"El
lugar donde se queda desmayada la furia"
*Obra de Griselda
Roces. https://griseldarocesdibujos.blogspot.com/
TRENZAS*
“Si la lluvia llega hasta
aquí voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el ángel o quizás
muera de pena.”
LUIS ALBERTO SPINETTA
Noche
de martillazos lastiman mis insaciables fauces.
Mastico
el silencio de cera de mi palabra huérfana de ti.
En
mis manos de lata cabe un mundo de arcilla morena.
Solo
un mundo posible, Solo uno, triangular
Un
hombre, una niña y una anciana
Desde
la alborada lo buscaban.
- De
la mujer no hablamos, ella es él-
Sangre
adentro vertía en el cáliz, palabras. Palabras.
Los
sueños de la niña, se enredan en sus trenzas de lluvia.
En
las trenzas de anciana -bendita seas- hay copos de sal y rebeldía-
Solo
un mudo posible, uno de sombra, otro de ausencia.
Pedro
trabaja la madera con pasión y fervor.
Una
pena grandota le sabotea la astilla de la rueca, el amado huso.
Tras
la puerta del alba, obsesivamente, ese animal violento.
¡Ay!
Uñas, rasguñan, tocan, escarban. Ay amor quiero y no quiero.
-El
sexo es el salvavidas de los náufragos-
Un
macho con fervor vigoroso. Piso de cristal.
Un
macho, solo, por elección. Ilegítimo. Expósito.
Pasa
un hombre con su Biblia en su mano.
Una
mujer con pollera cortona. Otra, sueña, este sueño no es sueño.
-No
Madre! ¡No cortes mis cabellos de agua!
No.
¿Dónde
se enredarán los sueños y las penas?
La
madre no escucha, ni mira, solo muere por él.
Las
trenzas ruedan por el suelo.
Desde
ese día los ratones se esconden en la nuca.
No
quiero saber porque desde mis ojos salen hiedras.
No
quieras saber porque las trenzas degüellan el furor de la noche.
Es
tarde, recuerdo, el galope de un caballo en mi sangre.
Ah,
tu olor. Transpiración y fuego en la punta de la lanza
Melenas
de almendras y una doliente niña. Adiós.
Lo
amé en esa mesa. Me amó. Eso fue todo.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
SALVAVIDAS DE LOS NÁUFRAGOS…
-Poesías de Amelia Arellano.
ARRIBO
Venía con diez jazmines en la mano.
¿Adónde vas?
-Toda la sequía del mundo en mi mirada-
Al mar. Me espera el mar. El mar irremediable.
¿Cómo lo sabes?
-Páramo salobre en mis entrañas-
Una sombra ha cruzado los cardales.
Me espera una geometría de cosas y de nombres.
Vuelve en marejadas.
Patria misteriosa de los hondos secretos.
Una hembra latiendo en maduro fruto.
Un macho con corceles negros en los ojos.
Una alondra y un toro.
Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.
Una pradera quieta y un halcón.
El niño duerme, envuelto en pañales de viento.
Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.
Huésped de un arcano laberinto de agua.
Arribo.
Puerto de mar o páramo.
Puerto que florece en algas y cardales.
Puerto de un enero de amor.
Un hombre con los brazos extendidos.
Una mujer con diez jazmines en la mano.
La persuasión avanza. Lentamente.
Hora a día. Día a gota. Gota a hora.
Carga una maleta pesada como el mundo.
Infecta los octubres con su dardo inmortal.
La angustia crece en hojas macilentas.
Se elevan y caen como mariposas muertas.
El patio de mi casa es una alfombra negra.
Por dentro tapian las ventanas lirios de luto.
La congoja es un vampiro ciego.
En un lago sin agua beben los peces su ceguera.
Una mujer pasa a mi lado con su vela blanca.
Un niño mira un perro.
Un hombre ojo carga el luto del monte.
Nadie parece verme.
¿Qué hacer?
