*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
*
Fui yo quien
desanudó
una a una las hojas
la enredadera del
patio grande
hebra por hebra
como un hada
frente al muro de
lianas
verde retorcido
tentáculos colgando de
ladrillos.
Fui yo quien
con mis manos
diminutas
de ser misterioso
desenmascaró la
humedad
la pared me miraba
y yo
absorta niña poseída.
Me hice grande
empecinada en lo
imposible
y el verde desterrado
anidó en el suelo
y los ladrillos
transpiraron aire denso
y las cáscaras de
pintura sofocada
en el sopor
cayeron sobre el nuevo
jardín
yo seguía retorciendo
suavemente las hojas
como un juego milenario
se formó un prado
se liberó la pared de
su opresión añosa
y yo sonreía como si
hubiera sido
algo de todos los días
algo tan habitual
como si
lo hubiera hecho
toda la vida.
Y lo hice.
La niña que fui
surge de una voz
que me dice
ya es hora
ya está
la enredadera seguirá
trepando
(siempre trepa la
enredadera).
Y yo
crezco
entierro mis pies en
el barro
me salen flores
de las orejas
debajo de las uñas
ramitas negras
las piernas
troncos
mis ojos verdean
y el amarillo de mis
párpados
florece en pétalos
turquesas
y ya no sé cómo
liberarme
cómo
desenredarme de mí.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
(De Intemperie,
2016 Viajera Editorial.)
-Mentoría de procesos
creativos
-Taller de escritura y
emociones
-Lic. en Ciencias de
la Comunicación / Psicóloga Social
Saber *
El pichón ya es adulto y canta en su árbol,
avisa, llama, busca reconocer a las hembras
de su especie entre tantas otras que lo
ven,
alguna se posa en su misma rama, lo evalúa,
la rama acepta el peso de los dos, es
seguro
que él árbol aceptará y ocultará el nido,
ella
reconoce el árbol que él ha elegido, lo
rodea,
aun puede marcharse o regresar arrepentida.
Él está atento a las cosas que ha
aprendido:
el viento frío, la lluvia. Sabe buscar
comida,
sabe encontrar agua para beber y bañarse,
todo lo demás lo ignora. Las cien variantes
de la muerte que los acecha para acabarlos,
pero la intuición de su fin les fue negada.
Todos desean y merecen ese momento
absurdo e imposible de eternidad.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
A veces me acuerdo de
todo lo que hice
mientras creía en vos.
Crucé el bosque, toqué
la nieve,
vi las aguas
cristalinas de la Bahía de los muertos.
Imaginé el amor.
Preparé las valijas
convencida de que
estaba viviendo en el lugar errado.
No me importaron los
años
ni las cicatrices que
dan cuenta
de los pactos amorosos
que hicimos.
Aprendí los secretos
del té:
la nieve derretida es
el agua más ligera.
Bebí como si fuera
cierto
que no duele juntar
nieve con las manos,
pasarla entre los
dedos,
dejar que el calor del
cuerpo
la haga correr hasta
la taza.
A veces me acuerdo.
Yo, que viajé por
países fabulosos,
y fui amada por seres
exquisitos,
yo, que amé sin reparo
bajo las noches frías,
creí en vos.
Me da risa.
Fui expulsada del
bosque de las flores.
He caído demasiado
lejos.
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
-De "Flores
para no regar".
-Valeria
(Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial
Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía,
del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar",
Editorial AqL (2021).
- “Final
francés”, AqL ediciones, 2023
ON THE
ROCKS*
El dolor se tragó mis ideas, mis proyectos,
mis locuras.
En su lugar quedó un hueco, una cala donde
el mar se acomoda por las noches, despacio.
Cuando hay luna, descontrolado, sube a
buscarla.
Entonces me despierta
una sirena.
*de Esther
Andradi. esther@andradi.de
Zapatos*
Tengo propensión a mirar hacia abajo
mientras camino. Ignoro si es una especie de introversión peatonal o un intento
inconsciente por evitar aquellas cosas que aparecen al nivel de nuestra cabeza.
A veces, por supuesto, mirar hacia abajo evita que tengamos algún accidente o,
por el contrario, nos expone al riesgo por nuestro ensimismamiento en baldosas,
asfalto, charcos y otros elementos de la geografía urbana a ras de piso.
