinco polvos. Cualquier cosa.
—¿Veinticinco, che? —duda Pipo.
—Bueno... Dejame lugar para la fantasía. Bah... Te echás cinco, seis. De esas cosas que ya los dos úl­timos la mina te tiene que hacer respiración boca a boca porque vos estás al borde del infarto...
—Sí. Que ya lo hacés de vicioso.
—Claro. Pero que te decís: "Hay un país detrás mío." No es joda.
—Muy lindo, che. Muy lindo —aprueba Pipo, que se ha vuelto a repantigar en la silla y manotea, distraído, el paquete de cigarrillos.
—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Aho­ra viene lo interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa... eh... Pipo. Te digo una cosa Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las pe­lículas el tipo, para atracarse la mina, primero la invi­ta a cenar. La lleva a morfar, a un lugar muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan co­mo leones, pavo, pato, ciervo, le dan groso al cham­pán mientras el tipo se la parla para encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso... ¡me agarra un apoliyo! Un apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor de balero. Eructo.
—Y eso no colabora.
—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamen­te con la punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se le ocurre ir a enca­marse después de haber morfado como un beduino? Es como terminar de comer e ir a darte quince vuel­tas corriendo alrededor del Parque Urquiza. Hay que estar loco.
—Sí. Es cierto.
—Por eso te digo. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé cómo hacían los galanes esos de cine que se iban a encamar después de comer.
—Es la magia del cinematógrafo, Hugo. Hay que ad­mitirlo.
—Pero en este día perfecto que te digo yo —pun­tualiza, orgulloso, Hugo— vos terminás de echarte los quince polvos con la rubia, te levantás hecho un duque. Te pegás una flor de ducha, cosa de quitarte de encima los residuos del pecado y ¿qué te pasa? Te­nés un hambre de la puta madre que te parió. ¡Lo­co! No comés desde el desayuno. Acordate que no co­més desde el desayuno que picaste alguna boludez. Y después no almorzaste porque un tipo que está de ca­cería no puede permitirse andar con sueño y hecho un pelotudo. Entonces, entonces... imaginate bien, eh. Prestá atención. Te empilchás livianito, la mina también. Ya es de noche, te has pasado cerca de tres horas cogiendo y la luna se ve sobre el mar. Está fresquito. No hay ese calor puto que suele haber acá. Ahí refresca de noche. Vos abrís bien las puertas de vidrio que dan al balconcito y desde abajo se escucha la música de una orquesta que es la que anima el bai­longo que se hace abajo, porque hay mesitas en los jardines, entre las palmeras y ahí los yankis cenan y esas cosas. Vos no. Vos como un duque, pedís el morfi en la habitación. ¡Imaginate vos! —Hugo reclama más atención de parte de Pipo— Vos ahí te sentís Gardel. Acabás de encamarte con una mina de novela. Estás en un lugar de puta madre, tenés un hambre de lobo. Sabés que tenés todo el tiempo del mundo para comer tranquilo. La mina es muy piola y agradable y no te hace nada, al contrario, te gratifica que ella se quede con vos después de la sesión de encame. No es de esas minas que después de encamarte tenés unas ganas locas de decirle "nena, ha sido un gusto haberte conocido; ahora vestite y tómatela que tengo un sue­ño que me muero y quiero apoliyar cruzado en la ca­ma grande". No. La mina es un encanto. Entonces te hacés traer un vino blanco helado, pero bien helado de esos que te duelen acá —Hugo se señala entre las cejas— ¡Bien helado!
