jueves, junio 13, 2019

EDICIÓN JUNIO 2019


*Dibujo de Erika Kuhn.







*


Decir: el viento
hace temblar el agua de los pozos,
hace volar los ejes de la calma
hasta hacerlos gritar contra la luz.
Rompe los vidrios de la casa.
Deja entrar las hojas que tocamos.
Prepara el aire.
Mueve una puerta.
Arma la imagen de la espera.
Mira el desastre por un ojo de buey.
Sonríe.
Sabe que sos feliz. Sos feliz.
Decir: el viento.
Del amor no decir
nada.


*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com


-Valeria Pariso nació en 1970 en la provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares. La trilogía –Uva negra / Mascarón de proa / El castillo de Rouen- (Vela al viento ediciones patagónicas, 2018)
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.

En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.

Coordina talleres de poesía.









DESOLVIDOS*


A los amigos de mi pueblo: Roberto Vega, Toto Miguez y Marcelo Fiordani



Las cosas no eran, sucedían en aquellos tiempos tan pero tan lejanos que casi ni vale la pena acordarse. Si uno pensaba (o piensa ahora) cómo era mi pueblo, se debe acordar del libro “De solo estar” de Manuel Castilla, quien puesto a recordar se olvida cada tanto y se pregunta como para sí mismo “cómo era… cómo era”, y salta como una esquirla de barro sobre el rostro aquel tapial levantado sobre ladrillo bayo, como se le decía a los mal cocidos, y que los chicos iban ahuecando con una cuchara vieja que distraían un rato de la alacena materna.
Ahora mi pueblo es otra cosa, es como si hubiesen hecho otro sobre él. Mis amigos que lo visitan buscan esos lugares que hacen el hilo de mis relatos. Pero hoy es hilacha que solo mi empecinamiento pone en movimiento y mi obsesión de algún modo expectable, de algún modo siempre previsible acucia la discreta curiosidad del visitante.
Para que mi pueblo vuelva a ser mi pueblo, debe transitarlo por el medio de la calle don Isidro Funes, un cuchillero de segunda con un tajo siniestro en su mejilla derecha que respondía al apodo de “Reparito”. Es una estampilla adherida a mis retinas su paso lento y broncoso por la última calle del pueblo polvorienta y plena de mariposas y alguaciles que anunciaban la lluvia. Detrás iba doña Candelaria, su mujer, siempre a cuatro pasos de él con su larga trenza macilenta que le llegaba a la cintura, sus piernas dos palitos secos y ese vestido de ceniza que exhibía las largas privaciones y los golpes de ese hombre violento. Isidro Funes, quien te puso ese apodo era un poeta o mereció serlo, sin embargo, no consta en ningún libro mío ni de nadie, pero yo salvé del olvido su creación más prístina.
Para conocer mi pueblo (el mío, el de antes) deberían verlo al Boca de Bronce López transitando la calle bien ancha cuando volvía en los amaneceres, borracho como una cuba, esquivando perros pero sin callar sus ladridos y gritando “¡Viva Perón!”.
¿Y don Ponciano Neira, don Cirilo Godoy o don Salustiano Mesa? ¿Adónde estarán? ¿Sobre qué mostrador llorando su vino triste? A mí siempre me llamó la atención porque eran todos hombres solitarios, sin familia, y hasta algunos se cambiaban los apellidos escapando tal vez de algún pasado oscuro, de un dolor muy hondo que solo el alcohol mitigaba cuando una moneda ganada duramente en la cosecha saciaba esa lucha contra su triste destino de pobre.
También estaban los politizados que se afiliaban al sindicato: don Ramón Fernández, oriental y anarquista, Críspulo Callejas, anarquista y hombreador de bolsas en las tantas cerealeras que pignoraban con el grano en ese tiempo, más la poderosa Cooperativa Agrícola Federal, fundada en el fragor del Grito de Alcorta.
Recuerdo que el pueblo antiguo en ese tiempo estaba anillado de boliches. “Despacho de bebidas”, decían eufemísticamente los carteles más o menos ostentosos que pintaba don Ataliva Galván con su letra perfecta. Don Ataliva —según dicen— había ganado la lotería y se iba al prostíbulo grande (había otro enfrente al que le decían el chico) y encendía puros con billetes de mil pesos de entonces. Vera o no vera esta historia, lo cierto es que había comprado una casa al lado del boliche de mi abuelo que estaba bastante bien, era decorosa y hasta “adecuada”, diría el tío Hipólito en el cuento “Los novios” de Haroldo Conti. Allí su generosidad daba cobijo a algunos desesperados como él. El viejo Ponciano Neira, un flaco al que llamaban Pistrin, que nadie supo nunca qué viento lo arrimó a mi pueblo, y ahí estaba, haciendo de cocinero y era el encargado de comprar y hacer el asado en las reuniones que eran tupidas y casi siempre terminaban con algún contuso. Estaban prohibidas las mujeres porque las disputas podían ir a mayores.
Eran tiempos de un comisario bravo, que cuando se anoticiaba, y lo hacía pronto porque tenía buenos informantes, se acercaba a la casa al atardecer y pedía hablar con don Ataliva, que hacía valer su cultura y facilidad de palabra y se comprometía a cuidar el honor del vecindario, por otra parte, toda gente de trabajo.
–Esta será una casa pobre, pero decente –repetía, cuando esta advertencia se le hacía.
Las trifulcas bravas se armaban en las carreras de caballos, famosas cuadreras que se llevaban a cabo algunos domingos en la calle larga que cruza a la del cementerio y era la que iba (y va) a la chacra del Beto Delmaschio y la capillita de don Carmelo Mosso.
El vino y las apuestas corrían, y también la sangre a veces. Allí perdió la vida el Pulga Corvalán, quien totalmente borracho quiso cruzar la pista y un caballo lo mató. Yo fui al velorio, pero ya lo relaté en otro lugar, y lo recuerdo como un día muy triste, tal vez el más triste de mi vida, cuando a mis ocho años mi padre me llevó a una cuadrera y me tuve que enfrentar a la muerte.



