*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
EL HOMBRE QUE SIEMPRE GANABA*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Autómata
(Del lat. automăta, t. f. de -tus, y este del gr. αὐτόματος,
espontáneo)
- m. Instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos.
Es verdad que el hombre que caminaba por las densas calles de
Londres era Matías Blumfeld. También es verdad que los únicos datos dignos de
mención en su biografía eran una infancia ocupada por la soledad y el estudio
obsesivo del ajedrez. Sin embargo, a pesar de esta parca y casi invisible
memoria, los pocos que lo conocían percibían –acaso en la mirada, en la forma
de atusarse el bigote– una vida secreta que enmascaraba alguna indecible
aventura, una pasión que lo hacía un extraño para los demás. Matías Blumfeld
había evitado el matrimonio y su vida se limitaba a administrar un local de
antigüedades en Clifford Street, herencia familiar que lo mantenía ocupado
cerrando tratos no siempre ventajosos, limpiando el polvo de muebles y estantes
en donde se apilaban añejas figuras de porcelana y cuadros traídos de los
confines del mundo. En las noches, alumbrado por la mala luz de una bombilla,
esbozaba movimientos de ajedrez frente a las piezas inmóviles de un oponente
imaginario. En su temprana juventud había derrotado a los más variados
oponentes en todos los clubes de Londres. Estaba por ingresar a los círculos
profesionales cuando sufrió varias derrotas que le hicieron perder la confianza
y lo alejaron de los torneos públicos. Siguió jugando con algunos conocidos,
pero con el tiempo fue abandonado esta costumbre para recluirse en sus
imaginaciones. A veces soñaba que cada movimiento en el tablero, por ínfimo que
fuera –el tímido avance de un peón al inicio del combate– representaba una
dirección en un camino que se bifurca; una plática que brota al azar y que se
mantiene sin ninguna razón aparente. Todas las noches, después de cerrar la
tienda, estudiaba las partidas más célebres de la historia y buscaba en
patrones reconocibles como los que siguen las aves migratorias o como los que
trazan nuestro destino en las palmas de las manos.
Una noche de invierno, antes de cerrar la tienda, llegó un hombre
de piel curtida por el sol y rasgos vagamente orientales; su densa barba era la
de un derviche. El hombre distrajo la mirada en un colorido candelabro
veneciano y, con un inglés en el que no se distinguía ningún acento, le dijo:
–Vengo a ofrecerle un libro.
Blumfeld se mostró indeciso pues el mercado de libros antiguos
había decaído y prefería hacer inversiones seguras; sin embargo había algo en
los ojos del hombre, después asociaría ese misterio con un brillo metálico, un
punto de luz en la mirada, que le hizo asentir en silencio y calarse los lentes
de lectura. El hombre sacó de una maleta de cuero un libro de tapas amarillas
cuyo título genérico, Historia
del ajedrez, no decía más que el nombre de su autor, Jacob-August
Roth. Examinó con cuidado el libro tratando de encontrar alguna referencia para
datarlo. Sus dedos recorrieron páginas agrietadas hasta dar con la fecha y
lugar de impresión: París, 1890. El hombre permanecía del otro lado,
complaciente, con las manos extendidas sobre el escritorio. Blumfeld adivinó en
él un esbozo de sonrisa, como si esos momentos de silencio fueran una elaborada
trampa.
–¿Cuánto quiere por él?
El hombre, con voz calma, pidió 80 libras aduciendo que el libro
era único pues el resto del tiraje había desaparecido en el gran incendio de la
Biblioteca Nacional de Viena en 1918. Blumfeld asintió con condescendencia:
estaba habituado a escuchar historias que le esgrimían para convencerlo de una
adquisición dudosa. Meditó su decisión mientras miraba los dibujos de tableros
y piezas de ajedrez que poblaban las páginas. Pensó que no era excesivo el
precio y, además, podría convivir como un detalle curioso con los tomos de su
biblioteca dedicados al tema. Pagó y, justo cuando iba a hacer más preguntas,
el hombre dio media vuelta y se alejó hasta desaparecer por la puerta.