—¡Papito!
—Porque también tenés una sed que te morís. Te has pasado todo el día en la playa, bajo el sol. Y ade­más después de un enfrentamiento amoroso de ese tipo si no tenés a tiro un buen vino blanco pronto ca­paz que te chupás hasta el bronceador.
—La crema Nivea.
—Y ahí te sentás con la rubia —Hugo se arrellana en su silla, hace ademán de apartar las cosas de la mesita— y le entrás a dar a los mariscos, los langostinos, la langosta, algún cangrejo, con la salsita, el buen pancito. Pero tranquilo, eh, tranquilo... sin apuro. Mi­rando el mar, escuchando el ruido del mar. Sos Pelé. Sos Pelé.
—Alguna que otra cholga —aventura Pipo.
—Sí, señor. Alguna que otra cholga. Pulpo. Mucho pulpito. Y siempre vino ¿viste? Le das al blanco. Sin apuro. Ahí es cuando entrás a charlar con la mina de cosas más domésticas. De la casa. De la familia. Cuan­do ya no es necesario hacer ningún verso.
—Cuando ya te aflojás.
—Claro. Ese momento es hermoso. Entonces le contás de tu vieja. De tus amigos. Que tenés un perro. Que de chico te meabas en la cama. La mina te cuen­ta de su granja en Kentucky. Que le gustan los hela­dos de jengibre. Pero ya tranquilo. Estás hecho. Estás hecho. Porque si vos morfás antes de encamarte —vuelve a la carga Hugo—, por más que te sirvan el plato más sensacional y lo que más te gusta en la vida a vos no te pasa un sorete por la garganta porque te­nés el bocho puesto en la mina y en saber si te va a dar bola o no te va a dar bola. Comés nervioso, para el culo, te queda el morfi acá. La mina te habla de cualquier cosa y vos estás pensando "Mamita, si te agarro" y no sabés ni de qué mierda está hablando ella ni qué carajo le contestás vos. Es así. ¿Es así o no es así?
—Es así.
—Entonces ahí, después de morfar como un as­queroso, después de bajarte con la rubia dos o tres tu­bos de blanco, vos vas sintiendo que te entra a agarrar un apoliyo ¡pero un apoliyo! Sentís que se te bajan las persianas.
—Ahí es cuando uno ya se entra a reír de cual­quier pavada.
—¡Eso! ¡Claro! —se alboroza Hugo por el aporte de Pipo—, que te reís de cualquier cosa. Bueno, ahí, te vas al sobre. Sabés, además, que podés al día siguiente dormir hasta cualquier hora porque vos te vas, ponele, a la noche del día siguiente. Y te acostás con la rubia, ya sin ningún apetito de ningún tipo, sólo a disfrutar de la catrera. Te vas hundiendo en el sueño. Te vas hundiendo. Está fresquito. Entra por la ventana la bri­sa del mar. Oís el ruido del mar. Un poco la música de abajo...
Hugo se queda en silencio, mordisqueándose una uña. Casi no hay nadie en El Cairo. Pipo también se ha quedado callado. Bosteza. Mira para calle Santa Fe. Hugo busca con la vista a Molina, que está charlando con el adicionista. Levanta un dedo para llamarlo. Molina se acerca despacioso pegando al pasar con una servilleta en las mesas vacías.
—Cobrame —dice Hugo.