*Por Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com









*


A veces
me quedo preguntándome
el porqué
de algunas cosas,
y me alcanzan las noches
sin respuesta
y no duermo.
Será
-diría mi madre-
que tengo tiempo de sobra para darme
horas y horas de desvelo roto,
como si no hubiera
nada más valioso
que preguntarme a solas
cualquier cosa.
Pero es preciso,
pienso,
de vez en cuando
preguntarse
y no tener respuestas,
ser pequeño
y humilde,
ser
el que anda a oscuras
con los ojos abiertos
como una lámpara para nadie.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Sergio Pitol: una vida entre páginas*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Hablar de la obra de Sergio Pitol (1933-2018) es introducirse a un mundo en que la literatura y la vida se confunden. No afirmo esto porque el autor use como materia prima los hechos concretos de su biografía sino porque sus lecturas marcaron la pauta para todas sus narraciones. Es cierto: la vida de Pitol fue definida por sus viajes y las largas estancias en países lejanos. Sin embargo, la migración del autor fue, también, a través de las páginas y de los descubrimientos literarios. Esta migración, silenciosa y solitaria, tuvo una fuerte presencia en sus primeras obras. No sólo estamos hablando de juegos intertextuales, homenajes o referencias puntuales. Para Pitol la literatura es una manera de pensar el mundo, de estar en él, y por eso cada frase de sus textos está impregnada del conocimiento y de la exploración que ofrecen los libros.