El libro permaneció varios días con otros volúmenes antiguos que se
apilaban en un alto mueble de roble. Una noche decidió poner orden así que hizo
una lista y se dispuso a revisar su acervo más reciente. Catalogó una biografía
de Chesterton, una edición en castellano de Las
mil y unas noches de Antoine Galland y los tres primeros tomos de
la Historia de Francia de
Michelet. Cuando iba a abandonar la tarea encontró las tapas amarillas de
Historia del ajedrez cuyas marcas parecían repetir en la penumbra los rasgos
del hombre que había entrado a la tienda unos días antes. Comenzó a recorrer
los capítulos que se sucedían sin ningún orden discernible: una partida de Ruy
López de Segura, primer campeón del mundo; el arte en las piezas de marfil
hechas en Persia; el surgimiento del ajedrez en las cálidas tierras de la India
septentrional y su posterior desarrollo en el mundo árabe. Iba a cerrar el
libro cuando llegó a un capítulo que se titulaba “El hombre que siempre
ganaba”. Volvió la hoja y encontró, entre márgenes apretados y tipografía
distinta al resto, la biografía de un autómata conocido como El Turco. Para
cualquier interesado en el ajedrez la historia era bien conocida: fabricado por
el artesano e inventor húngaro Wolfgang von Kempelen en 1769, El Turco jugaba
partidas perfectas atrás de una mesa con dos puertas frontales que, cuando se
abrían, dejaban ver un sistema de intrincados engranajes. Hecho de madera y
ataviado con un turbante, el autómata había derrotado a Napoleón y a Benjamin
Franklin, entre otros ilustres jugadores. Kempelen divirtió a la corte de
emperatriz María Teresa en Viena que pasó de la admiración al estupor con las
jugadas maestras del avezado ajedrecista de madera. Años después el hijo de Von
Kempelen lo vendió a Johann Maelzel, empresario de espectáculos, que lo llevó a
recorrer el mundo dando grandes exhibiciones y retando a quien quisiera probar
su ingenio. Maelzel murió después de un viaje a Cuba y, en 1838, sus posesiones
fueron vendidas en una subasta en Filadelfia. Cinco años más tarde el autómata
estaba tras una vitrina en el Museo Chino de la ciudad cuando se desató un
incendio que, se supone, acabó con él. Durante ese tiempo hubo muchas
especulaciones: algunos aseguraban que el autómata tenía la cualidad del
pensamiento que sólo otorga Dios a los hombres; otros especulaban con un
infalible truco cuyos pormenores se perdieron por el fuego.
Blumfeld llevó el libro a su oficina, preparó una taza de té negro
y comenzó a leer. El texto añadía algunos datos desconocidos a la historia de
El Turco: un hombre llamado Ohl que compró al ajedrecista por 400 dólares y un
doctor de nombre John Mitchell que, finalmente, lo habría donado al Museo Chino
de Filadelfia. Sin embargo la historia narrada por Jacob-August Roth no
terminaba ahí. El autor afirmaba, apoyándose en reportes periodísticos de la
época, que no hubo ninguna prueba de la destrucción de El Turco: la madera pudo
haberse consumido pero no las partes mecánicas hechas de metal. Nadie encontró
un engranaje, un tornillo o una bisagra. La historia se enturbiaba cuando el
autor –citando el testimonio de uno de los vigilantes del museo– refería que el
autómata no estaba en su vitrina la noche del incendio ya que había
desaparecido en el transcurso de la tarde, se había pensado en un robo. Por su
parte, Roth tenía una teoría que explicaba la desaparición del ajedrecista que,
milagrosamente, se había salvado del fuego: el autómata era un autómata de
verdad, es decir, siempre había jugado por cuenta propia gracias a sus
complejos engranajes. Los dueños de El Turco sólo se limitaban a trasladarlo y
dejaban que crecieran los rumores de enanos ajedrecistas en su interior para
evitar que los tildaran de magos capaces de dar vida a materia inerte. Ellos
mismos desconocían el origen de la inteligencia del autómata. Roth pensaba que
Von Kempelen, el constructor original, en el afán de perfeccionar su obra,
había dado de forma accidental con la razón, una chispa de consciencia que
habría evolucionado con los años. La maquinaria, gracias a la continua
repetición de movimientos humanos, había generado un alma. John Mitchell, el
último dueño, habría donado su adquisición al museo no como un simple acto de
caridad para enriquecer el acervo de la ciudad sino para deshacerse de un ser
que lo atemorizaba en las noches con sus murmullos. Siguiendo esta línea, el
capítulo de Historia del ajedrez terminaba con una escena increíble: el
autómata habría aprovechado la noche para desatornillarse de su asiento,
incendiar el museo y huir con la seguridad de que nadie lo buscaría pues lo
pensarían consumido por las llamas. En el último párrafo Roth especulaba que el
autómata habría logrado modificar su apariencia hasta poder caminar libremente
en las calles con un nombre desconocido. Quizás aún vivía y cambiaba
periódicamente las piezas de su cuerpo para no desgastarse y morir.
