martes, febrero 15, 2022

LA INMINENCIA DE UNA REVELACIÓN QUE NO SE PRODUCE…

 


*Foto de Paula Novoa.

 

 

 

 

 

 

 

 

Colibríes*

  

De quién era el alma del colibrí que se detuvo,

es una forma de decir, frente a mi cara, ayer,

apenas a unos veinticinco centímetros casi

durante veinte segundos mientras hablaba

por teléfono, ¿qué fue para él lo extrañó en mí?

De quién es la del que me visita todos los días

cuando riego las plantas y se deleita en mojarse

con las gotitas de agua. O el que me siguió

por la calle dando giros alrededor de mi cabeza

durante una cuadra y media hasta mi puerta.

¿Mi madre dolida del desamor de mis recuerdos,

y atenta a deshoras, después de las ausencias

de sus desvaríos que no puedo olvidar

a pesar del tiempo? ¿Mi padre incrédulo

y orgulloso de que su hijo escriba libros

tratando de asegurarse que soy el mismo?

¿O vos?, de quien no doy referencia.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 






 

 

La cajita de música*

 

Tirada entre cosas sin uso, en una bolsa arrojada por azar

en un tacho de basura de la plaza

encuentro una vieja cajita musical.

La tomo, le doy cuerda con la pequeña llave

que cuelga de ella

debo haberme excedido o tal vez haya roto algo.

Sale la bailarina de su interior

pero su cuerpo no es porcelana sino humano

pequeña como las hadas de los cuentos

me agradece haberle puesto fin al sufrimiento

y encierro de tantos años.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De "Medianoche en la plaza de los sueños" Editorial Leviatán 2021

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

RECONSTRUCCION*

  

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

UNDÉCIMA PARTE

  

Una mañana, comprobando que quedaba poca comida y agua, decidí salir a explorar un poco más. Empaqué sólo lo indispensable en la mochila. Dejé la computadora. No tenía caso arrastrar su peso por el bosque. Había tenido la idea de arrojarla desde alguna loma para que rodara hasta romperse entre las rocas. Otra posibilidad era buscar el curso del río y, ahí, dejar que fuera arrastrada por la corriente. Se hundiría con rapidez hasta desaparecer. Sus piezas sobrevivirían mucho tiempo, quizás miles de años. En el viaje hacia el sur algunas piezas se desprenderían, como los herrajes y coyunturas de un barco torpedeado por el enemigo y que se desangra lentamente en su curso. Guardé todo lo que me podría ser útil. Tenía las libretas, agua y los frascos de conservas restantes.

Comencé a alejarme del Puesto de Vigilancia. Miré el sendero por el que habíamos llegado. ¿Quién lo había hecho? ¿Qué pasos, repetidos una y otra vez, habían abierto esa brecha angosta, que parecía desaparecer en cualquier momento? Seguí caminando unos metros más. De pronto pensé, como una especie de sabotaje, que sería suficiente dar un pequeño rodeo para tener la posibilidad de regresar al Puesto de Vigilancia. Si un animal me emboscara podría refugiarme. A pesar de la indecisión seguí caminando y, cuando me di cuenta, el Puesto de Vigilancia se veía lejano. Era un rectángulo minúsculo y de color rojo. Un poco más y desaparecería de mi vista. El claro en el bosque también quedó atrás. Suspiré y seguí caminando.

Después de un rato de marcha escuché un murmullo acuático. Me di cuenta de que el sonido correspondía a una caída de agua o un río tumultuoso. Pensé en el río tóxico y en su curso que, de alguna manera, había replicado mi viaje con Lucrecia. Era un guardián que siempre había estado ahí, lejos para verlo, pero con la suficiente presencia para que nosotros, sin estar conscientes del todo, quisiéramos continuar, como bestias inmersas en una migración ciega. Sentía la fuerza del agua. Miré de nuevo atrás, justo como lo había hecho con el último contacto visual de Lucrecia. Me sentí como un náufrago que abandona, casi sin querer, quizás motivado por la esperanza disfrazada de curiosidad, su isla. Lo que me guiaba, en mi caso, era un canto abstracto de sirena, un canto lleno de signos ocultos, encriptados en cada una de las gotas que conformaban la corriente impetuosa, agresiva, que erosionaba piedras, cuerpos, todo. Era encontrar, de nuevo, la imagen que había tenido en la ciudad de Lucrecia. De alguna forma el río representaba el nervio vivo de ese lugar, un demonio que reptaba atrás de las casas y que susurraba en los oídos de la gente.

