*Obra de Walkala.
-Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
Mirá,
me dijo:
el amor
nos atraviesa
como un fuego
de arena.
¿Será
que la ternura
proviene
de los mismos
infiernos que la soledad?
Yo supe un día
todo sobre la luz.
Guardé
bajo siete
llaves la respuesta.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
COMO UN FUEGO DE ARENA…
*
Algo se ha roto
en un origen. Somos fragmentos que ya no pueden constituir ninguna unidad.
Seguramente no hay origen, así que no sabemos ni qué se rompió ni cuándo ni por
qué. Pero nuestro lenguaje no logra decir lo indecible que sin embargo está, y
es más vivo que todas las palabras extranjeras que no nos representan: entonces
percibimos la ausencia de algo que no se puede decir. Y que además, está
prohibido como si no fuera suficiente no poder decirlo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
El duelo*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
El paisaje era
rojo. El sol de agosto, una moneda caliente en el cielo. El hombre entró a la
tienda. Sus pasos eran lentos. Bestia vadeando un pantano, ensoñada, parecía.
Cargaba una maleta de cuero. La dejó en el piso. El tiempo le había devorado
sus colores, también parte de las asas y las correas. A punto de reventar el
hombre. Un vaho caliente lo recibió. El vaho ascendía en el polvo. Y el gesto
del hombre, aturdido, reconociendo la sutil humareda, el fuego. Se detuvo,
indeciso, a unos pasos del mostrador, parpadeando apenas.
“Tiene los ojos
enfermos”, pensó Amescua, al otro lado del mostrador, “tiene los ojos
amarillos, como de gato. Parece que peleó con varios coyotes, que rodó por una
pendiente rocosa, que atravesó medio mundo con su maleta”. Amescua había estado
jugando solitario. Obstinado era los domingos. Muchas horas, los dedos
decididos e insomnes en la baraja. Las cartas, entonces, exhalaban tequila,
humedad, hastío. No vendía mucho pero el juego le despejaba la mente de
nubarrones. La curiosidad en los ojos. Ponía la mirada en todas partes.
Alucinada iba a los anaqueles, al vuelo de los insectos, a las indecisas
sombras de los paseantes. Y derrotaba al tiempo, Amescua, mientras el verano
ardía.
Una bocanada de
luz iluminó por completo al hombre. Libre de penumbras, como flotando, pudo ser
examinado. Amescua reconoció a López, el hombre que había abandonado el pueblo
años atrás. Reconoció el cabello de paja, el gesto rabioso y enfermo. No se
había ido, también, el alma humeante, la ira en el cuerpo. “A veces parecía
estar en calma”, recordó Amescua mientras López se acercaba al mostrador, “pero
alrededor de él, como ahora que inclina el rostro y finge no conocerme, hay
zumbidos y sus palabras arden”.
López examinó a
Amescua. Le obsequió una débil sonrisa, casi imperceptible, un destello. El
gesto le arrugó el mentón. Los ojos, por la sonrisa, más pequeños, más
inestables eran. Las densas miradas, silenciosas, se encontraron. Pero en las
silenciosas no hubo expresión. Las dos de humo, apenas brillaban en la tienda.
—Unos cigarros
—pidió.
—Tengo sólo sin
filtro —indicó Amescua
—Está bien.
López buscó el
encendedor entre sus ropas. Amescua fue por los cigarros. Mientras dejaba la
cajetilla en el mostrador sintió la pesada mirada de López. Como si muchos ojos
lo miraran. Entonces, el alma carcomida. El cuerpo era un hueco. Y deslumbraba
agosto en los anaqueles, en los frascos de conservas, en la madera del
mostrador. La luz, sentía Amescua, los ponía a prueba, los obligaba a recordar
más cosas. Pero torpes en la memoria se sintieron. Los dos atados a ese
momento. Y en la tienda encallando los sentidos, poco a poco, en el silencio.