Blumfeld cerró el libro. Las manos las sentía calientes y un par de
gotas de sudor resbalaron de su frente, como si hubiera estado en pleno sol.
Durante los próximos días no pudo pensar en otra cosa, cerraba la tienda
temprano y se dedicaba a investigar biografías de jugadores famosos. Tal vez el
autómata habría renegado del ajedrez en un intento de borrar el último vínculo
con su condición mecánica. Sin embargo, sabía que el ajedrez es, además de un
juego, un destino. Tenía la esperanza de que El Turco, incapaz de ganarse la
vida de otra forma, siguiera maravillando a sus oponentes con su destreza. En
sus sueños había imágenes del autómata abriendo los ojos, acercando la mano
derecha al tablero y moviendo una pieza. Ese primer movimiento era un punto de
luz que expandía gradualmente sus límites hasta transformarse en una bocanada,
un faro que empezaba a originar conciencia y, también, memoria. Quizá su cuerpo
seguía siendo de madera; tal vez habría encontrado algún material para
preservarlo de la humedad. Con material plástico pudo haberse fabricado una
piel que recubriera su pesado cuerpo para tener la apariencia de un hombre.
Pudo añadir cabello, pestañas, incluso arrugas para simular el paso del tiempo.
Blumfeld pensó que la única manera de dar con el paradero del
autómata era revivir su participación en los torneos profesionales de
ajedrecistas. Jugó algunas partidas informales que le hicieron recordar sus
años prometedores. Si sus suposiciones eran correctas El Turco participaría
ocasionalmente en algunos círculos para tener suficiente dinero y completar o
mantener su apariencia humana. Tal vez ganaba un par de torneos y luego
desaparecía para no llamar la atención y evitar que alguien se interesara de
más en su vida. Blumfeld empezó en el circuito inglés de ajedrecistas profesionales.
Llenó las formas, pagó su inscripción y viajó a la ciudad de Sheffield para su
primer encuentro. Sabía que el autómata podría estar a miles de kilómetros de
distancia, quizás en una oscura ciudad oriental, amparado por algún licor de
arroz y anís, donde preservaría de mejor forma su anonimato. Sin embargo algo
le decía que El Turco seguía buscando la fama: no habría podido olvidar tan
fácilmente los aplausos de las multitudes, los periódicos que lo denominaban
invencible. El proceso que lo acercaba a la vida también detonaba el deseo, la
ambición.
Blumfeld perdió en semifinales con un jugador de Austria. Asistió a
casi todas las partidas sin encontrar algún rastro del autómata. No se desanimó
pues sabía que dar con su paradero requería tiempo y fortuna. Tenía que
expandir su búsqueda, así que le habló a una sobrina para que se hiciera cargo
de la tienda y viajó a España para inscribirse en el circuito europeo que
comenzaba en primavera. Pronto llegaron las primeras partidas. Recordó sus años
de juventud cuando algunos expertos lo señalaban como una gran promesa. A veces
trataba de indagar en su obsesión por El Turco, quizá lo que lo atraía era la
perfección de su juego y su capacidad para unir los duros cálculos con la
flexibilidad de la imaginación. Era posible que esa ventaja lo hiciera más
humano, más cercano a los sueños de Blumfeld como ajedrecista. Recordó que el
filósofo Julien de La Mettrie decía que el hombre es una máquina tan compleja
que es imposible hacerse de una idea clara de su mecanismo y, en consecuencia,
es imposible definirla. Siguiendo este razonamiento el autómata guardaba en sus
entrañas metálicas algún secreto para los humanos y él podría descubrirlo.
