domingo, diciembre 24, 2023

EDICIÓN DICIEMBRE 2023

 


*Angelus Novus. Paul Klee. (1920)

https://es.wikipedia.org/wiki/Angelus_Novus








 

IX *

 

Mi ala está pronta al vuelo. / vuelvo voluntariamente atrás, / pues si me quedase tiempo para vivir, / tendría poca fortuna.

Gerschom Scholem: Saludo del Angelus.

 

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.

 

*De Walter Benjamin.

-TESIS SOBRE LA HISTORIA.

 (IX de XVIII.)

 

 

 

 



 

 

 

 

La cafetera italiana*

 

 

Mientras preparo el café

salen del vapor los abuelos

bajando por la escalera del Cittá di Roma

a principios del siglo XX, al puerto de una ciudad

que imaginan maravillosa.

 

Los que bajan son dos adolescentes y sus sueños

Como mamuskas, tienen dentro suyo otros tantos

Todos contenidos por el gran sueño

El sueño de amor.

 

Sentados a la mesa de la cocina

María Grazia junto a Romano

me dictan un poema

que desaparece al mismo tiempo

que el vapor de la cafetera.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 




 

 

 

Historia del durmiente despierto*

 

 

Con calma, casi con familiaridad, tomándolo en sus manos comprendió la profundidad de los sueños y la suerte de las lágrimas. Estaba a punto de besarlo cuando recordó la advertencia del ángel Gabriel: – Si entras en este sueño, Amaril, dejarás de soñar.

Mario Satz.  “Azahar”

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 


Uno

 

Al inicio de la tarde tuvo ganas de fumar. Tomó la pipa de agua y distrajo la mirada en el humo que salía de su boca y que formaba nubes amarillas, ámbar rescatado del cielo Abou-Hassán, comerciante de seda y dátiles, recordó el verso del profeta: “El mundo es una gota de agua, el azahar que se desvanece en el tiempo”.  La aspereza del tabaco le devolvió las fatigas del viaje, la imagen de un ave teñida de rojo; un aleteo que le transmitía una somnolencia pegajosa, producida –tal vez– por una comida abundante.  Sus labios exhalaron una tenue colina de humo, la última.  Afuera, el harmattan –producto del invierno sahariano– soplaba del noreste, bajo su influjo la corteza de los árboles se agrietaba y las plantas desvanecían sus colores.  En las noches, Abou-Hassán acostumbraba subir al torreón en el centro del patio para vigilar los diminutos reptiles que salían de sus madrigueras en busca de presas.  El torrente de huellas dejado en la arena recordaba el tránsito de las estrellas y en las mañanas el desierto parecía una superficie viva, surcada por venas.  Abou-Hassán regresó al diván, dejó escapar un bostezo, se tapó con una manta de pelo de cabra y durmió.

 

 


 

Dos

 

Abrió los ojos.  En los párpados pudo sentir las patas heladas de un par de mariposas blancas.   Un poco de aire frío se filtraba bajo la puerta, traía los restos de una canción, la gesta de los amantes, sus besos de humo.  Pidió vino de dátiles pero sus sirvientes no acudieron. Repitió el llamado en vano. Al fondo del cuarto bailaban sombras.  El ritmo de una respiración removía el silencio, hacía temblar las sombras como a las hojas de un árbol.  Abou-Hassán examinó su cuarto y descubrió varios objetos de madera, nuevos a su vista y oscurecidos por el tiempo.   Ánforas y vasijas se alineaban sobre una mesa baja. Cuando volvió la mirada encontró que la luz incidía en las sombras y les daba forma. Así, una mujer surgió de la penumbra, sin reparar en él, alcanzó uno de los recipientes, le quitó la tapa y revolvió el interior buscando las hojas de naranjo que Abou-Hassán usaba para el té.  Las pulseras en sus brazos tintineaban.  Sus ojos eran brillantes y negros; manojos de arrugas permanecían estancados en la frente y en las mejillas.  Quiso preguntarle qué hacía en su cuarto pero no se atrevió.  La luz se movía por el piso, entretenida en el vislumbre del fuego descubrió por accidente más objetos: un sillón encorvado, cojines dispersos en las esquinas, repitiendo en sus arrugas lejanos vestigios de hombres.  Un gran espejo duplicaba paredes, encaminaba al mundo a una consistencia de naturaleza muerta.  Abou-Hassán se levantó, pasó junto a la mujer que lo miró en silencio y contempló su reflejo con perplejidad infantil, le hizo votos solemnes. Un examen más detenido reveló que la superficie no era inerte sino que se esforzaba en imitar la piel del invierno, sus formas de agua.  Se miró hasta observar que el reflejo envejecía, como si el tiempo pasara de ave en reposo a una en continua migración, entretenida en las líneas de su rostro y pensó –en el desfiguro– que su memoria comenzaba a inventar.  Sintió oleadas de vértigo.  Advirtió una revuelta de lunas en el techo.  En los ojos duplicados manaban transparencias.  Abou-Hassán intentó hablar, pero una voz le murmuró que aún no estaba preparado: su mente era demasiado elemental para la fantasía, su pensamiento el torpe dibujo de un niño.  La somnolencia volvió; el sopor fue un vaso de agua rebosante.  Bostezó.  La mujer lo guio con calma al diván.  Volvió a dormir.

