martes, noviembre 04, 2025

LA INOCENTE RAZÓN DE LA ALEGRÍA

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

No me escribas cartas demasiado largas

en estos días

apenas puedo leer las entrelíneas

 

pero te pido que incluyas

si se puede,

las frases de las que seguramente

te arrepentís

o escribiste en el margen

mandame, en todo caso,

                  la primera versión

                  -si la hubieras guardado-

 

en la que me contabas

que han crecido los brotes

que el agua finalmente

se abrió paso

y empapó la tierra

 

que hemos vuelto a la calle

frágiles y triunfales

y sobre las ruinas de la casa destruida

construimos una nueva

 

a lo demás,

al detalle mezquino

a la enumeración de lo que no pudimos

lo tengo guardado

en un orden perfecto: el del olvido

 

*De Alejandro Méndez Casariego.

 septiembre 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

TODO CAMBIA *

 

El vaso trastabilla, se inclina y vierte parte de su contenido sobre la mesa. El líquido fluye, urgente, buscando su mar. Puro instinto, se evaporará en minutos. Pensó que era río, y sin embargo solo es agua que se ahoga fuera del vaso. Qué importa: Ahora ya está en la nube y sueña que se llueve.

 

*De Esther Andradi. esther@andradi.de

http://www.andradi.de/es/startseite/

-Publicó "LA LENGUA DE VIAJE. Ensayos fronterizos y otros textos en tránsito" Editorial Buena Vista, 2023.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cura*

 

Necesito un dolor físico.

Un dolor que se ocupe de mí.

Intenso.

Continuo o intermitente

para comparar con otros

anteriores o ajenos

para gastar en analgesia

para quejarme.

Un dolor que me limite

del que pueda hablar

sin vergüenza.

Un dolor que me cure.

 

*De Carlos Gabriel Pereira Pastorino. gperpast@gmail.com

-Del libro “Una cierta mirada” (Editorial Yaugurú - 2023).

 

-Carlos Gabriel Pereira Pastorino, nació en Montevideo, Uruguay, en 1964. Es Abogado y Escribano egresado de la Universidad de la República (UDELAR).

-Participó del Taller de escritura “El Rincón” que coordina Gustavo Esmoris. Algunos de sus poemas integraron publicaciones colectivas de Ediciones del Rincón, “Alas de papel” (2011), “Pies de lluvia” (2014), “Trazo y voz” (2014), “Refracciones” (2015).

-Publicó en Editorial Encuentros, “Ánimas de Luz trunca”, poesía (2021), en Editorial Yaugurú, “Una cierta mirada” (2023) y “Nube” (2024) en Editorial Yaugurú.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El manantial *

 

Una gran cantidad de peces multicolores

flotaban en el lago que alimentaba el río.

Me senté a pensar un poema, pero ya estaba escrito

por ellos en el agua

solo tuve que anotarlo mientras uno me lo dictaba lentamente

a la velocidad del silencio.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

*De Miniaturas en el sendero poético.

Leviatán, 2025.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Si me esfuerzo

es probable que convenza

a las piedras de volverse pájaros...

Soy tenaz

como el agüita mansa del arroyo

en el murmullo quieto de su fluencia

y conozco los desbordes

como nadie.

Pero me aburre

-tanto- el recorrido.

Me fatiga la roca y su constancia.

La dignidad estoica con que aguarda

la sequía, la lluvia,

su destino.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

-Mariana nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016)

Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)

El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)

Madura (Sudestada, 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)

Patio (elandamio ediciones, 2024)

Poesía reunida (Medusa editores, 2024)

Trinchera (Sudestada, 2025)

Desviadero, (Editorial Mascarón de proa, 2025)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL CABALLO DE NIETZSCHE*

 

Nietzche fue un hombre que armó delicadas construcciones mentales, sistemas de alambre verbal, vastos edificios con columnas, basamentos, frentes ornamentados, entradas de servicio ocultas por la hiedra. Su aparato filosófico es en parte pétreo, con zonas resbalosas y jardines ocultos. Convengamos en que la mirada de la posterioridad siempre halla rajaduras, aun en los muros con mayor apariencia de solidez, y los intérpretes, divulgadores, comentadores, discípulos, esa horda que se forma en torno al cadáver filosófico desnaturaliza, suele potenciar los defectos u ocultar con andamiajes agregados la pureza lineal de las formas originales.