Caminar, a pesar del caos de las ciudades modernas, sigue siendo una
exploración, una manera de estar solo mientras llegamos a nuestro destino. Dickens
narra, en un ensayo titulado Night Walks, sus descubrimientos al caminar por
las calles de Londres para combatir el insomnio. La soledad del paseante está
en permanente diálogo con objetos efímeros, pero trascendentes por unos
instantes. A veces es una dinámica continua, pero en ocasiones está llena de
pausas que sirven para asomarnos a una puerta entreabierta o captar el
evanescente olor de la comida callejera.
Las huellas dejadas por nuestros pasos
están mediadas por los zapatos. Convertidos en objetos de consumo, es difícil
entender su función más allá de la moda. Uno de los testimonios que más me
impresionó sobre su importancia es el del escritor italiano Primo Levi en su
conocida trilogía sobre Auschwitz. Prisionero en el campo de Monowitz pronto
comprendió que, sin unos zapatos adecuados, las heridas en sus pies no
cicatrizarían y, tarde o temprano, sería catalogado como una pieza desechable,
lista para el exterminio. Los zapatos son la diferencia entre la vida y la
muerte. El reportero polaco Ryszard Kapuściński narra en su libro La guerra del
futbol y otros reportajes la confrontación armada entre Honduras y El Salvador
entre 14 y el 18 de julio de 1969. En un pasaje del texto describe cómo un
soldado arriesga la vida para ir a campo abierto y rescatar, en medio de la
refriega, un par de zapatos abandonados.
Hay, por último, una idea que me perturba
sobre los zapatos: la posibilidad que sean nuestra última huella en el mundo,
nuestro último testimonio. Quizás, haciendo memoria, me encontré con ese
detonante cuando, aún adolescente, leí las crónicas sobre la matanza de
Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Los testimonios mencionan decenas, cientos
de zapatos apiñados en la Plaza de las Tres Culturas. El fotógrafo Jesús
Fonseca de El Universal relató, años después, el encuentro con los zapatos de
los manifestantes asesinados esa noche. Se preguntó por qué se habían zafado y
le dijeron que, por el miedo, los dedos de los pies se encogen entre dos y tres
centímetros y al correr quedan abandonados en el piso. El historiador sueco
Sven Lindqvist describe un hecho similar en el cruel bombardeo aliado a la
ciudad de Dresde, en Alemania, entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, cuando
la guerra ya estaba decidida: zapatos desordenados en el piso mientras las calles
y casas arden en la noche. Los sobrevivientes describieron una “tormenta de
fuego” sobre ellos gracias a las bombas incendiarias que redujeron a cenizas
manzanas enteras. Los zapatos —en medio de la barbarie— quedaron como
resistencia ante la muerte, un último recurso ante la desaparición de sus
dueños.
*Fuente: https://www.capote.biz/post/zapatos
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra
Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Tambores
y Cascabeles*
Déjalo caer, tu corazón de murciélago,
devorador de frutas,
que dé un golpe y se desplome…
Ha llegado el momento en que sepas
cuál es la sustancia que compone la noche,
contemplarás lo sorprendente:
se puede bajar a ese mar lleno de nidos
donde cantan las estrellas
fulguraciones de un amasijo celular.
¡Te habían mentido!
no es aquel un vitral
donde ha pasado todo
lo que está por venir:
Aquí no hay aves de viento,
aves de sombra,
aves de plumaje encantado.
Baja y baila sobre el espejo
de colores apagados,
que irá encendiendo sobre tu cara
una a una las promesas que te hice:
ya no hay más.
Esos bellos animales
que llamábamos sueños
nos han tragado.
Íbamos a devorarlos primero:
ahora nuestros cuerpos
irán a formar parte de su pelaje,
del brillo de sus ojos,
del filo de sus dientes…
Y bailan y danzan
y tu corazón seguirá siendo dulce,
como un abrazo en una tarde lejana.