Seguí caminando. Ya no era la idea de encontrar u olvidar a Lucrecia; tampoco quería comprobar una de mis muchas fantasías. Era, simplemente, el hecho de avanzar por el mundo, de perder el miedo, no pensar más que en el río y en algún posible final. Me interné en la profundidad del bosque. Me sentía extrañamente fuerte. Era la adrenalina que se hacía presente a través de los latidos que recorrían mi cuerpo. Después de un rato de marcha pude ver otro claro. Saqué una libreta. ¿Valdría la pena detenerme para intentar un nuevo mapa, uno en el que el protagonista principal fuera el río, su curso que semejaba una larga cicatriz, una grieta que dividía en dos el mundo? La visión del río me llevó, otra vez, a Lucrecia. Quizás estaba oculta entre la vegetación, asomándose de cuando en cuando tras un árbol, mirando mi deambular. El “no somos eternos” seguía flotando en mi mente. Era una clave más, la más pura y la más críptica que había encontrado hasta entonces. Pensé en llenar cada una de las hojas que me quedaban con letra pequeña y ordenada. “No somos eternos”. ¿Qué quería decir eso?

Me detuve y me sequé el sudor con las mangas de mi camisa. Era un sudor que se enfriaba, de inmediato, en mi piel. Podía escuchar los latidos de mi corazón. Era un repiqueteo esforzado, rápido y constante. Traté de distinguir la respiración de Lucrecia, sus pasos entre las hierbas, sus manos apartando matorrales para encontrar un camino más fácil de transitar. La respiración de ella era como escuchar un sonido bajo el mar. La enfermedad era agua que la llenaba lentamente, invadiendo sus pulmones, haciendo más lentos los latidos de su corazón, sumergiendo su vida, ensimismándola para que no peleara y se rindiera a una pereza engañosa, a la necesidad de contemplar, con sorpresa, el mundo, como si éste se renovara cada instante, un regalo único antes de la muerte y eso le otorgaba, de alguna forma, una dignidad desconocida para mí, que no podía apreciar y que acaso sospechaba cuando, en medio de una respiración entrecortada, le preguntaba si estaba bien y ella sólo podía sonreír.

Escuché el murmullo del río. El sonido se acercaba. Era una bestia nutrida por la lluvia que había caído en la historia de la mujer. Millones de gotas se habían unido en el flujo poderoso del río. La lluvia que alguna vez había caído en el pueblo seguía impulsando la corriente. Tuve miedo de encontrar el cuerpo de Lucrecia incendiado, flotando boca arriba, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Su rostro estaría oculto por el humo. No estaba dispuesto a verla así porque esa imagen me atormentaría hasta el último momento. Pensé que me acercaba a la desembocadura del río. Quizás no había más murallas sino un mar inmenso y despoblado. El más allá era una superficie estéril de agua. Ahí iban los cadáveres y la basura. Era un viaje sin retorno, como una flecha que siempre va hacia adelante, que nunca pierde la fuerza. Ahora, el misterio, sería el origen del río, saber dónde nacía, si su curso atravesaba la muralla o nacía en ella, como un brote mágico o una sustancia que emergía del centro del mundo. También, por qué no, estarían los desaparecidos y ellos me contarían, con voces temblorosas, sus historias, la imposibilidad de volver con sus familiares. Encadenaba mis fantasías para sacar fuerzas y seguir caminando. Pensé que, si alguien entraba al Puesto de Vigilancia, podría encontrar las huellas de mi tiempo ahí. Después utilizaría esas claves para buscarme en el bosque. Un nuevo viajero seguiría mis pasos.

