domingo, junio 18, 2023

EDICIÓN JUNIO 2023

 


*Obra de Walkala.

Dr. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam.

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Mirá hacia arriba.

Es el mundo roto en pedacitos

lo que cae,

más liviano que la lluvia.

Salí descalza

a bailar

sobre el desastre.

No te pierdas

la ternura de catástrofe

que te acaricia el pelo.

Mañana,

habrá un mundo nuevo

donde anclar

los barcos que construyas

en los días como éstos.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, GPU Ediciones (2019).

MADURA, Editorial Sudestada (2021)-

-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

Halley ediciones (2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS GITANOS DEL MAR*

 

Cuando vuelva a la isla

me zurciré dos alas con hojas de plátano verde

me pondré dos tomates

sobre los párpados, no me pregunten

para qué, que es un secreto

una herejía ancestral que guardo

de mis bisabuelos maternos.

Gente de piel cobriza, pelo enmarañado

como guanucos de bañarse

que arrastradas por una hambruna

fueron de isla en isla, náufragos

con un trozo del idioma en su frente.

Gente acusada de comer monos, garzas

tarántulas, alacranes y sabandijas

fueron la raíz de mis raíces.

Gente acusada de ser la avanzada

de “King James Bible”. Cuando vuelva

a la isla, me zurciré dos alas plausibles

con hojas de plátano verde

y volaré hacia el sol, como el bisabuelo voló

creyendo ser Ícaro, aunque sin percatarse

que era sólo un hombre negro.

 

*De Daniel Montoly.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Puertos*

 

 

Ya en mis siestas no hay árboles ni cielos azules

y si los hubiera no podría subirme a ellos como antes,

bien arriba, en las últimas ramas como los gatos,

y más allá del follaje ese mar invertido sin agua.

De niño se intuye enseguida las cosas mal hechas,

por ejemplo, la gravedad innecesaria e implacable.

El que quiera vivir pegado a la tierra que se ate 

o se arrastre como las orugas y se coma las hojas.

Si se pudiera elegir caer en un sentido o en otro

creo que pocos habrían optado por esta prisión

pasajera y planificada, sino que hubieran volado

hacía el abismo azulado sin miedos, ansiedades,

esperas, reclamos y obligaciones. Sólo el viaje.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL PADRE*

 

*De Antonio Dal Masetto.

 

Cuando pienso en mi padre me vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. En realidad tengo la impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los regresos ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la Argentina desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su carnicería. Yo tenía doce años.

Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar.  Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas: bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él. 

Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.

Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.

Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.

Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darle agua a los animales. Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañía General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban. Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.  

Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuanto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: “Para cuando venga Antonio”. Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.

Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: “Papá murió”.                

Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era papá”. Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.

De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo. 

Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin.  Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.

 

-De "El padre y otras historias”


*Antonio Dal Masetto.

(Intra, Verbania, 14 de febrero de 1938-Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)

https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

YO SECLAUD I *

 

 

Soy Seclaud

la de dos cabezas y cinco corazones

la que reparte el pan de la alegría

y se somete a los presagios y las maldiciones.

Nada podrá contra mí gallina

de plumas encrespadas

que llora como mujer parturienta

ni los perros que aúllan a la luna.

Él vendrá con la vara de nardos cuajada de abalorios

a inaugurar nuevas conmemoraciones

porque he tallado azules sus ojos en el granito

y he amasado con hierbas olorosas su corazón.

Nadie podrá dañarme.

Resbalarán en mí los conjuros como en el cuerpo de

Las serpientes acuáticas.

Yo, Seclaud, desde la ribera de las cenizas

Y los ungüentos aceitosos

De las cacerolas y los espejos

Veo partir las naves hacia nuevas conquistas.

¡Adelante, viajeros que llevan en los mascarones de proa el mensaje último de los filósofos

la sabiduría de los científicos

los poemas que nos perpetúan!

Yo quedaré cuidando la tierra

los ángeles de manos callosas

las mermeladas.

 

 

*De GLAUCE BALDOVIN

(1928-1995)

http://glaucebaldovin.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La médium, mi madre y Antón Chéjov *

 

a mi madre Sara

 

La noche apacible fue ideal para reunirme con la médium

experta en traer gente del más allá para hablarles

a los de este lado.