¿Crucificar al hombre? ¿Matar la bestia?
¿Vaciar las ánforas?
¿Elegir el dulce tormento del amor?
¿El exilio de la lágrima?
¿El sutil beso de la rosa?
¿Acaso elegir el tormento, el exilio, lo impalpable de la rosa?
¿No es una forma absurda, ciega, cierta, segura de incerteza?
La persuasión avanza y cubre de polvo, el polvo
EL FORASTERO
Los
pezones de la noche han devorado el fuego.
Han
devorado el fuego… ay!
Y me
llega un misterio que me cerca. Que me acosa.
Me
persigue. Me asedia. Me convoca.
Besa
la fría boca de mi rosa.
Pareciera
conocer mi cuerpo. Mi melena de arena.
Y no sé
si es mar. Si es cielo. Ceniza o aguardiente.
Arroja
aguas vivas en mis piernas.
Alguien
llora (La soledad de la bestia entre los hombres)
Y
enmudezco. Ay, mi voz de golondrina y cuervo.
Ay,
la lengua de sabores amargos.
Y
surgen nombres que enuncian otros nombres.
Brotan
de una patria de avestruces dispersos.
(No,
no te escondas, no…el nido está muy lejos)
Y vuelven:
El perfil de una casa de agua.
Las
impiadosas huellas que se alejan.
Enero
y sus páramos ardientes.
Camalotes
lejanos. Espesura de caballos salvajes.
Alguien
canta (El alborozo del hombre ante las bestias)
Y
llega él. El forastero. El hombre de la isla de ciegos.
Tiene
manos callosas. Manos de bengalas y trigo.
Lame
sediento mi cintura de algas.
Corre
los velos que me cubren.
Me da
espejos. Mi rosa es una baguala bífida.
Todas
las estrellas titilan en sus ojos.
Los
pezones de la noche se alimentan de fuego.
Se
alimentan de fuego, ay!
METAMORFOSIS DEL DESEO
El telón
ha caído. Las falacias. Los sofismas.
-Ay
amor mío quédate en mi-
Tucanes.
Ciegos. Maniquíes.
Los
espectros se llevan los aplausos.
Genuflexos.
Títeres sin cabezas.
Tiresias
separa las serpientes apareadas.
-Ay
amor que fría está la noche-
Poco
a poco se apagarán las luces.
Vendo
y compro. Aúllame
Huyen
las calles, No saben dónde van.
No
saben dónde nacen. Rosa o celeste.
-Dicen
que lloverá, vamos a los pinares-
El
desamor se disuelve en un vaso con agua.
Dios
no confió en nosotros. Brámame.
Déjame
la boca con sabor a sal.
-Ambigüedad
es mi nombre y así me amas-
Soy
lo que soy. Apasionadamente.
Metamorfosis
del deseo.
Cae
el telón, otra y otra vez. Y los mitos
Las
ficciones. Las fábulas.
Caracol.
Tulipán. Flor de fresno.
Dos y
uno. Yo y vos. Vos y yo
LETRAS,
EN EL COSTADO IZQUIERDO.
Mis
ojos sin tus ojos, no son ojos, / que son dos hormigueros solitarios, /y son
mis manos sin las tuyas varios intratables espinos a manojos.
MIGUEL
HERNÁNDEZ
Cuando
era niña era mala para las abstracciones.
Lo
soy aún.
Una
manzana, más una manzana eran dos manzanas.
Un
padre más una madre, eran dos padres.
Santo
Tomás me decían.
Yo
creía que era porque mi padre se llamaba Tomás.
No
entendía las matemáticas, tan exactas, tan certeras.
Y
seguía probando…
Y
las cuentas no me daban…
Un
padre más una madre:
El
resultado era, dos mujeres, menos un hombre.
Tampoco
entendía, no las entiendo aun, a las metáforas.
Meta:
más allá, fora: pasar, llevar.
Y
cuando me leyeron el poema de Hernández.
