domingo, mayo 16, 2021

LLAMARADAS DEL FUEGO ORIGINAL...

 


*Foto de Mercedes Araujo.

https://www.instagram.com/meraraujoletrasyfotos/

 

 

 

 

 

 

 

 

Energía eterna*

 

 

Así de efímero,

Como lo que tarda una lágrima en rodarte por la mejilla,

Una estrella fugaz en atravesarte la retina,

Un recuerdo en cruzarte la mente,

Una hoja en caer de la rama más alta,

Una carcajada en recorrer el aire,

La escarcha en derretirse al salir el sol,

Un suspiro en desinflarte el pecho,

El agua helada en dejarte con el último aliento,

Así de efímero se siente el tiempo.

Pero en verdad, cuánto perdura lo que queda.

La luz de tu mirada,

La vibración de tu voz entrecortada,

El brillo de tu pelo,

El eco de tu risa,

La certeza de tus pasos,

La calidez de tus palabras,

El fuego de tu alma,

Tu

energía

eterna.

 

 

 

*De Ana Lucía Medina Villalonga.

General Pico. La Pampa

 

 

 

 

 

 

 

 

Desolación*

 

 

No había por dónde, con qué ni con quién empezar,

todo el pasado se olvidó en otra tierra distante.

Los padres eran una sombra temblona y deforme,

una adaptación forzosa que no eran una referencia

segura o deseable de algo. No había señorío ni señor

que nombrar ni ejemplo eficiente y apto para seguir.

Nada firme para hacer pie y dar el primer paso y andar.

Cuando todo es carencia y necesidad y se agolpa

no hay manera de escoger lo primero a perseguir.

Un niño adulto es un adulto niño sin lugar ni camino

que recorrer ni sendero ni huella ni brújula ni salida.

Como la estepa la nada no tiene límites, pero limita.

Por no haber no había deseos puntuales sino delirios,

y los delirios son resacas de borrachos que patean

el hígado y se olvidan. Ni siquiera éramos algo más

que esbozos inacabados, intenciones abortadas

que a pesar de todo latían en la bandeja de acero.

Ni siquiera había puertas cerradas que derribar,

éramos nada en la nada y no valía el encono,

¿contra qué? Todos éramos tréboles

de tres hojas. Una llanura sin fin

atiborrada de lo mismo

e igual partimos.

 

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

MIGUEL DE NOCHE*

 

 

Un día, hoy

 

 

Tengo que escribir rápido todo, porque en cualquier momento, ahora, dentro de un rato, puede venir la Cosa y se me irán las palabras, como al principio cuando no tenía casi ninguna y debía repetir, sílaba por sílaba, para que no se me salieran de la cabeza. Especialmente cuando las guardianas o los otros viejos decían Abuelo Custodio, yo necesitaba gritar Custodio, Custo-dio, Cus-to-dio, Cust-odio, para que no se me olvidara que Custodio era yo y Custodio es el que custodia, cuida, guarda, guardián, protector, el que no abandona, aunque nadie me guarde, custodie, proteja y sólo yo me deba guardar, proteger, custodiar, cust-odiar, porque si se me olvidaba podía pasar que alguien llamara Abuelo Custodio y yo lo mirara calladito porque se me había perdido la palabra y entonces no me custodiaría, pero mejor sigo , a ver si pierdo lo más importante y lo tengo que dejar anotado en los papeles que me trae un hombre que viene cada vez que las guardianas dicen domingo.

