jueves, enero 28, 2010

EN EL FILO DE LAS COSAS MUERTAS...



*Ilustración de Ray Respall Rojas. (Cuba)




TESTIMONIO*


A Leonel Rugama


... miradme a los ojos,
decidme
que aún continúa
la batalla;


son tantos los muertos
que gritan
contra el impune
anonimato


que las nubes
amenazan
con empuñar
las armas.



*de Daniel Montoly © danielmontoly@yahoo.es







EN EL FILO DE LAS COSAS MUERTAS...





PAPELITOS DE COLORES*



Vio venir a la compañera de juegos de su infancia. ahora era una mujer. Su familia se había mudado a una casa mejor cuando él tenía diez años y no la había vuelto a ver. Hoy le había dado el impulso de recorrer las calles de su viejo barrio, con la esperanza secreta de encontrarla. Estaba
frente a él, con las trenzas rubias de otrora deshechas en una melena, los ojos abiertos como dos lunas, mezcla de alegría y sorpresa. Ella también lo había reconocido.

- ¡No puedo creer que seas tú! - le dijo sonriendo.
- Pues soy, he venido pisando recuerdos todo el tiempo. - respondió devolviendo la sonrisa.

Era demasiado bueno para ser real. Ella bajó los ojos, ruborizada, y los alzó con un brillo nuevo.

- ¿Recuerdas cuando jugábamos a coleccionar etiquetas de ropas, envoltorios de chicles, de caramelos, de cualquier cosa que nos llamara la atención? ¡Llegábamos hasta a registrar los botes de basura!

Él rió, asintiendo.

- Bueno - ella le besó suavemente la mejilla -, me alegra haberte visto. Tengo que seguir camino, me está esperando mi esposo. me casé con Flavio, el muchacho que a veces jugaba con nosotros.
- Dale mis saludos - respondió.
- Claro. ¡deja que le diga que vi al niño con quien hacíamos competencias de papelitos de colores! - dio algunos pasos y se volvió, mirándolo con picardía - ¡No sé cómo, pero siempre te ganaba!

Y dobló la esquina.

- Yo te amaba tanto que cuando encontraba los más lindos, las dejaba a tu paso y corría a esconderme - dijo él, sabiendo que no era escuchado.



*de Marié Rojas Tamayo.






LA MANO QUE MECE LA CUNA*


es la que gobierna al mundo


Desde niña solía preguntarme acerca de la diferencia entre la bondad y la maldad. ¿Por qué había buenos y malos? ¿Qué determinaba que algunas personas fueran buenas y otras, malas?
Criada en un escenario católico apostólico románico, hija de inmigrantes italianos, con olor a bacalao durante la cuaresma y recibiendo al vecindario para recoger ramillos de olivo del patio de casa, los domingo de ramos previos a las pascuas de resurrección; transitaba la escuela pública del bien hacer, la de la mejor alumna y aún mejor compañera; educada en la consigna de la solidaridad, la generosidad, la tolerancia, la justicia y la alegría de estar viva cada mañana al despertar, en fin, todo hacía pensar
que algo de la humanidad y su majestad se ponía en escena.
Hasta cierta edad, digo diez u once años (ya llegaban los setenta), creí entender que las instituciones habían hecho de mí, la persona agradable que sentía ser y que mi mini mundo, para mí inmenso e interminable, me devolvía, como tal.

Pecado de candor.
Mi espacio se tiñó al poco tiempo de verde militar, de sotana color obispo, de blanco inmaculado de maestra y de negro corazón morado de machucones de tristeza.
Desapareció la peluquera jipi de la esquina, el hijo del abogado del centro, mi compañera de volley, el pelilargo de las tardes de cine, el profe de ERSA, la profe de literatura, la cuñada de mi amiga, la gente como yo, que no desaparecí en ese exacto sentido.
Me pareció entender, entonces, que las instituciones habían hecho de mi mundo agradable, la verdadera porquería que en realidad era.

Pecado de mocedad.
¿A dónde van los pájaros que mueren. los que desaparecen. los hijos de los que desaparecen. las risas que no han podido reírse, los abrazos que nunca se dieron y las palabras nunca dichas de esos abuelos que debieron sustituir la ansiedad de la sala de partos por la quimera inenarrable de un campo de concentración?

