*Dibujo de Erika
Kuhn.
La mosca en el
techo*
*De Ivana
Muzzolón.
A las tejas.
A los cielos de
invierno.
A las nueve de
la noche.
Siguen mudando
los vecinos las piezas de una moda pasada.
Siguen
marcándose las doce y el semáforo no cambia.
Siguen los
vidrios empañados.
La mosca en el
techo que no para de mirarme.
Y esa humedad
en la pared.
Cuántas
hormigas en el teclado.
Cuántas arañas
en el ropero.
Cuántas
preguntas
y esos árboles
desnudos.
¿Viste esta
noche?
¿Y esa mosca en
el techo que no para de mirarme?
Hay un pájaro
picoteando el vidrio.
Hay una hormiga
en el plato vacío.
Hay un gato en
mi cuello.
Hay moscas en
mis oídos.
Y esa repisa
que parece caer.
¿Viste dónde
quedó la mañana?
¿Y esa mosca en
el techo que no para de mirarme?
Hoy es sábado
y sin embargo
parece domingo
¿Y el viernes?
¿Quién escondió
el viernes?
¿Qué hicieron
con el jueves?
¿Viste el hoy?
¿Dónde está la
mosca que estaba en el techo?
¿Dónde estoy?
-Ivana
Muzzolón nació en Moreno en mayo de 1980. Actualmente vive en Lezica y
Torrezuri (Luján).
Es docente,
escritora y pintora.
*Poema de su libro La mosca en el
techo. Cave Librum, 2016.
CUÉNTAME LA FÁBULA ESA QUE NO TIENE NI PRINCIPIO NI FIN…
El último día de
septiembre*
-Fragmento de
la novela-
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
“La decisión
final y la historia de las migajas sobre la mesa. Hay palabras adecuadas como
bermellón o sincronía. Los lentos pasos de un gato y la luz que forma caras en
el piso. Había soñado con la selva brasileña y al mirarse las manos descubrió
fragmentos de lluvia y de animales. El olor de las gardenias llegó hasta las
nubes. Libros circulares, preguntas impregnadas de anís, escondidas en los
armarios, esperando fermentar en largas espirales de absenta. Alguna vez
intentaste hablar con una roca, le contaste de los sábados, de aquel maniquí
que te miraba todas las noches. Por un momento te sentiste cazador de focas y
el frío llegó a los dedos y provocó efectos tumescentes. Un hielo. Pájaros
grises y verdes. Sientes aleteos en la garganta. El silencio es un animal
manchado de humedad y la tristeza es el frágil esqueleto de un paraguas. Apagas
la llama de la candela. Dibujas un hoyo negro con los dedos. Es tan fácil
cambiar el nombre de las calles. En el desconcierto se perfila una. Cierras los
ojos y comienza el regreso”. Dejó la pluma en el escritorio. Se acercó a la
ventana. Miró el papel en el que acababa de escribir como un objeto extraño,
una huella que se diluía por la acción del tiempo. En el cielo, una nube.
Parecía desvalida, una anomalía. Las letras latían en su mente. Le gustaba
escribir aunque a veces se sentía demasiado infantil, un poco ridículo. Solía
pensar en lo que dirían sus compañeros de trabajo si se enteraran de su afición
secreta. Era septiembre y, después de varias semanas de lluvias constantes, el
cielo se mantenía limpio, con breves nubes que ofrecían al espectador una vaga
noción de equilibrio. Las calles estaban en silencio. R se alejó de la ventana
y se movió por la habitación. Se acostó en la cama y miró el techo. Estuvo así,
casi inmóvil, aletargado.
Después de un
rato se levantó de la cama, fue a la cocina, destapó una cerveza, prendió la
computadora y se puso a trabajar. Su rostro se iluminó por el resplandor de la
pantalla. Transcurrieron un par de horas. Anocheció. Las luces de las lámparas
en las calles avivaban insectos. Recordó la nube que había visto y supo,
mientras mandaba un último correo, que esa formación en el cielo representaba,
de alguna forma, la serie de actos repetitivos que colmaban sus días.