 

 

 

Tres

 

No supo cuánto tiempo había pasado. Esta vez no quiso abrir inmediatamente los ojos sino que se mantuvo atento en su oscuridad, expectante.  Afuera seguía la inmovilidad de la tarde, recorrida por instantes de frío.  Podía escuchar la pesada respiración de los camellos, los hocicos abrevando en las tinajas del patio: las fosas nasales se dilataban y de ellas emergían vahos circulares que al elevarse en la tarde adquirían una intensa luminosidad verdosa.  Abrió los ojos.  El remedo de una nube dejó en las ventanas su impronta de humedad y río.  Se apoyó con dificultad sobre los codos: brazos y piernas estaban entumecidos.  En el desconcierto pensó que había dormido largo tiempo, que diminutos insectos se reproducían en sus articulaciones.  La mujer seguía en el cuarto, esta vez acompañada por una joven.  Abou-Hassán alzó la cabeza para verla mejor: estaba ataviada con un sencillo vestido de algodón, de mangas largas, sin ningún estampado.  El cabello castaño –suelto y largo– oscilaba en la mitad de la espalda.  Observó con detenimiento la redondez de los hombros, el largo perfil del cuello iluminado tenuemente por los restos de luz esparcidos en el suelo.  Apretó los párpados al sentir un montón de plumas flotar en su cabeza.  La joven se acercó a él, sonrió mientras detenía una mano tibia cerca de la barba.  Movió ligeramente el cuello, lo suficiente para que la luz ascendiera en el rostro y los ojos se volvieran profundos y acuosos.  Un lunar sobre la ceja derecha brillaba en la penumbra de la frente.  En su mirada habitaba la seda y el olvido y esa deficiencia en la memoria la tornaba vulnerable, dispuesta a los espacios blancos.  Abou-Hassán se preguntó por el origen de la sensación voluptuosa que lo envolvía y que al no poderle darle cauce se transformaba en un sentimiento de tristeza.  La mujer habló:

–Al fin abres los ojos.

–¿Qué hacen aquí?

La mujer fingió no oírlo y encendió un brasero.  Hilillos de humo buscaron el techo.  Las aletas de su nariz se dilataron al recibir el olor que despedían las hojas de naranjo.

–Has tardado mucho, debes estar cansado –dijo con afabilidad mientras tomaba un cuenco y lo llenaba con agua –pero no te preocupes, pronto te recuperarás– las hojas de naranjo se ablandaron al contacto con el agua, le dieron tiempo para mirarlo, retrasar las palabras como si encontrara un placer secreto en ellas Abou-Hassán se estiró para desentumecerse, dedicó unos minutos a justificar un desvío de la mente, la posible alucinación del tabaco; aunque la fatiga en los miembros –perenne desde que había abierto los ojos– le sugirió una larga caminata, la pendiente de la locura, el combate prolongado contra las arenas viscosas del sueño.