Dulce,
como la voz
que ha quedado clavada en silencio.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Coyoacán. Ciudad de México
EL CABALLO DE NIETZSCHE*
Nietzche fue un hombre que armó delicadas
construcciones mentales, sistemas de alambre verbal, vastos edificios con
columnas, basamentos, frentes ornamentados, entradas de servicio ocultas por la
hiedra. Su aparato filosófico es en parte pétreo, con zonas resbalosas y
jardines ocultos. Convengamos en que la mirada de la posterioridad siempre
halla rajaduras, aun en los muros con mayor apariencia de solidez, y los
intérpretes, divulgadores, comentadores, discípulos, esa horda que se forma en
torno al cadáver filosófico desnaturaliza, suele potenciar los defectos u
ocultar con andamiajes agregados la pureza lineal de las formas originales.
Pero no recuerdo hoy a Nietzsche por su
teoría del superhombre o sus afortunadas especulaciones; tampoco por su
estrecha o remota relación con las raíces dispersas del nazismo. Hoy invoco la
figura retorcida del filósofo que, en su cuarto de alquiler, trabajado ya por
la angustia, cuando sale a la calle se topa con un hombre que castiga a su
caballo. Veo la imagen que construí la primera vez que tomé contacto con la
historia, y se me aparece un hombre quebrado que, en medio de los transeúntes,
despeinado y enloquecido, interpone su cuerpo entre el látigo y el caballo, se
aferra al cuello del animal y se echa a llorar. Siento la desesperación de la
impotencia, esa cosa de ser testigos de lo injusto, de lo atroz, de lo
innecesario, y carecer de potestad para lograr que se abra el cielo y mandar
legiones de ángeles con espadas flamígeras que impartan justicia, o, en su
defecto, legiones de demonios que tomen venganza por la llama y el anatema de
los malditos.
Visión apocalíptica la mía, a cuento de un
minuto de video en una aplicación para teléfonos móviles, destinada al
esparcimiento.
Con las angustias acumuladas de las
noticias sobre el mundo, después de constatar que la gente empieza por el
insulto y sigue con los gritos para evitar escuchar lo que dice quien se
encuentra hablando en otras habitaciones. Con el mal sabor de boca producido
por desgracias superpuestas, con el desgarramiento de saber que afuera hay poco
abrigo, la enfermedad anda suelta, hay razones para llorar hasta que los ojos
duelan. Con la adversidad y la noche alrededor, he buscado unos segundos de
inconsciencia como quien entra a descansar en un jardín donde sólo se sienta la
brisa y el olor de los jazmines.
En la pantalla voy pasando los videos de
loros que cantan, perros que corren pelotas, mujeres que se transforman con
maquillaje, paisajes, árboles cargados de nieve, un hombre que actúa un chiste,
dos muchachos que bailan. Voy aquietando el corazón, olvido por unos minutos
que mi madre sufre dolor en el cuarto contiguo, y una sonrisa me va ganando de
a poco el rostro.
Entonces, aparece la imagen de un animal
asándose, crucificado en una estaca. Al lado, un corderito muy pequeño, que
apenas se sostiene sobre las patas, alumbrado por el fuego, temblando
ligeramente, mirando ese animal que es la madre, o al menos quien filmó el
video quiere que pensemos que es la madre. La cámara toma el holocausto, el
animalito tierno y desvalido, vuelve a la madre abierta en cruz.
Entonces, el caballo de Nietzsche. No puedo
bajar las escaleras y echarme a la hoguera de la maldad humana, pero algo se me
quiebra dentro y estará roto por mucho tiempo. Pena, dolor, asco, decepción. Ni
siquiera me pregunto por qué alguien creyó que hacer eso sería cómico, si al
abismo nos habita a todos. Me pregunto, sí, si al fin y al cabo valemos la
pena. Y el corderito es el caballo de Nietzsche, un agudo dolor, la pérdida de
la razón, porque sin tener fe en la bondad humana se nos escapa el alma.
Entonces lloro, lloro por el cordero, lloro
por mí, por lo que no podemos ser, por nuestros crímenes y porque la
inteligencia y la sensibilidad son carne de cañón, y los látigos siguen
golpeando los caballos, y la injusticia es tan alta que tapa el sol. Nietzsche
sufrió un colapso, no habló más por diez años. Nadie sabe qué cosas se desencadenaron
para que se sumiera en la demencia. El caballo en Turín fue un instante
catalizador. Cuando todo diálogo se prefigura estéril o acaso imposible, luego
del llanto acaece el silencio.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
REGRESO*
El hombre de los ojos insomnes, duerme.
Duerme mecido, en rituales de viejas
caracolas.