Despertarse, afeitarse, subir al auto, ir al trabajo, regresar. Pensó en nubes
solitarias, a la deriva, como islas sin ningún asidero. Volvió a la cama y
alargó la mano al interruptor de la lámpara que estaba en el buró. El foco se
iluminó. La luz no era plena y mantenía algunos rincones en la penumbra. Unas
violetas proyectaban una sombra alargada. La sombra, con un poco de
imaginación, recordaba la silueta de una mujer. Apagó la luz y volvió a
prenderla con la esperanza de más detalles, quizás el vago perfil de los
hombros, del rostro o de la cabeza. Pero la sombra seguía en la misma posición,
indecisa junto a una pila de libros, renuente a mostrar más señales. Derrotado,
apagó la luz. Se sintió como un animal salvaje, al acecho de algo que nunca
llegaría. Tendría que levantarse temprano para arreglar pendientes en la
oficina. La noche era una recapitulación, una tregua con los hechos ocurridos desde
la mañana hasta el crepúsculo de la tarde. Pero era, así lo creía, una paz
falsa, porque cuando comenzaba a quedarse dormido se sentía acosado por una
enfermedad invisible y silenciosa. Por eso, cuando despertaba por la alarma del
despertador, a las siete o siete y media de la mañana, creía que su cuerpo
estaba más cerca de una derrota probable. A veces tenía insomnio y bebía
cerveza hasta que dejaba de pensar en el día siguiente y su atención se
concentraba en el reposo del líquido en el vaso, en las diminutas burbujas que
ascendían a la superficie y formaban una capa escueta y blanca. Ahí naufragaba
cualquier pensamiento íntimo, cualquier intención de sondear la memoria para
recuperar un saludo, una decisión tomada muchos años antes. Era un tiempo presente
en la habitación, un páramo yermo que empezaba a erosionarse cuando cerraba los
ojos. A veces la lámpara permanecía encendida y las sombras en la habitación,
quizás impulsadas por las ramas de los árboles del exterior, agitadas por el
viento de la madrugada, semejaban cuerpos femeninos, miembros turgentes que se
entrelazaban sobre la alfombra, en un éxtasis que se extendía hasta alcanzar la
parte baja de la cama y que moría con los primeros resplandores del día.
***
“El cuerpo es
un espacio vacío que entra en acción con el pensamiento. La proximidad de la
mujer amada forma caudales de sangre y reactiva órganos que permanecían
displicentes, como animales adormecidos. El deseo, entonces, pasa del plano
imaginativo al físico. La vulva se humedece como si añorara una antigua lluvia.
El miembro del hombre rememora la memoria de una piedra. El encuentro sexual es
el de dos viajeros en un bosque profundo. El sudor es una savia que transforma.
El grito es un filo brillante que se abre paso en la garganta”. R dejó el libro
en el buró y se quitó los lentes. Hacía un poco de frío. Un leve viento agitaba
las ramas de los árboles. Escuchó pasos en las escaleras del edificio. Se asomó
por la mirilla. Ese verano una joven se había mudado al departamento de enfrente.
La miró en el pasillo, vestida con unos pantalones de mezclilla y una playera
blanca. Desde el primer día R trató de seguir todos sus movimientos. Sabía que
ella, en las mañanas, antes de salir, prendía el radio y escuchaba las
noticias. Por las cortinas entreabiertas de su ventana podía ver que ella abría
el refrigerador en busca, quizás, de un envase con leche. Después de unos
minutos adivinaba el momento en que su mano iba al botón para apagar el radio.