Supe que había llegado al final de mi viaje cuando, después de pasar una leve colina miré, a lo lejos, la estela del río y una cascada. Al lado este de la corriente destacaba la alta figura de la muralla. La mole se alzaba en medio de otra parte del bosque y se perdía en una neblina densa y compacta. La cascada se despeñaba como una avalancha de vapor. Matorrales y plantas que estaban en los costados se agitaban por el embiste de la corriente. La caída era estruendosa y después el río recuperaba su calma. La ruta seguía hasta que se perdía de vista. La muralla era tan alta que parecía cubrir esa parte del mundo. Me pregunté cómo no la había visto desde el Puesto de Vigilancia. Me sentí en el interior de un inmenso caparazón. Las nubes, menos densas en ese punto, eran lo único que podía sobrevolar la construcción. Mi atención se concentró, de nuevo, en el río: miles de pedazos de plástico fluían. El ruido que había escuchado era el entrechocar de los fragmentos. Creaban un sonido intenso, como el de una multitud de tambores anunciando la guerra. Quizás, de vez en cuando, era arrastrado un objeto muy grande. Ese viajero derribaría todo a su paso, como un meteorito que no se desintegra y que sigue su camino de manera artificial. Intenté en vano distinguir cadáveres entre los desperdicios. La desintegración, en ese punto, los había llevado a un naufragio completo. Los huesos, únicos sobrevivientes, estaban en un trayecto anterior, hundidos en el lecho del río para seguir ahí, anónimos y pacientes, retando al tiempo y contando, entre el polvo flotante, su historia. El olor no era intenso, quizás porque muchos desechos eran piezas de plástico pequeñas, blancas, como piedras decoloradas por el largo viaje y la interacción con sustancias salidas de quién sabe dónde.

Una característica interesante era que no todos los fragmentos continuaban su trayecto hacia el sur. Había un remolino, causado por el cruce de corrientes profundas, que impulsaba a que algunos pedazos salieran del cauce. De esta forma abandonaban el viaje y caían en tierra. El paso del tiempo había dejado, en la ribera, pedazos de llantas, puertas incompletas, cilindros, vidrios que habían resistido el combate con sus compañeros de viaje y que, milagrosamente, no estaban hechos polvo. Los restos llenaban una parte del paisaje y ofrecían un territorio multicolor, lleno de relieves. No tenía fuerzas para intentar una aproximación. El piso estaba resbaloso. Era un espacio saturado, como muchas voces hablando al mismo tiempo, buscando confundirte, hacerte caer para terminar como uno de los cadáveres flotantes que zarpaban tierra arriba, con los ojos profundos y las bocas devoradas por el fuego.

Me detuve para tomar aliento.

Me di cuenta que, en las cercanías de la caída de agua, se daban cita los pájaros negros que hacía mucho no había visto. Eran parvadas enteras las que graznaban y disputaban, entre picotazos nerviosos, las ramas de los árboles. Algunos pájaros sobrevolaban la zona, como si tuvieran la misión de espiar a los viajeros que se aproximaban a sus territorios. Recordé el primer texto que había leído y quise sacar el pedazo de revista que aún conservaba en mi mochila para continuar con el trabajo que, de alguna manera, había quedado inconcluso. El texto continuaría, con mi aportación, esbozando una extensión de la genealogía de las aves. Escribiría que, los únicos pájaros sobrevivientes a la extinción, eran aquellos animales oscuros y nerviosos. ¿Cómo habían podido perdurar? ¿Cuál era la diferencia con las otras aves? Quizás era la avaricia que se podía advertir en los ojos relampagueantes, en la manera en que peleaban por la mejor rama de los árboles. Seguía pensando en esto cuando pude ver a un hombre que se acercaba a la orilla del río. Por un momento tuve una sensación de incomodidad. Él, sin darse cuenta de que alguien lo observaba, comenzó a recoger los pedazos de basura que tenía más cerca. Agucé la vista: el hombre, ligeramente encorvado, tenía la cabeza blanca y estaba vestido con harapos. Guardaba sus descubrimientos en una gran bolsa de tela. Me acuclillé por temor a que me descubriera. No sabía la razón exacta de mi desazón. Quizás era, simplemente, no saber qué hacer, cómo actuar. Prefería mantenerme a la expectativa, medio oculto por la distancia y por los relieves de la zona.

