viernes, junio 21, 2019

POLVO DE OTROS POLVOS...


*Obra de Sandra Caschera.








*


Arder
no es destino para todos.
Vos,
yo,
apenas
árboles solitarios en la orilla,
corteza
arrancada por el tiempo
de otro árbol,
acaso leña
para un fuego más alto.
Arder
no es destino para todos.
La sangre,
la brevísima corriente por la vena,
río que se apaga
y se ceniza.
Polvo de otros polvos,
el corazón insiste:
no es ofrenda
lo que no ha de perdurar.
Por eso
las palabras,
acaso
el poema.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

-Nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

Publicó:

Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014)
Jardines, en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016)
Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.







POLVO DE OTROS POLVOS…







RAÍZ AL AIRE*



Soy árbol nacido al final del camino,
De copa breve y raíz aérea…
Un canto de lluvia me vuelve
el silencio, verde.
Graba en mi memoria vegetal
imágenes y voces.
El tiempo las convierte
en lenguaje íntimo, confidencial;
por él sabe el viento
que a veces, me duele
la palabra
intemperie.

Amanece.
La noche guarda estrellas
en su delantal.
Me miro en el alba
y siento
que mi raíz al aire
quiere echarse a andar…


*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











Objetos perdidos*



*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Uno


Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. "Ayer dejaron algo", dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban. Los dos presentían nubes pero, por una absurda superstición, no lo decían. Las palabras del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la estela de humedad en el vaso. "¿Qué dejaron?", preguntó el muchacho. La mano fue al vaso, pero no para beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba la respuesta. El viejo se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que apenas rompía el silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su sombra anegó una parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con solemnidad un sobre amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante y estancada. El muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una leyenda: "Vendrán más cosas". Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros en la escena. En una delgada rama los imaginaba, listos para volar una vez seca la tinta de sus alas.
La labor del muchacho era vender los boletos de la única corrida del día. También, desde hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna vez pensó que no llegaría el camión: un derrumbe en la carretera, una avería en las llantas, una jauría de asaltantes despachando a los pasajeros. Entonces, como es natural, pasarían el día aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados peces. "¿Quién dejó el sobre?", preguntó el muchacho. "Cuando llegué ya estaba aquí", respondió el otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la ociosidad: un adolescente de los alrededores, con pluma en mano, garabateando en la noche una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en la ventana. Habría caminado, leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y, seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto de lápices y sellos para dejar su anzuelo.


Al siguiente día llegaron a la estación muy temprano. El viejo estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles sustitutos el humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo lugar, ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del muchacho se acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante.
Evitaron acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre era un estorbo, pero no lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo, para ambos, era estar ahí, confusos, revoloteando. "¿Qué pasa?", dijo el muchacho. "El sobre", murmuró el viejo, molesto.
Transcurrieron varios minutos. Las calles encendieron sus piedras, los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la mañana.
Más tarde llegó el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de agujeros, haciendo agua por todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su paso: polvo flotando sobre polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos. El chofer bajó y estiró las piernas. De juguete, la estación, por la lejanía. El chofer se acercó al viejo:

–Algo raro ocurre en estos días –dijo oteando el horizonte.

–¿Qué pasa? –preguntó el viejo.

–La niebla baja más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas.

–Será la época del año.

El chofer suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre los labios.
El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por qué sintió lástima por el chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces, permanecían en silencio tras las ventanillas. Un par más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito allá adentro. El chofer abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El reloj indicó la partida. El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de polvo. Un lago en reposo era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas, las moscas.
El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en dirección a la calle. Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie. Y entonces prendió un cigarro. Las volutas, en un primer impulso, flotaron desvalidas, buscando agotar el tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del viejo, entrecortada, como agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje, pensó el muchacho, la gente entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en lo descompuesto. Las escasas personas que compraban boletos se sentaban en una banca de metal blanco y miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de bestias que esperan la muerte; un montón de peces boqueando, asfixiándose lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la voz del viejo: "Mira, encontré algo". El muchacho regresó a galope. Los dos se acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia encontraron una chamarra de color verde.