Creía percibir unos pies dirigiéndose al baño. Entraba el calentador de paso
con su fuego en ascenso. El agua caía en la ducha. La imaginaba desnuda, bañada
por la luz del sol que volvía más tangibles sus pechos, el hueco del ombligo,
la parte superior de los muslos. En una ocasión R se mantuvo expectante en la
mirilla. Ella se detuvo frente a la puerta de su departamento, dejó en el piso
una bolsa del supermercado y sacó un llavero plateado. Antes de abrir la
puerta, miró alrededor. Fue un vistazo fugaz, alimentado por la sospecha de
tener una presencia cerca. Una sonrisa apareció en su rostro. Era una sonrisa
discreta motivada por un recuerdo, una escena de su vida en la que también se
había sentido observada. Percibió un acoso tranquilo, elaborado a fuego lento,
una mirada que sólo atestiguaba. Por esa razón la sonrisa apareció sólo como un
destello, como el reflejo de una ventana en la ciudad, el perfil de unos labios
en un vaso de cristal o el vapor de una taza de un café ascendiendo y
perdiéndose entre las voces de un restaurante. La muchacha cerró la puerta. R
se quedó en la misma posición, apenas respirando, como un vigía de piedra,
sumergido en la noche, esperando las primeras luces de la mañana. En esas
tardes de otoño el edificio parecía estar en los límites de una playa
abandonada, llena de rocas y despojos marinos. R se alejó unos pasos y puso la
mirada en su mesa atestada con papeles del trabajo. Se preguntó qué haría el
resto del domingo, el último de septiembre. Quizás regresar a las páginas del
libro o prender el televisor para mirar una vieja película. A lo lejos
distinguió el ruido de un auto. Muchas tiendas estaban cerradas. Algunas voces
destacaban en la calle. Se prometió seguirla la mañana siguiente, después de
que ella saliera de su departamento y echara llave a su puerta con ese movimiento
de manos que tenía mucho de ritual y de oficio lentamente calculado. Esperaría
unos segundos y bajaría por la escalera cuidando no hacer ruido. ¿Cuántos
metros serían los adecuados para conservar el anonimato, para no delatarse? Su
silueta podría confundirse con otros peatones. Tal vez ella le haría la parada
a un autobús con dirección a la universidad o a algún edificio de oficinas. Él
iría tras ella, en una caza fervorosa pero destinada a la derrota. Tras sus
pasos hilvanaría una oración, un monólogo un poco desquiciado, algo como un “te
sigo, miro tu cabello, el movimiento de tus brazos y espero con otras personas
la señal del semáforo para cruzar la avenida. Hace frío en la ciudad, las
banquetas están mojadas por la lluvia de la madrugada. Las tiendas abren sus
cortinas, algunos repartidores pedalean en sus bicicletas. Un niño descalzo te
pide una moneda y buscas en tu bolsa mientras el viento agita la banderola de
un hotel y pone a bailar la página desprendida de una revista de modas. Mis zapatos
pasan a unos centímetros de la página, quiebran ramas secas, patean el cadáver
de una lata. La avenida se puebla, alimenta minuciosa sus ruidos. Sé que estoy
lejos del edificio y me empiezo a inventar excusas para dejarte de seguir, para
abandonar tu rastro e ir a un café a desayunar, intercambiar un par de palabras
con el mesero y disimular con unos huevos revueltos mi fracaso. Quizás te siga
todos los días hasta que te mudes de ciudad o de domicilio. Pasarán los años y
me haré viejo en este edificio, único sobreviviente de mis papeles y de
películas viejas que veré hasta el hartazgo. Entonces, buscaré a otros viejos
como yo, habitantes de otros edificios, que también contarán historias de
mujeres como tú, apariciones en sus vidas, fantasmas a los que apenas hablaron
y que sólo apresaron en el terreno de las probabilidades, de los sueños
febriles e inconclusos”.
***
“Los cuerpos
estaban desperdigados por campos, calles y en los techos de algunas casas. El
avión tuvo una falla en el motor principal y se desplomó desde 10 668 metros de
altura. Quizás algunos pasajeros murieron de forma instantánea. Varios fueron
encontrados en sus asientos. El evento ocurrió en instantes. Muchos cadáveres
están fragmentados. Entre las plantas quedan algunos recuerdos: muñecos de
peluche, agendas, pasaportes, zapatos”. R apagó el televisor. Era casi
medianoche. Cerró los ojos. El ruido del reloj parecía un latido que se perdía
en la habitación. Se internó en el sueño y pronto llegó a un campo de
girasoles. A la distancia se podía ver una columna de humo negro. Olía a
quemado, a gasolina. Caminó con dificultad entre las plantas. Sentía las
piernas pesadas. Tenía la mente vacía. Avanzaba con una secreta convicción,
como si el humo fuera algún tipo de respuesta, un elemento que completaba una
lógica desconocida. Después de varios pasos tropezó con algo oculto entre la
hierba. Bajó la mirada y encontró el cuerpo de una mujer rubia. Estaba desnuda
y con los ojos cerrados. Miró sus piernas juntas, los pies llenos de tierra
húmeda. No percibió ninguna herida. Parecía haber nacido de la tierra que
oscurecía algunas partes de su cuerpo. La mujer abrió los ojos y sondeó el
cielo que era recorrido por una nube solitaria. El movimiento, leve, hizo que
sus piernas se separaran. El oscuro vello del pubis hacía contraste con la piel
muy blanca. Pudo ver diminutas venas constelando sus senos. Tenía pecas
alrededor de la nariz. Pensó en cada marca de su cuerpo como parte de la
cartografía secreta de todas las mujeres. La mujer se levantó lentamente. Su
cabeza ascendió entre los girasoles, como si fuera uno más de ellos, alimentada
por el sol que caía a plenitud. Después se acercó a él y le bajó el cierre del
pantalón. Ella se inclinó, sacó su miembro y comenzó a masturbarlo con la mano.