También duerme el deseo.
Lo despierta la noche y el penetrante olor
a vida.
Los espejos. Los retratos vivientes. La
estremecida piel.
Ha perdido sus pasos, su insolencia.
Ah, si pudiera volver, recordar, regresar.
Pero es de noche y teme. Noche de
terciopelo.
Acechan los pájaros del miedo.
Teme. Teme abrir los cerrojos.
Las ventanas pircadas. Las clausuradas
puertas.
Teme y desea. El escozor se arrastra como
felino en celo.
Es agosto y los almendros brotan.
También germina el fuego.
Se encienden las cenizas.
Las azules grutas tantas veces besadas.
El ritual del puñal que cincela y canta.
Y teme, y desea y excomulga las antiguas
muertes.
Y regresa.
Regresa, sabiendo que un viaje es solo eso:
un regreso.
*De Amelia
Arellano.
Utopía*
*De Wislawa Szymborska
Una isla donde todo se aclara.
Ahí se pisa la tierra firme
de las pruebas.
Hay un solo camino, el de la llegada.
Los arbustos encorvados se pliegan bajo el
peso
de las respuestas.
Ahí crece el árbol de la Hipótesis Adecuada
con las ramas desenredadas desde siempre.
El árbol de la Comprensión, deslumbrante,
recto,
junto al manantial que susurra: "Es
así."
Más se interna en el bosque, más se abre
el Valle de la Obviedad.
Si surge una duda, la desvanece el viento.
El eco, sin que nadie se lo pida, toma la
palabra
con ganas,
y aclara los misterios del mundo.
A la derecha, una cueva donde hay sentido.
A la izquierda, el Lago de la Profunda
Convicción.
La verdad se desprende del fondo y ya flota
en la
superficie.
La Seguridad Intocable domina el Valle.
Desde su cumbre se contempla la esencia de
las cosas.
A pesar de tantos atractivos la isla está
despoblada,
y las pequeñas huellas de los pies,
reconocibles
en la orilla,
se dirigen todas, sin excepción, al mar.
Como si sólo se hubieran ido desde allí
para volver a sumergirse, sin remedio,
en una vida inconcebible.
Historia
de Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Me hallaba errando como un extranjero en la
Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía,
cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que
había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos
vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja,
un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad,
pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome
mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a
cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una
ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta
esa zona.
Después de dos jornadas de viaje, a punto
de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de
madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo
pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto
de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso.
Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso,
me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne.
Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente
para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me
ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le
agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.
Se abrió la puerta y una mano temblorosa
empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé
a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa,
desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi
compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron
mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló
todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros
lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante
con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había
salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa
por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los
contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite.
Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando
creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para diezmarlos.
No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los últimos
náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había llegado
su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias generaciones
vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando ya no había
esperanzas.
La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer
recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su
historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las
leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en
la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad
de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los
avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única
constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla
los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y
reconstruyeron algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar,
aunque fuera por un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para
entonces ya habían olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a
referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún
habitante escrupuloso grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad
repetida una y mil veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha
de muerte necesaria para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se
fortalecieran, pensaran que Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el
mundo. Era un equilibrio autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente
por todos.
La voz de la mujer se desvanecía e imaginé
a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse,
contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la
vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del
mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras
hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se
nombra.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra
Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Siempre hay algo que
no queremos saber de nosotros mismos y que de intuirlo muy brumosamente no lo
compartiríamos jamás con nadie, porque ni siquiera sabemos demasiado de qué se
trata, pero a la vez una parte de nosotros siente que es fundamental. Lo escribimos
sin saberlo en historias o poemas (hasta ensayos) y sale con una nitidez que
nos deja pasmados. Sale para volver a escaparse de nuestra lógica y nuestras
explicaciones.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL
DESPERFECTO... *
_Oiga don… ¿no sabe qué pasó?
Francisco miró con fastidio a su compañero
de asiento.
El tren se había parado, nuevamente, en
medio de un desolado campo de pastizales secos. Ya hacía catorce horas que
estaban viajando.
Él había creído que era la forma más
directa y rápida que tenía para llegar a Tucumán. No imaginó estas demoras, ni
semejante compañero de asiento. El viaje parecía interminable.