Al principio yo estaba peor, mucho peor, como voy a estar en cualquier momento si no hago estas anotaciones. Sólo me acordaba de Custodio y otras pocas palabras como alimentos para el hambre y me hago cuando era tarde sin remedio.   La mayoría de las palabras se me colgaban y no conseguía volverlas a la boca. Hasta que de repente cuando era todo negro apareció alguien en mi habitación. Era todo negro y yo sentí que había alguien, que alguien había entrado y me miraba. Se dejaba estar y me miraba y la mirada me cavaba la frente y me sacaba la tierra. En medio de lo negro, solían entrar las guardianas y abrían todas las luces y hacían doler los ojos y adentro de la cabeza, hasta que uno veía todo blanco y ciego y blanco y ciego, y venían, digo, para revisar adentro de la ropa, y si uno estaba húmedo le cambiaban la ropa, se les encendían los labios y venía un rumor como de leche hirviente, y uno que ya veía las formas de los objetos y de las guardianas, tenía que oír voces de leche hirviendo. Esto era diferente: alguien que entraba en lo oscuro y se dejaba estar y miraba, como acompañando. Parecía de no creer que en lo oscuro hubiese entrado alguien diferente de las guardianas, alguien diferente en el Geriátrico San José, que es el nombre de este lugar, y en la habitación siete que es la mía. Mi vida desde que el hombre de los papeles me trajo aquí, era siempre la misma. Comidas, pis, caca, dormir, la hora del baño que era horrible porque me desnudaban y nadie me defendía del agua, de las manos, del agua, de las manos. A oscuras, de noche, después de que me sacaban los dientes y me desvestían, cuando quedaba solo, abría la boca para comer vacío, y que terminara el agua, comida, pis, caca, sueño, bocas que se movían para decir Abuelo Custodio, caras de otros como yo que perdían las palabras y las guardaban en los bolsillos para que se quedasen, pero las guardianas les lavaban la ropa, y las palabras se quedaban en el lavarropa. Después miraba el techo que se llenaba de mamá y papá, de mis hermanos, de los muertos. Pero no venían a visitarme, Ninguno decía Abuelo Custodio. Estaban ahí simplemente como están los muertos.  Mamá caminaba en cuatro patas en el techo, con la cabeza para abajo, como nunca la vi en la época en que no era muerta. Papá caminaba al lado de ella, a veces se le subía, a veces no, a veces comía con mis hermanos, comían un hilo blanco, una baba como es el hilo que une el mundo del Geriátrico San José con el de los muertos que viven arriba, en el techo de la habitación siete. Pero los muertos, como sabe cualquiera, no hablan, y uno sólo los ve, mudos en el techo. Se me cansaba la mirada de tanto verlos y venía lo negro y en el medio de lo negro, lo rojo del fuego porque generalmente adentro de los ojos cerrados llegaba la Cosa en forma de fuego y después lo blanco que decían que era la mañana y que se llevaba lo rojo del fuego, o a veces decían que era la tarde, pero para mí eran lo mismo, otro día, otro día con todo igual. Me llamaban, me decían Abuelo Custodio, me vestían, me ponían los dientes y yo me movía en una región donde uno metía los dedos en el plato y comía. La comida no tenía el gusto del tiempo en que mi mamá y mi papá no caminaban cabeza abajo en el techo sino que guardaban la cabeza en su sitio. La comida era algo para la boca y para tragar. Después surgía el enojo porque no había tiempo para decir me hago y ya venía el asunto desde el vientre a las nalgas hasta que la guardiana se enfurecía cuando el asunto llegaba al pantalón y se olía. Yo repetía los insultos para que no se me olvidasen y decía Abuelo Custodio hijo de puta. Sabía que puta era algo relacionado con los asuntos del vientre y con el mal olor. Entonces regresaba a la habitación siete y decía mucho habitación siete, sie-te porque una vez entré a la seis y una viejita rugió, como sólo pueden rugir los muertos del techo cuando todo es oscuro y se vuelven tigres, y yo creí que llegaba la Cosa. Entonces yo también rugí y fui tigre, y no sé de dónde me salió el rugido, tan grande, tan grande, saliendo de una garganta tan pequeña. Ese día los muertos anduvieron revolucionados en el techo y papá sacó el cuchillo para cortar a pedacitos a mamá: ya la Cosa asomaba la cabeza.

Bueno, ahora que estoy tranquilo y me salen moscas de la lapicera, esas moscas que quieren decir: me quedo bien, porque aunque entre la Cosa, mientras haya palabras en los papeles, habrá palabras en mi cabeza y podré encaminarme a la cocina, y con un tenedor, dar en el medio de la Cosa o asustarla para que se vaya. Hablaba de antes, cuando después de la comida, volvía a la habitación siete y empezaba lo mismo: los muertos del techo y después lo negro y lo blanco después de lo negro y en el medio, desnudarse, el agua, las manos, y el miedo a que la Cosa entrara porque a la Cosa le gusta la gente desnuda. Y en el baño hay un vidrio que le encanta a la Cosa. Una guardiana me dijo que detrás del vidrio estoy yo, lo que es un disparate porque yo soy yo, Custodio,

Cust-odio, y no el que está detrás del vidrio que es otro. Esto me recuerda a cierta vez que vino el hombre y me trajo un papel con una imagen y dijo que era yo. Como voy a ser yo, yo soy yo, el tipo del papel es otro. Si enloquecían de ese modo las guardianas o el hombre, era señal de que la Cosa estaba muy cerca.

En el baño me cortan las uñas, para que no me las clave en los ojos será, cuando venga la Cosa. Porque ya sé que ellos saben y a veces me miran como diciendo se avecina la Cosa. Y se les exprimen las palabras como trapos sucios.

Otra vez se metió algo en mi uña. Ellos decían astilla y yo repetía astilla, astilla. No me sonaba eso. ¿Qué era astilla? Más lo decía más me sonaba raro. Entonces entendí que se me metía algo sin nombre, algo que no era yo, algo de otra parte. La Cosa ya me atacaba. Tuvieron que atarme para sacármela y alguien, una guardiana pelirroja que siempre se ríe, me la mostró. Comprendí que la Cosa podía ocultarse en un mundo tan pequeñito. Había salido pero la Cosa se metía en todas partes y me amenazaba a mí, es decir, al Geriátrico San José, al universo entero. El miedo hizo que pasara varios días repitiendo Custodio sin parar, y con peligro de que me olvidase de respirar. Porque ése es el asunto, si me olvido de que soy Custodio puedo olvidarme de respirar, y eso no es simplemente irme al techo con mi mamá, mi papá y mis hermanos sino que en el mundo de los muertos también puedo olvidarme de respirar: ya me ha pasado otras veces, y no respiro, y todo es la Cosa, la Cosa en la garganta, en el pecho, en todo el cuerpo hasta que el aire vuelve y después la Cosa otra vez, y así.

