domingo, diciembre 04, 2016

ESE HILO QUE SOSTIENE LA CORDURA...



*Obra de Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)

-Ver galería en Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam










*



Sol. Sauce. Sombra.

La palabra

detiene al paisaje.

Me retiene

del lado del lenguaje,

todo mi cuerpo

este efímero ser diciente.

Y si no qué.

La garganta que asfixia,

la perversa ocasión del silencio.

La palabra,

ese hilo

que sostiene la cordura

en la breve ilusión del equilibrio.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com










ESE HILO QUE SOSTIENE LA CORDURA…








La vida, el trabajo y el ocio*



*Por Mercedes Alvarez. alvamercedes@gmail.com


Hace cinco meses decidí dejar temporalmente mi trabajo - un puesto fijo y bien remunerado que me hacía profundamente infeliz - y dedicarme por un tiempo, sin apuro, a pensar qué es lo que verdaderamente quería hacer en la vida.
Mi licencia comenzó el día 1 de julio. Todo el año, desde enero y ahora que lo pienso quizá desde antes, padecí de dolor de espalda. Un dolor sordo, constante, que se agravaba en las noches y que empezó a ceder tras muchas sesiones de kinesiología y visitas a un simpático médico chino que me practicó digitopuntura mientras me comentaba lo mucho que le gustaban las patas de cerdo (y un poco de vino, síiii, agregaba con soñadores ojos perdidos en algún punto de su consultorio).
La cosa era así: yo tenía que levantarme a las siete y media de la mañana para no llegar a la oficina más tarde de las nueve y media, pero para eso tenía que acostarme a las doce, de manera de dormir una cantidad razonable de horas. Muchas veces me acostaba más tarde de las doce, y la sola idea de levantarme cinco horas después me impedía dormir. O dormía a ratos, y me levantaba aun más cansada que cuando me había acostado, con ese dolor de espalda localizado que parecía que no iba a irse nunca, y me duchaba y vestía y tomaba café maquinalmente, y luego encaminaba mis pasos hacia el trabajo.
En el colectivo, mientras miraba a la gente dormir con las cabezas colgado contra  los respaldos de los asientos, pensaba que todos compartíamos más o menos la misma vida. Todos íbamos a la mañana muertos de cansancio, y esperábamos con ansias el fin de semana que rápidamente se llenaría de actividades de ocio programado. Muchas de esas personas tendrían hijos a los que cuidar, o una madre enferma, o un padre con demencia senil. Y probablemente yo, en medio de todo eso, era de las más afortunadas. Sin embargo, me iba por ese agujero de lo cotidiano sin pensar, como si se tratara de una cloaca.
Hace casi exactamente cinco meses que me subí por última vez a ese colectivo para hacer ese recorrido.

Escribo todo esto desde mi cama. De afuera llega el sonido no muy lejano de la radio de los vecinos. Esta mañana estuve en el gimnasio haciendo ejercicios de estiramiento; luego comí, luego dormí la siesta. He dormido estos meses como si no hubiera dormido nunca antes en toda mi vida, aunque sé que no es cierto porque a lo largo de mis treinta y siete años he aprovechado cada minuto en colectivos, fiestas, casas ajenas y reuniones para entregarme al sueño. Pocas cosas me resultan más placenteras.
Y pienso, también, en el placer del ocio. Ese placer que suele acabarse cuando prendo la televisión.
No hay nada en la sociedad contemporánea que incentive al ocio. Nada. Enciendo la televisión y veo la publicidad. Me cuentan que Pepe, por ejemplo, tiene una vida llena de actividades, de trabajo, pero también de hobbies y de deportes, y que sobrevive gracias a un suplemento vitamínico especial. También que “las mamás no toman días libres”, y entonces una aspirina milagrosa ayuda a una madre a no meterse en cama para seguir incansablemente junto a su hijo. Por otro lado, Juan “no tiene tiempo para un dolor”, y gracias al ibuprofeno puede recibir ese día a su novia en su casa, cocinarle y hacer como si nada pasara. Si no tenés ganas de salir a la noche lo mejor es cierto yogur con cereales y frutas, porque “apachorrarse” al parecer es un pecado que a todas luces debe ser combatido.
Me pregunto si, de los que iban en las mañanas en el colectivo conmigo, alguno tomaría uno o varios de estos productos. Porque está mal visto parar. Está mal visto ponerse a contemplar el cielo por la ventana (por lo menos se le pide al observador que lo haga con una cámara en mano, para sacarle alguna productividad al asunto). Está mal visto estar enfermo o triste y meterse en la cama por ello.
Si un familiar muere, lo mejor es tomar “un cuartito” de algo. ¿Para qué padecer, si es posible eliminar el síntoma? El síntoma se suprime con pastillas, casi invariablemente. Porque no hay tiempo que perder.

