*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
Como
si fuésemos inmunes*
A veces sé que tiene
frío, que sufre, que le pegan.
(Lejana.
Julio Cortázar)
Como si fuésemos inmunes
miramos el entorno y nada vemos.
Vivimos
encerrados
en nuestro mundo invulnerable
nuestra pequeña burbuja de cristal
donde no llega el eco
de los lamentos desgarrados
(como si todo ello no formara
parte de nosotros mismos,
como si esos rostros famélicos o atroces
no fuesen un reflejo abominable
de nuestros propios rostros impasibles)
Encerrados en el cuadro que pintamos
para obviar los colores imperfectos.
Y nos olvidamos.
Irreparablemente.
Nos olvidamos del otro:
ése que sin siquiera percatarse vive
el reverso de nuestra existencia
mientras reímos y jugamos y nos
emborrachamos
como si fuésemos inmunes.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por
si mañana no amanece.
Subida al techo*
Lástima el que sube
y desde el ojo se le
baja el dolor en forma de agua
o se congela.
Y abajo del hielo
duermen los antepasados,
las contradicciones
adentro de la casa.
Lástima el que sube
y no sabe qué quieren
decir las cosas
y advierte
que le han mentido.
Un mundo erróneo.
Lástima
la confusión del frío
y esas palabras
endurecidas
que lo miran.
Lástima el que sube a
ese lugar donde lo sagrado
brilla por su
ausencia.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-Poema del libro Cazadores en la nieve.
Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
DÉCIMO TERCERA
PARTE
–Vayamos al palacio. Es momento de dormir.
Mañana le enseñaré un proyecto en el que he estado trabajando.
–¿Referente a la muralla?
–Así es. Y le contaré el resto de la
historia.
El viejo abandonó su gran bolsa diciendo
que la recuperaría en la siguiente jornada. Regresamos a las ruinas de su
palacio. Caminamos en silencio. Mi mente hervía de preguntas, pero decidí
esperar. Después de un rato de marcha, llegamos al centro del palacio. El resto
parecía un juguete desbaratado. Había techos colapsados, columnas inclinadas,
paredes cuyas grietas dejaban pasar la escasa luz de la tarde. Yo aún tenía un
par de frascos con conservas. Le ofrecí de ellos, pero los rechazó. Sus pómulos
afilados sugerían largos periodos de ayuno. El bosque, de alguna forma, le
daría lo suficiente para mantenerse. Pensé que, para él, gran parte de ese
territorio era prohibido. No podría internarse entre los árboles donde habían
pendido cientos de condenados. Cada árbol tendría una huella, un grito, una
mirada congelada y eso no lo podía soportar. Por eso, el único camino que
restaba, a pesar de la magnitud del esfuerzo, era escalar la muralla.
Necesitaba de alguien para ayudarle en la tarea; sus brazos y manos, hábiles
para recolectar los fragmentos de plástico, eran insuficientes para la labor
física que requería la estructura. Por eso había esperado, desde hacía mucho, a
alguien como yo, un nuevo viajero que lo ayudara a cruzar. Esa suposición, a mi
juicio muy cerca de la verdad, me llevaba, de nuevo, a preguntar por el destino
del viajero. Quizás había sufrido una muerte a manos del Rey y por eso su
silencio, sus palabras reticentes. Tal vez, en un punto de la historia que no
sabía y de la cual no había registro, el viajero se había negado a cooperar
para la construcción de una nueva escalera. Algo, sin duda, lo alertó para no
participar. Imaginé la discusión, entre los dos; las voces miserables abriendo
caminos en el bosque estéril. Después supuse que los restos del viajero
deberían estar al pie de la muralla, confundiéndose con las raíces nervudas de
los árboles, asimilándose, lentamente, a la capa vegetal del suelo.
El viejo prendió una fogata en una chimenea
de piedra rajada a la mitad. Ya casi era de noche. Con la bocanada de luz
aparecieron los pedazos de plástico recolectados durante mucho tiempo. Estaban
en pequeños montones. Algunos parecían animales detenidos en una migración;
otros parecían los miembros desorientados de un ejército diminuto y obcecado.
Esos pedazos eran su reino, a ellos les daba órdenes o les contaba de sus
planes para asaltar la muralla. El viejo, cabizbajo, sin necesidad de seguir
fingiendo, me señaló un rincón. Me dirigí ahí. Encontré un par de cobijas
gruesas. La cama real, cuya base había desaparecido, era sólo un rectángulo de
madera con algunos vestigios de pintura. En la penumbra, el rostro del viejo
parecía más antiguo, como el de un dios pétreo, recibiendo el homenaje del
polvo. Miré, en la escasa bocanada que amarilleaba entre los restos de madera y
muebles derruidos, las posibles huellas del viajero. Quizás, como me había
sucedido en la bodega, podría encontrar huellas de sangre que el viejo no había
podido borrar. Esas señas me confirmarían mis sospechas y me pondrían en
guardia.