Luego usó su boca para alimentar la erección. Él sintió un hueco que se abría
paso desde las entrañas. Podía identificarlo en su estómago, en las costillas,
en todo el pecho. Las manos de ella estaban frías, pero la sensación de su
tacto no era incómoda. El placer lo inmovilizó, sus piernas estaban rígidas y
sus labios secos. Sin embargo, a pesar de la satisfacción corporal, se sentía
frágil. Pensó que al eyacular tendría la certeza de que él era uno de los
pasajeros del avión. Quizás estaba perdido entre otros altos girasoles o
abandonado en un campo desierto, con el rostro mirando la tierra, asediado por
las moscas, esperando un imprevisible rescate, un milagro. Trató de mirar más
allá, hasta donde se adivinaba el perfil de una colina, y se preguntó por la
soledad de un cuerpo muerto. La mujer ahora le lamía el vientre. “¿Qué dicen
las cosas que rodean a un muerto?”, pensó él. “¿Cómo pueden permanecer
impasibles, sin cambios, ajenas a todo?”. R llevó la mano a los cabellos rubios
de la mujer y sintió su textura. Miró las clavículas afiladas, la línea de la
espalda que terminaba en la curva de las nalgas. El placer aumentó y los
pensamientos fueron a objetos inmediatos, desperdigados en su entorno: turbinas
humeando, restos de plástico fundidos por el fuego, pedazos amorfos de metal.
También había hierba quemada, huellas oscuras que podrían permanecer vivas por
semanas, meses. La mujer había regresado a su miembro dispuesta a llegar hasta
el final. R, en medio del sueño, quiso resistir, no descubrir si estaba entre
los restos del avión, con los ojos abiertos, parpadeando lentamente, esperando
un último latido. Quizás su realidad, disfrazada por el placer, estaba en su
habitación. Tuvo miedo de su cuerpo abandonado en la cama, bocarriba, con los
brazos extendidos, ocupando casi todo el colchón, como si estuviera aburrido y
la única razón para respirar fueran las figuras imaginarias en el techo: nubes,
formas femeninas, rostros afilados, edificios demasiado altos y deformes. La
erección en la boca de la mujer era más grande y el flujo de su semen era el
del tiempo, el de los segundos indistintos e irrevocables. Alguna vez leyó que
en la habitación de un muerto los objetos son más grandes, un espejo es una
superficie amenazante, un armario es un vigía lúgubre y solemne. Nadie quiere
abrir la puerta de la habitación. Nadie quiere ser el primero en descubrir el
cadáver, cerrar sus ojos, acomodar sus manos en el pecho. El líquido seminal
comenzó a moverse. El límite del mundo comenzó a desvanecerse. A poca distancia
se podían percibir las fisuras entre la vigilia y el sueño. Los girasoles se
volatilizaban. A lo lejos seguía la densa columna de humo. Se mantenía casi
vertical, compacta, como si formara parte de una fotografía que se resistía a
desaparecer. La mujer retiró la boca de su miembro y la eyaculación surgió
restaurando la conexión con la vida. R tuvo una última visión mientras se
vaciaba, la de su cuerpo a pocos metros del avión, con las manos abiertas,
llenas de tierra. Sus manos convertidas en raíces oscuras, en flujos de agua
absorbidos por la hierba. La mujer rubia alcanzó a sonreír.
Despertó.