Es difícil entender cómo se aprovecha, sin embargo, el tiempo ganado gracias a la farmacología en una sociedad tan poco eficiente como la nuestra. Hace rato que los franceses descubrieron que la jornada de treinta y cinco horas no disminuía la productividad, pero en Argentina parece que las empresas tienen ideas muy contrarias. Se trabaja poco por objetivos, y por lo general se ve con buenos ojos que el empleado se quede fuera de turno, que realice horas extras impagas y si es necesario que trabaje también los fines de semana. Todo ello sumado a que los trabajadores parecen haber asumido su total identificación con aquellos de las propagandas. Hay, sin dudas, un cierto halo de importancia en el discurso permanentemente repetido que se cristaliza en frases como “estoy a mil”, o “estoy a full”, aunque pocas veces se puntualice de qué hablamos cuando salen a la luz dichas frases.
¿Qué es lo que esconden sentencias como “estoy a mil”? ¿Por qué nos tranquilizan? ¿Por qué nos tranquiliza agotarnos, salir del trabajo, ir a buscar al hijo al colegio, seguir con una clase de gimnasia, cenar y terminar exhaustos a las doce de la noche? Durante mucho tiempo he pensado este tema, y lo más cercano a una respuesta es que la hiperactividad es un buen remedio para la angustia.
Hoy en día se vive suprimiendo la angustia. El problema es que reaparece, y cualquier intento es poco: por cada cabeza cortada nacen otras diez.

Bien es cierto que tampoco la molicie es buena consejera, y la literatura nos ha dado sobrados ejemplos de aquello en que puede convertirse quien decide pasar sus días mirando la existencia desde un sofá. Ahí tenemos, por ejemplo, a Oblomov, novela que toma Levinas para hablar de la pereza. La pereza es cansancio de existir, nos dice. No es fatiga anticipatoria por el trabajo que vendrá, sino que simplemente no hay para el perezoso ningún porvenir. Y es así como el personaje de Goncharov ve pasar la vida delante de él sin siquiera necesitar levantarse para estirar las piernas de vez en cuando, y sin sacar de la contemplación de la vida ningún provecho.
Es posible malgastar a ese punto nuestra existencia: irnos de este mundo sin haber aprendido nada. Y sin embargo tampoco el ocio activo es mejor, pues a veces esconde una angustia profunda y un atroz miedo de existir, como le ocurre a los personajes de El cielo protector. Nunca nos enteramos de dónde les viene el dinero, y sin embargo están allí de viajeros por el Sáhara. Y nada parece consolarlos. La aventura del exotismo tampoco calma los corazones.
Tampoco los calma el reposo de la enfermedad, como les ocurre a los personajes de La montaña mágica, entre médicos, sobrealimentación, paseos por la naturaleza y reposos reglamentarios en el frío exterior. Al final, irrumpe la guerra con su varita mágica y todo se trastorna.

Hay, casi siempre, otro pensamiento secreto con respecto al ocio y a la contemplación: es la idea de que lo bueno no puede durar, que la calma no puede durar. Que toda vida demasiado fácil o demasiado tranquila termina llegando a su fin, como unas buenas vacaciones. Está muy bien la playa, pero: ¿cuánto tiempo se puede vivir pensando solo en comer, dormir, darse baños, sin ocuparse en nada más? Sin embargo hay quienes viven así toda su vida. Claro que quizá no sean católicos ni protestantes.
Digamos, que si estamos activos todo el tiempo, es mucho más difícil percibir que lo malo puede ocurrir y, si ocurre, la realidad es que por lo menos no nos encontró la desgracia sin hacer nada. Es probable, sin embargo, que la desgracia nos encuentre tanto en tiempos de ocio como de actividad. Pero las ilusiones no pueden matarse tan fácil.