Dos


Esa noche el viejo soñó que abría la puerta del local. Con luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con tiento, midiendo los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato bajo la luz muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento definitivo. Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una vez seguro, cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto, emitió un crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes demasiado espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño profundo que la contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas rusas. Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden de la cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de la caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó entre sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su respiración, su pensamiento.





Tres


El viejo y el muchacho llegaron a la estación con la sospecha afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte de la mañana. Presagios en todas partes. "¿Qué pasará hoy?", dijo el muchacho, pero no eran interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a la deriva, pronunciado por accidente. Abrieron la cortina y, casi inmediatamente, encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una esquina destacaba la silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote de basura, una guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los cajones descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de color negro. Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada anormal. ¿Qué harían con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos acompañaba las suposiciones. "Tendremos que preguntar en el pueblo", dijo el viejo mientras consultaba el reloj. "Después de que pase el camión", completó el muchacho.
Reanudaron sus escasas labores. La guitarra era lamida por el sol. El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras morían en la escena. Mientras llegaba el camión miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó el rostro con una revista, imaginó probables lugares para preguntar: la cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio municipal. El viejo, por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las pertenencias eran abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente urgido de notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que trascendía lo superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a los dos desconcertados, azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías sus imaginaciones que vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como malabares en el aire. El viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes del pueblo. La fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún objeto. Algunos, por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal vez no hablaban entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario, incluso tedioso. La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que abandonaban: un mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes, divorcios, alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de la guitarra, de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se enfangaba en decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja más pequeña que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían el calor y al único y paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única corrida de la jornada.
El chofer bajó del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina. Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo apenas atendía la operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo:

–Casi no hay pasajeros

–Disminuyen todos los días.

–Si no mejora esto cancelarán la ruta.

Las palabras del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían en otra línea de autobuses, algo habitual la región. Ya no más aquella parada, ya no más orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos pasajeros. Una breve sonrisa alumbró su rostro.
El viejo remiró las cosas abandonadas. La mano derecha, los huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado, como si se estuviera confesando, dijo:

–Han estado dejando cosas.

–¿Quiénes?

–La gente.

–¿Objetos perdidos?

–Así parece.

El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para evitar la creciente niebla en la carretera. Se despidió.
El camión reanudó su camino.
El viejo y el muchacho observaron las huellas de las llantas. Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito desde una rama. Después volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la cerradura y el candado. Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación novedosa, para encontrar alguna señal. El viejo, cansado, le dijo:
–No vale la pena.
–Vamos a investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante, farfullando en su mente el interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los sospechosos? El joven, por su parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir ningún entramado, ninguna conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A lo mejor los podrían vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más grande, para las cosas perdidas. No quisieron comentar la probable cancelación de la ruta. El joven podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una ciudad grande.
Apenas encontraron gente en las calles. Había más perros que humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes, estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal. La tienda de abarrotes tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas de su rosario. No tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba sentado en una de las bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises de tanto polvo. El muchacho y el viejo saludaron.
– ¿En qué los puedo ayudar? –dijo el alcalde.
– Verá...–dijo el muchacho pero no encontró palabras para seguir.
El viejo intervino:
–Han estado dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos, cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí. Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente el rostro. La paloma voló a un árbol.
El alcalde dijo que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios habían aumentado, también la migración, los desplazados por la violencia creciente en los pueblos cercanos. En resumen: el pueblo se estaba despoblando. El viejo y el muchacho percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como si el alcalde hubiera estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus respuestas parecían, más bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban despachar lo más pronto posible las preguntas. Se sintieron ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado actor, ensayando sus respuestas en la noche, frente a un espejo. Y a pesar de todo el esfuerzo, de la obstinada memorización, no había logrado engañar por completo a su público. Y como no había nada más que hacer, una palabra para convencer, al menos para agradar, el alcalde se sumergió en el silencio apenas roto por algún auto, por el aleteo de la paloma. El muchacho y el viejo se despidieron.
De regreso hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía que, tras sus palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué era vedada sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre. "Vendrán más cosas", pensaron y recordaron la hoja de papel y su misterio.