Me piden no excederme de 2.500 palabras (o caracteres, está bien) para opinar que las instituciones, que somos nosotros, porque somos sus actores, sus hacedores, sus destinatarios y su contralor, han hecho de nosotros este silencio impune que sostenemos por costumbre e inercia, por resignación, porque no hemos hallado el modo ni el mecanismo de revocar la mano que mece la cuna.
El secuestro de personas, seguido de tortura y desaparición, en el escenario de uno de los tantos genocidios de nuestra historia argentina, que continúa atestiguando sus efectos hoy en día, se procrea y abastece en el marco de las instituciones: Iglesia, Fuerzas Armadas, Poder Judicial, Medios de Comunicación y puede continuar la enumeración.
Y en su seno y a su través se legalizan y se legitiman sus recursos, sus motivaciones y sus consecuencias.
El arrebato del derecho a la vida, la incautación de la identidad, la manipulación de los destinos y los desatinos, el ejercicio de la mentira y la extorsión, la negociación de la historia de un país, la expropiación del acceso de una persona a su origen y contexto, y esa misma expropiación
injiriendo en la vivencia legítima del dolor, la pérdida, la libertad, el conocimiento, la lucha, la duda, la verdad, sólo son pasibles de ser solventados por la connivencia, la complicidad, de las instituciones al
resguardo de la mano que mece la cuna.
Es la trama institucional y nosotros, sus actores, quienes debemos hacer alcanzables los horizontes, deshacerles el estigma de la imposibilidad como proyecto y ponernos a andar la construcción de un nuevo lenguaje posible, sin sujetos predicados.
Sin predicados sujetos.
Sin oración.



*de LUCÍA A. CINQUEPALMI. luciaguionbajo@gmail.com









Conservas*

*Un cuento de samanta schweblin


Dos libros de relatos (El núcleo del disturbio y Pájaros en la boca) le alcanzaron a esta joven narradora (Buenos Aires, 1978) para ser considerada entre los autores más interesantes de la nueva generación. En el relato que publicamos queda en evidencia su capacidad para generar climas inquietantes y pesadillescos con elementos tomados de la vida cotidiana.

28.01.2010


Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que Teresita se adelantará a nuestros planes. Voy a tener que renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya no va a ser fácil seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar. Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín. Todo organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido en la alacena, como si la culpa, o qué sé yo qué cosa, lo obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me hace compañía, le molesta hablar del tema.

Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los entrega -la conozco bien- con algo de tristeza. Dice:

-Este es un cambiador lavable con cierre de velcro. Estos son escarpines de puro algodón. Esta es la toalla con capucha en piqué. -papá mira las cosas que nos van regalando y asiente.

-Ay, no sé. -digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita-. La verdad es que no sé -le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de sabanitas de colores-, no sé -digo ya sin saber qué decir, y abrazo las sábanas y me largo a llorar.

El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él en cambio lo veo más flaco. Además, cada
vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya no me quiera, ni que me quiera menos.
Sé que Manuel me adora y sé que, como yo, no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su llegada.

A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.

Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente no me resigno.

Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras, con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el doctor Weisman.

El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones. Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café.
Durante la conversación se interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, por nuestro matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo lo que pregunta.
Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio, parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el éxito de sus investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atención, asiente, parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación, en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto todo en mi cuaderno, punto por punto.

-¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? -pregunto.

-Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien -dice Weisman.

Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres
y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel lo interrumpe:

-Tienen que hacer lo que les decimos -dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los demás-, en la hora y al tiempo que corresponda.

Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.

Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión de "respiración consciente". La respiración consciente es parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración innovador,
descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto con "el vientre húmedo de la tierra". Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis energías.
Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave, que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies. Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo, lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.

Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guión.

Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más. Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como un poco menos. Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor esfuerzo y trata de, gradualmente -esto último es importante y se lo subrayamos repetidas veces-, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por hablar todo el tiempo sobre Teresita.