Pero para volver al tema que nos ocupa, me pregunto: ¿es necesario, para vivir, ocuparse en algo? Creo que para vivir es fundamental ocuparse en algo, pero tendería a decir que la forma más plena -no hablo como ven de felicidad, pero sí de una sensación inconfundible de estar haciendo lo correcto- de vivir es que ese algo sea consecuencia de una pasión. Por lo general el amor a las ocupaciones es algo que se encuentra en el camino y no está predeterminado desde nuestra infancia más que en casos muy excepcionales, pero una vez encontrado no conviene renunciar a lo que se ama. El problema es que no sabemos lo que amamos. Por eso es más fácil ocuparse en miles de cosas, llenar el tiempo hasta que se cubra el más mínimo hueco de angustia, agotarse y consumir suplementos y pastillas, pero no llegar a la instancia de hacernos preguntas.
¿Por qué no tenemos tiempo para descubrir qué es aquello que amamos? Tengo la sensación de que mucho del tema tiene que ver con esto:
Con demasiada frecuencia, en el entorno inestable en que vivimos, tendemos a tomar la existencia como si fuera un ensayo para otro momento. Así, dejamos de hacer infinidad de cosas. “Cuando tenga el trabajo que quiero, entonces voy a ser feliz y tener una familia”, “cuando adelgace los cinco kilos que me sobran, entonces voy a poder comer dulces a veces y encontrar alguien que me ame”, “cuando tenga dinero, entonces voy a poder parar de hacer este trabajo que odio y comprar mi casa”. Así operamos por lo general, difiriendo: una vida siempre como ensayo de otra mejor que con seguridad nunca tendremos. Una vida de ensayo que no es tal, donde suspendemos nuestros deseos más profundos, o ni siquiera llegamos a darnos cuenta de cuáles son.
Una vida de transición, sin propósito, agotando el tiempo escaso de la propia vida.



**

-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.












SUAVE PALADAR*



Devoré completamente el dulce de mis alacenas
suave paladar
para lo que no ofrece resistencia.
Del otro lado,
la guerra y el mundo
aquí
la tersura de lo que se deja devorar
sin la menor resistencia
alimentos
blancos
sagrados
me resguardan de entrar en el gran salón
de los miedos. Mientras tanto
hay un afuera y un aquí
dos inmensos escenarios
volcados como pliegues de una misma tela
hacia lados opuestos
y  además hay otro sitio
otro
siempre otro
donde la vida es un trompo
que gira al revés.



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com















'Tristeza de la tierra' de Éric Vuillard*




*Reseña por FÉLIX TERRONES.




Tristeza de la tierra

Novela

Éric Vuillard

Páginas 144

Errata Naturae
2015


Con Tristeza de la tierra el escritor francés Éric Vuillard entrega al público una nueva viñeta del fresco literario comenzado con Conquistadores (2009). Como en la mencionada novela, pero también como en La batalla de Occidente (2012) y Congo (2012), el autor francés interroga un periodo de la historia humana desde un ángulo singular, el que le puede permitir la ficción. Así, si alguna vez exhumó la conquista del imperio Inca por parte de los españoles, las luchas intestinas entre ellos y, finalmente, la instalación del poder colonial; si alguna vez se interesó en la Primera Guerra Mundial y los horrores del colonialismo en África; en Tristeza de la Tierra Éric Vuillard aborda la historia americana. No se trata de cualquier época sino aquella durante el cual Buffalo Bill se convirtió en una leyenda viva, recorriendo de cabo a rabo los Estados Unidos con su Wild West Show. La historia americana, a través del ascenso, apogeo y ocaso de William Cody –mejor conocido en el espectáculo, por lo tanto en la memoria popular, como Buffalo Bill– permite al autor francés plantear inquietudes que desde Conquistadores aparecen, se radicalizan, se transforman una y otra vez.