Decidí acercarme un poco más para observar mejor. El hombre seguía seleccionando pedazos. Su búsqueda no era al azar. Cada objeto, al parecer, por la inclinación de la cabeza y el movimiento de los brazos, era sometido a una cuidadosa inspección. Algunos fragmentos eran descartados por su tamaño. Mientras el hombre evaluaba un nuevo tesoro, imaginé a cientos de recolectores como él, armados con canastas o bolsas de plástico, recorriendo las orillas del río. Adentro del bosque habría una comunidad construida, acaso fundada, con aquella materia prima. Deberían tener una buena organización para evitar peleas por los objetos más valiosos. Habría castas, divisiones sociales, ritos. Me pregunté si el hombre buscaba sólo las piezas de determinados aparatos para intentar una reconstrucción casi imposible. Tal vez sólo se dejaba guiar por el color blanco, por las formas geométricas, por la posibilidad de que una encajara con otra. Otra hipótesis era que la actividad del hombre fuera totalmente irreflexiva: movía los brazos y sus manos como alguien que respira, que bracea en un mar espeso y oscuro. Sólo se detenía cuando necesitaba un descanso. El resto del tiempo era una hormiga laboriosa, demasiado enfrascada en sus asuntos como para darse cuenta de otras cosas. Era la vida simple que había visto en la ciudad de Lucrecia y en el pueblo donde desaparecía la gente. Los cronistas de esas experiencias, como el viajero de la libreta roja y yo, éramos testigos impotentes, incapaces de trascender entre la gente, descifrar a cabalidad todos sus gestos.

Me alejé del punto de observación. Necesitaba pensar con más claridad. Me dolían las piernas. El río seguía fluyendo. El punto final era la muralla, es cierto, pero eso no explicaba mucho. Era, simplemente, la frontera. El río, a un costado de ella, era una frase infinita; alguien contando, hasta el cansancio, variaciones de la misma historia. Quizás, un poco más adelante, estaría una muralla que, a su vez, sería el límite de una ciudad muy parecida a la de Lucrecia. Murallas encerrando murallas hasta llegar a un centro, un punto primordial y tal vez inexistente. Me pregunté si, en realidad, esa “ciudad muy parecida a la de Lucrecia” sería la misma que había visitado. Sentí escalofrío cuando pensé en la posibilidad de haber hecho un rodeo y estar a punto de encontrar, de nuevo, el punto de inicio. El mundo, en este caso, era un círculo que te atrapa, te asfixia lentamente hasta llevarte a la locura. Esa suposición, que ganaba fuerza con los segundos, me sirvió para no regresar al río. La opción que restaba era seguir internándome en el bosque. Era probable que el viejo recolector no estuviera solo. Él me contaría una historia diferente. Pensé en él como una forma de darme ánimos. Abrí la libreta y escribí que el hombre era el fundador de una ciudad. Después de él llegaron mujeres y niños. Empezaron a construir sus viviendas de los residuos que transportaba el río. Millones de pedazos de plástico habían sido utilizados para fundar toda una civilización. Algunos muy pequeños, eran casi inservibles. Pero, a intervalos, bajaban por el río grandes pedazos, partes de artilugios cuya apariencia apenas se podía imaginar. Algunos desechos habían perdido su forma por el golpeteo con otros. Por esta razón ellos aprendieron a juntar esos pedazos para hacer cosas útiles. El plástico, casi eterno, era la materia prima para hacer cualquier cosa. Guardé la libreta.

Me interné por el bosque. No podía ver el río, pero el sonido me hacía sentir su presencia. El cielo, desde mi punto de observación entre las ramas de los árboles, comenzaba a tener fisuras. Las nubes perdían peso, se volvían vulnerables, como si la presencia de la muralla las debilitara lentamente. Pensé en el cielo como un puño inmenso, abriéndose para dejar que la luz se filtrara entre los dedos. Estaba inmerso en esa contemplación, cuando escuché la voz de un hombre.

–¿Está perdido?