El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi cuerpo ya no está tan hinchado, y para sorpresa y alegría de ambos, la panza empieza a disminuir.
Este cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres. Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre todo, parece temer lo peor y, aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista, siento su miedo y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.

Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a Weisman mis progresos en la respiración consciente. Él se entusiasma, parece que estoy a punto de lograr mi energía inversa: tan pero tan cerca que sólo un velo me separa del objetivo.

Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más protagonismo van a tener nuestros padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que todo salga a la perfección, y lo hacen, y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel llega a casa una tarde y reclama las sábanas de colores que había traído para Teresita. Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho tiempo, me pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con bolsa, así que así se
va, y nos guiña un ojo. Después les toca a mis padres. También vienen por sus regalos, los reclaman uno por uno: primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón, por último el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al lado mío, y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice, esta es mi Teresita, cómo voy a extrañar a mi Teresita, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que limitarse a su lista, habría llorado.

Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.

Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo. Hago mi última visita a Weisman.

-Se acerca el momento -dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero espesa, como un
frasco de almíbar incoloro.

Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene. La energía parece materializarse a mi alrededor y podría
precisar el momento exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez estuvieron contenidas.

Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo rodeó con un círculo rojo cuando volvimos del consultorio de Weisman por primera vez. No sé cuándo sucederá, estoy preocupada. Manuel está en casa.
Estoy recostada en la cama. Lo escucho caminar de un lado a otro, intranquilo. Me toco la panza. Es una panza normal, una panza como la de cualquier mujer, quiero decir que no es una panza de embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento fue muy intenso: estoy un poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el asunto de Teresita empezara.

Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni salir, ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo estoy. Imagino que mamá debe estar trepándose por las paredes, pero saben que no pueden llamar ni pasar a verme.

Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba.
Tengo que avisarle a Manuel para que llame a Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita. Quizá ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre hasta mí.

-Yo sólo quiero dejarlo para más adelante. -le digo- no quiero que.

Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la boca. Él parece reaccionar, me deja sola y corre hacia la cocina. No demora más que unos segundos: regresa con el vaso desinfectado y el envase plástico que dice "Dr. Weisman". Rompe la faja de seguridad del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua, es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.


*Fuente: Crítica digital
http://criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=37632







ALFONSINA*



Un sol negro se te arrolla en la blanda cabellera
mientras la bruma cae sobre el mar de tu destino.
Cantos de sirenas besan
caracoles dormidos sobre la arena.
Un barco anclado en un viejo

y olvidado puerto recuerda:
los días habitados por presencias humanas,
y también la recuerda a ella,
con las mejillas terrosas,
acostumbrada a vivir siempre
en el filo de las cosas muertas.
Sigue siendo la misma

que intentó abrazar el mar
con tanta fuerza como cielo.


*de Melisa Ferraris. flordeloto1980@hotmail.com








EL BAÑISTA, EL MARQUÉS Y LOS PÁJAROS*



*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com




Clave
Otra vez el enero morboso. Con las noticias en el bolso, el bañista se va de la ciudad. El bañista va rodando por el terraplén. La nube de polvo que no es, harina. Otra vez la perspectiva alcantarillada, las flores sedientas, los monstruos floridos. Lentamente, el bañista, con la mano no levanta un brillo sino su imitación. El diario en el bolso es transparente y deja ver el maleficio. Si las noticias no llegan es porque el pasaporte está vencido. El bañista desinformado está a merced del verano, clavando cada mañana la punta de la sombrilla en un caribe turístico a toda espuma. Su sombra cruza otra ciudad.

Rueden
Después de haber rodado toda la vida, nosotros los pájaros, cada noche no somos más que una rama florecida a ras de suelo. Nos desprendemos más vivos que centellas de la muñeca de Dios y nos salvamos del enero morboso. Somos los suspiros de la estatua de cristal que se incorpora cuando el bañista duerme en brazos de su castora. Cada noche, nosotros, los pájaros, hacemos signos de recíprocas inclinaciones. Hay unos celos más conmovedores que otros. Un ala abierta no altera el destino estival del enero morboso. Los pájaros no tenemos tiempo de respirar. Nos asfixiamos en el fondo de nuestros ojos donde la expresión del bañista es la muerte de los fulgores.