Pienso, por ejemplo, en la manera en que historia –devenir histórico para ser más exacto– se encuentra vinculada con la civilización. No cualquier tipo de civilización, menos aún aquel que busca hacer de cualquier batalla, combate u acto violento el evento fundador de una sociedad, sino la que hunde sus raíces en el crimen, la expoliación, las masacres. De ahí que el atento narrador de Tristeza de la tierra se refiera a la civilización de esta forma: “La civilización es una enorme bestia insaciable. De todo se alimenta. Necesita pimienta, té, carbón, estaño. Nunca está satisfecha. La civilización reclama también alimentos menos materiales, pero enseguida se aburre”(p.25). Los actos considerados por la memoria colectiva como elevadas muestras de civilización no son otra cosa que la brutal manifestación de una bestia, una bestia que reclama para sí todo, sin entregar nada a cambio. Una bestia a la que son consagrados pueblos enteros, tribus y familias sin contemplación ni misericordia. En el caso particular de Tristeza de la tierra –melancólico título que parece evocar metonímicamente ese devenir histórico de la humanidad entera–, se aborda las diversas facetas del espectáculo. Civilización y espectáculo parecieran reclamarse a lo largo de la historia, como si una no pudiera existir sin el otro, como si se justificaran mutuamente; o bien, como si el cualquier gesto de civilización no pudiera recordarse bajo una forma que no sea la del espectáculo. Así lo sugiere el mismo narrador, una de las grandes proezas de Vuillard, en la segunda sección del relato: “El espectáculo es el origen del mundo. En él radica lo trágico, inmóvil en una rara obsolencia (…) Vemos, pues, que el espectáculo y las ciencias humanas se iniciaron en los mismos expositores, con curiosidades arrebatadas a los muertos. Hoy en día, en las estanterías de los museos no se encuentran más que despojos, trofeos. Y los objetos negros, indios o asiáticos que en ellos admiramos fueron sustraídos a cadáveres”. (p.11-14).

Dividido en doce secciones, de similar extensión, Tristeza de la tierra desarrolla diferentes aspectos del vínculo entre espectáculo, civilización en historia. Lejos de ser un entretenimiento desprovisto de consecuencias éticas, por las venas del espectáculo corre la sangre de diversos pueblos, inocentes víctimas de una cultura que lo fagocita todo, de una economía que evoluciona como una línea divergente de todo lo que sea humano. El dolor de los pueblos que fueron saqueados, representado por los objetos de las estanterías, se encuentra despojado de emoción, convertido en reliquia de vencedores, secuestradas de la violencia que hizo de ellos lo que fueron y son ahora. Felizmente, nos queda la literatura para insuflar, con las palabras, vida a aquellos objetos, escuchar lo que tienen que decirnos, recrear para nosotros, los lectores, el valor que alguna vez tuvieron, cuando no estaban encerrados en vitrinas, expuestos en ferias, en suma capturados por el espectáculo.


Éric Vuillard dedica su relato al Wild West Show de Buffalo Bill, personaje que bajo la pluma del autor no deja de ser tan cautivador como grotesco (puesto que él mismo es víctima de su espectáculo). No obstante, para abarcar del mejor modo posible las múltiples facetas del espectáculo, el autor francés también se detiene en las víctimas de éste; colectivas, como las tribus indias, pero antes que nada individuales, como Toro Sentado y, en particular, Zintkala Nuni, arrebatada a su tribu desde niña, obligada a integrarse a una familia y una sociedad tan adoptivas como postizas en su generosidad hacia ella. El destino de la joven india es contado a lo largo de todo un capítulo –“Comprar una niña”–, donde descubrimos que el espectáculo, lejos de oponerse a la identidad y la cultura, las absorbe en su gran flujo alienante:

“Existe una fotografía suya poco tiempo antes de morir. Posa vestida de india en la Exposición Panamá Pacífico de San Francisco. Y es curioso, pero en dicha fotografía parece ir disfrazada, ella que sin embargo era india. Y si, en esa lastimosa instantánea comercial, Zintkala Nuni nos parece una parodia, no es sólo porque su mirada triste y agotada nos grite, a través del traje y la puesta en escena circense, que moriremos quemados por nuestras máscaras. No: no es solo porque la hayan desfigurado con una cazadora de flecos y unos mocasines baratos. El motivo es aún más terrible. Si, así vestida, Zintkala Nuni, la niña de Wounded Knee, nos parece que vaya disfrazada… es porque ya no es india”. (p.66).

Bajo la perspectiva del narrador, la literatura es el medio que permite no tanto reconstituir el destino de gente como Zintkala Nuni como entenderlos, realizar un ejercicio de empatía con su drama anónimo, leve y grave a la vez. Por eso, el libro se cierra con un capítulo que es a la vez un silencioso alegato por la belleza en medio de la catástrofe y una sutil metáfora de lo que es el arte: la sección titulada “La nieve”. No cualquier tipo de arte sino aquel que se enfrenta con el pasado para intentar capturar lo auténtico, porque hacer de otro modo sería alienarse en el olvido o, lo que es peor, una memoria artificiosa. Pese a que lo auténtico se nos escape entre los dedos, de la misma forma que los copos de nieve a los que se hace alusión, nos queda el gesto y con él las páginas vibrantes que componen Tristeza de la tierra. Hoy por hoy, Éric Vuillard es uno de los más grandes escritores franceses. Saludemos, pues, que haya sido traducido al español. Sobre todo si se trata de un libro como el suyo, un libro con el que parece cerrar un ciclo donde interroga la manera en que Occidente hace su historia, los hiatos, fracturas y crisis provocados por su andar en la tierra, cansado escenario del dolor.