Me
metí en tus ojos moros y sentí el aguijón de las hormigas.
Y
tomé tu mano buscando la caricia y me atravesó la espina.
Y
metí mi corazón en el tuyo, y solo encontré vacío.
Y
me dijeron, intenta escribir, entonces.
Y
no podía…
Piensa
en manos, dijeron.
Y
pensaba en las manos de mi padre y escribía tinta y tango.
Y
pensaba en las manos de mi madre y me salía, amor ausencia.
Y
pensaba en las manos de mi abuela y me salía vellón y rosario.
Y
pensaba en mí, y escribía lágrima.
Y
las letras se borraban… y quedaba un papel blanco.
El
papel blanco, como ahora.
Quizás
las letras deba buscarlas en la herida del costado izquierdo.
FIEBRES
Un pájaro de tinta es un tembladeral de fiebre
Huésped de mi barro. Cinco signos tiene la luna roja.
Espejos estridentes en los huesos. Ah, tu espejo.
El polvo es el calostro del jazmín de leche.
Los gansos tienen ojos de ceniza.
La destemplanza es patrimonio del silo.
No hay pilas bautismales inocentes.
Ventanas cruzan los rebaños muertos.
Lobos. Mansas sombras de humo. Salvajes.
Lobo. Lobo. Devórame lobo.
Virgen de misterios oscuros.
El amor es la esfera de tu espanto.
Quédate tranquilo, dolor. Ya no quedan piedras.
Hoy, atada mi boca y amarradas mis manos.
Se me hiela una mujer en mi pulso y se sacude.
Un hombre solitario la extraña hasta los huesos...
Y ya es tarde corazón y soy polvo y tengo frío.
Las últimas… y las últimas piedras?
FORMA DE BARRO
Es una naranja de ombligo, partida.
O un durazno.
Acaso una granada que sangra.
Es casi una crisálida.
O el Gran Diluvio ahogado en años.
Los pasos transpiran su mirada.
Corre. Se apuran. Se detienen.
Descalzan la mañana.
Le respiran la nuca. Bostezan.
Las mujeres lavan en el río.
Ella, vestida de poema oscuro, las
contempla.
Las ama, y las envidia y las aspira.
Tiernas penas le cantan a la nana.
El niño lame el amarillo del ocaso.
No te duermas mi niño.
Ya habrá tiempos de dagas y de cruces.
Es la última mirada, el último regreso
Una lágrima callada, calladamente cae sobre
el río.
El río toma su frágil sombra.
Cual si tomara un pájaro, un niño, un
ángel.
Le da forma de barro...y la ama.
PALOMA NEGRA
“...tengo miedo de buscarte
y encontrarte...”
CHABELA VARGAS
Traigo
una paloma negra.
Sangrándome
en el pecho.
Espejo.
Antiguo ser. Torcaza desterrada.
Aletea.
Cae. Garabatea mi inocencia con minúscula. Se levanta.
Evita
los abismos de mi carne.
Sabe.
No se improvisa el vuelo. Tampoco, hay cumbres imposibles.
Hay
un afuera que golpea. Golpea, muy adentro.
Hay
mujeres con zodíacos truncados.
Dioses
de cenizas. Pórticos cerrados.
Manos
con anillos, zurcidoras de azahares.
Vientre
madre sandía, mente padre lenteja.
Cleopatra
copula en los andamios.
Blanca
nieve es supervivencia. No enloquecer, enloqueciendo.
Isadora
aún no emprende el vuelo.
El
letargo tiene sabor amargo.
La
“casa del hornero” está vacía.
Barby
vive en un hospicio de 10 pisos.
Tanto
mides. Tanto pesas. Tanto vales.
María
soledad vende su hambre.
Mitos
y mordazas hacen olas.
Un
solo hombre. Un solo bote.
Solo
cabe una. Arriba o abajo.
Una
sola: Eva o Lilith. Lilith o Eva.
Hay
un adentro afuera.