Alumbre
No se ve en el cielo más que una estrella. El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán de donde había salido para comprar cigarrillos y echar un vistazo en los burdeles. Mal atado sale del mundo interior con hermosos flecos en las manos, pisando estrellas del mundo exterior y dando órdenes misteriosas a las acróbatas bañistas. El sexo del marqués es tan hermoso como la muerte del bañista. Con la lámpara ciclón alumbra todas las estrellas del infierno. Descubre el lecho de sábanas color de flores llamadas bola de nieve. Tiene escondido un libro con estas palabras estampadas: "Los crímenes del amor". En la oscura señalización terrestre un bañista duerme en brazos del horror.

Tapone
Mujeres desnudas en lo profundo de las flores comen los frutos de la noche. Con todas sus calderas doloridas, humo de jacintos, remotos tigres emergen de rutas subterráneas semejantes a corchos de perfumistas. Con la sombrilla al hombro el bañista clava la punta en la arena a fuerza de no poder cometer un crimen mejor. Tapona el frasco de los sueños como una virgen. El bañista elige el caribe para desgarrar la sombra espesa del vivir. Preso de sus inmensas raíces, ronca toda la noche. La sombrilla clavada en garganta no lo deja respirar.

Nazca
El mundo exterior, hecho de puntos, enerva la hoja resbaladiza de los duraznos. La pulpa arde, constelada de blancura súbita, donde no se sabe si es el amor o el odio lo que reluce. En cada punto hay un comisario dispuesto a impedir que el marqués de Sade escriba Justine.
El mundo interior se despliega por el fondo, nacido de una partícula desconocida y escaldada, que sólo de noche fulge y emprende. Como el tigre, el jabalí, o el silencio, el cazador nunca será confundido con la selva. El mundo interior nunca será confundido. El marqués y el bañista tampoco.

Obedezca
Con la cabeza abajo, el bañista carga la sombrilla en el hombro laborioso. Sus rojos labios no sorben la hoja sedosa de magnolia porque el enero morboso prohíbe toda expansión de amor. Enero es el mes de las postales y de los panqueques de arena. En enero, el bañista no se levanta con sus dos alas de caracol rotundo. Nadie hunde en su yema los dientes. Nadie sorbe su gran ala líquida, su ala nutriente. Nadie agita su ala empinada ni traga los mangos de menta picante. Enero no admite el ala líquida. Está prohibido el lento desnudarse del bañista. Los juegos del amor son indecentes.

Sálvese
El marqués camina en puntas de pie por la Bastilla y esconde en la mano el jugo de la mariposa mortal. Guarda en las entrañas el olor de la flor de castaño nunca aspirado por la madrina de Dios. Si fuera bañista, el marqués no miraría, aunque sea mal y al sesgo, su cuerpo en un pequeño espejo. No miraría cómo desde los riñones, la flor del castaño soltaría a borbotones el olor reproductivo. Sálvese quien pueda. En la Bastilla y en el caribe cae la curva blanca sobre el fondo negro. Retenidos por sus cables, los pensamientos matan, los pensamientos curan, los pensamientos conspiran.

Encuentre
Las palomas mensajeras nos llenan de besos de socorro. Nosotros, los pájaros intercambiamos amantes desde lejos. Pero los cazadores son más devotos que las palomas. Un reguero de sangre destartala el enero de color salmonete. Tan exclusivamente de paloma herida el sabor a alba. El bañista abraza su sombrilla como a una mujer desnuda. Hace memoria del cuerpo inimitable y se tiende sobre el áspero mar abstinente. Parte por la mitad la noche. Incluso las conchas del erizo, si es necesario. Mientras tanto, al otro lado del mundo la luna se encabrita sobre los bulevares de la gran ciudad y hunde las piernas bajo la nube frutal. Por la mañana lee un diario transparente. Las noticias que desea no llegan. El verano sigue su curso. En el fondo de la taza el bañista encuentra en cada sorbo su suicidio estival.


*Fuente: Rosario-12.