***
Una revista de
modas está abandonada en la banca de un parque. Está abierta por la mitad. Algunas
páginas están arrugadas, quizás por la acción del sol o por el recuerdo de una
lluvia reciente. Una página medio rota ondea como una bandera y, después de
unos momentos, se desprende para sobrevolar un arbusto y posarse, como un
curioso insecto, en el piso adoquinado. R camina por el parque. Parece que va a
llover de nuevo. En el noticiario de la mañana dijeron que septiembre será un
mes lluvioso. R se sienta en la banca. Apenas se fija en la revista que parece
envejecer rápidamente, desintegrarse en cualquier momento. Mira a unos niños
mojándose en una fuente. Es el primer lunes del mes y la siguió, como casi
todos los días, por las calles hasta la parada del autobús. No sabe si va a la
universidad o si se dirige a un complejo de oficinas. Quizás trabaja en un
despacho jurídico, lleva las cuentas de varios negocios o atiende un escritorio
en una oficina de gobierno. No se atreve a subir al mismo autobús. Sólo puede
imaginar la ruta y a ella en uno de los asientos de adelante. Las voces de los
pasajeros en medio del rechinido de los frenos. Un tope, después una vuelta y
la espera en un crucero transitado. Quiere pensar que ella encuentra algo
distinto, irrepetible, en cada uno de sus viajes. R camina de regreso al
edificio. Tiene trabajo pendiente, papeles que revisar, correos estancados en
la computadora. Piensa en el mapa de sus recorridos, rutas que no se alejan
mucho de los vagabundeos de su adolescencia. Piensa en los lugares visitados en
su niñez, cuando vivía en la ciudad de México, parques que se fueron llenando
de basura, bancas que se fueron desmoronando embestidas por una marea
invisible, nutrida de contaminación y lluvia tóxica. Esta ciudad de provincia,
a la que llegó después del terremoto de 1985, ha crecido y sus engranajes giran
a una velocidad más rápida. Los nombres de las tiendas son fugaces. De un día
para otro aparecen nuevas avenidas. Se asfaltan calles, se construyen puentes y
las personas en los autos parecen más aturdidas, atrapadas en una peregrinación
inacabable que se interrumpe en los cruceros. Ahora las tapas de las
alcantarillas son robadas para vender el acero. Ahora los callejones son más
oscuros. Ahora las malas palabras generan balazos y los balazos cumplen
puntuales con su cuota de cadáveres tiesos, cubiertos por mantas, escoltados
por un par de blancas y temblorosas velas. Por eso no le gusta salir de noche.
Sueña con un autoexilio, con ser prisionero por su propia voluntad y quedarse
en el departamento todo el día, pidiendo comida por teléfono, escribiendo y
leyendo libros. A veces sube al último piso. Ahí uno de los dos departamentos
abandonados no tiene puerta y adentro se acumula el polvo, la suciedad y restos
de lluvia que parecen fermentar larvas de insectos que, una vez adultos,
revolotean su efímera existencia en los pasillos. En ese lugar, luchando por
contener el vértigo, mira el horizonte de la ciudad, los anuncios
espectaculares que en la noche cobran vida y ocultan lo que ocurre abajo. R
llega a la entrada del edificio. Sube las escaleras. En un departamento se
acumulan los recibos de la compañía de luz y una telaraña en una maceta
atestigua los meses de soledad, la dificultad para rentar o vender ese espacio.
Muchos interesados piden informes y fruncen la nariz cuando se enteran de los
precios. La escalera es recorrida por el silencio y por un leve bochorno que
entume la frente y los párpados. R llega a su piso y da un respingo cuando la
encuentra en la entrada de su departamento, con un sobre amarillo en las manos.
En el breve lapso de tiempo antes de saludarla se siente víctima de un engaño.
Trata de calcular los minutos que transcurrieron desde que salió tras ella y
llega a la conclusión provisional de que se bajó del camión pocas cuadras
después y regresó a paso rápido para llegar antes que él. Quizás recogió el
sobre en el buzón que está en la planta baja o lo compró en una papelería
cercana. R sonríe y le tiende la mano: “Hola”.
*Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones
como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal.
Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
El precio de
los regresos*
Cuando partí no
sabía
el precio de
los regresos.
Ignoraba que
hay monstruos
bajo la
superficie
cuya visión no
puede
soportar la
razón.
Que la luz no
penetra
las simas
abisales
donde el Olvido
acecha.