 

Debía luchar con mi costado más incrédulo y racional

pese a todo, preferí seguirle el juego

y hacerla sentir cómoda.

 

Entre ella y yo, sentados a una mesita de la plaza

un par de botellas de la cerveza que me gusta

y un atado de cigarrillos de los que ella fuma.

 

Primero trajo a mi madre, quien dijo que me cuidara

que no anduviese de madrugada por las calles

y que tenga cuidado con la policía

sentí un beso en la mejilla o tal vez fue el roce

de una mariposa nocturna.

 

Luego, la médium me dijo que un tipo con aspecto eslavo, delgado

con barbilla en el mentón, quería decirme algo. Un tal Chéjov.

En ese instante me pareció que la sesión había llegado

a su fin. Ya era suficiente para un tipo como yo.

 

La saludé, pagué mi consulta con el más allá

y cuando iba a terminar mi cerveza e irme

pasó a mi lado La dama del perrito

con el perfume que usaba mi madre.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 -Medianoche en la plaza de los sueños y otros poemas,

Buenos Aires, Leviatán, 2021.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ángel *

 

Quizá sea sólo un mito necesario.

Dicen que cada tanto en la vida alguien llega a reparar

o intentar reparar.

No es el plomero ni el electricista.

El efecto es intangible en la inmediatez, pero dice la gente humilde -que de creencias vive- que el ángel de la reparación existe y al día menos esperado aparece tendiendo su mano…

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FLOR DEL CASTAÑO*

 

Un hombre ha entrado profundamente dentro de una mujer.

¿Cuántos nudos tendrían sin resolver?

Después de iluminar de rojo la noche entera,

ese hombre sollozó como lloran las bestias.

Al marcharse el hombre, en ese lugar vacío

donde todavía resonaban los ecos del llanto

le llegó a la mujer la fragancia de flores del castaño.

 

*Song Kiwon

(Corea, 1947)

-Fuente: "Flores mías que nunca he visto", Song Kiwon

(Traducción: Ki Un Kyung) Editorial Bajo la luna, 2014.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Me gusta

pensarlo así:

el amor es

esa luz

que sólo puede mirarse enceguecido.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Proyecto Uno*

 

Desconcertado, consultó otra vez los planos. Había revisado el proyecto de arriba a abajo un sinfín de veces sin encontrar el menor fallo en él. Sin embargo, ahora que ya todo estaba en marcha, no cabía la menor duda: Algo había salido mal, pero se le escapaba qué pudiera ser. Corregir el error se le antojaba imposible; la mera admisión del mismo resultaría nefasta para su carrera. Así las cosas, no vio más que una solución. Mandó llamar al subdirector. Al hablar, fue tajante:

- Hay que poner en marcha el plan B. De inmediato.

El subdirector asintió sumisamente, adoptó la forma de serpiente con la que el mundo habría de recordarle y partió a cumplir su misión.

Así fue como Eva y Adán creyeron ser expulsados de un paraíso que jamás existió. Para que la ilusión fuese perfecta, hizo falta sembrar la semilla de la culpa y la desconfianza en sus corazones vírgenes. Después, el escriba oficial, siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas, según es costumbre en los escribas oficiales, redactó una edificante historia repleta de tentaciones y manzanas.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

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"Mantén un poco de fuego ardiendo; por pequeño que sea, por más escondido que esté".

 

*Cormac McCarthy

 (Rhode Island, 20 de julio de 1933 - Santa Fe, Nuevo México, 13 de junio de 2023)

https://es.wikipedia.org/wiki/Cormac_McCarthy

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Estación Enrique Fynn*

 

 

Enrique Fynn siempre había tenido problemas con las mujeres. Dejando de lado los traumas habituales provocados por la influencia de su madre, su hermana, su ex esposa y su hija, que ya bastantes horas de análisis y dinero en efectivo le habían consumido en años anteriores, el tema que más lo angustiaba era la escasa fluidez con la que abordaba a una mujer. Siempre le parecía estar a destiempo, dudando de sus posibilidades, desestimando los contactos esporádicos, y por sobre todo, aterrado ante cualquier clase de negativa.