Todo el verano era nuestro*





*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Ese verano habíamos tomado la costumbre -a falta de piletas o ríos o arroyos cercanos de bañarnos en un tanque australiano, de un campo cercano al pueblo. No recuerdo el nombre de su dueño pero sí el del "Charaí", por una anécdota que aquí mismo habré de relatar. Es probable que haya sido en los campos más cercano que la entonces existente "Estancia Maldonado", tal vez, aventuro, cercano al lote que llamaban "El veintidós", donde ahora está "Puerto Martín", allí había una laguna que un puente de madera cruzaba, donde en épocas de crecida se juntaba una cantidad impresionante de mojarritas, que hasta se podían pescar con solo meter la mano. Manjar fritado por madre diligente en las noches que caíamos con los bolsitos repletos.
La neblina de los años obtura con suficiente espesor como para que pueda ser preciso, y, el meticuloso que nunca falta me puede ubicar esa laguna en otra parte, aceptemos provisoriamente que yo escribo sobre una verdad relativa y sólo con las hierbas al viento de mi memoria.
Recuerdo de todos modos que ese verano las luz era distinta, tal vez porque era el último que pasaría en el pueblo, ya que había decidido venirme a estudiar. Decisión no exenta de temeridad porque era sólo mía, pero yo en ese tiempo tenía una confianza en el futuro del país y del mundo, que la realidad me haría pagar con creces, pero esa es otra historia que debe ser analizada en otra circunstancia, lo cierto es que yo partía de una exagerado amor propio y confianza en mí mismo, cuyo fundamentos partían de un contexto pueblerino pequeño y de mis escasos y totalmente inexpertos diecisiete años.
Hecha esta digresión, que no es tal, porque yo quiero atribuir aquella luminosidad del verano a algo superior al sol, a la explosión del verde en todos los montes arbolados de entonces que rodeaban al pueblo y de la invasión amarilla de mariposas, y los "picados" en la cortada de gramilla jugadas al atardecer con todo entusiasmo y el billar o el truco o el ajedrez, en el Club, al anochecer, en fin, todo esto no era más que la vida pugnando por florecer y expandir en actos que concretaran tanta ilusión que
se compartía con los amigos de ese tiempo lejano y totalmente inaprensible como el agua veloz se escurre entre los dedos.
Más difícil se me torna recordar a aquellos compañeros de incursión hasta aquel tanque australiano que oficiaba -a falta de algo mejor de pileta de natación.
Al día de hoy me resulta un misterio saber si nos reuníamos en algún lugar con nuestras bicicletas para ir hasta allí. Algo es seguro: íbamos casi todos los días luego de almorzar y no pasaríamos de media docena. Los hermanos Oscar y Raúl Blanco, Carlos Luquese, Juancito Alderete, y con seguridad, Antonio Leone, el entrañable, el infortunado Antonito, por lo que relataré después.
Antes escribí que ese verano era distinto y traté de explicar que se debía a mi optimismo de entonces, optimismo que era incentivado por una ilusión que a pocos días se transformaría en certeza. Porque mientras íbamos pedaleando hacia nuestro chapuzón cotidiano nos cruzábamos con los mismos o similares pájaros de siempre, con los mismos tamberos con sus tarros y sus carruajes tirados por cuatro caballos, esos percherones que trotaban con sus colas cubiertas de abrojos, sus remos gruesísimos cubiertos de barro y el belfo babeante que moja el "bocado" arremetiendo al latigazo del conductor que debe entregar la leche a tiempo en la cremería. Nos cruzábamos con ellos y nos saludaban con esos rostros morenos, hechos a todos los soles y a todos los vientos y a todas las intemperies que hostigaban trabajo tan duro. La mayoría nos saludaba con una gravedad rayana en la indiferencia, pero los más jóvenes nos gastaban alguna broma que no excluía la envidia de vernos tan libres, tan sueltos en esas inserciones natatorias y refrescantes que nos mitigaba tanta canícula.
Esta rutina, esta inmersión en tan improvisado balneario se iba cumpliendo con el correr de los días, y el recreo se cumplía varias horas hasta que, al caer el sol, cerrado ya amagaba con transformarse en víbora o fuego rasante, asabanando los pastos, pegábamos el regreso, chanceando o corriendo carreras
hasta la entrada del pueblo.
Pero un día, cuando estábamos en pleno jolgorio náutico, vimos a pocos pasos del tanque y nuestra alegría, acercarse al galope un jinete haciendo chasquear el látigo, peligrosamente en el aire y casi sobre nuestras desprevenidas cabezas. Salir apresuradamente con las ropas que estaban al costado del vástago del proletario molino de viento y correr como para una justa de atletismo fue sólo una. Como dejábamos las bicicletas en la calle, debíamos correr todavía un poco más de cien metros, que nos separaban de esa cinta de polvo salvadora. El jinete tan entusiasta y encarnizado en hacernos
batir el lomo a lonjazos no era otro que un tambero, que llamaban "El Charaí", mezcla de encargado y alcahuete del campo en cuestión, Para zafar de tan peligrosa persecución saltamos un alambrado, y en el otro potrero (si bien lleno de cardos) ya estuvimos a salvo de su énfasis represor. Saltamos en las bicicletas y yo tomé la delantera hasta que al doblar en el último callejón, que nos llevaba hasta el pueblo, vi un ciclista empeñoso, en una bicicleta de un rodado menor que la mía, con la evidente desventaja en que lo ponía el hecho de ser de mujer, ya que era más lenta, y cuando giré el rostro para ver quien era el dueño de esas piernas que pedaleaban sin piedad y con denuedo, vi el rostro de Antonito Leone, que ni me miró cuando se fue alejando del grupo, a quien recién alcanzamos cuando nos esperó para entrar todos juntos en la última calle del pueblo, garantía de nuestra seguridad.
El susto no fue óbice para que algunas semanas después intentáramos tan riesgosa aventura, pero con seguridad teníamos la alegría vedada y bañarnos por turnos, mientras uno hacía de "campana", quitaba libertad a nuestros gestos al que en ese tiempo dábamos un valor absoluto.