También
desconocía
que las mareas
traen
decepciones sin
nombre
entre coral y
espuma.
(No sabía
tampoco
que todo viaje
es largo
cuando es en
soledad)
He aprendido
que toda
navegación
esconde tempestades
y crepúsculos
negros;
que la ruta
es un capricho
de los dioses
y el tiempo un
aliado del naufragio.
Pero Ítaca
exige tales pruebas.
No todos los
viajeros
gustarán los
manjares del retorno.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Arenas
de Ítaca
PESADILLA*
Estaba en el
Circo Plumkier, dentro de una jaula con 10 tigres que se acercaban y tuve que
saltar la reja de la jaula para escapar. La desgracia fue caer en el recinto de
los cocodrilos. Inmediatamente dos de ellos, enormes y con la fauces muy
abiertas, se lanzaron sobre mí con ánimo de comerme. Me zafé del primero
mediante un escorzo y del segundo lanzándome al agua. Lamentablemente en el
agua estaban los otros tres compañeros que al verme chapotear, nadaron hacia a
mí a toda velocidad. Tuve la suerte de poder agarrarme al trapecio y salir
volando por los aires. Dando una pirueta extraña uno de mis pies quedó
enrollado en la cuerda y caí a plomo desde una altura de 15 metros; reboté en
la cama elástica y caí dentro del carromato de los osos. Un oso enorme y peludo
se acercó a mí con la fauces abiertas y moviendo las zarpas en actitud
agresiva. Parecía enloquecido y rabioso. En todo este tiempo puedo asegurar que
no sentí miedo. Cuando realmente me aterroricé fue al despertar y darme cuenta
de que la pesadilla había acabado. A partir de ahí debía enfrentarme con el
mundo real.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
Barcelona
OBSTINADOS EN
LA FELICIDAD*
Hay quien desea
ser feliz, quien ha renunciado a ello, quien se debate cada día entre la
desesperanza de los ocasos perpetuos y la cegadora luz del mediodía.
La vida nos
trae a cada brazada un aroma confuso. Y mientras en algún lugar un niño empuña
un fusil, en otro la suave mano de una madre aparta con gentileza un mechón de
cabello de la frente de su hijo.
Todo transcurre
ahora, y no es imposible que ambos niños sean el mismo. Todo transcurre ahora.
La vida se despliega en alas y garras. Y la sangre es símbolo del asesinato
tanto como del amor.
Desde el
autobús en movimiento las imágenes se fragmentan en fotografías inconexas. El
propio espíritu fragmentado entre pasadas derrotas y calideces. Fragmentos del
universo, fragmentos de uno mismo.
Y un hombre sonríe
con tristeza, y alguien llora de felicidad, y todo vale la pena por un momento,
y de pronto nada tiene sentido. La paloma torcaza muerta en el cordón de la
vereda, si, pero también esos adolescentes que se confunden en un beso que es
el primero, el único beso que ha confundido dos cuerpos.
Un pueblo
muriendo por la sequía, un sobreviviente. El mar que da y que quita. La
ancestral sorpresa que nos causa el caótico universo. Todo transcurre ahora.
Y las cosas se
marchitan, mueren, se confunden con el pasado nivelador. Pero también la
germinación. Para qué, si al final; pero también la germinación.
Esa atávica
frase del tiempo de la siembra y el tiempo de la cosecha. Nacer y morir. Y
vivir entre medio, la maravillosa y atroz tarea del vivir entre medio. Hoy,
ahora, cuando todo y todos y nosotros transcurrimos. Ahora.
Los auténticos
viajeros del tiempo, los verdaderos astronautas; somos los protagonistas de
nuestro relato y nos vamos moviendo junto con la galaxia.
Nada es simple
ni fácil, nunca los dados repiten el golpe de fortuna, hay puertas que se
cierran para toda la eternidad, frases que ni dijimos ni diremos, cansancio
acumulado y a futuro, fantasmas en el vano de la puerta a medianoche. La
esperanza del amor, el agua que se dispersa en diamantes leves una tarde en el
jardín, la sensación maravillosa de estirarse luego del sueño. Los anhelos; que
a veces se encabalgan en los dos territorios, y hacen sufrir, y también
impulsan hacia la vida.