–Estás despierto, muy despierto –dijo la mujer con una sonrisa.

Con el sonido de la última palabra llegó un alivio prematuro: la voz perduraba con una sabiduría lejana, tal vez antigua, que unida a la reiteración de su vigilia le obsequiaba liviandades, el poder de controlar el agua.  La mujer se sentó junto a una mesa, con gesto cansado limpió las hojas de naranjo restantes; el cuerpo de la luz, en medio de sus manos, se esparció en la vejez de la madera, la volvió el fragmento brillante de una playa.  Abou-Hassán recordó las playas de su infancia, verdes y azules, repletas de caparazones abandonados.  La joven, asombrada, acercó las manos al fuego que reaccionó con azules y ríos de chispas.  Burbujas emergieron de inmediato en la superficie del cuenco, se reunieron en una espuma compacta que recordaba la molicie de los barcos.  La mujer se sentó, entrelazó las manos sobre el regazo mientras el humo del brasero terminaba de envolver el cuenco.  La joven lo contempló con curiosidad, al flexionar las piernas el vestido había subido unos centímetros dejando al descubierto sus pies calzados con sandalias púrpuras, decoradas al frente con pavo reales en vuelo; pulseras plateadas alrededor de los tobillos.  Los pájaros, antes ruidosos, se mantuvieron en silencio, esperando el ocaso en las ramas de un pino.  Abou-Hassán entreabrió la boca, varios puntos de humedad se acumularon en la frente, uno de ellos se separó del resto y descendió con pereza hasta la mejilla.  La mujer retiró el cuenco del fuego, las burbujas perdieron fuerza y culminaron su alboroto con un siseo apagado.

–Té de azahar, te quitará la somnolencia.

–¿Estoy en mi casa? –preguntó Abou-Hassán, esmerado en recuperar una certeza que se le escapaba.

–No… vienes de muy lejos –le respondió mientras soplaba al cuenco y la superficie del agua se estremecía entre delgados brazos de humo.

Abou-Hassán enderezó la cabeza.  La mujer inclinó el cuenco sobre su boca, la mano temblaba y en el temblor las venas azules que descendían a los lados se abultaron, invadidas de pronto por diminutos ríos de sangre.  Bebió con la mirada fija en sus ojos.  El té recorrió su garganta dejando una cadena de palpitaciones.  Una oleada de calor bajó por su pecho, diseminó el aire frío entre sus pies.