*Fuente: http://www.abanico.edu.ar/2005/05/fontanarrosa.mundo.htm






Confines del equilibrio*



así lo heredamos

y lo enseñamos a todos

incluso a los hijos

por cierto tiempo

se nos aparta de un árido mundo

no se nos permite aprender el dolor

se nos ha vedado

preguntar sobre las luces al vacío

se nos cuida del omnidemonio

impalpable del miedo y la duda

inmaculados

sobre esta dulce cuerda floja

todos quieren sostenernos

protegernos salvarnos

de la caída

pero igual un día

todos caemos

con el hálito final

de aquel lejano paraíso.



*de Santiago Torales. nahrid@yahoo.com.ar






El doctor Lessel y mi padre*


*de Roberto Fontanarrosa


La anécdota es corta. Como solía contarla mi padre —apenas tres o cuatro veces que lo hizo— debido a que, sin duda, le dolía. Mi padre era un hombre muy formal, muy ceremonioso. Lo es, en definitiva, porque aún vive, aunque ya no atiende el consultorio de calle Arosemena. Mi psicoanalista, el doctor Espinosa, siempre me dice que yo debería estudiar las causas de por qué siempre hablo de mi padre en pasado, como si hubiese muerto. Pienso que tal vez sea porque me acostumbré a su ausencia (a las de mi padre, no a las del doctor Espinosa, que no ha faltado a una sesión en 15 años). Mi padre era un hombre de viajar mucho, empujado por un anhelo de conocimiento en todo lo que se relacionara con su especialidad, la cardiología. No recuerdo que haya viajado nunca por turismo o recreo. Ni siquiera cuando realizó el viaje de bodas con mi madre, a Canadá, al que hizo coincidir con un simposio sobre válvulas mitrales que se llevaba a cabo en Alberta, cosa que disgustó un tanto a mi madre, pues ella recién se enteró del evento al llegar al hotel encontrándose con que debían compartir la habitación con un médico hindú que viajaba con su mangosta. De allí en más, mi padre, Arnulfo Ramón Obaldía, viajó a cuanto rincón del mundo fuese escenario de encuentros o congresos sobre su profesión. Nos enviaba, eso sí, desde aquellos sitios, postales que mostraban cirugías de pecho, intervenciones a corazón abierto, los primeros by-passes, con algunas cortas y cariñosas frases al dorso dirigidas especialmente a mí y a mi hermana Creolina. Todo su desvelo, todo su frenético intento de conocer más, de perfeccionarse, de engordar su currículum, tenía un solo objetivo: poder, algún día, llegar a trabajar en los Estados Unidos. Para un panameño, lógicamente, Norteamérica es la Meca o algo similar, la Casa de Dios. La denominación puede sonar exagerada pero no debe olvidarse que Panamá fue creada por los Estados Unidos, el Gran País del Norte es el Creador de todos nosotros, los panameños. De no haber sido por la gestión yanqui nosotros hubiésemos corrido la triste suerte de muchos amigos que hoy son colombianos. Por eso, cuando mi padre recibió la confirmación de que había sido contratado para trabajar en el Massachusetts General Hospital de Boston, lloró por primera vez frente a su familia. Repito que era un hombre austero, muy medido, con un enorme sentido del ridículo, que evitaba en lo posible mostrar sus emociones en público. Pero aquélla fue una ocasión muy especial para él. No nos había contado nada —al menos a los hijos, Creolina y yo— sobre sus trámites para ingresar en el mítico centro asistencial bostoniano, temeroso de que su intento pudiese resultar estéril. Y cuando nos reunió en el comedor para informarnos se permitió, por primera y única vez, derramar un par de lágrimas de emoción que rápidamente enjugó con la manga de su saco. Nos contó, ya más calmo, que en el Massachusetts Hospital habían trabajado gigantes de la Medicina como el doctor Edward M. Donnelly, creador del primer calzado ortopédico para el pie derecho; Osiris Gravestone, a quien el mundo aún le debe la vacuna contra la conjuntivitis nerviosa, e incluso, Emma Nightingale, tía de la celebérrima Florencia, aunque Emma sólo tenía a su cargo en dicho nosocomio tareas administrativas. Pero