Los días, como dije, eran iguales. Cuando no había guardianas y mi mamá y mi papá dormían con mis hermanos en el techo, yo daba vueltas y vueltas por la habitación para ver si llegaba a alguna parte, alguna parte con hierba y árboles y flores blancas, pero parece que ya no hay más en el mundo y aunque uno camine y camine por la habitación no llega a ningún lugar con hierba, árboles y flores blancas porque ya no hay más en el mundo desde que la Cosa ha ido entrando y entrando en cada zona. Antes, hace millones de años, había hierba y árboles y flores blancas. Y hasta había mares y arena, que es un polvo amarillo que está junto al mar, y piedras enormes que se llamaban montañas y ríos y casas y un lugar llamado Sudamérica alrededor del Geriátrico San José y alrededor no hay nada, o hay grandes montoncitos de nada. Si la Cosa entra en el Geriátrico sólo habrá la Cosa, es decir tripas y sangre, y palabras que no salen porque ya nada tiene nombre y no se respira ni en el mundo de los muertos. Y yo, en vez de comer lo que está en los platos, puedo comer un brazo de las guardianas, un ojo del hombre, una mano de mi mamá, una oreja de mi papá. Y el asunto que me sale del vientre a las nalgas saldrá explotando hacia arriba y caerá en forma de lluvia. Y el viejo que está detrás del vidrio del baño se saldrá de su lugar, desnudo para abalanzarse sobre mí. O no pasará nada de eso, y sí lo que no puede decirse porque no está en palabras. Por eso las guardianas se codean y también los viejos como diciendo se avecina la Cosa. Pero es bueno que sepan que puede ocultarse en lo más pequeño, en el vidrio del baño, en un papel, en un ojo. Y entonces hay que tomar un arma, un cuchillo, un tenedor, cualquier objeto que sirva para matar. Es bueno revisar los bolsillos y no dejar a las palabras adentro, como hacen otros, que se pierdan en la lavandería. Las palabras tienen que estar en el papel porque de ahí no las saca nadie y se pueden leer, y mientras esto suceda la Cosa no logrará entrar.

Bueno, pero hace unos días entró alguien. Lo sentí entrar en mi habitación, de golpe. Hizo ruidos. Como los muertos del techo no hablaba, pero hacía ruidos, distintos a los que hacen con la boca las guardianas, es decir, hablaba pero no con palabras. Miraba, me miraba, yo no le veía la mirada pero se sentía lo que se siente cuando a uno lo miran. Las palabras se metían en la cabeza y era como si eso hablara dentro de la cabeza de uno. Al principio me asusté porque creí que era alguien que podía tener relación con la Cosa, pero después cuando vi las palabras que se metían en mi cabeza, pensé que era alguien, simplemente, así como hay guardianas y viejos y viene un hombre que me trae papeles. Nadie me quiso creer hasta hoy. La guardiana pelirroja me dijo después de comer: ¿Y cómo es el que entra, Abuelo Custodio? Le dije que no sabía ¿Y cómo sabe que se le ha metido alguien en el cuarto de noche? Le dije que lo oía y que sentía que me miraba. Ha de ser el ángel custodio, me dijo y se reía. El ángel custodio de Abuelo Custodio, me dijo y se reía. Al principio no me acordé qué era eso del ángel custodio. Todos tenemos a un ángel que nos cuida me dijo y se reía. La guardiana pelirroja siempre se ríe y muestra una hilera de dientes muy blancos y uno de oro. Cuando se ríe hace un ruido como de pájaro. Me gustó que me dijera todo eso, nunca nadie me dice nada, y la guardiana pelirroja es la primera vez que me conversa. Al hombre de los papeles sólo le importa que yo trague unas píldoras y un jarabe azul. Me dice: ¿Le dieron las píldoras, Abuelo Custodio? ¿Le dieron el jarabe? Y de ahí no sale. A veces se duerme, bosteza y se va. Desde hace unos días me dice Le traje los papeles que me pidió y el bolígrafo, ¿va a hacer dibujos, Abuelo Custodio? Yo siempre le digo que sí y es cierto porque al principio no me acordaba de las letras y sólo me salían rayas. Hoy pude escribir después de que la guardiana pelirroja me dijo eso del ángel custodio. Escribí custodio varias veces y después ángel. Y hasta dije me hago a tiempo y me llevaron al baño y me dijeron muy bien, Abuelo Custodio. Y después me salieron las demás palabras, todas, todas las que existen y estoy feliz y puedo escribir todas las palabras del universo, las de ahora y las de hace millones de años.