En medio de mareos se sentó en el borde del diván.  La habitación parecía distinta a cada momento: las vigas del techo eran imprecisas en sus colores, los motivos geométricos de una alfombra mudaron a las paredes, el polvo que flotaba y se hacía turbio recordaba un banco de arena submarino, agitado por la tormenta    La joven, después de pasearse por la habitación, de observar el frágil pabilo de una vela como si no lo comprendiera del todo, le tocó la frente.  El contacto prolongó una extraña sensación de pesadez que culminó con un bostezo, ella pareció darse cuenta del efecto que causaba y se volvió, al hacerlo, la cinta que ceñía el vestido al cuerpo quedó flotando un instante y al descender se atoró en la esquina de una mesa; la inercia del movimiento hizo que la cinta se desanudara y el vestido resbaló lentamente por el talle hasta yacer en el piso como una segunda piel abandonada, aún con restos de perfume en las costuras.  La joven dejó que el resplandor de las ventanas descubriera el relieve de las costillas, el suave hueco del ombligo que parecía alargar la parte inferior del torso.  Se acercó a él con una sonrisa calma. Abou-Hassán rodeó con el dedo índice la incipiente rigidez del ombligo, usándolo como pretexto para aventurarse a la extensión cercana a los senos.  Varios lunares desperdigados en el vientre le recordaron granos de arroz, arrojados al azar en una planicie nevada.  Extendió la mano y sintió escalofríos cuando sus dedos llegaron al espacio entre los senos y cruzaban con un ligero temblor la breve línea de sombra que se desplazaba entre ellos.  La joven respiró profundamente, pudo sentir cómo su respiración se trasladaba a él, cómo se tensaba un momento, guardando impulso, como si tuviera que esperar algo, quizás una palabra desconocida, aguardando ser dicha por cualquiera de los dos.  La mujer asistía la escena con ojos quietos, los labios apretados y firmes.  La joven le ofrecía su cuerpo desnudo como una historia latente, en espera de ser escrita para así poder ser fuente de otras; historias tristes, historias contadas una y otra vez hasta lograr que las palabras perdieran paulatinamente el significado y el perderse en ellas fuera algo inevitable.  Mientras su mano derecha vagaba por las caderas imaginó que el vestido no se había enganchado por accidente, que todo, desde las palabras intercambiadas, hasta la mano de ella que ahora bajaba para guiar la suya a la zona interior de los muslos, había sido ensayado meticulosamente.  Imaginó a la joven repitiendo frente al gran espejo cada uno de los movimientos que formaban parte de esa puesta en escena; una coreografía que ignoraba, pero que después, al tomar conciencia de la importancia de sus palabras, de su peso específico, se obligara a adoptar una sabiduría escondida y engañosa.  La trató de encontrar mientras las manos, enlazadas, volvían a subir por las caderas, como si la primera exploración no hubiera sido suficiente y necesitara reafirmarse en la invención de formas circulares sobre el vientre.  Abou-Hassán vio a la joven en la pausa de la madrugada, con la luna roja en la cara, imaginándolo a él y a la estela de frío dejada en su piel cuando por fin el vestido cayera.  Se vio ignorante, atenido al tacto de las manos que, unidas, parecían ser las de una persona dependiente de impulsos largos, uniformados en el deseo.  Su ignorancia le hizo sentirse como un impostor, alguien sujeto al azar de las tormentas de arena y que trasladado a un escenario desconocido sintiera la falsedad de una vida para la cual aún no estaba preparado.  La joven pareció entender su inquietud y estrechó los ojos dándole a entender que era el indicado, que la incertidumbre cedería con el tiempo, la torpeza de sus manos estaba a salvo en las suyas.  En medio de la confianza pudo intuir un engaño sutil, aludido en el aura de frío que perduraba y que parecía bosquejada por una inteligencia tenaz e inexperta.  Las puntas de los dedos humedecieron el inicio del sexo, y cuando llegaron a su depresión se separaron, comprendiendo que su llegada obedecía a una búsqueda individual.  La joven cerró los ojos para seguir a ciegas el endurecimiento de los muslos, de los senos.  Abandonada, acercó la boca esperando un beso.  Juntó los labios.  Abou-Hassán trató de encontrarla pero los labios se hacían de aire y las mejillas perdían consistencia hasta dejar juegos de luz sobre la piel. La respiración de la joven se perdía como el viajero que se obstina en un imposible laberinto.

–¿Qué pasa? preguntó Abou-Hassán a la mujer.

–Ella está de paso.  Mira, ahora está por despertar.

La joven fue invadida por fragancias dulces, fosforescencias amarillas.  Sus ojos se llenaron de nubes y un poco de azahar impregnó el lugar donde habían estado los labios.  Aún pudo verla, estremecida, como si presintiera la ilusión del invierno, como si su perfil fuera el cuerpo de una llama y alguien, en secreto, intentara apagarla.  Antes de desaparecer dirigió una mirada de sorpresa a su alrededor.

 

 

Cuatro

 

Consumió las horas obstinado e insomne.  Recorrió salones, fatigó el movimiento de los pájaros y el transcurrir de los relojes.  La mujer le advirtió la inutilidad de sus esfuerzos, le explicó que ese sueño en particular no era pausa ni arribo, sino un punto de partida interminable; él –como ella– tendría que afrontar la postergación, la espera de otros viajeros, espejismos que al desvanecerse lo recordarían con la vaguedad de un trazo borroso.  Uno de ellos, cuyo sueño tuviera la lucidez suficiente, sería su reemplazo.  Al acabar su explicación, con gesto satisfecho, se desvaneció.  Abou-Hassán no le hizo caso y siguió alumbrando los rincones con lámparas de aceite, vigilando el polvo de los corredores.  Al tercer día, derrotado, fue por la manta de pelo de cabra y durmió; pero cada vez que abría los ojos no podía despertar y pasaba de un sueño a otro, como quien recorre las habitaciones de una mansión infinita.