Siguió la búsqueda torneo tras torneo. En Bruselas interrumpió una
partida pensando que uno de los jugadores, un robusto griego de nombre
Anastasios Giorgatos, era El Turco. Los jueces lo expulsaron y amenazaron con
sacarlo de la Asociación de Ajedrecistas Internacionales si repetía el
desaguisado. No se dio por vencido y, pensando que estaba cerca de la victoria,
siguió al griego a su hotel. Se registró en una habitación vecina con un nombre
falso, esperó a que Giorgatos saliera y lo abordó en el pasillo que daba a un
comedor: bastaron un par de preguntas para reconocer su error. Aquel era un
hombre vulgar, sin más méritos que la perseverancia para el juego y una
inteligencia predecible. Siguió viajando de ciudad en ciudad. En Bruselas
empezó el torneo con un jugador local. La partida fue rápida y Blumfeld lo
despachó en pocos movimientos. Su siguiente participación tardaría un par de
horas así que fue a un bar para analizar la lista de jugadores y desechar a los
que ya había investigado. Leía los nombres mientras bebía cerveza. Entonces
vino a su mente el rostro del hombre al que había derrotado y recordó sus ojos
oscuros, la forma en que miraba el tablero de ajedrez, como si éste fuera una
superficie que se desplegara en distintas direcciones. Luego recordó que las
escasas jugadas de su oponente habían mostrado un nerviosismo difícil de ocultar.
Incluso, una apertura que lo habría puesto en dificultades había sido
modificada por una que lo dejaba inerme, expuesto a un ataque fácil. Sin
embargo, no había derrota en su semblante, sólo una expresión por momentos
vacía que parecía evaluar las casi infinitas posibilidades de toda la partida.
Entonces supo que había estado frente a El Turco y que éste, previendo que
estaban tras su secreto, había perdido la partida a propósito. Pagó la cuenta y
regresó al hotel en donde se llevaba a cabo el torneo. Preguntó por su rival
pero sólo le repitieron un nombre: Jacques De Bruyn y una dirección que, al
investigarla, se reveló como falsa. Pasó el resto de la tarde recorriendo las
calles de Bruselas, preguntando infructuosamente por Jacques De Bruyn. Encontró
a un par de homónimos que lo miraron con extrañeza. En la noche, derrotado y
maltrecho, regresó al hotel. En la recepción le dijeron que tenían un paquete a
su nombre. Abrió la caja de cartón y encontró un ajedrez medio devorado por el
fuego, cuya antigüedad se remontaba –según una nota– al año de 1769. Entonces
recordó al hombre que había entrado a su tienda meses antes, el brillo metálico
en su mirada y sus calculados movimientos, como si se estuviera acostumbrando a
un nuevo disfraz. Comprendió los deseos de El Turco y regresó a su patria con
la convicción de contar su historia.
*Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones
como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal.
Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
LA VIDA QUE NO TUVIMOS…
*
Mientras la
tarde sucedía afuera
nos refugiamos
en la casa a
oscuras,
mirando Billy
Elliot por centésima vez.
Cuando Billy
improvisó unos pasos delante de su padre
y le sostuvo la
mirada
con ese gesto
terrible de los chicos
vos, apenas
iluminado por la luz de la ventana,
temblaste.
Nuestra hija
mayor
en un pudor de
pelo rubio se miró la palma de las manos.
La más pequeña,
se acercó a mí,
sobre el sillón
y dejó su
cabeza en mi regazo.
Te brillaban
los ojos
como estrellas
nacidas del calor de las calles.
Te miré,
mordiendo el
hueso de tu dolor,
deseándote la
vida que no tuvimos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Canto I del
río.*
Otra vez he
vuelto a ver las piernas largas
en las aguas
mansas temblaban
las piernas y
las manos de mi padre .
Me recosté en
el recuerdo devenido de los días
en que sus
fuertes manos asían esta vida
como el sauce
sobre el río me recosté
en un recuerdo
profundo
que flotaba
intenso en la nube y el árbol.
Porque papá
alquilaba en esos veranos
una casita en
la sierra mientras mi madre arrullaba
a mi hermano.
Nosotros dos mi padre y yo
nuestros ojos
serenos abrazados y noctámbulos.
Tanto hacía que
no iba a su encuentro.