Los cuentos

“Victorio Ferri cuenta un cuento” es digno de un análisis minucioso por las múltiples relaciones que tiene con la vida de Pitol. En el texto aparece la enfermedad, el vínculo problemático con un padre autoritario, el aislamiento y la posibilidad que éste ofrece para recluirse en un mundo íntimo, gobernado por la ficción. Una de las frases iniciales del cuento: “sé que creen que estoy loco”, es una declaración de principios. En toda la historia el protagonista se esfuerza por convencerse de su versión de los hechos, a veces duda, pero siempre retoma el hilo de sus sospechas. El empecinamiento por narrar desde la ambigüedad es, de alguna forma, la vocación por una literatura que se sumerge en las posibilidades y no en las directrices claras. “Victorio Ferri cuenta un cuento” es, además, la reconstrucción del origen del autor: El Potrero –ranchería en la que vivió Pitol– transformada en San Rafael, es un mundo primigenio, alejado de casi cualquier elemento moderno. Es en ese lugar donde la necesidad por contar es más acuciante. Victorio Ferri entiende que, su único poder, es la voz. En el mundo natural la ficción es un elemento clave para interpretar la realidad. Victorio Ferri, como Funes –el personaje memorioso de Borges–, sólo puede registrar los elementos más inmediatos que lo rodean y tratar de vincularlos con su inmovilidad. Por si fuera poco, este cuento es la puerta de entrada al mundo de los Ferri, referencia ineludible a las colonias de italianos que llegaron a México, una estirpe a la que perteneció Pitol, rememorada con mucha nostalgia a lo largo del libro. Los Ferri y los avatares de su genealogía se exploran en casi todos los cuentos. Gracias a que cada texto funciona como una puerta de entrada a otro, Infierno de todos asume el género del cuento como un suceso en expansión. La anécdota es, en realidad, el punto de vista del personaje que rememora. Importa más la acumulación de los hechos que un solo evento definitivo. Por eso las historias se expanden y, en algunos casos, abarcan grandes periodos de tiempo.
En “Cuerpo presente”, otro relato, tenemos la anécdota del viaje y de la larga estadía en un lugar extranjero, dos circunstancias que marcarían la vida de Pitol. Un hombre, Daniel Guarneros, bebe sin lograr emborracharse, comienza una excursión a su pasado y a los azares que lo llevaron a Italia. “En alguna parte dentro de nosotros todo, siempre, es aquí y ahora”, cree escuchar y, utilizando esa frase como una especie de llave mágica, el narrador emprende un avance y retroceso por distintas experiencias, sin más guía que la anarquía de los recuerdos que parecen aglomerarse en la mente medio embotada por el alcohol. Aquí, más allá de los detalles o las descripciones prolijas del cuento, conviene detenerse para reflexionar sobre las motivaciones profundas del autor: el protagonista, Daniel Guarneros, usa el alejamiento espacial no para contar, con vocación de guía turística, el detalle exótico o la aportación erudita del lugar al que llega. Al contrario, en “Cuerpo presente” el decorado extranjero sirve como una superficie para narrar el pasado íntimo. El personaje busca el exilio para acercarse al territorio original y, también, para extraviarse. Si los viajes en el pasado tenían como objetivo el encuentro con lo novedoso y lo extraño, en estos cuentos la llegada a un lugar extranjero es la oportunidad para revisitar el paraíso perdido, recorrer las calles de alguna ciudad turística para –como el flâneur de Baudelaire– sumergirse en la multitud conservando, en todo momento, su individualidad. Esta característica permite, entre otras cosas, purgar las tribulaciones de la memoria. Pitol, a través de sus cuentos, refleja las preguntas que surgen con la distancia temporal, hondas interrogantes que él mismo se hizo en sus estancias lejos de México.

Las novelas

En las novelas de Sergio Pitol hay un motivo que aparece apenas bosquejado en el resto de su narrativa: el humor. También, como es natural, la vida de personajes que deambulan en el exilio y la visión de México. En El tañido de una flauta, por ejemplo, tenemos a dos personajes que, de alguna forma, ejemplifican a los bon vivant. Pitol –y esto se evidencia en sus textos biográficos– vivió muchas veces al margen de los cocteles y las grandes recepciones de la diplomacia. Esa distancia que tomó con la élite cultural y política que representaba a México en el exterior fue lo que le permitió acercarse a un tono paródico, un recurso que usa –en distintos niveles– en sus obras de largo aliento. Pitol critica la superficialidad del arte y sus mercenarios. Además, en El tañido de una flauta encontramos una visión distorsionada, pero sutil, de la forma: el recurso indirecto, la imposibilidad de tener una versión absoluta de los hechos.
En otra novela fundamental de Pitol, Juegos florales, el entrelazamiento de vida y obra se lleva a terrenos más claros y, no por ello, menos interesantes. En esta narración publicada en 1985 se emplea, a cabalidad, un elemento clave del temperamento posmoderno: el escritor en lucha con una obra, en apariencia, imposible. La historia es acometida como un ente colectivo y, por eso mismo, ambiguo, poco fiable. Las dudas de Pitol como escritor, evidenciadas constantemente en diarios, cartas y ensayos, son materia prima de esta novela. Por supuesto, en Juegos florales tenemos el recurso intertextual que, además, parece imitar la estructura de una matrioshka: un marco general contiene réplicas más pequeñas en su interior. En esta novela un escritor frustrado escribe o se propone escribir la historia de Raúl y Billie, dos escritores que, a su vez, luchan con sus limitantes al momento de emprender la escritura. “Alguien que escribe a alguien que escribe” hace que la trama convencional, aquella que se concentra en una anécdota o una serie de aventuras perfectamente discernibles, sea desplazada por el proceso de escritura como fundamento de todo. Así, casi sin darnos cuenta, somos testigos de Sergio Pitol escribiendo, en algún lugar lejos de México, escondido tras las líneas de un párrafo.