Pero no recuerdo hoy a Nietzsche por su teoría del superhombre o sus afortunadas especulaciones; tampoco por su estrecha o remota relación con las raíces dispersas del nazismo. Hoy invoco la figura retorcida del filósofo que, en su cuarto de alquiler, trabajado ya por la angustia, cuando sale a la calle se topa con un hombre que castiga a su caballo. Veo la imagen que construí la primera vez que tomé contacto con la historia, y se me aparece un hombre quebrado que en medio de los transeúntes, despeinado y enloquecido, interpone su cuerpo entre el látigo y el caballo, se aferra al cuello del animal y se echa a llorar. Siento la desesperación de la impotencia, esa cosa de ser testigos de lo injusto, de lo atroz, de lo innecesario, y carecer de potestad para lograr que se abra el cielo y mandar legiones de ángeles con espadas flamígeras que impartan justicia, o, en su defecto, legiones de demonios que tomen venganza por la llama y el anatema de los malditos.

Visión apocalíptica la mía, a cuento de un minuto de video en una aplicación para teléfonos móviles, destinada al esparcimiento.

Con las angustias acumuladas de las noticias sobre el mundo, después de constatar que la gente empieza por el insulto y sigue con los gritos para evitar escuchar lo que dice quien se encuentra hablando en otras habitaciones. Con el mal sabor de boca producido por desgracias superpuestas, con el desgarramiento de saber que afuera hay poco abrigo, la enfermedad anda suelta, hay razones para llorar hasta que los ojos duelan. Con la adversidad y la noche alrededor, he buscado unos segundos de inconsciencia como quien entra a descansar en un jardín donde sólo se sienta la brisa y el olor de los jazmines.

En la pantalla voy pasando los videos de loros que cantan, perros que corren pelotas, mujeres que se transforman con maquillaje, paisajes, árboles cargados de nieve, un hombre que actúa un chiste, dos muchachos que bailan. Voy aquietando el corazón, olvido por unos minutos que mi madre sufre dolor en el cuarto contiguo, y una sonrisa me va ganando de a poco el rostro.

Entonces, aparece la imagen de un animal asándose, crucificado en una estaca. Al lado, un corderito muy pequeño, que apenas se sostiene sobre las patas, alumbrado por el fuego, temblando ligeramente, mirando ese animal que es la madre, o al menos quien filmó el video quiere que pensemos que es la madre. La cámara toma el holocausto, el animalito tierno y desvalido, vuelve a la madre abierta en cruz.

Entonces, el caballo de Nietzsche. No puedo bajar las escaleras y echarme a la hoguera de la maldad humana, pero algo se me quiebra dentro y estará roto por mucho tiempo. Pena, dolor, asco, decepción. Ni siquiera me pregunto por qué alguien creyó que hacer eso sería cómico, si al abismo nos habita a todos. Me pregunto, sí, si al fin y al cabo valemos la pena. Y el corderito es el caballo de Nietzsche, un agudo dolor, la pérdida de la razón, porque sin tener fe en la bondad humana se nos escapa el alma.

Entonces lloro, lloro por el cordero, lloro por mí, por lo que no podemos ser, por nuestros crímenes y porque la inteligencia y la sensibilidad son carne de cañón, y los látigos siguen golpeando los caballos, y la injusticia es tan alta que tapa el sol. Nietzsche sufrió un colapso, no habló más por diez años. Nadie sabe qué cosas se desencadenaron para que se sumiera en la demencia. El caballo en Turín fue un instante catalizador. Cuando todo diálogo se prefigura estéril o acaso imposible, luego del llanto acaece el silencio.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nostálgico animal*

 

Nostálgico animal que como yo te atreves

a la inmensa grandeza del deseo

de mirar con ternura hacia el pasado

sabiéndolo ya muerto

ya marchito.

 

Nostálgico animal que como yo te asumes

catarata de luz despedazada

y anhelas la llegada de la noche

para fundir tu llanto con las sombras.

 

Nostálgico animal que como yo te entregas

al censo de mañanas y tardes ya perdidas

cuando trenzando el aire fuimos brisa,

fuimos nido trinchera bosque río.

 

Nostálgico animal que como yo agonizas

frente al paso del tiempo.