 

 

Otro día, hoy

 

Recordé que hace millones de años cuando había hierba y árboles y flores blancas, y el mundo no era sólo el Geriátrico San José, yo era escritor. Escritor es un hombre feliz que llena hojas y hojas de palabras. Las palabras vienen desde el fondo de lo negro y primero son algo también negro que después se hace sílaba, que es como un brazo o una pierna de las palabras, y las palabras son los brazos o las piernas de las frases, y las frases los brazos y las piernas del propio cuerpo de uno, el verdadero. Y salen los recuerdos, que son lo que uno era hace millones de años. Entonces me acordé, porque desde la llegada del ángel custodio estoy empezando a recordar las cosas de hace millones de años. Porque hay alguien que me cuida, que me vigila en la habitación siete, que me custodia para que yo me custodie y no entre la Cosa.

Hoy lo vi, al ángel custodio. No tiene alas. Es pequeño, feo, el pelo gris. No se deja tocar. No habla pero como dije, mete palabras en la cabeza y uno tiene ganas de poner palabras. Era noche cuando lo vi, yo terminaba de comer, me habían cambiado la ropa, y estaba listo para mirar a los muertos del techo por un rato, hasta que se me cerrase la mirada y viniese lo negro. Se me dio por llamarlo Miguel, no sé por qué, estuve todo el día pensando algo de Custodio Miguel y de una torre y le dije Hola Miguel y él no contestó porque, como dije, no habla. Pero en mi cabeza sentía hola Custodio. Después se escondió, no quiso que lo siguiera viendo. Aunque yo le seguí hablando: en este momento me acordé de que mamá me hablaba del ángel Custodio. Me decía: Yo te llamé Custodio por el ángel custodio y Miguel por el ángel Miguel que siempre le pedí a Dios que fuera tu custodio porque es el ángel de la guerra y es necesaria la guerra para vivir, vencer en la guerra infinita, y que los ángeles no se dejan ver y que sólo lo hacen cuando quieren hacer un milagro especial. Miguel quería hacer un milagro especial. Miguel, ¿usted vive en una torre?, le pregunté. Y ahí me acordé que ése era mi nombre: Custodio Miguel Torre. Y que Miguel vivía en una torre del cielo y era el ángel que pelea con la Cosa en la guerra infinita.

Hoy la mirada no se me cierra. Viene lo negro, pero la mirada sigue sin cerrarse, entonces tomo los papeles y escribo. Caen gotas como puños en el patio que está junto a mi habitación.

Salí de la cama y fui al patio, nunca lo hacía, me daba miedo el patio porque había cielo y el cielo es enorme y por lo enorme puede entrar la Cosa volando. Pero supe que por ahí había llegado Miguel, feo, pequeño, ángel sin alas, tan viejo como los viejos. Y había entrado con agua de lluvia porque la primera noche cuando oí los ruidos de su llegada también caían gotas del cielo como puños. Entonces la cabeza me empezó a llover y se me salió del todo la caja de silencio que tengo adentro, detrás de los ojos, delante de la nuca. Un día le oí decir al hombre, cuando hablaba con una guardiana que yo tenía algo blando adentro. Algo que se pudre, pensé. Y ahora sé que era el silencio. Y se me llovió la cara hasta la boca.

 

 

 

Otro día, hoy

 

 

Es noche ahora y acabo de comer. Pude vestirme y ponerme los dientes, ir al baño solo e hice lo que las guardianas quieren: humedecerme y secarme. Me miraban con semblante muy raro como si no entendieran. Después se reían y llegaron a aplaudir como cuando yo, hace millones de años era escritor y hablaba ante personas sentadas que me miraban. Yo presentaba mis libros. De repente, me acordé de esa palabra olvidada: libros. Un libro está hecho de muchos papeles encuadernados que otros escriben y que uno lee y hablan en la cabeza como Miguel. También los puede escribir uno y entonces eso le habla en la cabeza a los otros y uno es como Miguel. Además se habla uno mismo. A lo mejor esto que escribo es un libro. No debe ser libro porque no quiero que lo lean.

Aplaudieron, les sonreí, dije gracias y bajé la cabeza. Yo no quise contarles nada porque Miguel seguramente no lo desea. Adentro de mi cabeza siento que es así y por eso puse los papeles debajo de la cama porque la guardiana de pelo rojo, la de noche, nunca limpia debajo de la cama. Y tampoco las del día. Debajo de la cama hay tierra y papeles de caramelo y hasta una botella vacía, aunque pienso que la guardiana de pelo rojo sabe, porque ella misma me dijo que era el ángel custodio de Abuelo Custodio.

También llueve hoy y el patio se ha inundado porque dicen las guardianas que no sé qué está bloqueado. Ellas no dicen el nombre pero es la Cosa que tiene bloqueada la salida. La lluvia me hace ruido en la cabeza pero no tengo miedo porque sé que está Miguel, el ángel de la guerra infinita. Lo oí: no lo pude ver, pero hizo ruido como para que yo supiera que estaba. Sé entonces que no pasará nada. Vi una luna llena de agua desde el patio. Es un río que se lleva todo. Vendrá la hierba y los árboles y las flores blancas porque la lluvia se habrá llevado a la Cosa. En el techo mamá, papá y mis hermanos andan en bote porque también el mundo de los muertos se ha llenado de agua y hay una gotera en el techo.