Cuatro


El viejo no había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía las piedras. No encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna razón, se había quedado dormida en sus camas. Quizá el cambio de horario. El muchacho, por su parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero el sueño había sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una carta, letras naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido, por el desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones.
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se acercó percibió que la montaña estaba conformada por diminutas partes de distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas se hacían más nítidas: no era una montaña, era una acumulación que ocultaba, además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus restos llegaban a la carretera.
El muchacho estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo a escasos metros de la acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos, ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo. Miraron incrédulos las casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera había una desbandada de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria. Entonces, cuando el último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar los objetos, la luz del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en anonimato. No había nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las redondas bocanadas de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese un espacio vacío, una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire, a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El espacio oscuro, después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.





*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












Como lágrimas en la lluvia*



Vine a gritar y me pobló el silencio.
Del son, sólo fantasmas nuestras voces.

Pues todas las palabras:
las que un día cantamos,
aquellas que callamos,
las que nunca debimos haber dicho,
también las que escuchamos,
pensamos inventamos escribimos,
las que en algún otoño nos dañaron
y las que despertaron un lánguido suspiro,
las que pintaron una sonrisa en nuestros labios
y las que no dejaron ningún poso en nuestro espíritu;
y aun éstas que ahora escribo,
éstas que acaso estás leyendo,
también se perderán en los pliegues del tiempo.

Sólo seremos ecos,
provisionales ecos rebotando
hacia un sol extinguido.


*©De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece













HOY, EL FUTURO*



Lo hemos visto en los filmes más antiguos de ciencia ficción. Era ese futuro lejano de plexiglás y personas uniformadas. Mientras tomábamos el café con leche, alguna tarde de sábado nuestros ojos infantiles se asombraron frente a imágenes de atrayente y repulsiva limpieza, donde los hombres y mujeres sonreían con dentaduras perfectas y viajaban en vehículos de cristal.
Pero ese futuro ya está aquí.
La Défense es un sitio donde los lisos edificios de acero y vidrio se elevan sobre explanadas de cemento; imponente como las catedrales de la contrarreforma, con el deber de transmitir desde su concepto estético un orden del universo.
Bradbury en los años cincuenta se quejaba de que los arquitectos habían quitado los porches a las viviendas, para que la gente no pudiese declinar el ocio en charlas con los vecinos, en la contemplación del árbol de la vereda, en la suave magia de un ocaso. Las casas sin porche llevaban a la sala, al televisor, a la soledad. Individuos aislados, virtualizando ya entonces el contacto con el resto del mundo.
En los edificios de la Défense no existen cambios de humedad ni temperatura, se han abolido las estaciones, los olores, el polvo. Y la gente demuestra su pertenencia a ese contexto con la extrema contención; no vestirán telas estampadas, renunciarán con minucia a los colores llamativos, ordenarán sus cabellos lacios, y solamente se permitirán fragancias sutiles. Son los que se quitan los olores, se cepillan las lenguas, aspiran a la delgadez para emular la bruñida superficie que los contiene. El caótico mundo de la diversidad no ingresa en esas salas, donde se maneja el mundo.
Cifras y estadísticas, fantasmas de la realidad, datos y porcentajes. Ese es el universo que digitan los operadores, quienes llegan en el tren aerodinámico, brillo plateado y velocidad. La rapidez, la asepsia, la falta de asideros nos anuncian que todos están de paso, que cada uno es una pieza reemplazable.
En el filme de Jean-Marc Moutout “Violencia en tiempos de calma”, el joven ejecutivo no ha completado su formación. Se vincula a una mujer común, y vemos a Philippe tan extraño en un departamento abigarrado, pleno de colores y objetos, muebles antiguos y adornitos. Demasiado humano ese departamento, demasiado humana esa mujer con una hija, con una madre, con la calidez de quien se siente conectada a personas con peso y besos e historia propia.
Lo envía la consultora a Philippe a la provincia; a una fábrica de verdad, con el encargo de refuncionalizarla y despedir al personal sobrante. No hay lugar para las antiguas fábricas donde se conserva al empleado que es viejo y ya no produce óptimamente, ni hay lugar para producciones diversificadas u operarios problemáticos. Hay que comprimir. Y Philippe se debate entre los dos mundos, entre las torres de la Défense y el cuarto de su novia, entre las personas reales y las estadísticas.
Existe la transición desgarradora, la culpa, el sufrimiento.
Pero en el final lo veremos descender de su automóvil sin aristas, con su nueva novia sin aristas, y habrá alquilado una vivienda amplia y blanca, despojada. Habrá ingresado plenamente al relato de la realidad del poder, una realidad lisa y matemática, virtual.
El resto del mundo continuará sobreviviendo con historias particulares, con personas que se debaten con el desempleo y la explotación, en casas con fotos y cuadritos en las paredes. Pero no serán la realidad. Aportarán, eso si, un número en alguna planilla.
La Défense se clona en Tokio, en Dublín, en Buenos Aires. Las nuevas catedrales de acero y vidrio nos explican estéticamente el relato de nuestra época. Y vemos, con asombro y horror, hombres y mujeres que sonríen con dentaduras perfectas, lisos y bruñidos, de acero y cristal.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com