*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-22086-2010-01-28.html








La Gran Salina*



*de Ricardo Zelarayan.



La locomotora ilumina la sal inmensa,
los bloques de sal de los costados,
los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías.
Yo vacilo....
y callo....
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este "poema" )
por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La pera trepida en el plato.
La miel se desespera en el frasco cerrado,
para desesperación de las moscas que le acechan posadas al vidrio.
Pero yo no me explico
y hasta ahora nadie ha podido explicarme
por qué me sorprendo pensando
en la Gran Salina.
El hombre de chaleco del salón comedor
se ha quitado los anteojos.
Los anteojos trepidan sobre el mantel de la mesa tendida.
Todo trepida,
todo se estremece,
en el tren que pasa a mediodía por la Gran Salina.
Yo me he sorprendido mirando
la sombra del avión que pasa por la Gran Salina.
Pero eso no explica nada.
Es como una gota que se evapora enseguida.
Hay que distraerse, dicen.
Hay que distraerse mirando y recordando
para tapar el sueño
de la Gran Salina.
Un piano colgado como una araña del hilo
se ha detenido entre los pisos doce y trece...
Un camión pasa cargado de ventiladores de pie
que mueven alegremente sus hélices.
En 1948, en Salta,
fuimos de noche a cazar vizcachas y ranas,
y la conversación se apagó con el fuego del asado,
abrumados como estábamos por el cielo negro
y estrellado.
Nerviosamente encendíamos y apagábamos las linternas
hasta quedarnos sin pilas.
Tampoco puedo explicarme por qué sueño con pilas de linternas,
con pilas para radios a transistores.
Ni por qué sueño con lamparitas de luz,
delicadamente guardadas en sus cajas respectivas.
Ni por qué me sorprendo mirando el filamento roto
de una lamparita quemada.
Nunca he visto...
nunca he podido imaginarme
la lluvia cayendo sobre la Gran Salina.
Yo no tengo objetivos pero me gusta objetivar.
Desde chico intenté cortar una gota de agua en dos
(con una tijera).
Aún hoy intento,
apartando las cosas de la mesa
o ahuyentando amigos,
imitar, imaginarme, la lluvia sobre la Gran Salina.
Tomo una plancha caliente y le salpico gotas de agua.
Pero aunque pueda imaginarme todo,
nunca podré imaginarme
el olor a salina mojada.
Anoche llegué a mi casa a las tres de la mañana.
En la oscuridad, tropecé con un mueble...
y allí nomás me quedé pensando
en lo que no quería pensar...
en lo que creía bien olvidado!
Pero en realidad me estaba escapando
del sueño estremecedor de la Gran Salina.
Y ahora me interrogo a mí mismo
como si estuviera preso y declarara:
"La Gran Salina o Salina Grande
está situada al norte de Córdoba,
cerca (o dentro, no recuerdo)
del límite con Santiago del Estero."
Estoy mirando el mapa...
pero esto no explica nada.
La caja de fósforos queda vacía
a las cuatro de la mañana
y yo me palpo a mí mismo, desesperado,
con el cigarrillo en la boca...
Habría que inventar el fuego, pensarían algunos.
Yo en cambio pienso en los reflejos del tren
que pasa de noche junto al río Salado.
No puedo dormir cuando viajando de noche
sé que tengo a mi derecha
el río Salado.
Paro aún así sigo escapando del gran misterio...
del misterio de la sal inagotable de la Gran Salina.
Recuerdo cuando arrojábamos impunemente naranjas chupadas
al espejo ciego y enceguecedor de la Gran Salina.
A la siesta, cuando la resolana enceguece más que el sol.