 

 

 

Otro día, hoy

 

Hace unos días que no escribo porque todo está bien y la Cosa no viene. Cuando termino de comer, estos días, me guardo parte de la comida en el bolsillo. Después entro en la habitación siete y me quedo quieto, casi sin luz o con muy poca luz. Entrada la noche suele venir Miguel y le dejo comida por si tiene hambre. En el cielo se debe tener hambre: mamá decía que en el cielo no se come nada o sólo se come aire. Pero él viene aquí y aquí en el Geriátrico San José hay estómago y hambre. Miguel come toda la comida que le dejo. A veces lo oigo comer.

Hace unos días se acercó la guardiana de pelo rojo después de la comida con mis papeles en la mano. ¿Usted ha escrito todo esto, Abuelo Custodio. No se reía. , le dije. Y después le dije: Pero no lo cuente a nadie, sólo usted puede saberlo. Se quedó mirándome sin reír. Después dijo: Usted está mejor, muchísimo mejor, Abuelo Custodio. Es increíble. Y volvió a mirarme sin reír, ¿Por qué no se ríe?, le pregunté. Estoy asombrada, dijo sin reír. Y estiró la boca como sonriendo pero sin ganas. ¿Está triste?, le pregunté. No, ¿por qué?, dijo sin reír. Porqué no se ríe con esa risa que tiene de pájaro, le dije y se rió con la risa de pájaro. Después hubo un silencio donde ella planchaba unos pantalones y yo sentía que cada palabra de ella estaba lisa y sin arrugas, como si también la pasase por la plancha. De repente sacó de una mesa un libro donde había hierba, árboles y flores blancas bajo las estrellas y con una luna gorda y redonda. ¿Se acuerda de esto, don Custodio?, preguntó sin reír, con las palabras sin planchar y me puso el libro sobre las manos. Entonces leí casi de corrido que decía con letras muy grandes: “Miguel de noche” y después con letras más chicas: “Custodio Miguel Torre”, y más abajo: “Editorial Sudamericana”. Y del otro lado había un sujeto que me miraba y abajo decía: “Custodio Miguel Torre nació en Valle Hermoso el 3 de agosto de 1900”. Después daba nombres y fechas, y hablaba de premios. Repetí varias veces todas esas palabras y noté algo muy extraño: ese hombre era yo. ¿Pero cómo podía ser yo, si yo era yo?  Me acordé de las fotografías que son papeles donde la cara de uno queda fija hasta que alguien la rompe, y los espejos donde uno queda apresado en el vidrio mientras se queda frente a él. Entonces le dije que esperara y ella se quedó sin reír con la plancha y con el libro que hace millones de años yo había escrito.

Entré al baño y miré el viejo del vidrio con miedo. Cerré la mirada con miedo indecible hasta alcanzar el negro; después la volví a abrir y estaba el viejo. Abrí la boca y el viejo abrió la boca, el viejo y yo nos tocamos la punta de los dedos. No es la Cosa, soy yo, las guardianas tienen razón, es un espejo, empecé a decir en voz alta.