Se presentó esa
tarde y percibí la honda ausencia
de su mano en
el camino del agua por la arenilla blanca
allí donde
corre certera para saltar la piedra.
Hacía tanto que
no iba a su encuentro.
Padre mío:
blando el agua y no te encuentro.
Ya no aparecerá
para caminar junto a tus manos
dijo una mujer
extraña saliendo del agua
Tranquila
dejálo en los brazos
en inmensa paz
lo arrulla el Creador .
Canto II del
río.*
La niña y tal
vez la otra más pequeña sea su hermana
Cabellos duros
renegridos mesa por mesa
Bolsitas de
nylon descalzas vendían agujas.
Que Dios la
bendiga, señora.
Vos, calláte,
muerta
de hambre a la
más pequeña - Dijo-
y no las volví
a ver otra tarde.
Y el niño del
agua: su pelota de plástico colorida
iba de sus
manos a las mías.
¿Dónde queda tu
casa? Ese niño de ojos
inmensos y
renegridos como el valle nocturno.
Canto III del
río.*
La piel se ha
puesto dorada
minerales yodo.
La piel parece laqueada.
Todo trabajador
tiene derecho
a tener
vacaciones. No es rico por eso. Es su derecho.
Lo sopló el
canto del río. Una tarde un viento.
*De Adriana
Sáliche. adrianasaliche@hotmail.com
Chivilcoy.
Esa que habla*
Esa que habla
por medio del poema
y ensaya
ilusiones como coreografía
de una nueva
danza.
Esa que finge
no oír lo que te pasa
y bebe a sorbos
el jugo fresco del amanecer
esa no eres tú.
Esa que espera
cada día un porvenir
desmemoriado
que olvidó tu nombre.
Esa que canta
una canción
y tiene mucho
de vida y otro tanto de su oponente.
Esa que se
disfraza de viajes, barcos y trenes
y te habla de
los puertos a los que nunca arribaste:
esa no eres tú.
Aunque la
escuches dentro de ti
cayendo sobre
tus días.
Ella es lo
imposible del mundo que soñaste
de lo que
quisiste ser...
y con desesperanza
te roza las
sienes.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
Oscilación de
un cuerpo sobre sus péndulos*
Estas calles se
ejercitan con mis pasos.
Salgo a su
sombra cada noche,
con la infancia
recogida
en los
bolsillos de mi abrigo.
Total, poco me
importa
salir cuando el
sol, resonante,
doblega la
impronta del silencio.
Los otros
instantes de luz
naufragan en la
cotidianidad de mi vicio:
Guerra de sudor
y miedo.
Estas calles se
ejercitan
con mis pasos,
las llevo
tatuadas como flores chinas:
Lotos flotantes
en la perpetuidad de mis recuerdos.
Estas calles me
transitan
y en la
lascivia de sus muros
y la sordidez
de su asfalto,
se va agotando
mi vida.
Soy estas
calles
que con el
atardecer
lloran.
*©Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
La seda de
Vietnam*
La seda arropa
un sillón, evita la pura desnudez del uso. Es el arte que viste el pragmatismo.
El deseo y la necesidad en una unión indisoluble. Me la regaló una amiga
viajera que vive en Barcelona y llegó hasta mi casa en las manos de otra amiga.
Vietnam que fue
durante tanto tiempo para mi sólo guerra y NAPALM, ese fuego en la piel con el
que el imperio quiere grabar en el cuerpo del otro la democracia o un sólo modo
de vida posible, el de ellos.
Vietnam que fue
la foto de una niña corriendo quemada.
Vietnam que fue
el nombre de una rabia y un amor.
Vietnam que fue
ese ardiente deseo de justicia de mi adolescencia.
Ahora
inesperadamente es una tela con flores delicadas que casi vuelan en la tela sus
arabescos de belleza.
La tela es
reversible y desde el otro lado de la trama, de la historia, las mismas flores
en colores más suaves.
Desde lo oculto
surgen los matices. Ese rojo oscuro, se vuelve un rosa poderoso un gris
acariciante.
El tiempo que
pasó desde aquella fiesta celebrando cerca de mar azul la paz y una victoria
arrasada de muertes.
Tiempo que trae
en la femenina envoltura de la tela la vida que pulsa. La amistad que desoye
las distancias y se hace presencia en mi casa que cobija.