-Éric Vuillard

Francia, 1968. Escritor y cineasta. Autor de la novelas Conquistadores (2009), La batalla de Occidente (2012) , Congo (2012) y Tristeza de la tierra (2015). Ha dirigido dos películas: L’homme qui marche y Mateo Falcone, esta última basada en la historia de Prosper Merimee.




-Félix Terrones

Perú 1980. Autor de las novelas El silencio de la memoria (2008, “Mundo Ajeno”) y Ríos de ceniza (2015, “Textual”). Además, es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003, PUCP) y del libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014, “Nazarí”). Asimismo, ha publicado en formato electrónico el conjunto de microrrelatos Pequeño tratado de escritores (2015, editorial Aurora Boreal®). Diversos relatos suyos han aparecido en antologías y publicaciones peruanas e internacionales. Algunos han sido traducidos al inglés y al francés. Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Michel de Montaigne – Bordeaux III (Francia) donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana. Editor y antologador de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Ha sido invitado a dar charlas y conferencias en universidades europeas y latinoamericanas. Actualmente trabaja en la Ecole normale supérieure (Ulm). Colabora con diversos medios europeos y americanos con críticas y artículos. Ha traducido la novela Conquistadores del escritor francés Éric Vuillard. Vive en la ciudad de Tours (Francia).














*


Se nos mueren los padres,
se nos quiebran
como árboles secos,
se desgajan
sobre la rama verde de los hijos.
Ay, el leve polvo
que la muerte
deja flotando en el aire
y que al sol
oscila
como si bailara la ausencia en la tarde.
Lenta,
prodigiosa,
como si pudiera tocarse,
como si no fuera
apenas
un hueco en el alma de dios.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













MACETA EN LA TERRAZA*



En esa maceta olvidada en un rincón de la terraza
las lluvias del verano
hicieron brotar unas cuantas hojas verdes
bastante grandes
que  demostraron mucha voluntad de vivir
e insistieron en multiplicarse
con cierta alegría. Nadie dejó
caer en la tierra una semilla
-sólo tierra oscura y terca había en esa maceta-
nadie esperó con impaciencia
que surgiera  un brote de aquel fondo negro
ni  le echó agua
día a día
inclinando un cacharrito averiado
alimentado por esa confianza
con que el porvenir nos alumbra
cuando regamos una  rústica maceta,
las hojas salieron a la luz sin testigos
solas
despejadas ante la espesura de un aire
que las recibió a sus anchas
en ese rincón sin  nada de sol y poco abrigo.



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com











*



Elsa remó en las aguas de Augusto

Soñé que me decías: Así no.
Esto no es lo que imaginaba.

En sueños me decías
lo que despierto ocultabas.

Y te negabas a mí
con la furia de una
mujer indignada.

Ya sé qué siente
un hombre cuando llora:

Es como un cuerpo que duerme vestido
por si a cualquier hora de la noche
la vida viniera a buscarlo.


*De María Belén Aguirre.
(Tucumán – 1977)












"Muerdo y sigo" *



*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com



Ya no hay ojos que buscar
la humanidad toda
está en mí
empantanada
el lodo tiene una esencia
más vaporosa
menos mineral
me sobrevive
lo animal
en mí
solitaria
completa
no espera
muerde

muerdo y sigo

ya no hay nostalgia ni recuerdos
ni sueños
ni deseos
soy ahora
más temeraria que mis pesadillas.