donde más hizo hincapié mi padre, fue en el hecho de que el director del establecimiento que ahora le abría sus puertas era ni más ni menos que el doctor Spruce Lessel, eminente científico seis veces postulado para el Premio Nobel, dos veces para el Grand Barometer of World Health, y autor de libros tales como La aorta o un ensayo de nítido alerta ecologista: El ano contra Natura. Conocíamos la existencia del doctor Lessel pues no había almuerzo en que nuestro padre no nos contara algo sobre él —salvadoras decisiones en medio de una cirugía, ligamientos circunstanciales de arterias obturadas, bloqueos magistrales de hemorragias internas— que si bien nos quitaban un tanto el apetito nos ilustraban sobre ese hombre maravilloso cuyo rostro también conocíamos a través de las fotos de la revista Heart a la cual mi padre estaba suscripto. El doctor Lessel debía tener por ese entonces cerca de 70 años pero, sin embargo, la letra manuscrita con que había enviado la buena nueva a mi padre revelaba a un hombre de pulso aún firme y dedos de acero. Mi madre, también conmovida por el anuncio, le preguntó cariñosamente a mi padre cuánto tiempo se extendería la separación familiar. Mi padre la tranquilizó. Él viajaba ya, urgido por sus propias ansiedades y además por el reclamo imperioso del mismísimo doctor Lessel, quien reclamaba casi de inmediato su presencia dado que en un par de días comenzaba en Boston lo que él denominaba “La temporada del ventrículo”. Según Lessel, el imprevisto alejamiento de otro facultativo, el inglés Earl T. Wakelin, Jr., ante un confuso caso de “error médico”, lo ponía en la circunstancia de solicitarle a mi padre que viajara lo antes posible para tomar ese puesto. Pero según mi padre en un par de meses, tres a lo sumo, estaríamos en condiciones de viajar para unirnos a él, cuando ya hubiese conseguido una espaciosa casa para vivir y también comprado —el sueldo era más que jugoso— uno de esos enormes y suntuosos coches americanos para salir a pasear por Harvard y sus alrededores.
Dos días después, entonces, viajó nuestro padre rumbo a Boston. Lo vimos partir un sábado en un SuperConstellation y era tal su entusiasmo que nunca imaginamos que lo tendríamos de regreso el lunes en nuestra casa. Mi padre cuenta que llegó a Boston el sábado por la noche. Lo esperaba en el aeropuerto un abnegado asistente del Massachusetts Hospital, quien lo trasladó hasta un confortable hotel de la zona de Kenmore Square. Sería ése su transitorio hogar mientras realizaba los trámites de trabajo y residencia, muy facilitados por el contrato que ya llevaba en la valija refrendado por el mismo Hospital. Descansó bien y a la mañana siguiente, cerca del mediodía para no parecer impertinente, telefoneó desde su habitación a la casa del doctor Lessel, como éste se lo había solicitado por carta. Cuidadoso, mi padre procuró no interferir, con su llamado, la hora de la misa dominical ni la familiar privacidad del almuerzo. Lo atendió un doctor Lessel campechano y amable. Debo consignar que mi padre hablaba un inglés casi perfecto ya que lo había estudiado desde muy pequeño, aunque se le filtraba una ligera tonada chorrasquillera, propia de la gente nacida en la zona que bordea la ribera norte del canal de Panamá. Nos contaba luego, dentro de su desazón, que le paralizó escuchar la voz de su admirado Lessel, al punto que no pudo articular palabra. Lo volvieron a la realidad las protestas de su interlocutor creyendo que se había cortado la comunicación. “Yo había leído infinidad de trabajos de él —decía mi padre— pero allí caí en la cuenta de que nunca había escuchado su voz. Fue como una revelación. Una voz algo áspera y despareja que me decía que debíamos vernos ese mismo día en el Mayflower Grill.” Mi padre, fiel a su moderación, insistió un par de veces en que no quería molestar ni perturbar al doctor Lessel en su descanso dominical, pero el doctor fue de un avasallador poder de convicción y citó a mi