Los viajes*



No he oído el reloj esta mañana y cuando me he despertado en el lugar del cuarto de baño había un trastero. La cama era antigua y hacía frío. ¿Por qué no notaba la calefacción?. Mi ropa de Armani, la colección de corbatas Plumkier y los zapatos de Tood's habían desaparecido.

Al bajar por la escalera ya suponía lo que había pasado pero me acerqué a la calle para constatarlo. Hay un camino de tierra donde debía haber una carretera de asfalto. Tampoco hay ningún coche, únicamente un carro al final de la curva. ¡Ya empiezo a estar harto de estos viajes en el tiempo!



*de Joan Mateu. joan@cimat.es













La mujer sale de su corteza*




*Por Miriam Cairo


Levemente anestesiada pasa de ser a no ser. Sabe gritar despacio mientras los pechos se endurecen. De niña ha aprendido a respetar el sueño de los otros, aun cuando su insomnio precoz la mantenía en vela, atenta al reverbero de la sangre y el aire no se respiraba. El aire quedaba quieto, flotando alrededor del cuerpo incipiente, a un paso de la inhalación hasta que ella lo necesitara.
El hombre dormido en el costado de la cama está más satisfecho que un muerto lleno de muerte. El varón resopla su descanso mientras ella se asiste delicadamente. Suave y consentidora la mano gira en torno a la pequeña órbita. Uno a uno bajan los diminutos astros del cielo y forman una ronda alrededor de su sexo. Ella sabe que su cuerpo es su alma. Rememora todo lo hecho, imagina lo que aun podría hacer y vuelve a seducirse con los pensamientos. Se demora en el delicado acontecimiento del propio tacto en el propio verso y ya muy debilitada percibe que el crepúsculo siempre está listo para retozar en el cielo. En un instante las aguas de todos los mares y de todos los ríos se han mezclado. De sus piernas brota un tímido manantial, un hilito de agua pegoteado en los dedos que se da el gusto de probar.
En tanto el hombre duerme sobre su propia sangre inocente. Esa inocencia no sólo corrompe su dormir sino también su soñar. ¿Y si ése fuera el modo en que los hombres mueren? ¿Si muriesen por tanta ingenuidad?
El pequeño universo gira, gira y suda entre los dedos. El aire ligero y puro aguarda, en la punta de la boca, ser respirado con desesperación pero ella lo reserva. Agoniza dulcemente expulsando cada partícula de oxígeno. El corazón apenas trabaja. El cerebro es presa de una suicida inhibición.
Mientras está adentro de sí misma se hace más liviana el alma. Todo lo demás excede la obviedad obscena de las cosas y lo ausente se vuelve presencia. Lo que no está aparece con su más impuro aspecto de realidad. La caricia se encarna y ella juega a no ser descubierta. Sabe ocultar el estallido de la cápsula. Sabe engullir la implosión, contenerla adentro de la carne para que el hombre dormido no despierte.
El hombre duerme al igual que todos los seres del medio mundo. Ella estira uno a uno los encrespados pelos de la desnudez. Configura en la memoria el sopor voraz de la inocencia. Se ahoga en lavas, se ciñe en anillos de jade, se enrosca en ramas de ciruelo, flamea como una falda con volados. El hombre duerme con su majestuosidad echada entre las piernas.
La femínea mente se llena de una alegre maldad. Enormes sandías sangran su aurora. Sobre el río del ensueño se desliza la barcarola tripulada por pequeños sátiros que usan su pene como echarpe. El Atlántico cabe en una pecera. La muralla China está transpirada. Los culos redondos de las mujeres altas abren su ojo de buey. Con las dos manos las mujeres estiran los párpados de nalga. Las mujeres pequeñas se ponen en puntas de pie. Bailan "Chelsea Bridge" sobre las mesitas de luz. Tan lento bailan que sólo por ello se las podría estrangular hasta el deleite. Pero no quieren ser asesinadas y de un salto se cuelgan de los ventiladores de techo con las piernas abiertas. En el aire hacen la danza de la lluvia y del viento. Ella no necesita respirar. Ella se asesina con su propia asfixia. Ella cuida el sueño del que no está difunto. Una nube la eleva, la eleva hasta el infierno y Satanás la atrapa con su red ebria. Ella pide al demonio que le impida respirar mientras se retuerce agonizante en las sábanas del caballo dormido. Le da de beber al diablo de su pezón iridiscente. Espera que un sátiro desenrolle su echarpe y se lo pase por el ano. Hay en el aire una blandura penetrante. Una caravana de ángeles moluscos se estrella contra la almohada.