Entonces volví. No tenía palabras en la lengua ni debajo de los dientes. Pasé los dedos por la cara del hombre que me miraba, y después por las palabras “Custodio Miguel Torre” y “Miguel de noche”. Me llovía la cabeza, se me enfriaba la espalda. La guardiana miraba con un ojo la camisa que planchaba y con el otro me espiaba la cara: no se reía. Hasta que me saltó una frase: Es Miguel, el que viene a verme de noche: yo escribí sobre él. Y ella sin reírse y con las palabras sin planchar:  Qué es eso de que van a verlo de noche, Abuelo Custodio. Quién va a verlo. ¿Miguel Saldívar? La miré hasta que la mirada se me puso como agua dolorida y le dije: ¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué es Miguel Saldívar? Si usted sabe que es el ángel. Si usted me lo dijo ¿O a usted también se le borran las palabras?  La guardiana de pelo rojo dejó la plancha y alisó otra vez las palabras: Ah, sí, tiene razón y fabricó una pequeña risa como de pájaro con fiebre. Me gusta cómo le queda la risa, le dije: Pero ella no se volvió a reír como si no supiera qué hacer. Y de golpe se le abrió la boca y extendió frases sin planchar y sin risa, no de pájaro sano ni de pájaro con fiebre: Y ese Miguel de ahí, del libro, ¿quién es? Yo lo abrí y empecé a leer el final: Apagó el último amor que tenía entre los huesos, la última idea del amor, la última cosa encendida y sólo quedó el trapo sucio con pedazos de uñas, pelos, mugre. Caminó hacia el claro donde ya no hay memoria y así, disuelto y pulverizado se transformó en animal. No me gustó lo que leía y no quise continuar. No sé porqué no me gustó, tal vez porque leer cansaba y uno sentía una piedra entre los párpados. La guardiana de pelo rojo siguió sin reír y con un pedazo de pupila celeste medio entreabierta: Ahí habla de un Miguel Saldívar. Y después como si me acusara. Todo eso que usted cuenta ahí, ¿es verdad? No reía, no había pájaro. El ojo era totalmente celeste y con un punto en el medio. Ríase un poco quise decir, pero se fueron las palabras Y hablé: No sé qué dice ahí, no quiero saber, Pero me pareció que no se oía nada y que por más que planchara las frases le saldrían rugosas: Es raro. Aquí hay un anciano que se llama Miguel Saldívar. Miguel Saldívar no es un nombre común. Se lo dije a la señora Rosa, ella encontró su libro en una librería de usados y compró el libro por dos pesos. Dijo lo de Miguel Saldívar y… Ahí se le cortaron las palabras y yo dejé de escucharla mirándole el punto negro de lo celeste, el pelo rojo y las manos que se movían sobre la plancha. En alguna parte de ese momento entró el hombre de los papeles y ella dijo: Ha llegado Sunieto. Le hemos contado lo bien que estaba, Abuelo Custodio. En ese momento ella dejó la plancha, la llamaban. Así que volvió a escribir, Abuelo Custodio, me dijo el hombre. Mantuve la boca cerrada, Escribe, va al baño solo. Mantuve la boca cerrada. Qué bien, dijo. Mantuve la boca cerrada. ¿Se acuerda quién soy yo? Me pareció poco amable no decirle que sabía. El señor Sunieto, dije. Se rió a carcajadas haciendo ruido: ¿Cómo el señor Sunieto? Minieto, querrá decir. Me pareció poco amable no rectificarme: Esta bien, disculpe, señor Minieto. Gritó en mi oído: Sunieto ¿no entiende? Dije por decir: Sí, entiendo. Pareció calmarse. Bostezó. Después dijo: ¿Es cierto que Miguel Saldívar viene a verlo de noche? Se me enfrió la cabeza. Mantuve la boca cerrada. Me repetí en la cabeza: Saldívar, oía un hueco, un sonido que no llegaba a ser. Me dijo eso la dueña. Que usted lo había escrito, Abuelo. La cabeza se me seguía enfriando. Me incorporé para irme y me puso una mano en el hombro: ¿Adónde va? Mantuve la boca cerrada y caminé hasta el patio para estar sin ese hombre que me traía papeles. Me siguió. Después estábamos sentados en el patio, uno frente a otro, pero yo ponía la mirada en el aire. El hombre hablaba solo como nunca antes había hablado. Se le encendía la boca y el cigarrillo de la boca, y hablaba, y la voz parecía un jarabe azul como el que me hacen tomar. Una cosa con gusto a nada y un fondo amargo que aparecía en algún momento. Saldívar, quien lo hubiera dicho, pobre viejo, está peor que usted y eso que tiene como veinte años menos, y parecía que se lo decía a sí mismo porque ponía la cara en otro lado, en la pared, en una baldosa, en el cigarrillo. Y después me miraba, y la punta del cigarrillo se le ponía roja por momentos: Pero, usted, dentro de todo, está mejor. Quien hubiera dicho que se iba a poner a escribir, a su edad, ir al baño solo, vestirse, bañarse. ¿Toma las píldoras? Mantuve a boca cerrada. Me repetí en la cabeza: Saldívar, no sabía qué era eso. Pensé en sal, en comidas saladas, en una sal muy blanca adentro de un salero de vidrio. Moví la cabeza. El hombre seguía hablando con las baldosas: A lo mejor le hacían mal las píldoras, dijo y las palabras se le salieron en forma de humo. Después se fue. En la habitación siete cuando todo era negro, oí otra vez a Miguel que venía a custodiarme.

 

 

Otro día, hoy

 

Pasaron varios días con lo luminoso y lo oscuro y el mundo de lo mismo. No quise seguir escribiendo. A veces veía que las bocas se abrían para hablarme pero yo seguía con la boca cerrada. Sacaban algo de las bocas como cuchillitos para cortar pan. Alguien me había traído una radio y yo oía más voces que crecían a través de las horas como si la Cosa las mezclara: no tenía miedo sin embargo. Le llevaba comida a Miguel aunque había noches en que no se lo oía, pero se metía en el lugar adónde uno va cuando cierra la mirada para no ver lo negro claro sino lo negro más oscuro, y allí estaban los ojos muy quietos mirando.

Hoy pasó algo. La guardiana pelirroja me llamó para que fuera a la habitación doce. Ha muerto Miguel Saldívar, me dijo sin reírse, como si masticase aire. Saldívar, volví a repetir y me sonó hueco. Ella me puso la mano como una tenaza sobre el hombro. Dos o tres guardianas me miraban. Vi a un viejo en una cama con la boca abierta como si quisiera comer vacío y una sábana que se caía, mostrando el pedazo de carne arrugada que le colgaba en el centro. Una vieja decía mientras lo tapaba: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora, y la saliva se le salía a los costados del labio y repetía ahora y en la hora, y más saliva, y después de un rato ahora y en la hora. Era un rumor dulce como una torta de cumpleaños. Yo pensaba: No hay nada que temer. Y veía lo celeste del ojo de la guardiana que me asustaba. Lo celeste y el punto en el medio y la mata de pestañas. Yo pensaba: No hay nada que temer. El muerto estaba muy quieto y obedecía a todo. Después vino gente, entre ellos el hombre de los papeles, y una mujer, y otras personas, y todas me ponían la mirada encima como si yo fuese el muerto. Alguien dijo: Está temblando y la guardiana pelirroja me acostó, quiso desvestirme y sacarme la dentadura.