Me propuse no dormir. El viejo,
impredecible, azuzado por sus fantasmas, podría levantarse para atacarme. Se
sentiría amenazado por mi presencia. Suponía que no podía dejar de pensar en el
viajero y en su muerte. Por el momento, al parecer, se sentía tranquilo. Para
él, quizás, yo reemplazaba al viajero para repetir la historia, quizás un poco
más adelante. Construiríamos la escalera. Sólo necesitaba mi ayuda para poder
salir de ahí y, después, abandonarme. Miré sus brazos huesudos, la derrota del
cuerpo encorvado mientras alimentaba la boca de la chimenea. Los pedazos de
plástico, algunos chamuscados por la cercanía con el fuego, despedían un olor
desagradable. Pero para él ese olor era familiar; cada pedazo representaba un
muerto que no había podido enterrar y por eso estaban ahí, silenciosos,
retándolo con su persistencia, esperando el siguiente movimiento para verlo
fracasar.
El viejo comenzó a dormitar. Estábamos en
lados opuestos de la habitación. Se tapó con una cobija. A la distancia parecía
recuperar su antigua grandeza. Tenía que estar al pendiente de él. No quería
atacarlo aún porque necesitaba de ese último paso. Quizás no estaba interesado
en nada de lo que me había dicho y sólo hablaba para ganar tiempo y confianza.
Lo único que quería era acabar conmigo y quedar solo, soberano de ese mundo
extinto, gobernando los pedazos de plástico; descifraría, entre carcajadas
inútiles, las luces que se veían encima de la muralla.
Entre la borrasca de la somnolencia, en
medio de las ruinas, con la luz del fuego convirtiendo al viejo en una de las
tantas piedras que conformaban la muralla, soñé que el río crecía tanto que el
agua inundaba todo y se metía en las calles y en las puertas de las casas.
Objetos de diversa índole flotaban como cáscaras vacías y recorrían plazas. Las
corrientes juntaban escombros, arietes que tomaban impulso en el agua para
destruir casas, puentes y embarcaciones de gran tamaño. Una mole, de muchos
metros de altura, tan alta como una montaña, salió de su cauce, y comenzó a
recorrer los vecindarios de un pueblo costero hasta encallar en unos terrenos
pantanosos que sirvieron, al menos hasta ese momento, como una primera
contención del fenómeno.
Desperté con los nervios galopantes y un
estremecimiento en el cuerpo. El viejo no me había atacado. Miré el rincón,
justo en donde había huellas de muebles pesados. El techo, filtraba la luz de
la mañana. La cama estaba vacía. Me froté los párpados y salí del lugar. El
viejo estaba en las ruinas de lo que había sido un gran pórtico. La muralla se
erguía, imponente, a un par de kilómetros. Era, más que una construcción
humana, un relieve de la naturaleza, como había supuesto la gente del reino.
Rocas apiladas por el paso de las eras, hechas encajar por fuerzas primigenias.
En algunos puntos la construcción parecía un mero fragmento, como los restos
dejados por una batalla de gigantes.
–Te mostraré algo sorprendente –me dijo con
un gesto de satisfacción.
Emprendimos el camino a la muralla. Sin
embargo, cuando caminaba un trecho para tener una perspectiva más cercana, me
daba cuenta de que esos aparentes fragmentos formaban parte de la misma
estructura sólida, casi inexpugnable. Era el fin del mundo. Esa muralla
adquiría el perfil de cada una de las tierras que contenía. Era un pensamiento
en perpetua metamorfosis.
No le quise preguntar qué haríamos ahí, el
plan concreto. Una vez llegados al pie de la muralla encontraríamos comida.
Quizás ahí desapareceríamos. Quizás habría alguna señal del habitante que había
cruzado al otro lado.
–Mucha gente soñó con él muchacho después
de aquel día. Eso terminó por volverlos locos. A veces creo que anda por ahí,
muy cerca, atrás de una gran piedra, indeciso de hablar.
Alcé la cabeza. Apenas podía distinguir el
fin de la construcción.
–Encontré un punto débil entre las piedras.
Una noche, harto de no poder dormir, vine a esta parte de la muralla. Llevaba
una antorcha. No sé cuánto tiempo estuve, sin hacer nada, mirando la
composición de las piedras. Entonces, vi algo artificial en un espacio entre
las piedras. Dejé la antorcha en un lado y comencé a escarbar con las manos.