**


 -Lorena Suez es Lic. en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1975 y es madre de Damián y Ana Lucía, de once y seis años. Participa en los talleres de Siempre de Viaje y en los eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma parte de la Antología compilada por Virginia Janza, Tetas. Historias de Pecho,  con su relato “Desde el Mandarino” (Textos Intrusos 2015).
Asiste a ciclos de poesía y eventos artísticos de la Ciudad de Buenos Aires. En 2015 y 2016 fue invitada a la Feria del Libro. Participó con sus poemas en muestras de arte en el Centro Cultural Recoleta y fue convocada a escribir y a leer para la Muestra fotográfica Yo Misma. Historia de mujeres que se masturban, de la fotógrafa Julia Flurín. En julio de 2016, presentó un adelanto de este libro en el Museo del Libro y de la Lengua.
Hace más de cuatro años, Lorena dibujó la tapa de un libro y eligió un nombre: Mujerflor. Pintó flores humanas, hojas y rostros detrás de los pétalos. Lo hizo sobre madera, tela, ventanas y objetos hasta que las imágenes empezaron a contarle palabras. Entonces, el sueño de este libro, sin dibujos, sin colores. Una versión a la intemperie de Mujerflor.




 Viajera Editorial presenta:


- Intemperie de Lorena Suez

- Fragmentos del fin de Eugenia Coiro.


 -Martes 6 de diciembre 19 hs en Casa del Bicentenario.
Riobamba 985.  Ciudad Autónoma de Buenos Aires







InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/




Oliverio*


*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar

Vestido con una enorme capa negra que ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un desorientado vampiro, con el cabello ensortijado y el semblante pálido, Oliverio deambula sin rumbo, alejándose de la ciudad, atormentado por el siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.
La había visto cara a cara. Podría jurarlo delante de cualquiera. Fue durante una oscura y pegajosa tarde, donde la atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz metralla de los truenos y desatar, instantes después, la peor de las tormentas que recordara Buenos Aires en muchos años. En aquel preciso momento, Ella se había dejado ver atravesando los añejos muros del Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, sito en la calle Suipacha al 1400.
Por aquel entonces, Oliverio vivía con su esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y los encuentros con aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la primera vez. Una noche habían sido interceptados al regresar de un café literario por el hierático espectro de un jesuita encapuchado que les heló la sangre. En otra oportunidad, vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una esclava negra por las cañerías que descendían de los techos, buscando escapar de sus ya extintos captores. Y más tarde, hasta un distinguido Lord británico de raigambre victoriana, con flamante galera y reloj de oro a la cintura, paseaba de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna, insinuando acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de caballeroso saludo.
Pero ninguna de estas imágenes lo había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven, hermosa, casi virginal… Se deslizaba fuera del Museo y entraba a su casa subrepticiamente, mirando en derredor con cierto temor, como si no reconociese el lugar donde se encontraba. Y a diferencia de las demás apariciones Ella, exclusivamente a él, le hablaba… Oliverio nunca había podido descifrar su lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no alcanzaran a cubrir.
Pero su mirada, de una tristeza tan profunda como hermosa, era lo que más lo desconcertaba, fascinándolo a la vez. Haberla conocido implicaba no poder olvidar esos ojos claros. Y quizá fuera eso lo que ansiaba recuperar Oliverio, luego de que la muerte de Norah lo dejara en el más desolador de los desconsuelos: una mirada de amor, proveniente de unos ojos puros, diáfanos como un cielo de verano, que lo atravesaran con su ternura de lado a lado.
Consternado por llegar a concretar el encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen tiempo acerca de la secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que había fallecido en 1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la Recoleta, confundiendo a los incautos varones que la tomaban por una bella joven solitaria y desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda. Ellos le ofrecían sus sacos para protegerla del frío, atesorando la esperanza de un momento de amor, pero terminaban siendo finalmente desairados, mientras contemplaban incrédulos la manera en que Ella escapaba hacia las profundidades del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar muchas vueltas en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre uno de los cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña del ataúd…
Luego, la Dama de Blanco se había trasladado unas diez cuadras, errando a lo largo de la distinguida Avenida Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el por qué de semejante trayecto, para recalar en las proximidades del Museo, aposentándose casi entre sus muros y los de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto Oliverio, deseoso por un reencuentro que jamás había vuelto a concretar, hipnotizado hasta el fin de sus días por aquella mirada, imposible de olvidar…
Muchos años han pasado desde entonces, sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido, al fragor de sus poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del espacio y la localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de coordenadas compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce hacia los lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo descubrimos, sorprendido mientras llega durante una helada noche de luna llena: una desierta estación de ferrocarril, perdida en medio del campo, que misteriosamente lleva su propio nombre.
Los rieles se extinguen a pocos metros de allí, devorados por la oscuridad, que apenas permite entrever un pálido destello lunar y metálico con el que delata su presencia. La rústica silueta de la estación se confunde con las extrañas formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al lugar un toque siniestro que impulsa con fervor a la huída del testigo ocasional. Sin embargo, Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse cuenta de las asperezas del terreno que lo circunda, causado por el más insondable y urgente de los presentimientos.
Una ráfaga de viento helado revolotea su capa al acercarse al derruido umbral de la ventanilla de la boletería, carcomido por la erosión del tiempo. La reja que separaba al empleado de los futuros pasajeros se encuentra tamizada por mugrientas telarañas, aposentadas allí por espacio de varias décadas. El crujido que producen bajo su tacto las maderas podridas del estante para recoger los boletos no lo sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de la escalofriante lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro de la habitación, luminosidad que le puebla el alma de esperanza y desboca su corazón.
Busca a tientas la puerta que conduce al interior de la estancia, y luego de un par de forcejeos con la cerradura oxidada, consigue que la pútrida hoja de madera le ceda el paso. Avanza trémulo hacia dentro, notando que aquel destello no ha hecho más que aumentar su intensidad, brotando desde la tortuosa grieta de uno de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El milagro, informe cual volutas de humo, se expande dentro del cuarto, corporizándose con dificultad, impedido aún de mostrarse tal cual es. Oliverio extiende moroso los dedos de su mano derecha hacia él, alargando su brazo, esbozando una palpitante sonrisa luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado al rictus de amargura que lo representase desde la triste muerte de Norah.
La aparición culmina de materializarse, definiendo a la recordada silueta de la Dama de Blanco, con un tenue y escotado vestido de nívea gasa que revela unos pálidos hombros delgados y la suave curva de unos pechos adolescentes, apenas ocultos por los bordes de una rubia cabellera lacia que enmarca su rostro angelical. Y coronando esa dulce carita inocente, aquella perturbadora mirada de ojos claros, profundos e insondables, transportando a quien los contemple hacia territorios inexplorados de la psiquis y el corazón.
Oliverio se estremece ante esos ojos, sin dejar de sostener su mano abierta hacia Ella, extasiado ante la posibilidad de acercarse, acariciarla, besarla… Una sutil ráfaga helada se cuela entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería, ondulando su inquietante capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar; y para sorpresa de Oliverio, esta vez lo hace con palabras claras, un lenguaje definido, un mensaje inequívoco.
-Quiero que me hagas tuya –le sugiere u ordena.
Una miríada de sensaciones se abalanza sobre él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El cálido y hasta fraternal amor experimentado en vida hacia Norah, el ancestral miedo ante lo desconocido, una inédita tentación al placer más lascivo que pudiera haber imaginado… En un instante las imágenes más representativas o banales de su vida desfilan delante de sus ojos, como si al escuchar esa frase de sus labios hubiese ingresado en el caótico vórtice de un remolino que lo deseara arrastrar hacia el más allá, aunque dejando en su lugar, ajeno a su propia persona, un nombre que le otorgue identidad a este lugar, perdido y quizá olvidado, más no por las evocaciones que pueda suscitar el apellido Girondo.
Entonces, Oliverio descubre en un inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de frases erráticas e imágenes discordantes que han dado identidad a su obra literaria-, que se le ha ido la vida buscando un amor semejante a éste, que su entidad humana parece haberlo abandonado desde hace ya mucho tiempo, que en un lugar de la Pampa llamado Girondo –dentro de su derruida estación de ferrocarril- parece haber encontrado su propio fin humano, más no el de la leyenda de una enamorada pareja de ultratumba…
Se acerca hacia la Dama de Blanco, quien le sonríe por primera vez, con grácil expresión. Oliverio le rodea los hombros desnudos con su capa azabache, que aletea en derredor como si quisiera izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo vuelo de murciélago. Y con un gesto aguardado por ambos durante decenios, se buscan las bocas con pasional sutileza, besándose en un abrazo que trasciende la muerte y los eleva hacia la noche.
Una imponente luna llena resulta el único testigo del encuentro, donde una capa negra y un vestido de gasa blanca se elevan por encima de las ruinas de una estación ferroviaria y se pierden enamoradas rumbo a las estrellas, glorificando la cualidad de convertirse en eternos amantes…







***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

ÁLVAREZ DE TOLEDO

POLVAREDAS.  JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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