 

 

*Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”.

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Desde hace un tiempo

la mayor de mis hijas trabaja en una Casa

con niñas que vivieron vidas

que Dickens

no se atrevería a contar.

Y primero temí como se teme

cuando un hijo

atraviesa una puerta sin nosotros.

Pero administra su ternura sabiamente

la brinda sin pudor y como siempre

la ternura se devuelve

y se comparte.

De vez en cuando

trae la pena de una niña bajo el ala

y abre el dolor, frente a mí,

con un cuchillo.

Piensa. Piensa. Piensa.

Y elige

con qué puntadas cerrará la herida,

con qué hilitos de colores

curará el daño.

  

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).

Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).

El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).

MADURA, (Editorial Sudestada 2021)

-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.

Halley ediciones (2022)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 





 

 

 

MAÑANA SERÁ TARDE *

 

Mañana será demasiado tarde para regresar

al lugar venerado que nos vio nacer.

Será tarde ya para aprender aquellos versos

que una vez nos recitaron los ancianos.

No tendremos tiempo ya de besar los labios

en los que soñamos encontrar el secreto de la vida.

Será muy tarde ya para decir adiós,

para esas palabras que estuvieron ahí todo el tiempo,

para esa fotografía que nunca nos tomaron,

para abrazar a ese amigo que partió...

Será muy tarde ya...

Después, nadie hablará de nosotros, seremos

apenas una leve cadena de palabras borrosas

en el vasto dossier de una estadística.

Mañana será tarde.

                     En el cielo

se escucha el vuelo negro de las águilas.

 

*De Sergio Borao Llop.  sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LO INFINITO*


 

Nadie sabe si la poesía

es el jardín del lenguaje;

pero hay zonas inhóspitas

a donde cuesta llegar

donde crecen palabras

que aún no conocemos,

donde se desmoronan los intereses y el poder.

Hay un mundo casi sin crear

que no nos espera.

                                                 

*De Mónica Córdoba. monicacordoba80@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fueguito*

 

 

Es una noche cualquiera. Usted está en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río, el jardín de la casa de algún amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que está acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez. Ante el crepitar de la llama, usted se siente extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un reencuentro en el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de certeza y plenitudes breves. El fuego crece y mantiene un monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de la banalidad de todo pensamiento.

A esta altura, usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. A través del trabajo del fuego parece surgir una medida de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto albergue de toda posibilidad. y comienza a percibirse usted mismo inocente, como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo está por ser iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego le devuelve. Comprende que también en usted ha ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una llama donde usted se ha sacrificado siempre a sí mismo, ha sacrificado su vida, las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único fin de deshacerse de su historia o de construir una historia diferente. Es posible que oiga voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos, suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo está dicho es bueno regresar al fuego, al origen.

Que es bueno, muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas. Que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar. Y en esa llama sin tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible memoria o nostalgia de la sangre.

 

*De Antonio Dal Masetto.

(Intra, 14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Hay otra vida *

 

 

Dios necesitó la materia para hacer el universo,

pero el telescopio James Webb dice que no,

que la singularidad no ha existido nunca,

que no fue un solo big bang ni tiene edad;

es decir, no hace quinientos millones de años,

que sigue habiendo otros y nada sabemos.

Muestra que hay galaxias mucho más viejas,

blandas, serenas, se diría que ya cansadas

de completar su desarrollo de maduración

y se ordenan solas en formas geométricas. 

Una danza espontánea, constante y exacta

que muta al son de una música exclusiva,

como una llovizna que mueve el viento.

Esas galaxias ancianas forman cúmulos,

y llenan el vacío de lo nuevo que se aleja,

vecindades ordenadas, silenciosas y floridas,

como ciudades europeas. No es un universo,

son muchos y conviven de manera extraña.

El nuestro está en el territorio equivocado,

como nosotros en el planeta, en la comarca

de la violencia, del hambre, del despojo,

del combate. Nuestro universo no sacó turno,

está mal vestido, no tiene entrada, no encuentra

su lugar en la fila, lo aturde el ruido, se tropieza,

no se contenta, es impaciente y rompe el tejido.