López prendió
el cigarro. Ablandó su expresión el breve resplandor en su cara. Puso la mano
derecha en el mostrador. Las uñas crecidas, despostilladas; de loco, eran. Como
si rascara en las noches las paredes. Amescua miró sus manos de muerto. López
elevó lenta, como plegaria, una nube.
—Han pasado
muchos años—dijo.
—Muchos, es
verdad.
—¿Por qué te
fuiste?
—El hastío, el
recuerdo de una mujer, tal vez.
Amescua apretó
los labios. López miró su maleta. Luego alzó la cabeza. El humo en su boca se
amontonaba y luego, las nubecitas dispersas, con un soplido, llegaban al otro.
—Los recuerdos
son malos, sólo alborotan —dijo Amescua ladeando la cabeza, esquivando un poco
la mirada, mordiendo los labios y el humo.
—¿Desde cuándo
tienes la tienda?
—Algunos años,
desde que te fuiste.
Un niño entró a
la tienda. Una mosca en el ámbito. La solitaria hacía círculos sobre una
botella de cerveza. Después se posó en un costado de la maleta. El niño miró un
instante a López y pidió una veladora. Amescua arrimó una silla y fue a los
últimos anaqueles. En las alturas, por la ventana, la línea del horizonte. El
infinito agosto. Desde arriba, también, el sombrero maltrecho de López y la
sombra uniforme de la maleta. Amescua podía oír, minuciosa, la combustión del
cigarro; su crujido. La incandescencia se avivaba, diminuta, bajo la penumbra
del sombrero. La mosca había seguido el movimiento de Amescua y ahora, mientras
la mano buscaba, se regodeaba en las devastadas maderas del techo.
—¿Cuánto es?
—dijo el niño.
—Diez pesos.
La caja
registradora rompió el silencio. Las lentas monedas rodaron al fondo. El niño
salió de la tienda. López despachó el cigarro, pero los dedos, acostumbrados a
su memoria, siguieron rígidos y dispuestos. Después, liberados del impulso,
escudriñaron la barba.
—¿Vendes mucho?
—le preguntó.
Amescua miró el
fondo de la caja registradora. El cajón con los recibos. Unas ligas. López
seguía en el mismo lugar, uno mismo con su maleta. Amescua siguió los
remanentes de su voz. Sus ojos brillantes como una burla. La mosca ligera
descendía, una pluma; y se estrellaba, belicosa, contra una ventana.
—No mucho, a
veces los domingos —dijo, al fin, Amescua.
La torpe
abandonó su embestida. Luego, intermitente, sobre la camisa de López. Una y
otra vez a los hombros, al cuello, a la cabeza.
—Va a estar un
buen rato ahí, molestándote —dijo Amescua.
López bajó la
vista. Intentó, sin muchas ganas, espantarla. La abundante luz de la calle, en
oleadas, en la tienda.
La maleta
parecía oscilar. También López. En un sueño, borrosas, las siluetas. Como en
agua turbia. Los broches oxidados y las asas.
“¿Por qué se
fue del pueblo?”, pensó Amescua, “por qué apenas puedo recordarlo”. Y cuando se
hundía la mente en las preguntas, cuando la memoria iba por ellas, un par de
moscas entraron. Las recién llegadas, en el ámbito de López, animosas,
parecían. Se unieron a la otra. Como vivas hermanas, con júbilo, revolotearon.
—Siguen
llegando —dijo López, casi resignado. Y miró sus manos calmas, desvanecidas,
pálidas.
—¿Por qué te
fuiste? — volvió Amescua.
—Los recuerdos
aguijoneaban, ya te dije.
Amescua supo
que mentía. Las moscas fueron peregrinas a la maleta. Se pasearon, como
alambristas, por las asas. La maleta, su figura parda, el cuero tenso. Y
Amescua con ganas de aplastar a las intrusas, de maldecir a López, de incendiar
entre risas la tienda.
—¿Qué pasó con
los que dejé, dónde están? —dijo el inmóvil.
