lunes, junio 04, 2007

EDICIÓN JUNIO.

INVENTIVASocial
Edición JUNIO 2007
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*
DACIO volvió a las Islas Malvinas en diciembre de 2006, 25 años después
de haber combatido en la guerra en 1982. Durante ese tiempo su anhelo fue volver para reencontrarse a si mismo, y reconfortar su espíritu.



MALVINAS ME LLAMA…*



¡Laura!,

Malvinas me llama!
Tiembla mi voz,
Mi pecho se inflama,
La sangre reclama,
No puedo faltar…

¡Volver a ese cielo,
Tras tanto anhelar,
Ya sin truenos, sin humos!
¡Pisar ese suelo,
De huellas sangrientas!
¡Enfrentar ese mar!

¡Ver ese horizonte,
Quebrado por lomas
Llanuras y montes!
¡Volver a esas islas,
Aún irredentas…!
Pero sin el frío,
Sin hambre, y sin miedo,
Ni carnes sedientas…

¡Sin odio al inglés,
Y sin odio al sargento!
Con un camarada,
¡Subir la ladera
Al silbido del viento!
Y en la cumbre del monte
¡Sentir el alivio
De aliviar lo que siento…!


¡Madre!

Me abrazo a estas cruces
Que claman al cielo
Como garras blancas
De amigos inertes,
A quienes luchando
Los sorprendió la muerte


En el llano con turba
Sus cuerpos envuelven.
Pienso en estos héroes
Que nadie conoce
Y que ya no vuelven.
Rezo por ellos
Y rezo por ti…
¡Y siento en el alma
Que velarán por mí!


Cumbre doble
De cimas mellizas,
Y aquella covacha
De piedras muy lisas.
De noche llorando
Aún siendo un niño…
De frío y de miedos
Soñaba temblando
Llamándote: ¡Madre!
Para que me arropes
Y acaricien tus dedos…


Beso las rocas,
Escarbo la arena
Por todo hay señales,
Esquirlas, y vainas,
Borcegos y mantas…
Y eso me serena…


¡Hijos!

Quizás seamos héroes,
Mis hijos lo afirman...
Y tiene sentido….
Una gaviota
Distrae su vuelo…
Y escucho un gemido;
Como si Dios me hablara
En ese graznido…
Su voz clara siento;
En los valles el eco
en el ulular del viento:
“Aquieta tu aliento
Y tu corazón dispone;
La gesta difundirás,
Más, dónde pregones,
¡Pregona la Paz!”



*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda, 23/mayo/2007







Naif*



- ¿Y esta necesidad de comprar máquinas de escribir que se siente
al pasar por las calles de Berlín? Yo no la he sentido en ningún sitio como aquí – decía Marien.