En cada objeto
tantas historias, no forman parte de la sociedad que los hace prescindibles
para que compremos otro. No puedo, deshacerme de esta tela, me consuela de las
heridas, me viste el alma.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
BURBUJAS*
En el patio han
florecido burbujas de jabón. La niña sopla por el aro, y la simple magia, la
sencilla magia sin truco hace que broten perfectas, etéreas, bellas en su
transparencia sutil estas burbujas que danzan morosamente en el aire quieto.
Algunas se
perderán en la parra, otras contra las baldosas gastadas; las más, hallarán un
final de simple desaparición por exceso de sutileza.
La niña creará
perfectas burbujas mientras la mirada clara de su padre se humedece.
El hombre
sonreirá con tristeza. La niña no sabe que está creando burbujas para la
memoria. No puede saber que las burbujas están fijadas en un punto de su
infancia que también se desvanece. No quiere saber tampoco, todavía, que la
belleza es tanto más anhelada cuanto más leve, más intangible, más fugaz.
Ella hace
pompas de jabón y mira con la sonrisa completa a su padre. Todavía es niña, y
ese hombre triste puede darle un aro, un poco de jabón, y crearle un espacio de
felicidad.
Para la niña
las burbujas que desaparecen se reemplazan con el simple trámite de soplar por
el aro. Para el hombre que sonríe hacia ella, las burbujas que desaparecen son
los minutos que se llevan el mundo a cuestas, que desgastan las baldosas, que
agregan blanco a sus cabellos, que le van ahuecando el pecho.
El ha puesto un
alero a la cucha del gato, para que no lo moje la lluvia en su sueño de bigotes
temblorosos. Ha podado las parras que su padre, que ya no está, plantó en el
fondo de la casa. Guarda las herramientas que probablemente jamás vuelva nadie
a utilizar.
Le ha dado a su
hija un aro, y jabón, para recordarse que todo trabajo es para el día de hoy, y
que el mañana es inexorable. Sin saberlo, ha propiciado la aparición en su
patio trasero de la belleza fugaz, efímera y por eso mismo inapreciable de las
esferas perfectas de la infancia, de la felicidad perfecta que se puede ver,
pero no se puede tocar con las manos a riesgo de hacerla desaparecer, estallar,
desvanecerse.
Mientras tanto,
las espléndidas burbujas, perfectas burbujas de jabón reflejan por un momento,
un eterno momento suspendido, este mundo pequeño de amor en un patio trasero de
las afueras de la gran ciudad que lo desconoce.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Una vez,
al costado de
la noche,
me senté a
mirar mi vida.
Era un camino
blanco
y alguien
había dejado
unas piedritas.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
FIEBRES*
Un pájaro de
tinta es un tembladeral de fiebre
Huésped de mi
barro. Cinco signos tiene la luna roja.
Espejos
estridentes en los huesos. Ah, tu espejo.
El polvo es el
calostro del jazmín de leche.
Los gansos
tienen ojos de ceniza.
La destemplanza
es patrimonio del silo.
No hay pilas
bautismales inocentes.
Ventanas cruzan
los rebaños muertos.
Lobos. Mansas
sombras de humo. Salvajes.
Lobo. Lobo.
Devórame lobo.
Virgen de
misterios oscuros.
El amor es la
esfera de tu espanto.
Quédate
tranquilo, dolor. Ya no quedan piedras.
Hoy, atada mi
boca y amarradas mis manos.
Se me hiela una
mujer en mi pulso y se sacude.
Un hombre
solitario la extraña hasta los huesos..
Y ya es tarde
corazón y soy polvo y tengo frío.
Las últimas… y
las últimas piedras?
*De Amelia
Arellano amelia.arellano01@hotmail.com
*
La tristeza es
un té con dulces servido por una dama extraña a la que conocemos bien a pesar
de que no la vimos nunca.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Domador*
Al Doctor
Enrique no le gustaban mis monólogos existenciales. Por momentos parecía perder
la paciencia: “Te atiendo porque sos un hijo y nieto de polacos pero no me
digas más boludeces...” de tanto en tanto remataba su enojo con algo sacado de
su manual de frases hechas "hacete cargo de tu vida".