Viajaba a bordo del tren aquella mañana, ensimismado en sus pensamientos editoriales, cuando a su lado se sentó una mujer. Al principio, apenas la miró de costado, pero algo en aquella fugaz consideración le convocó a girar de nuevo la cabeza hacia ella, haciendo un paneo del pasillo, como si buscase encontrar algún errático vendedor ambulante. Se encontró con una señora que sería unos diez años menor que él, de rasgos sugerentes, cabello cobrizo, y curvas muy interesantes por debajo del trajecito sastre. Pero por sobre todo, le atrajo el simple hecho de que abriese el bolso que llevaba colgado del brazo, extrajera un libro y se pusiera a leer.

Su primer impulso fue otear qué estaba leyendo. Ni siquiera intentó adivinar esas letras diminutas; apenas se conformaba con conseguir darle un vistazo a la tapa ni bien ella tuviera que dar vuelta la página. La tarea se le impuso de manera prioritaria, olvidando los insulsos devaneos que venía practicando hasta ese momento. Tanto se concentró y acercó su cabeza hacia la de ella, que lo inundó un perfume atractivo, hechicero, emanado por la misma piel de su vecina de asiento. Un inesperado cosquilleo le recorrió el cuerpo, y sólo después de unos momentos consiguió aceptar que aquel inusual efecto producido por los sentidos era la simple y llana manifestación de la excitación.

El ser consciente de estar excitado, luego de varios meses sin experimentarlo, lo descolocó. Aunque no tanto como el perfil de su vecina, que de pronto abandonó la inmovilidad de la lectura para echar una fugaz mirada de reojo en dirección a él, regresando de inmediato hacia la página impresa. Enrique se sorprendió, avergonzado al ser descubierto infraganti en sus vicios de mirón, aunque su atención sólo se concentrase en la posible tapa del libro, negándose a sí mismo que su principal objetivo era ese aroma cautivante, desprendido por una piel que imaginaba fresca y suave.

Su vecina, hasta entonces inmóvil, levantó apenas el libro de su falda para cruzar su pierna derecha sobre la izquierda, revelando no sólo la mitad de un muslo conciso, tentador a la caricia, sino la existencia de una falda corta que bien podría ir gradualmente ascendiendo, en caso de continuar moviéndose sobre la butaca, sin despegar las manos del libro. Enrique permaneció rígido a su lado, sin atinar a respirar siquiera, percibiendo cómo se le sonrojaba la cara al quedar absorto por la belleza de esa pierna y la curva oscura que se producía por debajo de la falda. De inmediato, despertó de su letargo y desvió la mirada hacia la ventanilla, cubriéndose el costado derecho de la frente con su mano. Buscó algún detalle banal sobre el cual fijar la atención, algo que lo abstrajera de tal situación incómoda, pero la realidad lo acorraló aún más.

Porque de pronto, mientras ella hacía oscilar levemente el tobillo derecho muy cerca de la pantorrilla derecha de él, movió sus manos para pasar de página, y suspiró. Fue un suspiro hondo, sostenido, como esos en los que definen el futuro de toda una vida en ese preciso instante. Al margen de ello, en apenas ese fugaz movimiento de sus dedos cubiertos de anillos, la tapa reveló ser uno de los tantos títulos de la colección erótica “La Sonrisa Vertical”.

Enrique comenzó a transpirar. El insistente cosquilleo de excitación se volvía cada vez más presente. Y él dudaba, como había dudado toda su vida. Desconocía qué hacer a partir de entonces. No quiso parecer un desubicado acercándose hacia ella, pero tampoco quiso quedarse dormido sin hacer nada. Quería tener la fuerza suficiente para retomar el trabajo intelectual que estaba haciendo, aunque en el fondo sabía que le sería imposible concentrarse en algo más. Y al querer reabrir la carpeta vinílica rígida de tres solapas que yacía sobre sus muslos, donde portaba material poético ajeno que debía revisar para la edición de su blog literario, el nerviosismo de sus manos le jugó una horrible pasada, y el temblor causado por la presente situación le hizo empujar con sus manos gran parte de los papeles que portaba la carpeta hacia el piso del vagón, chocando en la caída contra el tobillo izquierdo de su vecina, cubriendo en desordenada abundancia aquel zapato de tacón.