En ese agujero de la rotura nos veremos un día

en que oiremos la música y sabremos la danza,

y tendremos reservado nuestro lugar en la pista,

seremos hermosos, calmos, limpios, y amigos. 

La materia del universo no necesita de Dios,

no muere, la fuente se renueva y es confiable,

la red funciona y nunca se cae el sistema.

 

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

-Horacio Rodio es autor de los libros “Palabras de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha” Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El cinturón de Orión” Poesía.  Ediciones Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España. 2023

- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

ELLOS Y EL UNIVERSO*

 

 

Cuando la imagen de la desdicha de una familia puesta delante de nuestros ojos era irreversible, le pregunte a Kalman si tenía alguna historia que dejara pequeña a la soberanía de la muerte.

Kalman quedó pensativo. Había pasado muchas horas de vuelo para apenas llegar a ver a Esteban a punto de ser enterrado en un cementerio privado. Estábamos pisando lápidas con nombres de personas desconocidas bajo un techo gris de nubes que podrían poder tocarse con las manos. Nos rodeaba una llovizna que hacía todo más triste e inolvidable.

-Sí. Tengo una historia justa para achicar la importancia de la muerte.

Lo relató un arqueólogo. El hombre participa de un equipo interdisciplinario que desarrolla una investigación en cuevas a las que se accede desde la ciudad de Dubrovnik. Son cuevas que ya habían sido bastante estudiadas en el pasado. La data de actividad humana realizada por carbono 14 muestra presencia desde veinte mil años atrás.

En este nuevo estudio se realizaron sorprendentes hallazgos que fueron interpretados como independientes, pero ahora están siendo pensados en conjunto -al menos como hipótesis-.

Las excavaciones que se realizaron hace más de una década habían hallado piezas de cerámica de 15.000 años. Uno de esos pedazos había quedado bajo la mirada curiosa de aquel equipo científico, era parte de un objeto desconocido aparentemente inútil para aquel grupo humano primitivo que habitaba allí, no era una vasija ni una urna funeraria.

La reconstrucción digital de los pedazos daba una imagen similar a una máscara con aperturas para ver y respirar. Quizá era el primer casco inventado como forma de defensa de los primitivos ante garrotazos de grupos rivales.

El equipo en el que colabora el arqueólogo amigo de Kalman hizo otro descubrimiento que resignifica la lectura de aquellos trozos de cerámica.

En otra cueva, cuya ubicación se mantiene discretamente oculta para preservarla se hallaron pinturas y huesos tallados con imágenes con la misma data AP de los pedazos de cerámica en cuestión.

Son imágenes de la vida de esos primitivos: escenas de cacería de animales, mujeres talladas tipo Venus. Lo sorprendente fue el hallazgo de pinturas de humanos teniendo sexo montándose como lo hacen los mamíferos de cuatro patas. Las mujeres representadas con enormes pechos colgantes. Los científicos quedaron admirados por aquellos antepasados remotos que representaban al sexo y la procreación de nuestra especie como forma de derrotar a la muerte.

El gran descubrimiento fue observar que algunas de esas figuras humanas representadas en el coito llevaban puesta en su cabeza ese casco -o lo que fuese- similar al que se reconstruyo a partir de los pedazos de cerámica. La lectura inicial de los antropólogos suponía que hombres considerados "vencedores" podían tener sexo con las mujeres otro clan o tribu rival "vencido". Paradojalmente Un detalle cuestionaba esta hipótesis: había mujeres representadas con ese ¿casco? puesto teniendo sexo con hombres desprovistos de ese objeto en su cabeza.

La duda inicial los llevo al tiempo a descartar que esa cerámica fuese parte de un atuendo defensivo de los guerreros, tampoco parecía una máscara ritual.

La siguiente hipótesis los llevaba a pensar que ese grupo humano que vivió allí representaba su relación -incluso sexual- con otros seres provenientes de una civilización "técnica" La cerámica sería una imitación -digamos- de una escafandra de aquellos llegados del espacio sideral. O -porque no- parte del atuendo de viajeros en el tiempo provenientes de este mismo planeta.