Cuando el hombre se sentó a su lado, lo
observó disimuladamente. Un pobre tipo, con un saco enorme (seguramente
prestado para la ocasión), el pelo mal cortado. Un par de zapatos viejos y un
aroma fuerte, dulzón, de colonia barata.
“Al menos el perfume no va a durar más de
15 minutos”, pensó.
Pero duró un poco más y el hombre, que dijo
llamarse Eusebio, lo había molestado durante todo el viaje preguntando y
contándole cosas. Un casi analfabeto que no sabía nada. Justo tenía que tocarle
a él.
“Eso te pasa por apurado” diría su mujer. Y
tenía razón, aunque el no lo admitiría nunca. Pero quería terminar este negocio
antes del fin de semana. Sacarse el problema de la cabeza, para empezar a
solucionar otros.
Su hijo no le hablaba desde hacía ya varios
días, porque habían perdido un cliente por un error suyo. Un desagradecido, su
hijo. Él le había dado un puesto privilegiado en su empresa, cuando otros lo
merecían más. Pero era su hijo.
Qué mala suerte, pensó, este compañero
viaje. No lo había dejado en paz desde que salieron. Le buscaba charla y él no
quería hablar. ¿De qué podían hablar, salvo del tiempo? ¿De política
internacional, acciones en la Bolsa? Francisco sonrió ante su propio sarcasmo.
Ese pobre hombre, a su lado, podía ser estafado hasta por un niño.
Pero después de tantas horas ya se sentía
cansado y de pésimo humor. Tenía hambre, se le había empezado a arrugar la
camisa y no sabía cuánto tiempo más duraría el viaje. Un bebé lloraba desde
hacía rato y aumentó su molestia.
Y ahora este hombre que le preguntaba por
qué el tren se había parado, como si él tuviera todas las respuestas.
Imposible hacerse el dormido. En cuanto abría los ojos, el otro volvía a la carga.
Fastidiado, respondió;
_ No sé, por los ruidos que se escuchan,
deben estar arreglando algo.
El hombre mostró preocupación:
_Yo voy a Colonia Dora…y ya estamos
atrasados dos horas…
Francisco no contestó.
_ ¿Sabe qué pasa, don? Murió mi padre y lo
entierran a las 6 y yo quería llegar antes de que lo entierren, Para
despedirlo, vio?
A pesar del silencio de su vecino, Eusebio
siguió hablando.
_Yo me fui de mi pueblo hace 40 años. Tenía
17. Éramos muy pobres y un primo mío, de Buenos Aires, me dijo que allá podría
conseguir algo. Mi viejo, mi vieja y mis hermanos fueron a despedirme a la
estación. Mi vieja lloraba, pero yo estaba contento. Le dije: “A fin de año
vuelvo para visitarlos y hacemos una fiesta!”. Ahora que lo pienso… yo era casi
un chico...
Pero cuando llegué a Buenos Aires me di
cuenta de que mi primo no estaba tan bien. Me fue a esperar a Retiro y nos
fuimos en colectivo hasta su casa, que quedaba muy lejos, en un barrio fuera de
la Capital.
No me gustó como vivía mi primo y, sabe…
andaba en cosas raras. Yo no quise. Al mes me fui de ahí y conseguí empleo en
la cuadra de una panadería. Un compañero de trabajo me presentó en la pensión
donde vivía y así seguí.
No volví a mi casa, en Colonia Dora, en estos
cuarenta años. No sólo no tenía para el pasaje, no podía volver. Todo el pueblo
sabía que me había ido a vivir a Buenos Aires, a buscar mejor vida. ¡Cómo iba a
volver así, derrotado, peor de lo que me había ido! Al principio les mandaba
cartas a mis viejos, mintiéndoles, después no preguntaron más. Muchas veces me arrepentí de no haber
terminado la escuela… tal vez hubiese conseguido algo mejor, hasta una mejor
compañera, porque la mía me dejó al poquito tiempo de casarnos.