La escena se sucedió demasiado velozmente como para que Enrique tuviese algún control sobre ella, sin decidir siquiera cuál era su siguiente mejor jugada. Su vecina levantó la vista del libro, miró hacia las rodillas de él, luego se inclinó levemente, y quiso contemplar los papeles y el cuaderno que se habían derramado a sus pies. Al mismo tiempo, urgido, Enrique quiso evitar dejar rastros de su torpeza y lanzó su mano derecha hacia el piso, intentando recuperar parte de lo derramado. En el momento en que él se agachaba y ella giraba la cabeza para contemplar su pie izquierdo, ambos chocaron apenas sus cabezas.

—¡Uuuy…. Perdón! Perdón… —se disculpó él, tocándose la frente, aún más sonrojado que antes.

—Ay… No… No es nada… Disculpame vos— farfulló ella, también sorprendida.

—Soy un desastre…. Disculpame…

Ella permaneció quieta, con el libro en alto cubriéndole la pechera del trajecito, sin perderle pisada a los movimientos de él. Enrique se agachó hacia los pies de ella, descubriendo que los papeles se habían esparcido mucho más lejos de lo que imaginaba, percatándose que el espacio existente entre los asientos era mínimo como para poder sortear la escena con elegancia. Ambos tendrían que ponerse de pie, si él quería recuperarlo todo. Pero el vagón se encontraba casi lleno, y él ya no deseaba incomodarla más.

O sí…. Aunque en otro sentido.

—A ver si es posible…— murmuró él, y extendió su mano derecha en busca de los papeles.

Nunca se le pasó por alto que ella, a pesar del reciente percance, jamás deshizo el nudo de sus piernas, aun revelando el interior de su muslo derecho, como si lo tentara a la caricia. Todavía con dedos temblorosos, Enrique descendió hacia las profundidades abisales del hueco entre los asientos y alcanzó a rozar la tapa de su cuaderno, al mismo momento en que ella rozaba apenas con su pantorrilla izquierda el codo derecho de él. “¿Lo hizo a propósito?”, estalló la alarma en la mente de Enrique, acobardándolo aún más.

—Perdón… Esto es un fastidio —se disculpó, elevando la mirada desde casi sus rodillas hacia el rostro de ella, detenido apenas por un primer plano de aquel muslo imponente y de su inquietante caverna hacia las sombras…

—Tranquilo. Hacé lo que tengas que hacer —convino ella en voz baja, y sostuvo el libro contra su pecho generoso usando sólo su mano derecha, dejando reposar la izquierda sobre el muslo del mismo lado, casi derramándose hacia su lateral externo.

Enrique consiguió izar el cuaderno de espiral con trémulos dedos, pensando que aún le restaba lo peor de la empresa, el resto de los papeles. Al elevar el torso para emerger con el cuaderno desde las profundidades, su brazo se deslizó muy cerca del muslo de ella, quien sutilmente extendió su dedo índice, y con la uña le rozó la mano derecha al pasar.

El la miró, anonadado. Ella le disparó una mirada profunda, directo a sus ojos, de la que él no podía rehusarse, pero que al mismo tiempo le quitaba la respiración. La transpiración le inundó las axilas, sintió una picazón por todo el cuerpo, el corazón le golpeaba rabioso contra el pecho.  Enrique desconocía la manera de quitarse esa mirada de encima, a fin de guardar otra vez el cuaderno dentro de la carpeta. O quizá, deseaba con el alma que aquella mirada lo asesinase allí mismo, sobre aquella diminuta butaca ferroviaria.

—Parece que habrá que hacer algo mejor —balbuceó, tragando saliva.

—Como vos quieras… —incitante, ella, deslizando el libro hacia su axila derecha y oprimiéndolo contra su pecho, logrando que la curva dentro de su escote se marcase a fondo, revelando lo que su ropa aún conseguía insinuar.

Si Enrique hubiera dominado a lo largo de su vida el sentido de la oportunidad, probablemente su destino –desde siempre- hubiese tomado otro camino. Pero no se sentía dueño de las situaciones, ni tampoco se creía capaz de alterar cualquier estado de cosas mediante su deseo. Lo dominaba el pensamiento y la vacilación, y para combatirlos, sólo apelaba a las reacciones intempestivas. Como la que se le ocurrió hacer a continuación.

