viernes, octubre 13, 2023

EDICIÓN OCTUBRE 2023

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 




 

 

 

*

 

 

Cuántos tenemos

todavía

expuesta la costura.

El tajo que no cierra

todavía

y con mano torpe reparamos

para poder seguir.

Cuántos de nosotros sangramos,

todavía

cuando el hilo se corta y nos descubre

rotos

huerfanitos lisiados de la felicidad

todavía

tan humanos.

 

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).

MADURA, (Editorial Sudestada 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

 (Halley ediciones 2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INSOMNIO*

 

 

En mi ojo ciego

veo sangrar los crepúsculos

sobre árboles desnudos,

imagino que los Dioses han muerto

desde que flamea un fragmento de mi piel

al aire frío

como prueba de existencia.

No sé si te has enterado que la última estrella

se ahogó en el mar,

y se ve triste tu sonrisa

entre bestial y cómica.

Nadie es cómplice del tiempo

cuando éste seduce

las agujas del reloj

durante el insomnio.

La creación de los sueños

en ojos cerrados

no significan recuerdos.

A veces, sólo a veces

evoco tu nombre,

cerca de mí navegan

mis sombras

divididas en mil sombras

que el ojo ciego

catan sin premura

en sabores dulces y amargos.

instantáneas al fin en blanco y negro

borroneadas en algunas partes

y en otras invisibles.

No puedo memorar si alguna vez

amé tus ojos verdes,

aunque aún puedo ver en tus pupilas

el purpúreo del ocaso

de tu última entrega.

Lejos se oye el silbar del viento,

y quiero correr tras sus alas

subir a sus plumas frías,

y escribir los poemas

que jamás hice por vos.

 

*De Patricia Dajruch.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Qué tal si tu tetera fuera

un mar,

tu taza un barco

y este poco de tiempo

que hemos atrapado

un pez

que en nuestras quietas aguas,

libre y olvidado,

nada.

 

*De Gerardo Lewin. gerardo.lewin@gmail.com

(Buenos Aires, 1955)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El peine de Nino*

 

 

En memoria de Nino Popovich

 

 

El hijo de Nino encuentra en el altillo de la vieja casa paterna, el peine

de su madre.

El vapor del baño, envuelve la escena en una especie de bruma,

cuando el hijo arregla su cabello frente al espejo, éste le devuelve la

imagen de su madre, que dice:

“Hijo, la vida es una aventura, tal vez un viaje sin sentido o una broma

yo que vos me haría menos problema.”

Cuando cambia su mirada al otro espejo, la voz de Nino se interrumpe

el vapor se disipa y con él la imagen de su madre.

Solo queda el peine, el pensamiento en ella y una sonrisa triste

y melancólica.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Viajero*

 

 

Vengo de un lugar en el cual hubo cada cosa

y nada estaba. Ocurrió el deja vu del nacimiento

y fue volver a nombrar las evidencias:

ese el pájaro, esa la flor, esos los otros.

Esto la brisa, aquello el miedo,

y después el fuego del deseo

y el estropicio que dejan los incendios.

La rotación, los equinoccios, los ciclos

de las muertes y las resurrecciones.

Para la sed el agua de los ríos, y la sal y

la bravura de los mares para templarse,

aburrirse en los oasis siempre parecidos,

y la pena de no congeniar las soledades,

y el exilio atemporal de los desiertos

para las decepciones y el cansancio.

Este es el lugar en que se encuentra sin buscar

y las catástrofes acuden sin llamarlas,

y se pierde cada guerra y la memoria, 

para volver al lugar donde estará todo

y no habrá nada. No llevaré ni el nombre

que me fue impuesto ni las palabras

de este breve tiempo hipotecado.

 

 

*De Horacio Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

-Horacio Rodio es autor de los libros “Palabras de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha” Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El cinturón de Orión” Poesía.  Ediciones Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España. 2023

- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023

- Primer premio IV concurso “Traspasando fronteras” Universidad de Almería España 2009 - Primer Premio Cuento Concurso “Villa de Errenteria” España. 2013 - Primer Premio Cuento Ciudad de Azul Argentina 2013 - Segundo Premio Municipal CABA Eduardo Mallea CABA Argentina. Bienio 2011/2013 - Primer premio Cuento Floreal Gorini, C.C.C. Argentina 2015 - Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana Cuba 2015 - Primer Premio Poesía Ciudad de Azul 2015 - Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo 2020. Colombia. -Primer premio de cuento Fundación Gabriel García Márquez. Colombia 2021.- Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Argentina. 2022

 

 

 

 

 



 

 

 

 

Noche sin nada*

 

 

Nada para esta noche, dije,

En esta irrealidad.