Esperábamos llegar a Tucumán a las siete
y a las dos de la tarde tuvimos que cambiar una rueda
junto a la Gran Salina.
Un diario volaba por el aire...
el sol calcinaba las arrugadas noticias del mundo
del diario que caía sobre la Gran Salina.
Y vi pasar varios trenes
y hasta un jet...
Los pasajeros de los Caravelle
o de los Bac One-Eleven,
no saben que esa mancha azulada,
que a lo mejor están viendo en este mismo momento,
desde ocho mil metros de altura,
esa mancha azulada que permanece durante escasos minutos,
es la Gran Salina,
la Salina Grande.
Pero el jet anda muy alto.
La Gran Salina no conoce su sombra que pasa.
Los pasajeros del jet duermen...
se sienten muy seguros.
En el jet no hay paracaídas.
Los jets no caen. Explotan.
Hace unos años,
un avión que no era un jet volaba, creo, sobre Santa Fe.
De pronto se abrió una puerta
y una camarera tuvo que obedecer calladita
a las sagradas leyes de la física,
y demostrar su inequívoco apego a la ley de la gravedad.
Una ley dura como las piedras metidas en la boca de Demóstenes
que, según dicen, hablaba mucho.
Aquí hay que hacer un minuto de silencio.
Primero, por la dócil camarera sin cama del avión.
Después, por las palabras muertas,
muertas por no decir nada...
misterio, por ejemplo,
que sirve para no explicar lo inexplicable,
lo que yo siento cuando pienso en la Gran Salina,
lo que traté de no pensar un día que caminaba por la Gran Salina
tratando de distraerme y de no pensar dónde estaba,
escuchando una canción de Leo Dan
que pasaba LV12 Radio Aconquija
y el Concierto en sol de Ravel por la filial de Radio Nacional.
¿Qué pensaría Ravel, el finado,
si caminara como yo en ese momento
por la Gran Salina.
Ravel, púdico sentimental,
te imagino tocando el piano que hoy vi colgado
entre el piso 12 y el piso 13.
Sí, pobre Ravel de 1932
con un tumor en la cabeza que ya no lo dejaba componer.
Ravel tocando solo,
de noche (pero eso sí, absolutamente solo)
los "Valses nobles y sentimentales" en medio de la Gran Salina.
Estoy seguro que se hubiera interrumpido
al escuchar el silbato lejano de la locomotora,
para ver el haz de luz a la distancia
y la penumbra sobre la Gran Salina.
Días pasados fui al Hospital.
Hace años yo andaba por allí,
despreocupado y con mi guardapolvo blanco.
Pero ahora, de simple paciente,
sentí el ruidito angustioso
!Trank!
de la máquina de sacar radiografías.
!Y que pase otro! gritó el enfermero.
Pero el otro no podrá explicarme
por qué tengo sed,
por qué voy detrás del agua cautiva de la botella
y de la sal capturada en el salero,
yo, tan luego yo,
capturado en el sueño de la Gran Salina.
Un amigo, alto funcionario estatal,
me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar...
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró
como la marca de la cubierta que leí y releí
cuando cambiábamos la rueda junto a la Gran Salina.
Pero después pensé en Tucumán
(mi segunda provincia)
y en las vértebras azules del Aconquija
horadando las nubes blancas.
Ahora me entero que mi amigo,
el del pase sin nombre,
se separó de la mujer.
Aquí me callo...
Pero el silencio me hace pensar ahora
en lo que no quise pensar cuando miré el pase sin nombre que me ofrecían,
en lo que dejé de pensar hace un momento...
cuando vi pasar el ascensor con una mujer silenciosa
que no me quiso llevar.
Olvidemos el ascensor perdido
y pensemos de nuevo, de frente, en la sal
(cloruro de sodio)