La memoria y la crónica

Sergio Pitol entendió la ahora llamada “autoficción” no como un espacio en el que la exhibición es la única posibilidad. El mago de Viena, El arte de la fuga, El viaje, entre otros títulos, fueron –más que memorias puntuales, textos en los que muchas veces se cuela lo intrascendente– un auténtico diario de viaje con varias etapas. En la actualidad se ha explotado la no ficción como una nueva forma de vender literatura: el escritor muestra, sin tapujos, la bitácora de su vida. Sin embargo, muchas veces, olvida que la literatura es un código que se alimenta del artificio. Por esta razón, los experimentos que no echan mano de la inventiva, que no piensan en el lector, están condenados al olvido. Pitol, en su viaje a la memoria, comprende que la experiencia vital tiene que pasar por el tamiz que se utiliza para un cuento o una novela. De esta manera él se convierte en personaje de sus historias, una especie de guía que nos conduce por sus innumerables viajes. En algunos capítulos vemos deambular a Carlos Monsiváis y otros coetáneos, pero también hay espacio para lo fragmentario: en El arte de la fuga encontramos anotaciones de lecturas pasadas y presentes; autores y proyectos por venir. En algunos momentos escuchamos la voz mesurada del ensayista y, en otros, la indecisión de quien está empezando una novela. Alrededor de todo eso gravitan varios elementos que fueron importantes para Pitol: el escenario siempre presente de su infancia y la añoranza de México; también la relación fraterna con el editor Jorge Herralde y la editorial Anagrama que empezaba a cobrar importancia para los lectores españoles y latinoamericanos. El autor mexicano, quizás sin proponérselo, añade un nuevo eslabón a la larga historia de contactos culturales –particularmente literarios– entre México y Barcelona. La crónica de esos días es un retrato de esa relación en la segunda mitad del siglo XX, una relación fundamental para la historia de la literatura mexicana.
En el ejercicio que hace Pitol a través de la memoria hay un actor trascendente: el azar. Esta intención aparece, sobre todo, en el andamiaje de sus libros biográficos y de crónicas. Un género se entrelaza a otro; el orden se corrompe y se altera. La invitación es clara: leer sin tener en el horizonte un límite claro. El lector abre cualquier página al azar y encuentra, casi siempre, una toma de posición ante el mundo y la literatura. En El mago de viena, en la página 123, encontramos uno de los temas favoritos de Pitol: los excéntricos o extraños. Esta fascinación la comparte, de muchos modos, con la generación de Medio Siglo. Si la narrativa, en las primeras décadas del siglo XX, se había constreñido a un realismo sin ambages, conforme avanzan las décadas hay un interés por romper la forma, por provocar. Pitol se siente hermanado por aquellos autores marginales y su rompimiento con el canon. Lawrence Sterne, Carlo Emilio Gadda, Bruno Schulz, Flann O’Brien, entre muchos otros, nadan a contracorriente y, de alguna manera, legitiman las búsquedas de Pitol en sus textos. A veces se puede rastrear esa influencia en el paraje exótico de un relato o en el ambiente socarrón de una novela.