padre en el restaurante a las cinco de esa misma tarde. “Para conocernos, hablar de lo que será su trabajo, transmitirle el espíritu del hospital e intercambiar ideas”, le dijo Lessel. Mi padre comprendió: con su admirado y flamante director eran almas gemelas, no conocían el descanso, no hallaban interés ni atractivo en los días lejos del quirófano y sólo se les encendía el pecho y la mirada cuando conversaban entre colegas sobre la especialidad. De una puntualidad poco centroamericana, mi padre estuvo en el Mayflower Grill a las cinco en punto de la tarde. El restaurante era grande, clásico, y había muy pocas mesas ocupadas a esa hora. Algunas señoras tomando el té, algún hombre de negocios apurando un trago. Y mi padre divisó en una de las mesas alejadas de la puerta al doctor Lessel, ya sentado, elegantemente trajeado de gris, hojeando una revista médica. Mi padre se acercó a él: Lessel le extendió la mano sin levantarse pero cordialmente, explicándole que acostumbraba a llegar siempre un poco antes a las citas por el temor a demorarse. Allí comenzó la charla, una larga recorrida por aspectos de la especialidad, menciones a amigos comunes, facultativos admirados, enhebrada por dos hombres entusiasmados por compartir gustos afines. Lessel tomaba whisky, lo que tal vez aumentaba su locuacidad. Y mi padre podía ser muy ameno en tertulias sobre temas que dominaba a la perfección. Eso sí, él se mantuvo fiel al té con limón o yerbabuena. En casa, recuerdo, solía beber un poco de cognac por las noches, cuando había tenido que afrontar alguna cirugía muy riesgosa, pero eran licencias que muy ocasionalmente se brindaba. Y allí, en Boston, frente a su flamante empleador, no quería demostrar vicio alguno.
Hablaron animadamente casi dos horas y, dentro de su entusiasmo, mi padre pudo detectar un par de cosas: que afuera ya había oscurecido y que el doctor Lessel bebía un whisky tras otro, sin solución de continuidad, pero con una impecable conducta alcohólica. “He aquí a un hombre —pensó en aquel momento nuestro padre según nos contaba después— habituado a llevar las riendas de una situación. Y que no vacila en gratificarse con un buen scotch tras el trabajo de toda una semana, conocedor de que puede controlar perfectamente sus pequeños vicios.” Advirtió, sin embargo, que Lessel lucía ligeramente despeinado —era casi calvo— y se manifestaba un poco más estentóreo que al comienzo de la conversación. Siguieron la charla entonces, mientras alrededor de ellos las mesas se iban poblando para la cena. Entonces el doctor Lessel invitó a mi padre a cenar allí mismo. Mi padre vaciló, no quería ser descortés, pero hubiese deseado no prolongar una conversación que, pese a ser interesantísima, lo sometía a una cierta tensión intelectual por saberse frente a una persona tan admirada. Balbuceó alguna excusa pero Lessel no le dio oportunidad para negarse. Le dijo que su familia pasaría la velada en casa de una hermana de su esposa y dedujo que mi padre, por supuesto, no tendría nadie con quien compartir la cena. Mi padre aceptó, finalmente. Ordenaron sus platos y ni siquiera entonces mi padre pidió vino o cerveza. Apenas agua mineral sin gas. Lessel, por su parte, y ante una ya incipiente incomodidad de mi padre, seguía con el whisky. Mi padre no quería distraerse de la conversación; Lessel le explicaba con lujo de detalles una de sus últimas suturas de válvulas sigmoideas, a la que denominaba “La Gran Lessel”; pero no podía evitar la tentación de calcular cuántos vasos de whisky había consumido su anfitrión. Estimaba que habían sido más o menos ocho. Cuando Lessel se limpió la boca con la corbata dos veces, y luego volcó torpemente un jarroncito con flores que decoraba el centro de la mesa, mi padre —nos contaba luego— ya se hallaba realmente desasosegado. Hasta que tuvo que admitir la cruda realidad de los hechos: el doctor Spruce Conrad Lessel, el reverenciado científico que lo convocaba a trabajar en su