No hay, -cómo te imaginaras- conclusión certera en estos estudios.

A Esteban le hubiera gustado conocer esta historia. Más aún por título del proyecto bajo el cual se sigue investigando: "Ellos y el universo"

 

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

 

 

 

 

 


 

 

 

*

 

La poesía es de este mundo. Se anida en el corazón mismo del hombre. Desde él se dispara. Se sumerge en el barro. Está en los campanarios. Sube a las nubes. Se entierra en el estiércol. Emerge, saludable, desde cualquier esquina. Grita en las manifestaciones. Se acurruca en los tugurios. Se acoda en los umbrales. Se hamaca en los sueños.

Muerta mil veces por los burócratas de todo tipo, renace briosa desde algún lugar no sospechado. Y crece. Se hace topo, pájaro, caballo, niña, obrero, alquimista, pescador, mujer, talabartero, oficinista, vendedor, viajera, cocinera, mar…

Y no se puede atrapar.

 

*De Oscar A. Agú.

Santo Tome. Santa Fe.

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

LO QUE HACEMOS EN LA OBSCURIDAD*

 

Cuánto Tiempo me digo, mientras espero en el andén. Es la primera vez que subo al tren desde aquello, y todavía es todo inseguridad y temor a no poder, a encontrar obstáculos infranqueables, a caerme.

Cuando se acerca el tren me afirmo en las muletas y no miro a mi alrededor, porque sé que todas las disimuladas miradas están en el tutor de metal y plástico negro que llevo atornillado a los huesos de la pierna izquierda. Me dejan pasar primero, un muchacho me ofrece ayuda pero le digo que puedo sola con una sonrisa forzada, con esa terquedad de los débiles.

Me siento primero al lado del pasillo y me arrastro para quedar junto a la ventanilla, golpeándome la cara con una de las muletas. Hago como si no lo hubiese notado, y la gente se acomoda en el vagón. Nadie se sienta a mi lado, hay cierto horror por desfiguraciones, cegueras o muletas.

Espero que estemos en movimiento, me levanto y con extremo cuidado avanzo por los vagones buscando la seguridad del coche cine club, la cálida obscuridad que me permita sustraerme a la curiosidad de las personas que simulan no verme.

Me voy apoyando en los asientos con los codos, camino afirmando la pierna sana, llego por fortuna al vagón cine club. Al ingresar recibo la primera felicidad con el olor conocido a humedad, a polvo y al whisky de Oliver Reed que está fumando, aunque supongo que está prohibido. Me siento como antes, ya en mi butaca y en penumbras es como si todo estuviese bien y en su sitio, como si hubiese llegado a algún lado en donde me estuviesen esperando.

En la pantalla hay un documental sobre la vida de cuatro vampiros. Veo cómo se despiertan en la última brizna de la tarde, cómo se reúnen a discutir la asignación de las tareas hogareñas, las salidas nocturnas, cómo los hombres lobo son un grupo opuesto con cual intercambian burlas y amenazas.

Los vampiros son perfectamente reales y posibles mientras la luz del proyector los hace aparecer en la pantalla. Les creo, me encariño con uno, me río de los gestos con los cuales me familiarizo de inmediato y me introducen en una complicidad gozosa. Sonrío todo el tiempo. Qué bueno estar aquí y qué ganas de que vieses la película para después reírnos de nuevo recordando una frase, una situación feliz, esas escenas que son graciosas por ser tan comunes y cotidianas transformadas en mágicas porque los protagonistas son vampiros.

La ilusión de ser un documental real es perfecta. Ya quisiera volver a verlo antes de que termine. No quiero que termine. No quiero despedirme de ellos. Viago, Deacon, Vladislav y Peter ya son personas en mi imaginación y mi memoria. Vivimos juntos en la obscuridad, donde todo puede ocurrir y todo es confuso. Donde no tenemos edad, el cuerpo se disuelve a negro y las voces ocupan los espacios.

Me quedo sentada, por qué si es un film cómico tengo esta extendida tristeza. Por qué.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

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