Chorrean por las ventanas las salivas del mundo. Dios derrama en una olla de vidrio el líquido viril. Revolea sus divinos calzones de batista y cae en un trance de tenue estupidez. Las feligresas de todo el mundo se agarran las coronillas y los hombres levantan el viento con la mano. El Atlántico cabe en una taza de té.
El hombre duerme y la sangre humana se vuelve inhumana. La sangre líquida se vuelve espesa. La sangre es la negrura y la pesadez de un océano que nace del cerebro. Un aleteo de peces hace de la sangre un nimbo tempestuoso. El océano del cerebro se derrama en una involuntaria micción.
Se humedecen las sábanas. Los ángeles moluscos hacen cola en el infierno para adornarse con anémonas de tul. La cabeza calva del hombre dormido aún conserva un hilo de baba como un hilo de memoria. Una huella del banquete infernal. La evocación del bocado, del sorbo, de las burbujas colapsa en el centro de la roja aurora que pide más y más frenesí. Entonces se destapan los orificios nasales. Entra a borbotones el desesperado oxígeno luego del agónico amor y el hombre dormido estira la mano. Alcanza la frente que hierve por el fuego de los pensamientos y suavemente tira la tacita de té.
El Atlántico se derrama por la almohada y lentamente va en busca de su cauce. La mujer que salió de su corteza ahora duerme, y el hombre también.



*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-12057-2008-01-26.html















VI*



De todas partes me fui
como de aquel sueño negro.
De todo
menos de tu vientre
que me contuvo
en las noches
cuando el verano subía
con tu temblor hasta el cielo.


*Por Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com














Blues de un dolor apaciguado*


Caen gotas de noche sobre la soledad de los zapatos.


*De Cristina Villanueva.






Inventren






SAN SEBASTIÁN*




Allá en el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián, extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en estatua, en lágrima y dolor visceral.
Pero este tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y el pasto mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y hace aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar allá donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico.
Euskadi que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de que la meta y la largada suelen converger en las pistas circulares.
Miedo, ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren se precipita sobre los rieles negros.
Vuelven los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no son éste tren.
Anochece.
Ya casi llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño, en la nefasta jornada de la partida.
Ya no hay planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y, también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo estallar el pecho.
No le importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
Baja del vagón sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que la querida silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su propia muerte.
El hijo y el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraño, casi como si no hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe, vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián. Ha de vivir un poco más.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com




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