Un
adentro que se desborda en verde.
Un
silencio de máscaras mayas.
Una
alborada fecundada en la sed y en la lluvia.
Un
hechizo de vuelos de caballos.
Un
pájaro en la mano de una rama.
Un
pulso de saliva y greda.
Pezones
tibios. Sangre leche.
Una
niña, un niño, una huella.
Que
pronuncia tu nombre y el Nombre de tu nombre.
Un
secreto sabor. Un coloquio entre tres.
Un as
de bastos, una espada.
Un oro y una copa. Un grial que se derrama.
Traigo
amorosas palomas en mis siete mares.
Vuelos.
Tenues galopes, entrañables hiedras.
Pero
mi madera memoriosa, no es velamen de olvido.
Traigo
una paloma negra.
Sangrándome
en el pecho.
Espejo.
Antiguo ser. Torcaza desterrada.
RETRATOS INTERIORES
“Todos estamos, Oh, mi
amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.”
ELENA PONIATOWSKA
Amor,
traigo un hueco ancestral dentro del pecho.
Un
paisaje niño y recuerdos dispersos. Una herida empañada.
Ambos
lo sabíamos; la muerte llegaría en otoño.
Un
paisaje de címbalos dorados.
Y
temíamos, no, no es eterno el enero.
Castillo
en ruinas. Campana amordazada. Manzana de oro.
Ay,
amor. Tan callado. Tan quieto, tan desnudo.
Ardiendo,
ardiendo siempre. Memorioso. Inocente.
Ay,
cuantas calandrias han caído. Cuantos santorales.
Cuantos
dedos quedaron en su pelo.
Su
rostro de sal mordiendo mis avernos.
Su
respiración. Sus hormigas carnívoras. Su albardón.
Y
grito, toda yo un grito ensangrentado.
Una
pupila que me corroe el aura.
Y
esta realidad que me golpea el rostro.
Hoyosa.
Espejada. Escindida.
O
quizás, solo quizás.
“…la soñé y tal como la
soñé amaneció en mi puerta…”
MIEDO
“El miedo es el padre de la
crueldad.”
JAMES ANTHONY FOUDE
El
jinete del miedo corcovea.
El
abandono es más cruel que la muerte.
El
miedo teme a la libertad.
La libertad
teme al castigo.
El
castigo teme a la soledad.
La
soledad teme al miedo.
El
niño mira sus pies descalzos.
Piensa
que el miedo solo es una palabra.
Existe,
para ocultar lo que no se tiene.
CUADRATURA DE LA VÍA LÁCTEA
Heme
aquí, en pensamiento vivo.
En
iteraciones de memoria.
No se
dé qué arcano mundo vengo.
De
que galaxia.
De
cual reencarnación.
Cuadratura
de la Vía láctea.
Un
hombre me ha cubierto.
Me ha
legado los ropajes de Safo.
Me ha
colocado el traje de George Sand
Y fui
hembra de llovizna temprana.
Y he
gritado en la fosa de los muertos.
Me
han tapado la boca con renacuajos muertos.
Con
palabras de abismo.
Con voces
de ventrílocuos locos
Han mutilado
mi carpelo, mi semilla.
Han
rapado mi larga e inacabable noche.
Poseidón
cabalga en un caballo de agua.
Otro
hombre me llega desde lejos.
Me ha
vestido con perfume de lluvia.
De
algas secretas en escondidas rocas.
Me ha
llamado rosa, piedra, culebra.
Me ha
sido impuesta su vara de Esculapio.
Me ha
friccionado el cuerpo con hierbas milagrosas.
Ha
quitado una a una las escamas de cristal de roca.
Me ha
besado las terrenales cuencas.
Ha
cortado de un tajo mis intangibles miedos.
Me
desvistió por dentro.
Me ha
dado lo negado.
No sé,
aun, de que galaxia vengo.
De
cual reencarnación.
Pero
heme aquí vestida con flores de algodón.