El brillo en
sus ojos decreció. Parpadeó más rápido. Unas arrugas en la cara. Los cabellos
que escapaban del sombrero, dispersos en la luz, como el volátil fuego en el
verano. Movió la cabeza: un aura de amargura en el perfil, en la mirada.
—No sé, algunos
siguen aquí, en el pueblo.
“Decía que iba
a huir, que el aire de la región mataba a la gente”, pensó Amescua, “luego la
plática con los perros, sentado en las bancas del parque, en la tarde”.
A pesar de la
proximidad, por los pensamientos, Amescua dejó de mirar a López. Fantasmas,
volutas, figuras de aire: su mente. Cuando volvió a él una decena de moscas se
arracimaban en la maleta. Muy juntas zumbaban. Vibrantes. La tienda caldeada,
pensó, por el diminuto temblor de sus alas.
—¿Qué tienes en
la maleta?
—Recuerdos,
muchos.
López hundió la
mirada. Las nervaduras de los ojos, el fervor en las manos, el gesto salobre.
Su respiración temblaba, perdía ritmo, se desbocaba.
Amescua inclinó
el torso. Su sombra, un segundo cuerpo, avanzó en el piso. Las moscas, ante la
amenaza, buscaron el costado opuesto de la maleta.
—Estos
animalillos —dijo López mientras desenvainaba otro cigarro.
—Tal vez el
humo las espante.
—No lo creo.
Las necias, a
media furia, persistían. Su leve zumbido casi arrullaba.
“Decía que no
entendía a los hombres”, pensó Amescua, “que en sus almas estaba agazapado el
odio, la insensatez, la locura”.
El humo pronto
en la boca de López, igual que antes, como si no hubiera pasado el tiempo.
Instantáneo milagro, la borrasca, se desvanecía.
—Cuando me fui
el sol estaba a la misma altura, sobre el horizonte —dijo López mientras
señalaba tembloroso las ventanas.
El gesto
perduró, inacabado en las manos. Duraba porque levitaba en el calor. Porque en
la perseverancia buscaba respuestas. Amescua aprovechó la distracción para dar
unos pasos al lado, casi llegó a la esquina del mostrador. López percibió el
movimiento y dio un paso atrás. El cigarro medio consumido, entre chispas, en
el piso.
—¿A dónde vas?
—le dijo.
—¿Qué tienes en
la maleta?
—Eres curioso,
desde niño.
Una mancha
negra en la maleta, por las moscas. Reinas del zumbar seguían en su apretado
convite. Amescua, ante la visión, náuseas, olas lentas, una marejada en el
cuerpo.
—Tú casi no
respondías preguntas…
No pudo seguir hablando
por la necesidad de agua, de apagar el hormigueo en la piel. López, frente a
él, en la tarde inútil. Su figura nacida cada segundo, entre zumbidos, cada
instante.
Una fumada, una
nueva nube, una aureola en los labios. El combate seguía en los ojos. La luz en
la maleta, para las moscas, un abrevadero.
—¿Recuerdas qué
día me fui?
“Sólo recuerdo
sus palabras, su figura en la calle, después de la escuela”, pensó Amescua,
“pero sus palabras, como ahora, encendidas, locas”.
Un poco de
viento entreabrió la puerta. Por el espacio otro enjambre de moscas. Varios
pelotones cubrían la maleta.
—Cunden las
moscas, resuenan —apuntó López, casi con deleite, recitando un poema.
Amescua abrió
la puerta del mostrador. A menos distancia el otro más frágil, blanquecino,
parecía. Quizá por eso Amescua avanzó. Las moscas seguían entrando. Al
principio vagaban, deslucidas. Las intermitentes. Un montón de frases
dispersas. Luego posadas con delicadeza, las patas, engrosando el contingente
en la maleta.
—¿Por qué
acuden tantas? —dijo Amescua.
—Es beneficiosa
tu cercanía, les gusta —respondió López con una sonrisa.