Respingué y me puse a la defensiva. A escasos metros, el viejo recolector me sonreía.

–Estoy conociendo el lugar –murmuré.

El viejo se rascó la cabeza blanca. Iba vestido con un overol azul y unas botas negras de plástico.

–Bienvenido –dijo.

–¿Dónde estoy?

El viejo miró las puntas de sus botas. A su lado descansaba la bolsa de tela. Estaba llena. Le había costado un gran esfuerzo arrastrarla por el bosque. Yo me había acercado a él, sin poder distinguirlo. Sentí que estaba en una trampa.

–No hay nombre para este lugar –me dijo con un suspiro– tal vez sea momento de encontrarle uno.

Sonreí. Pensé que estaba bromeando. Le dije, para seguir con el juego.

–¿Cómo lo llamamos?

–Tenemos mucho tiempo para pensar –respondió con una extraña seriedad en la voz.

En la bolsa se arracimaban innumerables pedazos de plástico.

–¿Qué va a hacer con ellos? –le dije, señalando su tesoro.

–No sé aún. Sólo los junto. Lo hago por costumbre. Es una larga historia.

El viejo, en la penumbra del bosque, parecía una criatura salida de él, nutrida por la vejez de los árboles, las ramas muertas, el follaje casi gris. El viejo me señaló:

–¿Sabe? Creo que soñé, en algún momento, con este instante.

Antes de seguir con el pensamiento, miró la muralla y dijo:

–Es maravillosa, ¿no es así?

Asentí en silencio. En algo estábamos de acuerdo. El viejo buscó en una bolsa lateral de su overol y extrajo una libreta.

–Siempre cargo con ella por si un día encontraba a alguien. Estoy emocionado. Siempre que salgo la llevo conmigo.

Me la dio con sus manos de dedos flacos, uñas cubiertas por una pátina de lodo. Era una libreta de tapas plastificadas. El tamaño era similar a la libreta roja que aún guardaba en mi mochila.

–La encontré en un recipiente de metal. Era una caja grande que tenía más cosas. Es difícil encontrar metal en el río. Casi siempre es plástico.

Imaginé una llamada de auxilio, la botella al mar lanzada por un náufrago esperando encontrar a la persona adecuada. Abrí la libreta. Lo primero que llamó mi atención fue la letra, apretada y concisa. No pude saber, de inicio, si el texto había sido escrito con pulso desesperado o con tiempo para revisar detalles, añadir descripciones, datos. Lo cierto es que, al menos esa primera página, no había frases enmendadas, todo había sido escrito de un solo impulso, como si el entero texto hubiera sido ensayado previamente hasta lograr una ejecución perfecta. La crónica, si es que puedo llamarla así, sin ninguna identificación ni pista del autor, tampoco tenía fecha. Eran diez hojas escritas por ambos lados. No pude resistir, tenía que leer todo, así que empecé sin importar la presencia del viejo.

 

 

(CONTINUARA)

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 



 

 

 

 

*

 

 

Hay códigos

que están falseados

las capas de sentido se superponen

resignificadas de nada

todo el mundo pierde todo

y gana todo a cada momento.

Tiene Virgilio algo para decirnos?

Está la gesta de vender pescado

que ya casi nadie consume

frente a edificios en ruinas

también la de transportar en ambulancias

a gente que se muere sin aire.

Este es

el siglo de la nostalgia

a no dudarlo

se ama por igual

a los vinilos y a la porcelana de Limoges

la moldura francesa

la mano de cobre en la puerta.

Los más osados quieren ser periodistas

escritores

músicos.

Otros sueñan en playas del caribe

sobre reposeras blancas

lloran en una semana de cocoteros

la distancia de otro tiempo

invocando

la sombra piadosa del olvido.


*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.

-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015), El cuerpo intacto (2017, Penn Press), Grow a lover (2018, Pensamientos literarios).

 

-En 2021 ha publicado La gota en la piedra.

 (novela, Mardulce, Buenos Aires)

 

 

 


 

 

 

 

 

Aniversario*

 

Está anocheciendo y cae la niebla, como entonces. De acuerdo a lo previsto, hoy va a helar de nuevo.