Me levanté, sin embargo, para escribir en mis papeles. Mientras escribía me lastimé con algo. Después hubo una mancha roja sobre el papel que borraba palabras. Tomé el libro que habían dejado en el cajón donde están las cosas que me trae el hombre. El que yo había escrito hace millones de años. En la primera página leí: Miguel Saldívar, para vos escribo. El ronquido de la tristeza es un mecanismo que empieza de forma lenta. Puede ser una astilla en el fondo de la uña. Lo cerré. No entendía. Repetí astilla, eso que era parte de la Cosa. No sabía qué era Miguel Saldívar. Sólo sabía de Miguel, el ángel custodio de las noches. Tampoco sabía que quería decir mecanismo. Repetí: Miguel Saldívar, mecanismo.

 

 

 

Otro día, hoy

 

Cuando abrí los ojos lo vi en el suelo. Me levanté y lo vi en el suelo. A Miguel, el ángel de la guerra infinita. Pude verlo mejor, toqué el pelo gris. Tenía algodón adentro de la cabeza. Dije: astilla, mecanismo. Después entró una de las guardianas. Cuando vio a Miguel gritó. Le dije: Miguel, el ángel está muerto. Ella dijo: ¿Qué ángel? Y yo: Ahí está. Ella dijo: Veo una rata muerta, Ayer pusimos veneno. Yo repetí; rata, veneno. Y la guardiana fue en busca de una escoba y una pala. Oía las voces como leche hirviendo: una rata envenenada. Y yo: Es Miguel, el ángel de la guerra. Han envenenado a Miguel. Y se acercó otra guardiana que me miró como si se burlara: Es una rata muerta. Y otra dijo: Pobre viejo, delira. Es porque el otro viejo se murió anoche. Y yo dije con la cabeza fría y secándose de la lluvia: Ya sé que es una rata. Pero era el ángel Miguel que venía a cuidarme, venía de esa forma. Yo le daba de comer. Y pedí que trajeran a la guardiana pelirroja, la que sabía que era el ángel. Quería verle el ojo celeste, la nariz, el otro ojo celeste. La risa. Las palabras alisadas en la plancha. El pelo anaranjado casi rojo, el fuego en el pelo. Dijeron: Viene a la noche. Entonces empecé a temblar, no podía parar, me temblaba el cuerpo, la voz, el fondo de la cabeza, las palabras, las frases.

Después no sé qué hubo, me sentía con las palabras estancadas. Ya era noche, o estaba oscuro, o no sabía qué era. Estaba ella, la guardiana de pelo rojo sin reírse. Se le murió el ángel, me decía con dulzura. Todo me parecía en calma. Le dije que sí. Lo envenenaron estas idiotas, me decía sin reírse. Le dije que sí. Ya vendrá otro. Le dije que no. Bueno, estaré yo para ayudarlo. Le dije que sí. Hubo como un silencio donde no se oía nada de nada como si las cosas se hubieran cortado. Era un silencio redondo como la luna. ¿Qué hay detrás de la puerta?, le pregunté. Y ella sin reírse: ¿Qué puerta? Y yo: La que queda al final del pasillo, la de rejas. Ella se quedó un rato sin nada en la boca, con sólo el celeste y el negro en el medio. Casas, árboles, la calle, me dijo despacio, en voz baja, sin reírse. El Geriátrico San José?, pregunté. No, dijo sin reírse y le vi el perfil. ¿Hay árboles, hierba, flores blancas, pregunté. Sí, dijo riendo un poco, con el celeste bailando alrededor del punto. Es el claro, dije de golpe. Y ella: Sí, cuando es de día todo está claro. Ahora es de noche.  Y después: ¿Se quiere ir, Abuelo Custodio?, y mientras me lo decía me colocó los dedos donde termina mi cara. Las palabras se le caían al pasillo y el agua del balde se las llevaba. No contesté, le miraba el celeste, el rojo del pelo, sentía agua en la cabeza y ruidos. Todo era muy lento, muy quedo. Ella hablaba despacio. Había un zumbido de mosquito. De repente le puse la boca sobre la boca y las manos en el cuerpo. Ella se soltó, hizo un movimiento raro con la garganta como un ronquido, la abrió como para comer vacío, pero antes de cerrarla para que el vacío le entrase, vomitó. Pensé: el ronquido de la tristeza. Me quedé mirando el líquido que le salía de la boca. La dejé ir mientras oía un zumbido de mosquito. Apagué la luz. Me dolían los huesos de la espalda.