Amescua tenía
muchas preguntas. Los dos, a la distancia, a punto de hervir. Una nube
diminuta, de repente, en el recorrido del sol. Y las sombras en la tienda se movieron,
como pájaros en escape.
—Quita la
maleta, para que se vayan —dijo al fin Amescua.
—No puedo.
—Entonces sal.
—Necesito
respuestas, por eso las moscas, por eso la maleta. ¿No entiendes?
Amescua sopesó
las palabras del alucinado. Buscó verdad en su incoherencia. En el sombrero, en
los modos descompuestos, de espantapájaros, pensó. A escasos centímetros todo
parecía más claro: el odio, el torvo hedor de las moscas. Una mirada. Las locas
ansias recorrían a Amescua. Entonces, ante la complacencia de López, ignorando
la repulsión, puso las manos en las asas de la maleta. La fiesta de las moscas
mudó al techo, a las ventanas, a todos lados. Oscurecían el ámbito, las breves.
La nube de simultáneos cuerpos. Al mismo tiempo, también, los hombres
forcejeaban. La maleta pesaba y los brazos y las manos no cedían. El movimiento
casi irreal de los combatientes, muy lento: de hombres viejos, de formas que
suceden a escondidas, en la noche. La violencia menguó y las moscas, por
contraste, se desbordaban. Repletas estaban en el cielo de la tienda.
Los hombres,
ignorantes de la celebración, brillaban sudorosos y enfermos. Latían las
sienes, los párpados, incluso las pesadas respiraciones. A la distancia, por un
resquicio de la puerta, se veía el cuadro vivo de dos hombres, apenas con
fuerza, con un asa en la mano, buscando una inútil victoria. El cierre de la
maleta comenzó a ceder. Amescua asomó los ojos. También López. En los ojos hubo
consternación, pero también incredulidad, asco, desvarío.
Entonces las
arremolinadas se unieron en una nube. A punto de llover de tan pesada. Y con un
solo impulso, un cuerpo que entra de lleno en otro, invadieron entre alaridos
los labios, los brazos, los cabellos, los ojos.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
4 *
Perdida en un
cuerpo.
Como quien
busca restos
sin delatarse.
*De Paula
Novoa.
-Poema incluido
en Hija de mala madre.
-Paula Novoa
nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua,
Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura
con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.
Publicó: El
año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala
madre, Cave Librum Editorial (2016).
Actualmente
trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del
municipio de Moreno.
OVACIÓN Y
VUELTA AL RUEDO*
*Por Eva
María Medina. relojesmuertos@gmail.com
En una sala
fría, un hombre serio, con bata y guantes blancos, observa a una serpiente con
la cabeza machacada. El hombre pone música clásica. Después, coloca al reptil
en una posición ventrodorsal y, con un bisturí, hace una incisión desde el
cuello a la cloaca. Suda. Suda mucho. Frente, cejas… Con la manga de la bata,
se quita el sudor. No dañar ningún órgano, piensa. Con pinzas y tijeras, va
separando piel y músculos. Lo hace con mimo, casi con cariño. Cuando ha
terminado, lo admira. Luego, limpia la mesa y coloca una lámina de corcho del
tamaño del animal. Encima de la lámina sitúa el cadáver. Coge unos alfileres
gruesos. Va pinchando la piel, uniéndola al corcho. Despacio, con paciencia;
siguiendo el curso de aquel cuerpo alargado. Primero, el lado izquierdo;
después, el derecho. Al concluir, hace unas fotografías. Apaga la música y
enciende una videocámara. Comienza la grabación. Expone las características del
ofidio, añadiendo que ese ejemplar les llegó con la cabeza machacada.
«Normalmente mueren de causas naturales.» Va señalando sus órganos. «La
tráquea», dice, «está formada por anillos cartilaginosos incompletos, su
porción ventral es rígida y el extremo dorsal es de naturaleza membranosa.»
Fija la vista en el pulmón derecho y lo señala. «Casi abarca todo el cuerpo.»