prestigioso nosocomio, estaba borracho como una cuba. Transpirando, contestando ahora con monosílabos, observando de reojo si desde las otras mesas se habían percatado del detalle, mi padre asistía a la debacle de Lessel, quien ya se había manchado tres veces la camisa con la salsa de su plato y pugnaba inútilmente en pronunciar en forma correcta la palabra “poplítea”. Mi padre entendió que frente a él la imagen tan amada de su ídolo se estaba resquebrajando lentamente. Intentó un par de veces detener al mozo que llenaba sistemáticamente el enorme vaso de Lessel ante el más mínimo reclamo de éste. Supuso que esa escena de alcoholismo descontrolado bien podía ser una constante dominical, que Lessel repetiría con otros colegas, con enfermeros y hasta con pacientes. Trató, por tanto, de no ser intolerante. Después de todo, quizás aquél fuera un vicio privado y civil del doctor Lessel que no alteraba su buen nombre ni su excelente pulso en la mesa de operaciones. Por fortuna, la conducta de Lessel todavía no había desbordado los límites de la mesa. Se le caía en repetidas oportunidades el tenedor, atrayendo la atención de los circunstantes, su discurso se había tornado totalmente caótico, pero no se había puesto aún ni violento ni melancólico. Muy alterado, mi padre contaba que sólo se le ocurrió rezar. Por ese momento, Lessel entró en un espacio de silencio, cerrando los ojos muy fuertemente, como si le doliese la cabeza. Se pasó entonces la servilleta por el rostro y se mantuvo así unos minutos, con los ojos cerrados. Habían llegado milagrosamente a los postres y mi padre dedujo que, posiblemente, su interlocutor se había dormido, lo que lo tranquilizaba en parte, pero complicaba la salida del restaurante. Pasaron así unos minutos más, que fueron eternos y tremendos para mi padre que asistía, paralizado, a esa suerte de duermevela de su compañero, sumido en el pánico de imaginar que a su alrededor, desde las otras mesas, habría ojos siguiendo tan extraña situación. De pronto, Lessel abrió de nuevo los ojos y con voz calma y profunda susurró: “Podríamos irnos”. Mi padre se apresuró a pedir la cuenta con un dedo en el aire. Pese a su obnubilación, Lessel manipuló en los bolsillos internos de su saco hasta encontrar la tarjeta de crédito. En un estado casi catatónico acertó a firmar su boleta y a adicionar incluso la propina. El mozo le preguntó al doctor Lessel su apellido y su número de teléfono, lo que indicaba que no era cliente habitual de la casa. Lessel contestó rápido y con bastante claridad. Mi padre tragó saliva. Quizás su flamante jefe se estaba reponiendo de tanto alcohol trasegado y ambos podrían marcharse con cierta dignidad. “Okey, vámonos”, ordenó Lessel. Mi padre se levantó observando por primera vez las mesas vecinas de un salón que estaba casi completo. Detectó muchas miradas curiosas siguiendo sus movimientos. Y en ese instante escuchó el estruendo. El doctor Lessel había caído al piso estrepitosamente, arrastrando en su caída la silla y parte del mantel. Mi padre y un mozo corrieron a ayudarlo entre los gritos de otros comensales y gestos de estupor. Tras duro esfuerzo lograron ponerlo de pie. Lessel era un hombre no muy alto ni corpulento pero su total estado de ebriedad lo convertía en una suerte de bolsa de papas difícil de enderezar. Mi padre asumió entonces el papel de capitán de tormentas. Tras reponer más o menos las ropas revueltas de Lessel, luego de lograr encasquetarle nuevamente los lentes, con ademanes firmes desestimó la ayuda de otros mozos. Calculó que podrían alcanzar por sus propios medios la puerta de salida. Lessel intentaba, por su parte, transmitir algo a quien quisiera oírlo, pero sólo alcanzaba a extender un dedo en el aire y le patinaban las palabras entre las dos hileras de sus dientes apretados. Estaba ya completamente despeinado y su aspecto era lamentable. Por fortuna, mi padre había asumido su responsabilidad. Aceptando la fragilidad y la