Yo era el
segundo paciente de la jornada. El primero -Marcelo- subía con el doctor en
Puente Alsina. En la estación Libertad bajaba Marcelo y subía yo, nos conocíamos
de vista. A veces intercambiábamos breves comentarios como forma de saludo.
Marcelo era un
tipo con ojitos chiquitos hundidos en el miedo. Una vez me preguntó: ¿Cuál es
tu tema?
-La
reparación... Dije sin pensar, como me salió.
Y el tuyo?
-Pregunté
-El
acompañamiento… -Respondió mientras se perdía entre la gente que estaba en el
andén.
Mi sesión
duraba hasta Enrique Fynn. Eran 45 minutos.
En Fynn me
bajaba y no subía ningún paciente. Aprovechaba el resto del día para ir a
visitar la chacra de mi tío que vivía entre patos y gallinas pero se
consideraba un inventor.
Para mi el
doctor era un loco chiflado pero socialmente era considerado como una eminencia
a la que le estaban permitidas esas excentricidades como atender arriba de un
tren.
A mi me ganó
como paciente aquel día en el que le conté que quería escribir una novela a
partir del tío chacarero e inventor aficionado. Su obsesión era diseñar todos
los aparatos imaginables a cuerda, con mecanismos y engranajes parecidos a los
de relojería para evitar usar electricidad. "Cuando la electricidad no
pueda pagarse se van a acordar de mis inventos" Se justificaba.
Sin mediar
palabra, Enrique se paro y fue caminando como un robot o más bien como una
marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se volvió a sentar frente a mí dijo:
"No te olvides de incluir un psiquiatra a cuerda"
Aquella risa
compartida me convirtió en un paciente feliz y al tiempo en alguien cercano con
quien se permitió hablar de él mismo.
A los 17 años
-recién ingresado a la carrera de medicina- trabajó en el prostíbulo de una
famosa Madame.
-Eran chicas
polacas bellísimas -dice con sus ojos tirando chispas- Enrique les
enseñaba francés. Ellas le enseñaban a amar. Años después declaró en un
reportaje que fue "instructor de modales en un quilombo”. Allí conoció a
AGNIESZKA, que además de bella era “Ani, aquella ternura que no se olvida
y el paso del tiempo acrecienta más y más”.
Era como un
hada adivina que predijo su futuro de especialista reconocido.
Del lupanar se
fue cuando contrajo una neumonía.
“La locura es
como la muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la medicina y lo llevo a la
psiquiatría.
En un anotador
tenía los horarios del Midland e intercalados cuales eran los pacientes que
atendía. Ahí supe que el doctor atendía 9 o 10 pacientes en cada viaje y que su
jornada terminaba en Carhue.
Guarde como
recuerdo una hoja de uno de sus días de atención de pacientes con el detalle de
estaciones en las que subían. Cuanto tiempo duraba la atención. En cual
estación debían bajar. Enrique sabía que los horarios del Midland eran de una
puntualidad inglesa por eso podía confiar la duración de las sesiones al tiempo
estipulado de viaje entre una estación y otra.
Marcelo, de
Puente Alsina a Libertad. Duración sesión: 45 min.
Kalman, de
Libertad a Enrique Fynn. Casi 45 min.
Azucena, de
González Risos a San Sebastián. 50 min.
Alejandra, de
San Sebastián a Baudrix. Son 60 minutos
Javier, de
Baudrix a Morea. 50 min.
Alberto, de
Morea a Corbett. 55 min.
Eduardo, de
Ordoqui a María Lucila. 45 min.
Lucía, de
Henderson Hasta Andant. 55 minutos.
Haydée, de
Andant a Casbas 40 min.
Miguel, de San
Fermín a Carhué. Son 50 minutos.
En Carhue tenía
una amante pelirroja que había sido primero su paciente con la que cenaba y
compartía lecho en el hotel.
Una vez, cuando
estaba por bajar en Enrique Fynn me tomo del brazo antes de que me vaya para
dejar al aire un deseo:
-Cuidame al
pueblo de mi otro yo de Fynn que cuando me retire voy a comprar allí un
campito. Quiero vivir tranquilo pero cerca de Buenos Aires.
Estoy cansado
de la gente.
Seré domador de
caballos.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland- &
-Ferrocarril C.G.B.A-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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