Nada para esta noche,

el silencio será poblado por abismos que empezarán a resplandecer,

alguno tendrá el universo herido en su costado, un gato sin forma cruzará una terraza fantasma,

habrá olor a plantas mojadas, desaparecerá el dolor como titular de un diario,

Nada para esta noche: se abrirán las puertas de cada ojo y ya no habrá la carcajada breve y seca del poder.

 

Nada para esta noche:

la caricia no será forma de la impiedad,

cerrarán las puertas de la iglesia y los curas irán a dormir sobre las ramas de los árboles.

 

Nada para esta noche

el cuarto

vacío.

 

Mientras todo se vuelve

inexistente.

 

*De Liliana Díaz Mindurry.  lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Una voz brama al sol.

Lo baja a la escalera de la vida

y éste

se trepa en el corazón de los seres.

 

Eres un sol y no lo sabes

 

*De Oscar A. Agú.

 








 

 

EL LIBRE ALBEDRÍO Y LOS CABLES*

  

Hace mucho tiempo que un cable de teléfono que cruzaba el patio ya no está. Lo habían colocado así, aéreo, y en diagonal dividía nuestro pequeño cielo. Ahora se ha subordinado a las rectas ortogonales que delimitan las casas linderas, y ha sido adiestrado para no separarse de los muros.

Sin embargo, el cable línea negra, trazo de pincel de fileteador, sigue allí. No se ha perdido ni ha sido velado por las oscuridades de la memoria.

En los tiempos en que todavía cercenaba el celeste día o el azul noche, los aviones seguían su dibujo oblicuo en perfecta paralela. Las distancias serían divergentes, pero a nuestros ojos los aviones corrían sobre la cuerda como los payasos montando sus bicicletas bufas en la altura vertiginosa de los circos.

Los aviones, ahora que el cable ya no está, siguen, sin embargo, obedeciendo al designio de trazar la recta invisible, y corren sobre el riel de nubes y rayos de luna.

El cable ya no está. Lo reinstala cada máquina plateada que se enrojece en la última luz de los atardeceres.

Pregunta mi madre que cómo recuerdan los pilotos por adónde pasaba el cable. Es una broma, claro. Pero, para nosotras, es más real el cable hilado de recuerdo y pájaro posado que esas flechas brillantes allá arriba, tan lejos. Las flechas brillantes, al fin y al cabo, responden al mandato de continuar transitando por el sedero invisible. Siendo tan ancho, tan vasto, el cielo.

Escucho una campanilla y me brinca el corazón, se detiene un momento en mi pecho. La campana de la abuela que hacía sonar cuando todavía no había muerto, y el sonido de campanilla era el apuro de llegar al lecho.

Campanilla en la quietud del día, agitación y desasosiego. Pero ya, hace tiempo, la abuela ha muerto.

Paso por la boca del pasillo, allá en el fondo, mi rostro en el espejo.

Me sobresalta mi rostro en el espejo. Mi madre lo había quitado y lo ha vuelto a colgar. Me asusta esa figura que me mira, tan parecida a la imagen que de mi tengo, siempre mirándome de frente. No debía estar allí esa mujer sobresaltada.

No digo ciertas palabras, hay cosas de las que no quiero hablar. Mi padre ya no está. Pero no digo ciertas palabras aquí, no hablo de ciertas cosas.

Cables, cables. No los ven los demás. Cables que están para uno, negros y gruesos. Caminamos en paralela a su dirección exacta, hacemos diagonal para molestarlos, los negamos en zigzag. Pero los vemos. Ahí están.

Nítidamente trazados los senderos cruzando al través los huesos.

El avión sigue su camino, no lo sabe, dibuja una línea que ya no está.

La crea. La resucita. Dibuja un recuerdo, un mandato, dibuja sin saber el rostro de los antepasados, las tardes de angustia, las niñeces de verano, el estornudo del rabino en la sinagoga que se escuchaba en toda la cuadra, dibuja lo que hice, lo que no voy a hacer, lo que hago por contrariar y mi, también, descrédito de lo que se puede nombrar como destino.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 





 

 

 

AHÍ VA MI PADRE*

 

Ahí va mi padre silbando. Es primavera. No alcanza con el canto cíclico de los zorzales. Mi padre se acompaña silbando. Es una melodía que alguna vez le escuche cantar en italiano, habla del amor perdido de una napolitana. Para mí cada vez que lo escuchaba silbar aquella melodía era como si hablara en él la tristeza que tenía adentro.

Mi padre un hombre de silencio. De pocas palabras, las justas y necesarias.