En él ve secreciones, mucosidad, un color blanquecino demasiado rojo. Mira a la
cámara y habla de ello. Problemas respiratorios, piensa. Muestra el izquierdo,
más pequeño, diciendo que el funcional es el derecho. No así en el resto de
reptiles. Con las pinzas mueve el corazón, mostrando ventrículo y aurículas.
«Esta movilidad», indica luego, «facilita el paso de la presa por el esófago».
Se imagina cómo el esófago, esa telilla tan fina, se dilata y por él pasan
ratones, sapos, pájaros… Una digestión que puede durar días, incluso meses.
Muestra el tubo digestivo; de la boca a la cloaca. Explica que el jugo gástrico
de las serpientes, al tener un pH muy ácido, le permite digerir los huesos de
sus presas. Con las pinzas palpa el estómago, que tiene aire dentro. Se fija en
unos puntos blancos, posibles parásitos, y hemorragias. Más golpes, piensa. «No
hay cuerpos de grasa. Está muy debajo de su peso. El hígado parece sano.» Sitúa
la vesícula biliar junto al páncreas y el bazo. Muestra dos riñones lobulados.
Al dar con los ovarios, comenta que es hembra y explica las diferencias. Añade
algo sobre los intestinos y se despide.
Apaga la
videocámara. Se enjuga el sudor y pone la música. Cierra los ojos. Los arpegios
lo envuelven. Se quita los guantes y se acerca al reptil. Palpa los anillos
cartilaginosos de la tráquea. Tan flexible, tan elástica. La rodea con los
dedos y se ríe, mostrando unos dientes pequeños. Luego, hinca sus uñas y
aprieta. De un tirón, la arranca. Se lleva un extremo a la boca y, con los
dedos ligeramente arqueados, toca. Allegretto. Tres por cuatro. Laa sol si la
sol si laaaaa sool fa sol fa mi reeeee… Cuando se cansa, tira la tráquea al
suelo y escruta el cadáver. Coge las pinzas que mueve como si dirigiese una
orquesta. Detiene el brazo y, fijándose en la víctima, lo extiende como si
blandiera una espada. Clava las pinzas en el hígado. Una y otra vez, hasta
despedazarlo. Quedan trozos pegados a sus dedos que se quita con el trapo. Se
abate. La melodía le deprime. Hay que seguir, seguir… aniquilando, destruyendo…
Ahora agarra… las tijeras y trocea la vena cava. Se excita. Imposible parar.
Mete sus dedos en el estómago sintiendo sus paredes musculares. La vesícula
biliar, ese saco verde que le repugna, lo aplasta con sus nudillos. Extirpa
ovarios, riñones, páncreas y bazo, que desecha tirándolos al suelo. Luego,
taconea sobre las masas viscosas con sus zapatos grandes y negros. Oye los
aplausos. Escucha los oles, que braman. Se debe a su público. Coge los
instrumentos. En la mano izquierda, las tijeras; en la derecha, el bisturí.
Acerca las manos y alza los codos. Se sitúa frente al animal. Con los pies
juntos inclina el cuerpo hacia un lado, da un salto, y clava tijeras y bisturí
en el tubo digestivo. Aplauden, gritan. Saluda a la afición. Luego, sujeta el
trapo por la espalda con ambas manos, da medio giro, y lo levanta deslizándolo
por el lomo de la serpiente. ¡Ole! El hombre se pone de rodillas con el trapo
extendido sobre el suelo. Después, lo alza pasándolo de izquierda a derecha
sobre la cabeza del reptil. ¡Ole, ole! Se levanta y saluda. Gritan su nombre,
lo quieren. Mientras remata una verónica, sabe que no puede retardarlo más.
Coge el bisturí y se concentra. Mira a la serpiente. Le corre un sudor frío. El
estoque de muerte. Se lo debe. A su público. Se lo debe. Segundos, apenas unos
segundos, y el hombre atraviesa el corazón del animal extrayéndolo del cuerpo.