Metió veloz el cuaderno dentro de la carpeta, la calzó entre su cadera y la pared del vagón a su izquierda, y se agachó de nuevo, esta vez decidido, a recuperar de las profundidades cuantos papeles pudiese rescatar. Mientras hurgaba a los manotazos en busca de las hojas, que lograba agarrar sólo en parte a causa de su premura, llevando algunas hacia su mano izquierda y perdiendo la mitad de ellas en el intento, una mínima porción de su cordura le señalaba que una uña ajena se deslizaba a lo largo del costado de su tronco, realizando un trayecto trunco entre su axila y el borde de su pantalón. En los sucesivos manotazos que propinó, tocó varias veces con su mano derecha el tobillo de su vecina, quien lejos de retirarse hacia un costado, evitando el contacto, permaneció allí, a la expectativa, quizá gozando mediante un disfrute perverso aquella inquietante situación.

Enrique se incorporó en el asiento, acalorado, sonrojado al máximo, respirando agitado. Ella había relajado la mano derecha que sostenía el libro, olvidándolo casi sobre su regazo, y volvía a colocar su dedo índice izquierdo pegado al muslo de ese mismo lado. Su mirada había virado de la inquietud libidinal hacia la premura por una respuesta.

—Bajo en la próxima —le anunció, y abrió el bolso para guardar ese libro que, desde hacía un buen rato, había perdido el interés por leer.

Enrique sintió que todo aquello se definía en pocos segundos. Hubiese querido ser otro en aquel momento. Alguien más osado, sin nada que perder… Pero, ¿qué perdía? ¿Acaso le debía a alguien cualquier explicación que justificase sus acciones? ¿Acaso no se encontraba solo? ¿Qué perdía al intentar algo diferente, si tampoco era dueño de nada? Quizá, perdiera parte de su inacción, y desconocía adónde podría llevarlo tomar una decisión como ésa. Quizá, simplemente lo arrastrara hacia intentar vivir, de una manera muy diferente a la que había conocido hasta ahora…

—Te acompaño —se escuchó decir, entrechocando las sílabas, horrorizado ante las posibles consecuencias de aquella frase.

Ella enarcó las cejas, sin pronunciar palabra, y volvió a suspirar, sin quitarle los ojos de encima hasta que el tren comenzó a detenerse. Para cuando finalmente frenó, ella ya se incorporaba, buscando salir por entre los pasajeros de a pie. Enrique la siguió de cerca, olvidando juntar las escasas hojas tiradas en el suelo, y al mismo tiempo metiendo dentro de la carpeta las que sontenía en el puño izquierdo, hechas un bollo.

Al conseguir descender, antes de que las puertas se cerrasen, alcanzó a ver entre los demás pasajeros la espalda del trajecito sastre de ella alejándose a paso lento a lo largo del andén. Apuró el paso, eludiendo pasajeros, y la alcanzó, para murmurarle junto al oído:

—Tengo que decirte algo.

Ella se detuvo y lo miró de costado. Palpitante, salvaje, esperando…

— ¿Escribís poesía?

Al escucharse preguntar acerca de uno de los principales valores que encontraba en un alma humana, allí de pie, Enrique se sintió el mayor de los estúpidos. Le hubiese encantado, como fantaseara en una fracción de segundo, que su vecina de asiento respondiese: “Sí, sobre la piel”. Pero ella, lejos de contestarle, reveló la cara de sorpresa y desilusión más inequívoca que pudiese manifestar una mujer tan expresiva como ella. Volvió a enarcar las cejas, entreabrió la boca con expresión de asombro, y meneó la cabeza.

—No lo puedo creer…

Y se alejó, fuera de la estación, fastidiosa y molesta, sin esperar a que él intentase nada diferente.

Enrique había apelado a destiempo, quizá con la mujer equivocada, al rasgo que mejor conocía, queriendo desentenderse por un instante de los encantos de la carne, sintiéndose un completo inexperto en el tema. Sin embargo, y como de costumbre, la realidad lo avasallaba con oportunidades, que él sólo veía pasar, sin aprovechar el momento, único e irrepetible.

El tren abandonaba la estación a sus espaldas cuando percibió el bulto de los papeles abollados dentro de la carpeta. “Poesía de la urgencia”, se lamentó. Y contempló en solitario las vías que se perdían en el horizonte, aguardando por el próximo tren.

 

 

*Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

Marzo de 2017

 

-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

-Próxima estación:

 

ESTACIÓN FUNKE.

 

LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

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