Las traducciones y las colecciones

Un escritor es definido por sus lecturas. El acto de escribir es, por así decirlo, un proceso colaborativo: se escribe siempre acompañado por la tradición, las brechas que han abierto otros; pero también se crea a través de los descubrimientos que se hacen en el camino. De esta forma la literatura está en una constante renovación, en un diálogo fecundo. Sergio Pitol hizo, de este ejercicio, un acto público y paralelo en importancia a sus otros intereses creativos. A través de sus innumerables traducciones contribuyó, desde la lejanía, a abrir la perspectiva de lo que se producía en otros países. México, en particular, había imitado las corrientes producidas en España y en Francia. Después, con la llegada del siglo xx, se tomó como modelo la literatura estadunidense y el llamado “nuevo periodismo”. Pitol, como algunos compañeros de generación –García Ponce, Salvador Elizondo– expandió los límites de sus intereses no sólo explorando otras literaturas sino dialogando con la música, el cine y las artes visuales.
La Biblioteca del Universitario, colección publicada por la editorial de la Universidad Veracruzana, es una de las obras capitales de Pitol. La idea, muy borgeana, es concebir a la biblioteca como un ente en expansión. De esta forma la conversación nunca termina. Un autor no sólo es lo que escribe sino el mundo que lo rodea. Más allá del fetichismo, las colecciones de los escritores sirven para transparentar obsesiones y evidenciar influencias.  También, por supuesto, se añade a esa gran obra las traducciones, prólogos y revisiones encargadas al autor, para tener el cuadro completo y comprender la influencia del autor en la difusión de autores desconocidos en México. Destacan, sobre todo, las pertenecientes a Europa del Este. La época en la que Pitol recorrió el mundo pertenecía a un mundo poco conectado y dominado por la literatura dictada por el canon. Los principales centros culturales de Europa eran una referencia ineludible para cualquier biblioteca personal. Los demás países europeos, aquellos que, por ejemplo, pertenecían al área de influencia de la Unión Soviética, permanecían en la bruma. Pitol tuvo la suficiente curiosidad para internarse en una literatura muy rica en la que dialogaban los experimentos estilísticos de Witold Gombrowitz, el humor de Jaroslav Hašek o el trasfondo alegórico de Marcel Schwob y Jerzy Andrzejewski. La lista es muy larga, por supuesto. Cuando alguien lee cada uno de los libros que conforman la colección de Pitol, tiene la feliz sensación de que el único método de selección es la anarquía: no hay más brújula que la voluntad por encontrar algo insospechado y valioso.
Cuando ocurre la afortunada coincidencia de que el autor es un lector potente, ambicioso y sin prejuicios, tenemos a autores que interactúan a través de la traducción y del interés genuino por compartir sus conocimientos. En gran parte del siglo XX la labor del traductor fue vista como un oficio casi mecánico, un trabajo hecho en las sombras. Ahora se asume la traducción como una conversación expandida, un acto creativo que tiene la impronta de aquel que vierte en su lengua materna la poética de una lengua extraña. También es clara la influencia de ese diálogo en la obra de Pitol: el humor de novelas como La vida conyugal, Domar a la divina garza o El desfile del amor está nutrido por el tono carnavalesco de muchas lecturas importantes para él. Pensemos, por ejemplo, en la obra de Ronald Firbank –un autor que prologó y tradujo– o escritores cuyo tono humorístico es más sombrío como Samuel Beckett. Cada traducción es un homenaje que, de vez en cuando, echa raíces en una narración nueva. Ahora nos toca, como lectores de Pitol, extender esa genealogía y heredarla a los que vienen atrás.

Epílogo
No deja de ser inquietante encontrar vasos comunicantes entre los últimos años de vida de Sergio Pitol y sus alegorías con la creación literaria. Afectado por la Afasia Progresiva no Fluente, un subtipo de demencia que afecta progresivamente el lenguaje, Pitol se retiró lentamente de la vida pública. La incapacidad de expresarse a través del discurso oral marcó el último viaje del escritor. El silencio que lo rodeó, desde entonces, lo regresó al punto de inicio: un niño o un adolescente viviendo en un entorno extraño. Su mutismo es sólo una apariencia porque, en realidad, en los recovecos de su mente, sigue imaginando. La enfermedad desbarató las palabras y le impidió articularlas. Quiero creer que, desde ese espacio aparentemente limitado, Pitol tuvo suficiente tiempo –como aquel personaje de Borges que puede continuar “escribiendo” en su mente, pues está atrapado en un mundo inmóvil– para añadir más capítulos a su obra.