Ahora estoy descalzo y escribo. El piso está blanco de limpieza, es nieve. Pienso: astilla en la uña. Se me van algunas palabras, se nublan. El mecanismo de la astilla es una tristeza que empieza en la uña en forma lenta. Puede ser una tristeza en el fondo del ronquido. No es eso. La tristeza del ronquido es una astilla que empieza en el fondo de la uña. Puede ser un mecanismo en forma lenta. No es eso. La astilla lenta del mecanismo es un ronquido en el fondo. Puede ser una tristeza. Tampoco. O sí, es eso. No sé qué quiero decir. Miro la mugre reunida en un costado, pelos, basura, disimulada en el gran blanco. Miro la puerta de rejas. Pienso: mecanismo. Miro la puerta al final del pasillo. Del otro lado estarán la hierba, los árboles, las flores blancas.

 

 

 

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

- “Miguel de Noche” del libro “Último tango en Malos Ayres”

Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires. 2007

 

 

 

-Liliana Díaz Mindurry nació en Buenos Aires. Reside en esa ciudad y en Madrid.  Primer Premio Municipal  de Buenos Aires en cuentos editados Bienio 90-91 por el libro La estancia del sur,  el Primer Premio Municipal de Córdoba por el mismo libro, el 1ºPremio Fondo Nacional de las Artes 1993  por la novela Lo extraño, Premio Centro Cultural de México en cuento 1993, Premio El Espectador de Bogotá en cuento 1994, ambos en el concurso Juan Rulfo de París, el 1ºPremio Jiménez Campaña de Granada Obtuvo el Premio Planeta 1998  por la novela Pequeña música nocturna (reeditada en España por Huso, 2016), entre otros premios. 

Tiene 26 libros publicados, entre ellos las novelas La resurrección de Zagreus, A cierta hora, Lo indecible, Lo extraño, Pequeña música nocturna, Summertime, Hace miedo aquí (reeditada en Madrid, España por Editorial Huso en 2018) El que lee mis palabras está inventándolas, Perro ladrando a la luna, Cita en la EspesuraLa dicha.

Los libros de ensayos La voz múltiple y La maldición de la literatura (reeditado en España por Huso en 2016).

Algunos de sus libros de cuentos son: Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte, La estancia del sur, En el fin de las palabras, Retratos de infelices, Último tango en Malos Ayres.  

 

En poesía publicó Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas, Wonderland, Resplandor final, Cazadores en la nieve (reeditado en Francia por Reflet de Lettres) Hamlet en la azotea, Guernica. 

Obtuvo el Premio Fondo Nacional de las Artes, el Subsidio de Antorchas, el 1ºPremio Embajada de Grecia, el Primer Premio First, etc.

Varios de sus poemas fueron publicados en Colombia, Austria, Estados Unidos, Perú, Uruguay y otros países. Su obra fue traducida al alemán, portugués, inglés y francés.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Soy sólo una voz*

 

 

A menudo una suerte de llamado

con reminiscencias de algo conocido,

hace que suponga que lo que siento

son llamadas del fuego original...

Siempre nos ha fascinado mirar las llamas

o un fuego encendido en el hogar;

o la luz de una vela en la oscuridad de un cuarto.

Como si fuéramos parte de la misma combustión.

 .

Me han contado que el mundo todo

nos indica que debemos arder.

Arder en lo que amamos.

Y que, si eso fuera posible -así de inmensa la fogata-

sería de una claridad tal que podría

atravesar los demás cuerpos celestes.

Supongo que eso es lo que no logramos.

Tal vez Dios ha cerrado los ojos,

tal vez necesita de una combustión así

para volver a mirarnos.

Este mundo, que dice a gritos

su hambre de justicia, no recibe devolución.

Quisiera dar respuestas a esta angustia global,

esa maldición de inseguridad atravesando el planeta.

Pero

sólo soy una voz recortada en perfiles discretos

que se atreve un poco, apenas sobrevuela...

y termino impugnada por la realidad   

haciendo mi mea culpa por no tener

una voz de denuncia más potente.

Una voz insurrecta, ya no sólo con Llamadas

sino;

con Llamaradas del fuego original.

 

 

*De Miryam Colombotto Seia. colombottomiryam@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

te amaré

con la tristeza

de lo irrepetible

 

*Marta Cwielong

(28 de enero de 1952 - 8 de mayo de 2021)

-De "La orilla", Ediciones del Dock, 2016.

 

 



 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

3 *

 

 

Tan poco quedó de mí,

 

que con poco vuelvo.

 

Como una mariposa

 

hacia la luz de un tren.

 

 

*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com

-Poema incluido en El año que fui homeless.

 

 

 

 

 

-Próxima estación.

 

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:

 

 

 

CARLOS BEGUERIE. 

 

 

 

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.  

 

LOMA VERDE.

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.  

 

 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. 

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

*

 

-Siguiente estación.

 

 

 En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:

 

KM. 38.  

 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.

 

MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA. 

 

JUSTO VILLEGAS.

 

JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.

 

 ALDO BONZI.   KM 12.

 

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.

 

 VILLA CARAZA.

 

VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

 

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

 

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

 

https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL

 

 

 


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