Escucho y clasifico los ruidos de la calle, los del rellano, los de mi propia casa. Verifico la absoluta normalidad mientras compruebo la disposición de los cuadros en la pared del recibidor.

Oigo voces, pero sé que no son más que los ecos de mi propia voz, que el tiempo ha ido amontonando en los rincones y el silencio multiplica espantosamente. Pronto sonarán las nueve en la vieja iglesia; sin embargo, desde aquí no pueden escucharse las campanadas. Repaso minucioso, inútilmente los detalles. Todo está en su sitio. Todo idéntico a aquel 30 de diciembre de hace veinte años, idéntico a todos los treinta de diciembre desde entonces, como cumpliendo un ritual que no termino de comprender, pero al que no puedo sustraerme. Miro el reloj, calculo el retraso, me asomo a la ventana. A esta hora no circula casi nadie. Por eso me sorprende la vaga silueta que se insinúa a través de la niebla. Despacio, como insegura, camina por la acera de enfrente. Sé que no puede ser ella, pero a pesar de todo es lindo soñar que son sus pasos los que resuenan sobre las húmedas baldosas, que son sus manos las que ahora sujetan un papel en el que sus ojos parece que intentan descifrar algo, que es su rostro el que se levanta de golpe mirando hacia este lado, buscando tal vez los números de los portales. Sé que es una tontería, que ella no tiene el pelo así, ni un abrigo como ése, pero después de veinte años estériles es tan lindo soñar que ha sido su brazo el que ha empujado la puerta del patio que ahora se oye cerrarse sin violencia, que son sus tacones los que lentamente ascienden hasta el primer piso, deteniéndose allí unos segundos, como dudando, y reanudan luego su marcha hacia arriba, hacia este segundo piso en el que sin darme muy bien cuenta ya la estoy esperando. Mientras pienso que seguramente ha de ser otra persona y que de un momento a otro escucharé el lejano sonido del timbre de alguno de mis vecinos, bajo un poco las luces y pongo el disco de Miles. Absurdo suponer siquiera que la imitación de fechas, temperaturas y gestos haya podido provocar, por fin, una ruptura en el tiempo, una repetición de lo que jamás debió ocurrir, una oportunidad para cambiar la historia. Los pasos han dejado de subir, pero si se pone atención puede escucharse el sonido de una respiración agitada ahí fuera. Seguro que en el rellano no hay nadie, que se trata sólo de mi imaginación, pero ya es la hora. Me dirijo a la puerta mientras miro de reojo hacia la mesa. Todo está dispuesto y los cuchillos relucen. No conviene demorarse: suena tan bien la música esta noche...

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

https://sergioborao2011.blogspot.com/2018/02/aniversario.html

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Mucha atención a esto que dice Blanchot:

"Las Sirenas parece efectivamente que cantaban, pero de un modo que no satisfacía, que únicamente permitía oír en qué dirección se abrían las verdaderas fuentes y la verdadera dicha del canto. No obstante, con sus cantos imperfectos que sólo eran un canto por venir, conducían al navegante hacia ese espacio en donde el cantar comenzaría verdaderamente. Una vez alcanzado el lugar ¿Qué ocurría? ¿Cuál era ese lugar? Aquel donde ya sólo quedaba desaparecer porque la música misma, en esa región de fuente y de origen, había desaparecido más rotundamente que en cualquier lugar del mundo".

Hay muchas interpretaciones para este fragmento. La que prefiero es la de Borges cuando habla de la inminencia de una revelación que no se produce como el hecho estético en sí.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

YELLOW SPRING STATION*

 

 

Mis ojos disfrutan el deleite

impávidos, y sobrecogidos

por la inusual belleza

se adentran en el torbellino

de la magia de colores.

Mientras el tren de la noche

se desplaza, y los amantes

se dicen adiós. Mis ojos no

saben cómo sobreponerse

al fugaz hallazgo. Recuerdo.

Presencio cómo los colores

del arco iris atraviesan

mis pies y el corazón adusto

de la estación de tren.

 

*De Daniel Montoly.

 

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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