*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.










*


Algunas cosas
tienen el sello de lo inevitable,
una etiqueta
que nos advierte a tiempo
"cuidado,
esto quema",
"esto puede producir alergias".
Hemos caminado entre las cosas
con pasitos menudos.
Fuimos afortunados.
Conocimos la felicidad
y la miseria.
Nos ofrecieron
la manzana y la piedra,
y el deseo
se nos quedó en la espalda
como los pájaros
en los hombros de los héroes.
Y un día
todo desapareció.
Y el miedo
se parece a mirar,
desde una isla
como llegan sin apuro
el dolor,
la vejez,
la muerte.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Leyes pilares en la propiedad privada*



Un conejo
puede saltar,
comer lechuga,
plantearse problemas
que se resuelven
dentro de aritméticas
no acumulativas
y puede hacer todas las cosas
que hacen los conejos
gracias a la propiedad de conejez
presente en todos ellos.

Del mismo modo,
la mosquitez
permite a estos dípteros
hacer todas y cada una de las cosas
que hacen los mosquitos,
como arrullar tiernamente
el nacer de las olas...

El problema
es la humanidad.

La atunez
hace que el oficio más bello
del canto de los sueños sordos
sea el de los atunes,
y les ayuda a entrar
perfectamente
dentro de las latas con verduras.

La propiedad de zanahoriez,
como todos lo saben,
hace lo propio
con aquellas hortalizas,
aunque el observador acucioso
conocerá ya de sobra,
todo lo que las zanahorias realizan.

Ahora que el problema que se tiene,
es con la humanidad.

La tlacuachez
ha permitido
aquellos complejos tratados filosóficos
que los tlacuaches escriben
en las raíces del viento,
que escupe frutos agridulces
para alimentar a las lombrices,
quienes,
dicho sea de paso,
poseen esa rara propiedad de lombricez,
que tanto escasea hoy día.

Pero aún tenemos este problema
que enuncia una discontinuidad
sobre una superficie
homeomorfa al plano euclideano:
el problema de la humanidad...
Quizás tan sólo le falten más diéresis,
o le sobren vocales,
o quizá sea necesario
que termine en “z”.

Tal vez,
y sólo tal vez,
la humanidad se equivocó de animal,
de planta
o de tiempo.


*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com













GÉNESIS SACRÍLEGO*




*Por Miriam Cairo.



1. Separó Lacan la luz de la sombra y pobló de fantasmas el mundo, porque el mundo estaba vaciado de sentidos.

2. El espíritu de Lacan se movía sobre el haz del mundo. Dijo: sea lo real, y fue lo real. Y dijo Lacan que lo real era aquello que no podía representarse como lenguaje. Y vio que eso era bueno.

3. Apartó Lacan lo real de lo imaginario, y dijo: lo que se designe como "yo" estará formado a través de lo que es el otro. Y vio Lacan que eso era bueno.

4. E hizo Lacan la expansión del lenguaje, el territorio simbólico. Y dijo Lacan: que estas tres dimensiones se hallen imbricadas. Entonces creó el nudo Borromeo. Y agregó Lacan: el desanudamiento de cualquiera de las tres provocará el desanudamiento de las otras dos, se tratará de una torcedura, como la Banda de Moebius. Tomó Lacan una cinta de papel, pegó los extremos, tomó el lápiz y la tijera y vio que eso era bueno.

5. Tan ocupado estaba Lacan que perdió la noción del tiempo. Varios días habían pasado, y Lacan creó el habano para solazarse de sus logros y vio que eso era bueno. Mientras fumaba distraído, las horas pasaban como bala y a Lacan se le llenó el mundo de chucherías.