Sorteando los
manchones de sombra, la tristeza, esperando el alba. Mientras la rueda de la
vida rotura las generaciones; sabemos que por ahora estamos en nuestro ahora,
que este tiempo de maravillas y espantos nos ha salido en suerte, que estamos
aquí entre bodas bautizos y funerales. Ahora.
Y aunque no nos
concedan los hados el éxito en nuestra empresa, seguiremos obstinados en la
felicidad.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
La mujer
presumió un sueño mientras transcurría un tiempo innominado. Lo devastador de
la humanidad había colmado, a la saciedad, su hambre. El sueño irrumpió para
hacer posible a lo que, los humanos, llaman realidad.
Luego, la
especie humana quedó reducida a pequeños grupos esparcidos en la redondez.
La voz del
tiempo se apagó. Habían recorrido sendas imaginadas que no llevaban a ninguna
parte. Sólo a sus maquinaciones. La hembra, más instintiva, redujo su mirada en
un hilo de agua que brotaba en algún lugar y a un escondrijo maltrecho. El
macho, sólo adujo que debía aprender a cazar lo que podía y recordar la
ceremonia del fuego.
Luego, logradas
sus pretensiones, descubrió las estrellas. Nunca las había mirado. Y nació el
asombro.
*De OSCAR ANGEL
AGÚ. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
-De
MICROFICCIONES-
Amanda*
*De Ivana
Muzzolón
Amanda dibuja
historias
en la arena.
Sabe de otros
mundos,
y cuenta sus
sueños.
La oscuridad
es sólo
un escondite
provisorio,
un juego.
Amanda acaricia
mientras el
sueño
le toca la
espalda,
sin pedir nada.
Corre en
bosques
tras zorros y
cocodrilos.
Busca abrazos
de madrugada
y descubre
puertas escondidas.
Dice que los
duendes usan paraguas
en los pies y
viajan en colectivo.
Ella ha tomado
sin antojo ni capricho
la vida por lo
simple.
Amanda parece
saber qué palabras
pronunciar para
estremecer.
Ella cuenta
historias que
alguna vez soñé
y luego olvidé.
Amanda quitó el
sueño.
Ella me invita.
Ella me
recuerda a mí.
Ella me
recuerda a vos.
Ella, es toda
ella.
-Ivana
Muzzolón nació en Moreno en mayo de 1980. Actualmente vive en Lezica y
Torrezuri (Luján).
Es docente,
escritora y pintora.
*Poema de su libro La mosca en el
techo. Cave Librum, 2016.
*
Siempre
recuerdo lugares donde supongo que nunca estuve y vuelven a mis sueños. Me resultan
más familiares que los lugares conocidos. Llega un momento en que ya no se sabe
qué es recuerdo y qué es imaginación y si lo real no es más frágil que lo
inventado.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Pequeña
historia de trenes y hielos*
(De la estación
Rolito – ferrocarril Midland)
Fue entonces,
después del escándalo, cuando el gringo se fue a vivir allí. En medio del
campo, aunque no era campo sino una franja de tierra rodeada de agua. Su fiel
asesor comercial Graham compró lo que pudo o lo que le vendieron: 15.000
hectáreas de las cuales más de 10.000 son de lagunas permanentes no parece un
negocio razonable. Tenía la intención de vivir alejado del mundo, dispuesto a
vivir de la caza y la pesca. Con la tranquilidad de los Apalaches, pero en
Argentina.
El inventario
incluía la antigua estación de tren Rolito, con un edificio habitado por una
familia. La laguna “del Venado” y parte de la “Paraguaya”.
Aprendió como
pudo algo de español. Mando construir una vivienda pequeña, y ya instalado,
dedicaba sus días a tallar frases de la cultura popular que le enseñaban los
peones de la estancia en unos durmientes que se hacia traer para ese fin.
“No hay mal que
por bien no venga” fue una de las primeras frases talladas en quebracho.
En ese invierno
cayo nieve después de 42 años. El campo venía con meses y meses de seca.
Eran señales
débiles. Lo había anunciado un científico ruso unos años antes pero la
advertencia pasó de largo. O no se comprendió bien la complejidad de la
relación entre efecto invernadero y el ciclo de declinación de la energía
solar. Khabibulló Addusamatov no fue él único, pero si el más conocido de los
científicos que anunciaron la cercanía de una pequeña edad de hielo en el siglo
XXI.