Ahora que volvió la primavera los zorzales cantan un enamorado insomnio. Mi padre vuelve a caminar a la madrugada hasta la avenida bajo estrellas o tempestad para ir a trabajar a la fábrica. Esta sólo. Se acompaña silbando amor a una napolitana.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Dama Verde*

 

 

Desde hace días

arde en mí

la Dama Verde.

 

Desde hace dos días

quiero escribir un poema

sobre ella.

 

Pero ¿qué podría decir?

Es alta y hermosa.

 

Un resplandor la ilumina

y también a todo cuanto le rodea.

 

El camino, la banquina,

los arbustos y las ramas

que cuelgan por encima,

están todos bañados

por una luz verde

cuando camina

desde la Casa Alta

a la gruta.

 

¿Quién es?

¿Qué significa?

 

Afuera,

en el jardín

el pasto y los árboles

recuperan su verdor.

 

 

*De Robert Gurney.

-Poemas para Dylan-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Esa gente lluvia que vive repartiéndose como si lloviera en los otros, que se entrega sin saber que se entrega, a los que algunos mediocres llaman desvariados, esos seres frágiles que tienen delicadas espesuras donde podemos descansar del mundo.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 


 

Oráculos*

 

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

Me leyeron las líneas de la mano en La Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.

Todas las predicciones auguraban lo mismo: Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia exacta y de ese modo eludían dar mayores explicaciones.

Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme? -preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son capaces. Así pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella, alguna de estas noches...)

Si la primera adivina (su cuchitril era un arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una intranquilidad que le animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una casualidad, pero no quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había permanecido dando vueltas en mi interior. Así que, entre risas, y sólo por contentarla, volví a aceptar.

La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció, me miró con una expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera coincidencia.

Pero si por un momento pensé que la cosa iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste, según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón situado sobre una especie de pequeña tarima, y se puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la palabra que no deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.

“En Rosario hay un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa misma tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle la “ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló no haber oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma noche.

Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe! El Doctor Morales –tal era el nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los cuales desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un almacén de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por esta última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas, aparatos de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo por la luz, más nítida.

Me sentó a una mesa –previo desalojo del montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir. “Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil, esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco, lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué escribiendo casi furiosamente.

No me seducía la idea de dejar allí constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka. La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto, me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.

Tardaron más de hora y media en regresar. Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con amargura y también un poco de ira, pero ella no me prestaba atención, concentrada como estaba en la contemplación de los folios escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que todas las señales parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos rojos alrededor de párrafos enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La voz de Morales pronunció el nombre como una sentencia. Al oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el billete que deslicé con disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en efecto, dos habitaciones contiguas con puerta de comunicación interior.

En la cena me mostré encantador, conseguí que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le prometí un nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución, mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.

En el desayuno, Rebeca me anunció que debía permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos para su madre, quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez contra un rival imaginario, ordené toda mi colección de sellos antiguos. No habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme, vestirme “decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa energía suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.

Todos padecemos adicciones. Sean graves o insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión, mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia (observación de las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un perrito, con la excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo mejor posible el presente.

En Corrientes fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).

En Mendoza la numerología.

En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.

Fueron semanas de viajes, escenas sacadas de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada noche en el fuego glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta. Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.

En Bahía Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).

Xilomancia (madera) en Paraná.

Aluromancia (adivinación practicada con harina) en Junín.

Se ha dicho que la locura es hacer siempre lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario: Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido, si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.

Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).

En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de una vela).

Si al principio nos guiaba la búsqueda de una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en una de esas gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que se cernía, implacable, sobre mí.

Aeromancia (observación de los fenómenos atmosféricos) en Salta.

Tarot en Resistencia.

Al borde de la extenuación y la ruina, Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile, existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de la arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su dictamen fue implacable.

Era el último viaje. O más bien el penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó, secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.

Hice la mayor parte del viaje dormido. O abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo. Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”, me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió, porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.

Me senté en un banco, al sol. Recordé, como había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.

De un rincón en penumbra, a mi derecha, a unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de reconocer.

- Te estaba esperando.

Pensé que se trataba de un espectro, pero el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los zapatos. Las manos enguantadas.

- Te creía muerto – respondí, con un aplomo que no hubiera supuesto.

- He esperado mucho tiempo –dijo, como si no me hubiera oído.

- Veinte años – susurré.

- Veinte años – repitió él, como un eco acusador.

Podría excusarme alegando que lo ocurrido entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí, tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola queja. Me parecía justo.

Fue entonces cuando percibí el perfume. Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías. La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo invadiría todo.

 

 

 

 

 

-Próxima estación:

 

LOS EUCALIPTOS.    

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

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