Cada hora

te aleja de mis ojos.

Cada hora

me hiere en el silencio inhabitado.

 

Nostálgico animal que como yo confiesas

con un hilo de pena tu derrota

y como yo te apagas y apagas y sumerges

en ese oscuro mar que es la apatía.

 

Nostálgico animal cargado de tristeza,

de tristeza fatal como un labio tronchado,

como un viento funesto de tragedia,

como un cielo abrasado por los rayos.

 

Pero una luz de fuego,

fundiendo tu pupila con los cielos,

estalla en mi retina.

 

¡Despierta, anda, combate!

Aún es posible andar hacia adelante.

 

Allende el calendario alguien espera

ecos de nuestros pasos en la arena.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TRES ESTACIONES Y UNA MENOS*

 

 

I: Estación de los fuegos.

 

Un joven rubio se masturba,

al borde del estanque con agua congelada.

La mujer, detrás de cristales rosados, lo mira.

El fuego de la escarcha, la quema.

 

 

 II: Estación de las sombras

 

Un hombre inclinado, sobre su fatiga.

Escribe sus ficciones.

La mujer, detrás de un vidrio empañado lo mira.

Siente que la sombra que la refleja no es de ella.

 

 

III: Estación de la envidia.

 

 Un varón, que le recuerda a su padre,

juega con sus perros, amorosamente.

La mujer, detrás de unos vidrios húmedos.

Levanta las orejas y mueve la cola.

 

IV: Estación del calvario

 

 La mujer prohibida. Desnuda en la hierba.

Yace, más triste que la muerte.

El hombre, detrás de unos vidrios espejados.

Se observa a sí mismo.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Finisterre*

 

Hay en mi cabeza un nudo que me ata

desde siempre. En vano he tratado, una

y mil veces, de desenredarlo, sospecho

que su trama es obra de la maldad. Sólo

duele del cuello para arriba y, a veces,

desesperado, sueño con un macedonio

que lo corte con la espada. Porque esto

es un tormento sin lenguaje, bloqueado

intransferible. Nadie entiende, tampoco

nadie escucha, nadie se sale de su nudo.

Nadie advierte lo que hablan los demás

ni lo que dice su mensaje; ni adivina ni

calcula las consecuencias de su propia

idea confusa. Todo es un caos blindado

y sin ninguna posibilidad de cura, en él

navegamos bajo un manto de nubes que

cubre el firmamento y no tenemos guía

que nos salve de caer al abismo final

libres de la soledad y la locura.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ordalía*

 

Con el sigilo de una gata negra

la soledad se arroja al vacío

lo llena

flotar es una desgracia

durar debió ser castigo

muñones de sueños

se sueñan enteros

la vigilia trafica ungüentos

para fijar la parte que falta

el gesto altivo del remiendo

se sabe insuficiente

amanece.

 

*De Carlos Gabriel Pereira Pastorino. gperpast@gmail.com

-Del libro “Ánimas de luz trunca” (Editorial Encuentros - 2021).

 

 

 

 

 

 

*

 

Éramos niños

bajo las higueras.

Así

se hace el amor

-me dijo-

y su mano

desarmó mis trenzas.

 

Mi madre nos llamó.

Corrimos

por el patio

hacia la casa

cubierta por las enredaderas.

 

Nos reímos

mientras mi madre

nos daba la merienda.

 

Él no quitaba los ojos

de mis trenzas sueltas.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ROSA OSCURA*

 

 

Yo fui el compañero de habitación

que la suerte tuvo en su juventud

aquel que durmió cerca

pero nunca fueron mías

ni su cuerpo ni sus sábanas.

Ni fue mía su sacrosanta boca

de mármol y cemento.

Yo fui el canario dentro de la jaula,

la mano extendida, el ojo

brotado que le leía a Ezra Pound

y a William Carlos William

a los oídos. Muerte que mira.