El gringo
mientras tanto seguía tallando frases, pescando y según decía –aunque nadie
encontró ni una línea en un anotador: escribiendo un libro. Más o menos por esa
época encargo un proyecto a Glenn, su arquitecto amigo de Carolina del Sur.
El arquitecto
le contesto estaba chiflado o algo por el estilo, pero él insistió: “El futuro
está en el sur” estas tierras y ese proyecto eran el resultado del diálogo a
solas –sin asesores espirituales- con su Dios. La noticia de la construcción de
un complejo hotelero de cinco estrellas frente a la estación Rolito corrió
rápido entre los pueblos vecinos, más aún cuando la obra –un complejo hotelero
para pasajeros y albergue transitorio- se hacía en medio de la nada o casi al
borde de una laguna sólo frecuentada por pescadores de pejerrey.
Fue años
después, cuando el complejo ya estaba construido cuando ocurrieron
acontecimientos imprevistos, o los milagros, según como quiera verse.
En la primavera
del 2019 volvió el tren.
El gringo
seguía tallando, de esa época es la frase “Nunca seremos dos sin lastimarnos”
de la desconocía autor pero que dedicó mentalmente a su ex mujer, a la que
seguía amando, aunque detestara en ella esos símbolos comunes que la acercaban
a la estética de las mujeres republicanas que llevan collar de perlas en el
cuello.
La llegada del
tren empezó a generar las condiciones para abrir el complejo hotelero.
El gringo Mark
se había hecho devoto de la imagen de la Virgen de Lujan que encontró bajo el
alero de la estación. Los paisanos le explicaron que era la patrona de los
ferrocarriles y “muy milagrosa”. El ex gobernador hacia gestos visibles de orar
y tocaba la base del pequeño oratorio. Nuestra señora del amor a distancia,
como la llamaba delante de los paisanos de Guaminí que oraban como él antes de
subir al tren, le devolvería lo perdido y más.
Al hombre quizá
no le pasaba desapercibido la esencia egoísta del rezar, pero no le parecía del
todo mal ese individualismo de las personas que ruegan por sus seres queridos y
por sí mismos. No tanto por el buen destino de la humanidad.
Durante el más
crudo invierno del que se tenga noticia fue cuando la virgen de la estación
lloró perlas de hielo. En el parlamento se discutía el cierre de los
ferrocarriles de fomento por el déficit fiscal que generaban al Estado. Los
caminos se congelaron y los camiones se quedaban varados en la nieve. El tren
mixto de Carhué a Puente Alsina circulaba sin problemas. Un conjunto de
locomotoras provistas de barre nieve aseguraban que las vías estuvieran
despejadas y confiables. A pocos meses de una previsible clausura el tren se
volvió imprescindible. La humanidad había dilapidado gran parte de sus reservas
de combustible fósil y la imprevista llegada de una pequeña edad de hielo que
duraría décadas obligaba a que el transporte colectivo tuviera la tecnología
más apropiada para afrontar el duro racionamiento que permitía abastecer al
consumo industrial y doméstico.
Mientras tanto
el complejo de hoteles del gringo prosperaba. Los turistas llegaban en tren
para hospedarse, disfrutar y aprender patinaje sobre hielo en las lagunas. Las
parejas venían también en tren para hacer el amor en el albergue por horas.
El gringo,
además de manejar la caja, atornillaba sus maderas con dichos populares y
frases por todas partes. En los jardines se hacían concursos de tallado de
obras de arte en hielo y los premios convocaban a artistas de todo el mundo.
Al llegar en el
tren desde la oscuridad de la noche, impresiona ver a lo lejos las luces que
los hoteles proyectan al cielo. De cerca asombraban sus torres y murallas de
aspecto medieval recubiertas en hielo. Sólo hay que cruzar una calle para
hospedarse en el Stanford Palace Rolito.
Y allí, arriba
del dintel, sobre la mesa de recepción del conserje, quien preste atención
podía leer uno de los dichos que el gringo escucho de los paisanos del lugar:
“Un pelo de
concha tira más que una yunta de bueyes”
*De Urbano
Powell.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland- & -Ferrocarril
C.G.B.A-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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