y en el misterio...
Pero como nada es misterio
hagamos una traducción de apuro:
miss Terio
o miss Tedio
o chica rodeada de teros asustados
o algo por el estilo.
Pero no hay distracción que valga.
El ayudante de cocina del vagón comedor
se rasca la cabeza de tanto en tanto
pero sigue pelando papas sin distraerse
en el tren que se acerca a la Gran Salina.
Y el ascensor perdido con la mujer silenciosa
sigue recorriendo kilómetros entre la planta baja
y el piso quince.
El sastre de enfrente que ya comió
se asoma a tomar aire con el metro colgado en el cuello.
Yo pienso en comer, como se ve...
Son exactamente las 14 horas, 8 minutos, 30 segundos.
Y también, no sé por qué,
pienso en el acorazado de bolsillo Graf Spee
que en los comienzos de la última guerra
se suicidó antes que su capitán
frente a Punta del Este.
El Graf Spee yace a treinta metros de profundidad.
Ya nadie se acuerda de él.
Ni siquiera los hombres-rana
que bajaron a explorar sus entrañas.
Pero hasta los hombre-rana
salen a comer a mediodía.
Y a veces, para comer,
sólo se quitan las antiparras y los tubos de oxígeno.
Todavía hay gente que se asombra viendo comer a esos hombres...
con patas de rana.
Los hombres-rana reclaman al mozo la sal que se olvidó!
Dale!... Dale!
Hoy almuerzo con amigos
(si es que no se fueron).
Miraré de costado la sal y pediré pimienta en vez,
porque tengo miedo de quedarme callado,
ya se sabe por qué.
No quiero quedarme callado
ni distraerme,
ya se sabe por qué.
En realidad no se sabe nada
del sueño de la pilas,
de la lluvia sobre la sal,
de la chica del ascensor,
del sastre asomado con el metro colgado
o del tren que pasa de noche indiferente
junto a lo que ya se sabe
y no se sabe.
....................................................
....................................................
....................................................
Hace años creía
que "después del almuerzo es otra cosa"...
es decir que las cosas son otras
después del almuerzo.
Este poema (llamémoslo así),
partido en dos por el almuerzo
y reanudado después, me contradice.
No comí postre.
!Siento la boca salada!
Pero no voy a insistir.
El domingo pasado,
en casa de un amigo poeta,
conocí a un chileno novelista e izquierdista
que se fue a Pekín y que, posiblemente,
no vuelva a ver en mi vida.
Tímidamente, entre cinco porteños y un chileno izquierdista,
metí una frase de Lautréamont
que como buen franchute es uruguayo
y si es uruguayo es entrerriano.
Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema:
"Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual"



-Enviado para compartir por Verónica Capellino. veroaleph@hotmail.com



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Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 31 de enero del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores mexicanos Gonzalo Macías, Ignacio Baca-Lobera y Javier Álvarez. Las poesías que leeremos pertenecen a Luisa Futoransky (Argentina) y la
música de fondo será de Machu Picchu (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!! (Recomendamos usar
http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).



REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Freundliche Grüße / Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.org

Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel.: 0043 662 825067




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