Ahora quisiera…solamente quisiera, despedir
a mi padre. Decirle que lo siento, cuánto pensé en él, cuánto lo quería…
Francisco se sintió sumamente irritado por
el relato del otro. El calor, la inmovilidad del tren, la demora, los reproches
de su mujer, la indiferencia de su hijo, ese diálogo no buscado, todo se unió
para explotar en su respuesta:
_ Ahora es tarde, Eusebio. Muy tarde. Su
padre ya está muerto. Aunque usted se quede parado dos horas junto al cajón y
le hable, él ya no lo escucha. No oye, no siente. Está muerto. Las cosas hay
que hacerlas en vida. Después, ya no sirven.
En el instante en que terminó de hablar,
Francisco se arrepintió de haberlo hecho. La dolorosa mirada del otro le
atravesó el pecho, como una filosa navaja.
Pero las duras palabras habían conseguido
silenciar a Eusebio. Volviendo su cara hacia la ventanilla, perdió su mirada en
el lejano horizonte.
En eso el tren empezó a moverse.
Unos kilómetros más adelante, llegó a la
estación de Pinto, un pueblo medio perdido en medio del campo.
El guarda avisó que estarían allí por lo
menos media hora, para terminar de arreglar el desperfecto, y luego se
reanudaría el trayecto con normalidad. Todos bajaron en la pequeña estación.
Algunos caminaban, otros fumaban, el niño corría
y había parado de llorar. Francisco vio a Eusebio sentado solo, en el final del
andén, de espaldas a la gente. Sus piernas colgando, el enorme saco rozando el
suelo.
Algo en sus movimientos le llamó la
atención. Trató de acercarse, sin hacer ruido. Sólo veía la espalda del hombre,
moviéndose.
Unos metros antes de llegar a él se detuvo,
sorprendido.
Eran sollozos. Eusebio estaba llorando.
En ese momento Francisco se dio cuenta de
que quien estuvo catorce horas al lado suyo era un ser humano, igual a él.
Catorce horas a su lado. Próximo. Prójimo. Como
el prójimo del que hablaba el cura, los domingos en la misa. Él ayudaba al
prójimo. Daba limosnas siempre, ante la mano tendida. A los descalzos, mal
entrazados, gente que era el prójimo. Siempre pensó que el prójimo era algo
lejano, que no tenía cara ni nombre, algo anónimo. No era ni su hijo ni su
mujer, y menos este pobre infeliz que le había tocado en suerte como compañero
de viaje.
“¿Adónde está tu corazón?”
La pregunta se la había hecho su madre
muchos años atrás.
Sintió también él ganas de llorar.
Pero no podía. Un hombre elegante, bien
vestido, no podía llorar en el medio de un andén, como un chico. Alguien se
acercaría para preguntarle si le pasaba algo, si se había descompuesto.
En cambio nadie, excepto él, había reparado
en el llanto de Eusebio.
Fue al baño y se lavó la cara, justo en el
momento en que el guarda gritaba que se reanudaba el viaje y el tren empezaba a
ponerse en marcha.
Eusebio pasó delante de él para sentarse y
lo miró con una expresión tranquila, sin encono.
Francisco celebró esa mirada que no tenía
rencor. Era como la de un niño, con la inocencia que él había perdido hacía
muchísimo tiempo. Por primera vez en todo el viaje, se dirigió a Eusebio con
amabilidad:
_ Vamos a llegar a las tres a Colonia Dora.
Va a tener tiempo.
Eusebio sonrió suavemente.
Dos horas después, el tren llegaba a la
estación Colonia Dora, en Santiago del Estero.
Eusebio agarró fuertemente su pequeño bolso
y le tendió la mano.
_Adiós, don. Disculpe si lo molesté con mis
preguntas.
Francisco se paró y lo abrazó.
_ Suerte. Y decile a tu padre todo lo que
sientas. Tal vez, desde algún lado te pueda oír. Ah!.. esperá.
Sacó una tarjeta de su bolsillo y se la
dio.
_Cuando vuelvas a Buenos Aires andá a verme
a la empresa. Tal vez pueda conseguirte algo mejor de lo que tenés.
La sorpresa y la alegría iluminaron el
rostro de Eusebio. Le agradeció calurosamente y bajó corriendo la escalerita.
En el andén, un pequeño grupo de personas
lo esperaba sonriendo.
Francisco pudo ver algunos abrazos antes de
acomodarse en el asiento.
Le quedaban algunas horas para dormir,
tranquilo, hasta llegar a Tucumán.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
Santo Tomé. Santa Fe.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
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ESTACIÓN FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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