6. Y fue la tarde de un día cualquiera, cuando Lacan dijo: hagamos un fantasma a nuestra imagen y semejanza, para que nos lea. (Sin dudas, para que Lacan existiera, ya había otro que justificara su existencia).

7. El primer fantasma hombre fue hecho a imagen y semejanza de su creador. Como primer fantasma del mundo, recién hecho, dormía plácidamente una siesta bajo la sombra de un árbol. Entonces Lacan pensó que sería estúpido tener un mundo con único fantasma, tan estúpido como pensar en una Antropología Psicoanalítica.

8. Entonces, Lacan pensó, pensó, pensó, yendo y viniendo una y otra vez desde el sol a la luna, desde la cama al living. Meditabundo daba pasos largos, cabizbajo, Lacan, con las manos tomadas en la espalda.

9. Lacan observaba a su primer fantasma recién creado. Sentado en el suelo, el fantasma hombre recién creado intentaba calzarse, incluso cuando Lacan todavía no había inventado los zapatos. Al fantasma hombre le colgaba la simiente entre las piernas y le dio por nombre Estragón, aun antes de que Beckett creara un mundo para esperar a Godot.

10. El primer fantasma se esforzaba tratando de calzarse con las dos manos, fatigosamente. Se detenía, agotado, descansaba, jadeaba, volvía a empezar. Lacan le llenó la cabeza con sus teorías y vio que eso era bueno. Entonces Lacan, dijo: no es bueno que el fantasma esté solo: voy a obsequiarle otro fantasma con su mismo surco para su entretenimiento.

11. Y Lacan tomó una costilla del primer fantasma, amasó la porcelana fría, lo llenó de las mismas teorías psicoanalíticas que al primero y le hizo un surco en la parte final de la espalda, igual al surco del primer hombre fantasma.

12. Lindos jueguitos hacían el primer fantasma y su partenaire, a cualquier hora de la noche o el día. Entonces Lacan pensó en crear la galería de porno gay, para los futuros usuarios fantasmas. La equidad era perfecta: ambos tenían sembrador, ambos tenían surco. No se adivinaba ni por asomo el complejo de la castración.

13. Tan felices estaban en el paraíso los primeros fantasmas, que ninguno pensaba en Lacan, ni en sus seminarios. Uno más uno era dos en un mundo lleno de chucherías. Nada podía ser menos confuso.

14. Entonces Lacan consideró apropiado hacer algunas modificaciones. Tanta felicidad iba en contra de sus propósitos. Era necesario introducir la fisura, el misterio, lo negro del mundo. Rebanó Lacan la simiente que pendía de las piernas del segundo hombre fantasma, y le alargó la raya del horizonte. Extendió el surco, lo ahuecó de nuevo y creó el fantasma mujer, para extrañamiento y exploración del primer fantasma hombre.

15. Con el sobrante, Lacan hizo dos agarraderas y las abultó en el frente superior del segundo fantasma para que el primer hombre fantasma se agarrara de ellas en los momentos de siembra desenfrenada.

16. La agricultura fue la floreciente actividad del mundo y se cosecharon pequeños fantasmas prometedores, capaces de hacer el mundo cada vez más agrícola y más fantasmagórico.

17. Luego, Lacan puso a prueba a sus creados, y redefinió algunas chucherías del mundo. Dijo, el inconsciente no es más que la medida del afuera del sentido de los propósitos, y los fantasmas creyeron que eso era bueno.

18. Luego dijo a sus fantasmas que al decir "llueve" la lluvia sería un acto del pensamiento. Por ello, cada uno de sus fantasmas podría darle a la lluvia su sentido. Incluso confundir la lluvia con el meteoro, con el agua pluvial, con el agua que de ella se recogiera. Y los fantasmas creyeron que eso también era bueno.

19. Y Lacan, con un pie en la luz y otro pie en la sombra dijo que el meteoro era propicio a la metáfora. Así, Lacan dio vía libre al fantasma mujer, al fantasma hombre y a la metáfora. Y fue así que muchas chucherías del mundo cobraron sentido.