Muerte que acecha día y noche

y que con sus profundas manos

no cesa de amenazar la inocente

razón de la alegría.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

Columbus. Ohio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Mi vecinito tenía nueve años y era mudo. También yo tenía ocho o nueve años. Me enamoré de él porque era distinto a todos: nada se sabía de él porque al no hablar era puro misterio. Se parecía al Dios del que las monjas me hablaban en la escuela. "¿Dios es mudo?", le pregunté a una monja que me miró desorbitada sin contestarme y se quejó ante mi madre y hasta supe que habló de mi perversión. Entonces, empecé a enamorarme cada vez más de mi vecinito, tan misterioso, tan sagrado (¿el mismo Dios?). Pasó el tiempo y otros seres más oscuros que las monjas lo hicieron desaparecer del mundo de los vivos. Será por eso que Nietzsche dice que Dios ha muerto.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

KM 55 *

 

 

Y pensar que antes aquí paraba el tren. Aunque de eso hace ya muchos años. El tiempo pasa, arrasando con todo. A la vista del aparente abandono, me parece un milagro que algo de todo esto se mantenga en pie. Me pregunto cuánto hace que un ser humano no espera al tren en este andén. Y me pregunto también qué me impulsó a mí a aceptar el encuentro en este lugar perdido.

Claro que yo no sabía que esto era un desierto. Solo ahora me percato de la inmensa soledad de este sitio. Si el asunto no fuera tan serio, pensaría que me gastaron una broma pesada. Ahora no me queda más que esperar. Pronto llegarán. El hecho de que yo ya esté aquí sentado, a la sombra de esta vieja pared semiderruida, solo significa que me adelanté, como siempre hago. Debo dejar ya esa vieja costumbre. Luego la espera se me hace eterna y empieza a afectar a mis nervios.

Era diferente en mi juventud. Entonces esperar no era más que una de las coordenadas de la cita. Me ubicaba en el sitio convenido y prestaba atención a todo el mundo. Bueno, en verdad, tan solo a aquellos que encajaban en el perfil de la persona con la que yo hubiese quedado. Inventariaba rostros, gestos, peculiaridades. Uno nunca sabe cuándo pueden servirle esas cosas. Eso me ofrecía un entretenimiento y amenizaba la espera. Naturalmente, hablo de encuentros con gente desconocida.

Como este.

Mentiría si dijese que estoy tranquilo. La naturaleza del asunto que me ha traído hasta este lugar no es como para estarlo. Pero ya no me quedaba otra opción. Todos los caminos han sido ya recorridos; todos los puentes, quemados. Frente a mí solo hay un precipicio y el consecuente salto. Despeñarse o volar. En eso consiste todo. En uno u otro caso, la opinión de mis allegados –si he de suponer que aún queda alguien que pueda ser considerado como tal- caerá sobre mí. Se me considerará un pusilánime o un malvado. Nada puedo hacer ante eso, salvo encogerme de hombros y mirar el reloj. Ya casi es la hora.

Todo esto no hubiese sucedido en otras circunstancias.

Si yo hubiese tenido un empleo, por ejemplo. O ingresos de cualquier tipo. Pero no. Lo determinante fue que me despidieran de la empresa en la que llevaba más de veinte años trabajando. La crisis, alegaron. Que no había trabajo para todos. Que yo ya no era joven y no podía rendir como antes. Que los tiempos habían cambiado y nada podía hacerse por remediar eso. Y así, de la noche a la mañana me vi en la calle. Demasiado viejo para optar a un trabajo y demasiado joven para acogerme a los beneficios de la jubilación. No obstante, no quise rendirme todavía. Aunque de nada sirvieron las incontables horas pasadas en busca de un empleo, de nada las fatigosas caminatas, de empresa en empresa, ofreciendo mis servicios a cambio de un mísero salario; de nada los centenares de currículos entregados en mano o enviados por correo electrónico; de nada las escasas entrevistas en las que ya todo estaba decidido de antemano en cuanto el empleador vislumbraba mis ya numerosas canas.

Así pues, no me quedó otra que tratar de obtener algún dinero por el medio que fuese. Debo admitir que fui engañado en tres o cuatro ocasiones por alguno de esos anuncios de los diarios en los que se aseguran grandes ganancias a cambio de unas pocas horas de trabajo en tu propio domicilio. A la hora de la verdad, todo es humo. Consideré la opción de fabricar manualidades y poner un puestecito en el mercado, pero todo eso exigía un gasto (en materiales e impuestos) que ya no podía permitirme. Estaba en las últimas. También hice imprimir un librito con algunos de mis mejores poemas y traté de venderlo de puerta en puerta. Pero descubrí que la gente no lee poesía. Entonces, tras una de esas puertas a las que llamé durante mi obstinado y casi inútil periplo, fue cuando los conocí. A ellos.