Oye los vítores, las ovaciones. Se pasea por la sala empuñando el bisturí con
el corazón ensartado. La multitud agita pañuelos blancos. El presidente otorga
la lengua. El hombre abre la boca aporreada de la serpiente, estira la lengua y
le da un tijeretazo. Rodea la mesa de zinc alzando la lengua bífida. El público
brama. Le tiran claveles, tangas rojos, negros que coge y huele sonriendo
mientras piensa en la próxima disección.
-Eva María
Medina (Madrid, 1971) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad
Complutense de Madrid. Sus cuentos han sido publicados en revistas literarias,
españolas y latinoamericanas, y en diversas antologías. Relojes muertos (Playa
de Ákaba, 2015) es su primera novela.
Pájaros y
memoria*
Laurie Anderson
escribió en su espectáculo “Homeland” una historia con la que comienza el show.
En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo exista, vuelan sin
tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema surge cuando el
padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el cadáver ya que es
una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera vez que algo así
les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la parte trasera de su
propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.
Magnífica
poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros
padres en las nucas abultadas.
Historias,
olores, sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores
que retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos
que no conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado,
tibio y gélido, maravilloso y atroz.
El cadáver del
padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los
que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos
que conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y
sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.
Tan cerca que
lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que
no podemos ver. La memoria.
Cuántas veces
habrá deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre. Tantas como las que
le llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer
cuando reconoce.
Y llevamos, es
cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos
ayudan a mirar.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Secreta
ofrenda*
Con la prestada
luz
de un antiguo
recuerdo
que conserva
aún
su claridad
meridiana,
avivo cierta
hoguera
que se niega a
morir
de escarchas,
acosada.
En secreta
ofrenda
se retraen
los bordes
punzantes
de la noche, se
quitan
se alejan. Ya
no hieren.
El ritual
comienza si la piel
reclama su sed
si la sangre
acelera el pulso
cuando el
recuerdo impera
y puedo volver
a amar
como la vez
primera.
En secreta
ofrenda.
.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
“Se escribe
entre las fisuras que van dejando el tiempo y la angustia.”
* De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Inventren
Estación
Eduardo Casey*
Me dijiste que
un tren es cosa hecha para llegar, me dijiste que los arribos y las bienvenidas
y los festones tricolores y las bandas de música siempre desafinadas. Me
dijiste hace mucho que los niños correteando en los andenes, que las señoras
repintadas que las muchachas anhelantes. Me hablaste de soldados regresando a
casa, de trabajadores golondrina (golondrinas, trabajadores con alitas oscuras
tal vez, muchachos de cuerpos enjutos), de trabajadores golondrina que retornan
y los abrazan los brazos de sus mujeres de mucho niño y olla de hierro.
Que los trenes
unen acortan distancias, que los trenes corren de una ternura a un beso, de un
suspiro de pañuelo bordado a un caserío perdidito en el campo vasto. De los
trenes me hablabas te acordás, de esas máquinas de vapores y truenos, de
nostalgias y pasados, de durmientes quietos y las vías relucientes a fuerza de
rueda abrasadora.
Entonces
llegamos a esa estación, y la estación estaba dormida, y el campo estaba
dormido, y el cielo ardiente del verano no reaccionaba. En la estación entonces
de pronto. Entonces de pronto tu cara, esa mirada que detenía las ruedas y los
pistones, De pronto tu cara y la mirada y el silencio. Y entonces en la
estación Casey se nos detuvieron los trenes y se congelaron las gotas en las
canillas, las arañas en las telas, se fundieron los pájaros en el azul del
cielo, las vacas en el verde, los humos en las nubes inalcanzables.
Mal decorado,
pintura descascarada, estaciones donde no hay ni arribos ni risas ni lágrimas
de las que lloran alegrías.
De pronto en la
estación Casey se detuvo el tren y se detuvo para siempre.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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