Viaje turquesa*



Ahora que de ningún modo escucho tu voz, puedo comprobar que estuve en El Chaltén un par de meses. Vos me hablaste de ese viaje turquesa, de los kilómetros exactos que recorriste (ah! como adoraba tu sentido de la orientación), de volver una vez más si pudieras, de la fortaleza del cuerpo cuando el cuerpo no es más que voluntad y determinación, de los amigos que hiciste para siempre en el camino, del hostel, del día helado en que grabaste ese fragmento del paisaje. Pude ver así el fulgor de tus pupilas: toda Laguna Sucia a través de tu mirada. No fue todo tan malo, me dijiste la última vez que nos íbamos a ver: y claro que no lo fue; con todo este viaje atravesando mi vida para siempre, sé que tengo resto para rato. Así de sencilla es la paz.


*Por Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com







Inventren






FANTASMAS EN UNA ESTACIÓN*




Sentado en el andén, veo acercarse al viejo Nicolás, con su maleta raída por el tiempo. Igual que ayer.
Cuando llegue hasta aquí, se dejará caer en este mismo banco, no demasiado cerca, pero sí lo suficiente para intercambiar unas palabras.
Preguntará, ignorando la evidencia mostrada por sus propios ojos, si el tren no llegó todavía. Yo le responderé que no, que todavía no, pero que ya no debe tardar.
Entonces él hará un gesto de resignación y acomodará la maleta a su lado, en el extremo del banco. Luego cerrará los ojos y cualquiera que lo viese pensaría que duerme. Pero no lo hace: Sólo piensa.
La primera vez que coincidimos, me contó su historia. Detalles al margen, supe que una mujer lo estaba esperando en alguna parte (no capté bien el nombre del sitio y después no me atreví a preguntar), o más bien que él albergaba esa esperanza, aunque, según deduje, no tenía la menor certeza al respecto. Ese día me quedé muy sorprendido cuando llegó el tren y el viejo, tras despedirse de mí con una breve frase y un gesto, agarró con fuerza la maleta, se dirigió hacia uno de los vagones, se detuvo antes de llegar, se quedó inmóvil, mirando algo que tal vez estaba más allá del tren y de la propia estación. Luego dejó la maleta en el suelo y se cruzó de brazos. Cuando el tren se puso en movimiento, lo miró alejarse durante un buen rato. Después, volvió a tomar la maleta y se fue caminando muy lentamente hasta perderse de vista. De más está decir que la escena descrita se ha venido repitiendo con regularidad desde entonces.
Lo sé porque, aparte de los funcionarios que trabajan en la estación, soy el único que está aquí siempre a esa hora. Lo veo cada día y me pregunto ¿hasta cuándo? Claro que esa pregunta también es aplicable a mí. Porque ¿qué hago yo todos los días sentado en ese gastado banco, mirando con impaciencia hacia el punto por el que ha de llegar el tren? No hay ningún misterio: Sólo espero. ¿Qué es lo que estoy esperando? En realidad, después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que sólo espero un instante. Me es imposible ver más allá de ese preciso y minúsculo punto en el tiempo. La escena la he contemplado miles de veces en mi imaginación: Isabel, radiante, se apea del tren, mira alrededor, me ve, sonríe y camina hacia mí. Yo voy a su encuentro. Sería el final perfecto para una de esas películas antiguas. Sólo que esto no es una película, sino una secuencia que, a estas alturas, juzgo imposible. Y a pesar de todo, contra toda lógica, sigo esperando.
Es sabido que la repetición incesante de los mismos rituales conduce, inexorable, a la locura; o a una suerte de locura que tendemos a confundir con la normalidad –lo cual es, en sí mismo, terrible.
Por eso, cabe preguntarse: ¿Qué obstinación es más patética, más trágica: La del viejo Nicolás esperando inútilmente reunir el valor para partir en busca de su sueño o la mía, anhelando un hecho que no sucederá?
En medio de esas reflexiones llega el tren. Ambos nos levantamos para cumplir con el protocolo habitual, ya casi un automatismo. Uno de los funcionarios nos contempla con tristeza -¿Tal vez también con algo de expectación?- desde su puesto. De fondo, sólo el sonido de la locomotora.


*©De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com




-Próximas estaciones de escritura:

KM. 55.  

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

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