Era un hueco muy pequeño por donde se filtraba un poco de resplandor. Era una
herida que evidenciaba un punto débil en la muralla. No sabía si había más.
–¿Es verdad lo que me dice? –pregunté sin
poder ocultar mi ansiedad.
El viejo estaba distrayendo mi atención
para poder atacarme. Había suficiente espacio entre los dos para que pudiera
rechazar cualquier intento de violencia. Miré las piedras que estaban al lado.
–Es verdad – afirmó con una seriedad que no
le había visto antes.
–Así que dediqué las noches para salir con
una antorcha e inspeccionar el punto en la muralla. Encontré, en la casa de un
guardia, un cincel y un martillo. He estado, desde entonces, desbastando la
piedra. Creo que, después de tanto tiempo, he logrado un avance significativo.
El viejo, sin duda, exponía con orgullo su
locura. Señaló, junto a un par de piedras, un martillo y un cincel. Miré el
nervio en sus manos. Un temblor que surgía de las puntas de los dedos y que se
anclaba en los labios secos. Iba a desmentirlo, a burlarme de él, cuando miré
con más detenimiento sus manos agrietadas. No eran las manos de un noble. Miré
los nudillos castigados por golpes que no llegaron a la piedra y que dejaron
moretones, nervios comprimidos, tendones colapsados y aún dolientes. Las manos,
quizás, ya no servían para hacer trabajos finos, habían perdido precisión. Las
había inutilizado con el trabajo diario en la muralla. Ahora, ante la
imposibilidad de seguir con la intensidad de antes, se había dedicado a recoger
los pedazos de plástico que transportaba el río. Miré de nuevo el temblor de
sus manos y las gruesas venas que las recorrían, como ríos caudalosos que
llevaban su carga de sangre envenenada. Las huellas en las manos indicaban, sin
duda alguna, la obcecación del hombre, el martilleo insomne, fuera del tiempo,
consciente del instante, único, repetido miles de veces, de ir contra la piedra
para salir del mundo, morir sin perder el fino hilo de la consciencia. En los
golpes, también, estaban los muertos. Para él aún no eran suficientes y los
golpes remedaban el lento machacar de un cráneo porque, a partir de entonces,
era lo único que tenía sentido: machacar a sus súbditos, acabar con todos, golpe
a golpe. Hacerlos fragmentos cada vez más pequeños hasta que se volvieran
polvo. Los golpes eran una nueva forma de respirar. Cada gota de sudor, cada
desfallecimiento, eran un motivo para seguir existiendo.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Me caigo desde las cosas,
me despeño,
desde el cuerpo me rompo como un vidrio,
tengo el peso
de las piedras que caen sobre los ríos
vencidas por las leyes que no entienden.
Me quiebro
mansamente cada día,
me rompo contra los mismos muros tantas
veces.
Me astillo, vegetal, mi sangre en savia de
algún árbol
que fue mío y no recuerdo.
Me fracturo.
Me disuelvo.
Me desgasto.
Rota de mí,
ejerzo la osadía
de levantarme siempre.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
EL
BOSQUE DE LOS CEREZOS HA PARTIDO*
Me desperté asustada por el estruendo leve
del silencio.
El bosque de los cerezos ha partido.
Ha partido. Ay sin despedirse.
También se ha ido el hombre del sombrero
roto.
Se lleva, Ay se lleva la huella de la
última nevada.
Los viñedos, inútilmente extendieron sus
brazos.
Ay no pudieron, no.
Reclusos crepitan en la pasión dorada del
otoño.
El sol, indeciso muerde una manzana de oro.
Ay una manzana de oro.
La esclavitud sonríe en la pausa fresca.
El bosque de los cerezos ha partido.
Ha partido. Ay sin despedirse.
El amor y el olvido, mustios
Caminan aferrados al hombre del sombrero
roto
Y se llevan, Ay se llevan la huella de la
última nevada.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
*
"El amo tiene en
los ojos piedras que encierran las heridas del mundo, pero con ellas hiere y no
le importa herir"
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-De la novela "Hace miedo aquí".
-Página Doce, Literatura Fantástica, Buenos
Aires, 2004.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Mirlo*
Desde la ventana del tren
pienso en los que ya no están
en los que están lejos
en los que un día no estaremos
otra persona viajará en este tren
en este asiento
y mirará por la ventana
tal vez los mismos árboles
y se pregunte si alguien, alguna vez
mirando el río
vio posarse al destino en la ventana.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
- De Margot,
la prostituta que leyó a Bakunin y otros poemas.
Editorial Leviatán. (2019)
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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