Miro mi reloj. Parece que se retrasan. Según he oído, retrasarse es uno de sus métodos favoritos para poner nerviosa a la gente. Y verdaderamente lo están consiguiendo.

Como sin duda lo consiguieron aquel día, cuando yo me presenté en su casa tratando de venderles mi poesía. El que me abrió la puerta me miró fijamente durante un segundo. Luego echó un rápido vistazo por encima de mi hombro, a uno y otro lado del estrecho pasillo. Al ver que no había nadie más, me agarró bruscamente por el brazo y me introdujo a la fuerza en su vivienda.

Sin soltarme, y haciendo caso omiso de mis protestas, me arrastró hasta un salón escasamente iluminado donde había otro tipo, me lanzó sobre un sofá no demasiado limpio y fijó su vista en el otro. Intercambiaron unas pocas palabras en un idioma que no entendí. Luego se acercaron uno por cada lado, amenazantes, y el más bajo sacó una navaja del bolsillo de su pantalón.

- ¿Qué haces aquí? – preguntó. Yo tardé unos segundos en responder, lo que provocó un peligroso acercamiento de la punta de la navaja a mi cuello.

 

- Yo… Yo… Solo vendo libros… No he hecho nada.

Entonces vieron el librito en mi mano derecha. Uno de ellos agarró la pequeña mochila en la que llevaba varios ejemplares más y la vació sobre el sofá. La volteó y la registró con esmero. A saber, qué estará buscando ahí, me pregunté. Luego me hicieron incorporarme y me manosearon todo el cuerpo. Como en un registro de los que hace la policía en las películas norteamericanas. Al terminar, parecían más satisfechos. Volvieron a hablar entre ellos. Después, todos nos sentamos en el sofá y empezaron a hacerme preguntas. Montones de ellas. Yo, encogido por la estrechez del mueble y por el miedo, di todas las explicaciones que se me solicitaron. Temía equivocarme, dar una respuesta que no fuese de su agrado y terminar así mis días en aquel antro oscuro. Finalizado el interrogatorio, el calvo se levantó y paseó como ensimismado por la habitación, mientras el otro guardaba la navaja nuevamente. Respiré, presumiendo o más bien deseando que lo peor hubiera pasado.

Se produjo un nuevo intercambio verbal entre ellos, con abundante movimiento de manos, y luego se quedaron mirándome, como sopesando algo.

- Dices que estás sin blanca, ¿no? – preguntó uno.

- Así es. – respondí con franqueza.

- ¿Te gustaría ganar un dinero trabajando para nosotros?

- Haré lo que sea. No tengo elección.

- Bien. Esto es lo que queremos que hagas…

Cruzar a Bolivia no fue difícil. Dicen que nada lo es si uno sabe medir bien sus opciones y los riesgos. Una vez allí, me presenté en la dirección indicada y recogí el paquete. Pesaba. Lo introduje en el maletero del auto, bajo la rueda de repuesto, tal y como se me había indicado. Los tipos del otro lado me miraban con mal disimulada suspicacia. Al parecer, yo no daba el perfil para llevar a cabo ese encargo. No fueron simpáticos. Yo lo único que quería era salir de allí, regresar y cobrar el dinero que se me había prometido. El retorno fue más complicado, siquiera por mi sentimiento de culpa. En todas partes me parecía ver patrullas de carretera. Los faros de los coches que circulaban en dirección contraria me angustiaban. Cualquier construcción al borde de la ruta se me figuraba un cuartel policial. En un momento todo podía derrumbarse.

Pero no fue así. Tras un trayecto que se me antojó eterno, conseguí atravesar la frontera, sudoroso y agotado. Luego emprendí el camino hasta aquí.

Y aquí estoy ahora, esperando. La espera me ha hecho tener pensamientos negativos. Y si… Pero ahí se ven los faros de un auto. Ya vienen. Solo espero que recojan su mercancía y me den lo acordado. Ojalá que no me maten. Que no me maten y dejen mi cuerpo aquí tirado, en este kilómetro 55, en este lugar abandonado por los hombres donde no queda ni la memoria de lo que un día fue.

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

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