debilidad de aquel ser tan querido y admirado, pondría el pecho a la contingencia haciéndose cargo de todo. Indicó a uno de los mozos que pidiera un taxi y cargó con Lessel hasta cerca de la puerta, sosteniéndolo por la cintura. El aliento del relevante médico junto a su cara era insoportable y —contaba mi padre— le hacía llorar los ojos. En tanto un mozo salía presuroso en procura de un taxi, mi padre acomodó a Lessel contra el pequeño mostrador de admisión de clientes, para arreglar un poco su propia ropa, desordenada por tanto forcejeo. Estaba enderezándose el cinturón cuando, otra vez, Lessel se precipitó a tierra como una marioneta a la cual le cortan los hilos. De nuevo hubo gritos entre la gente, que no les había quitado la vista de encima, y otra vez acudieron corriendo un par de mozos solidarios. Rojo por el esfuerzo, transpirando por el mal momento, mi padre maldijo la situación que estaba atravesando. Confesaba después que sentía una enorme compasión por sí mismo y que se hubiese puesto a llorar de buen grado, como una criatura. Lograron poner en pie de nuevo a Lessel, que canturreaba una serie de incoherencias. Se babeaba, además. Mi padre temió, en un momento terrible, que llegara a orinarse. Mantuvo a Lessel sostenido por la cintura hasta que llegó el taxi. En el trayecto hacia el coche Lessel volvió a caerse y casi arrastra en su caída a mi padre, que perdió un zapato entre los manotazos. En un último y titánico esfuerzo mi padre logró introducir a su amigo en el coche, rechazando, entre jadeos angustiosos, la ayuda del taxista. Cuando hubo recuperado el aliento, preguntó al doctor Lessel la dirección de su casa. Lessel barbotó, cinco o seis veces, una dirección complicada, hasta que el taxista, ducho, logró individualizarla. El viaje hasta la casa del eminente médico no fue muy largo. Cuando llegaron, mi padre pagó, rechazó la colaboración del taxista y prácticamente cargó sobre su hombro a Lessel hasta la puerta de una bonita y clásica casa bostoniana. Por los murmullos entusiastas de Lessel y algunos gestos de sus manos comprendió que aquella era la dirección correcta y que el eminente facultativo reconocía su hogar. Mi padre tocó el timbre, sin soltar a su compañero. Poco después se abrió la puerta y apareció la señora Lessel, quien miró la escena con gesto de relativo asombro. Corpulenta y decidida, recibió a su marido de brazos de mi padre, mientras desgranaba un sinfín de agradecimientos y disculpas. “Usted no sabe —aún recuerda mi padre que dijo la señora— lo mucho que le agradezco, doctor...”— “Obaldía”, le informó mi padre, aún jadeante.— “Doctor Obaldía... —siguió la mujer—, todo lo que ha hecho por mi marido...”
Y luego le preguntó así, a boca de jarro y naturalmente: “Pero... ¿dónde dejó la silla de ruedas?”
Cada vez que mi padre recuerda esta anécdota —y no son muchas las veces, lo juro— cuando repite las palabras de aquella señora preguntando eso, su voz se le altera y tiende a resquebrajarse. Luego traga saliva y queda mirando hacia un punto perdido en el espacio. Le sigue pasando lo mismo, lo aseguro, que le pasó aquel lunes cuando llegó de vuelta desde Boston, adonde se había ido apenas dos días antes, con intenciones de establecerse.


http://www.abanico.edu.ar/2005/05/fontanarrosa.lessel.htm






Correo:

En el dia del amigo, justamente*


Malas Nuevas: justo en las vísperas del dia del amigo nos enteramos de la muerte de un gran tipo que supo cantarle como pocos a la amistad.
Deberemos acostumbrarnos a extrañar al Negro Fontanarrosa, maestro de dibujantes, cuentistas y cuenteros...
Besos a todos en el dia del amigo.

*Udi. udi.cuatro.catorce@gmail.com


"Los momentos en que somos más libres e iguales en este sistema son aquellos que dedicamos a la consecución de la utopía. El resto del tiempo somos meros esclavos."
http://udi414.blogspot.com


*

Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).

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