Del
Arca de Noé queda un potro oscuro.
Y lo
abrazo con mis lenguas de fuego.
Y soy
acequia. Aljibe. Regadío.
Frenesí
de la noria. Frenesí.
Estás parado en un universo hecho de piedra
y dunas.
Nadie ha de salvarte.
Ni la agonía del polen, ni el parto de la
rosa.
Ni las huellas en las ardientes colinas.
Ni la saciedad, ni el hambre.
Ni las ramas que brotan de tus ojos.
Ni los anillos de lluvia.
Ni lo negado, ni lo dado.
Ni la pupila cerrada del Bautista.
Ni la espada, suspendida, de Damocles.
Ni el oro de Siddartha, ni la plata de la
traición abrazo.
Ni Lancelot, ni Gilgamesh. ni el caballo de
Troya.
Nada habrá de salvarte.
Acaso los salmos de la historia
Que no has de conocer, hoy. Tal vez, nunca.
*Amelia Arellano.
Lic. en Psicología – Psicóloga Social-
Escritora
-Escribe
desde San Luis para el universo...
InvenTren
https://inventren.blogspot.com/
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el
fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta
altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante
por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá
tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos.
Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo
software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente,
claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años
en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el
transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho
un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no
sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en
medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o
imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al
pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de
tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de
recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en
ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese
fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas
horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía
derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien
conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable.
Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para
implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el
vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una
mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria
con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas
memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El
ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La
Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta
lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio),
hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le
alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos,
esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme
de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya
respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.
Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos
–o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina,
detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo
haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia,
aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es
informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o
incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento
definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una
fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado,
esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas
posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré
hondo y abrí los ojos.
Había
funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión
cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo
más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la
pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía
moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en
lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los
sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé
tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me
atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir
(Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una
simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría
acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo,
irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de
ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había
señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban
el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de
realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido,
sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día,
aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de
un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz,
decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y
descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me
sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más
concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e
incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo
removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del
momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que
jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre
satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me
ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como
si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar
mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente,
extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el
espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a
finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba
ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba
dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una
victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más
bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de
comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada
vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del
Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo
XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo
en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos
en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien
administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo
nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero
(esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en
realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión
implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez
me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La
Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me
aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores
a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de
ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar
la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a
Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran
Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí
encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas
semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano:
Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con
el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había
vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a
perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este
proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son
pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un
ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho
trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José
Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o
así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y
verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo.
Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores
a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis
pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño
del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de
cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en
cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira
bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es
preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único
objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue
difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del
experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo,
sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto
como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y
otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que
ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa
estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo
para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la
musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a
recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la
sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo
repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no
encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue
culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y
la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver.
Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos
que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado.
Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor,
introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé.
Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su
magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié
algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si
presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces-
meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba
el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso
de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí.
Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi
decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa
estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver,
al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto
conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin
saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una
cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se
posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado
por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores
mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención.
No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba
de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque
fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo,
para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor
explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese
algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una conversación en el
metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a
sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre
política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países
vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no
suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos.
No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase
que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple
desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no
estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que
hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo
Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no
había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno,
los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz.
Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de
número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así
llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en
la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras
circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del
operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a
llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto,
la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de
siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo
había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta
realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi
despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su
lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las
preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un
abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban
Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí
la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta
caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para
comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento
quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco.
Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer
en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez
erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos
que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca
imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable!
lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva
realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y
yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba
mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco
puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su
significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida
en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la
coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y
sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano
aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren
partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder,
¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto
tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso
aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La
misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando
por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-Próxima estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS
DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI. KM 12.
LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
**
-Siguiente estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO
GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D.
SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic.
Eduardo Francisco Coiro.
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