La mujer vestida de hombre - Gómez de la Serna



Me gusta el mar porque contiene islas.
Las contiene como si no le importase. Enseguida parece que si pudiera, las hundiría bajo filas y filas de olas aéreas.
El oleaje del mar es un fenómeno eminentemente aéreo.
Hasta las menores piedras de una isla hablan de cantidades limitadas.
La isla es como el pasado que se le aparece por delante al mar, como a la mente andina su sentido de lo que sucederá.
Las olas son formas más hermosas y parejas que esas llagas parduscas, esos reflejos invertidos y extendidos de su poder sobre cosas visibles, a las que falta sol.
El color es fuerza y toda isla una demostración permanente del abandono espiritual al que ha sido sometida una y otra vez. Debajo del mundo seguramente existe una isla cuyos colores apagamos.
Si supongo que en su inicio el mar fue una botella arrogante a la que vi propagarse convertida en envasamiento imposible, en intentos de imposible avasallamiento, puede entenderse mi precaución y hasta dónde me penetran las imágenes.
Puedo entender lo que una isla significa para mi forma de mirar. Toda isla tiene algo de geometría inválida y de tierno desgaste ocurrido en su seno. A mayor desgaste más isleña se vuelve su cara. Se la ve tan inferior a la probable catástrofe de su hundimiento sin fin. Tan cercada de ganchos que se van cortando.
A una isla se la ve lamerse sus heridas en el depósito de sus lenguas marinas, como si fuese un niño huérfano forzado a tener por padre a un león inmóvil.
Las islas nunca son familia numerosa. Mantienen el aspecto de haber perdido parientes odiosos en un viaje obvio, y de disimularlo bien. A veces, unas pequeñas elevaciones les sirven para eso. Por lo habitual se las ve encajadas en la perspectiva que permite el día. Es decir, desde la más cercana, resignándose a nosotros, hasta las otras, abandonandonós, privadas de su espacio doméstico.
No sé porqué pero necesito referirme a la noche. La noche sólo es un pedazo de la lejanía, uno más visible que otros.
Las islas comparten la misma edad. Ese es uno de sus secretos. Son mujeres viudas o solteras, ni jóvenes ni algo viejas, todavía capaces de defender su esterilidad a arañazos y cuchilladas de enorme violencia, en nombre del secreto. Se visten parecidas a una de ellas, a cualquiera que no hayamos visto aún. Si un día la viésemos, ya tendríamos presente en la memoria sólo la forma habitual de vestir las mujeres de esa región. Además, estas mujeres se atan los cabellos hacia atrás buscando semejarse a proas, a esfinges que pasaran. Se adornan con pájaros soberbios, vivos o muertos en otros mundos. Usan collares blancos, inigualablemente finos. Todas son dueñas de un hombre acabado, su contra isla.
Una isla se ve de continuo degollada. Una isla puede ser vista como una cabeza flotando en la resaca. Desde más cerca, una isla se ve pisoteada por esos hombres que no están, que no tienen adónde ir. Su mundo ya es un conjunto de alrededores. Al mirarlos, lo primero que pienso es cómo se las arreglan estos hombres para sobrevivir a bordo de un barco seco, sin ramas donde colgar cuanto poseen, sin museos donde esconder cuanto eligen poseer. Estos hombres sí saben estar de pie sobre su destino, aunque yagan dormidos.
Los habitantes de una isla se vuelven animales marinos a cada rato porque no soportan tanta sobriedad. Ellos saben que el cielo de una isla es pura sobriedad. Para sobrevivir con algún decoro piden ayuda al mar, y ¿cómo harán para no tomar la vida como una condena a esa ayuda estrepitosa y revuelta? ¿Cómo harán para no ser precarios en sus canciones y melancólicos en sus momentos generosos? ¿Cómo harán para no rasguear y rasguear y empujar su cantar como a un carro?
Sin duda que una isla es como una coraza líquida y pesada que los protege de males peores que la soledad. Pero no es más que eso; un encono.
No me imagino una criatura isleña vistiendo traje de hierro con algún propósito humano. Como aquellos que se sienten dueños de abrir continentes, de armar bandos y exigir pulcritud, aromas. ¿Qué aromas cruzarían la isla? ¿Acaso el mar permite perfumarse con otro efluvio a las isleñas? ¿Sentirán que pagan un alto diezmo a cada día a cambio de la protección de la abundancia amarga? ¿Y con qué pagarían por ello?
¿Quién puede amar con mayor necesidad a un barco, ese niño, ese brío en riesgo, que un isleño que lo ve nacer y crecer en pocas horas, aun como novedad, aunque sea un barco ajeno y aparezca por primera vez, con aspecto perdido? Un barco es un eterno niño a punto de conocer la muerte o pasarle por encima en busca de una manera bienhechora de morir. A pesar de su fragilidad, un barco siempre está más calmo que la tempestad y es unos minutos más paciente que el oleaje. Es la elegancia inimitable de la navegación. Grandes libros salen de sus mangas transformados en pájaros un instante antes de entrar al agua y estropearse. Al otro lado, buscando salvarse, los libros se hunden en un gran códice rojo con una boca rodeada de dientes infantiles.
Cualquier intruso que descienda en el muelle de la isla perderá su condición de intruso en poco tiempo. ¿Por qué? Porque vivir en una isla es como hundirse en un pantano conocido o redondo y ridículo, o en una leyenda hijastra y madrina de muchos leyendas. Al menos para los recién llegados a esta isla.
Cuando nos reiteramos, cuando hastiamos al instante, provocamos desembarcos inmediatos. ¿Qué se puede decir a los demás, a los que ya no interesa nuestra inspiración, nuestro idioma, nuestro ahogo? ¿Qué hacer con las plumas y coleteos de nuestros mensajes? Entonces uno ya no es más el intruso sino la réplica, inofensiva. Un intruso se desliza a través y a veces imita a una burbuja. La isla llama, es decir, nombra por encima de los nombres.
Pensemos que un trabajo accesorio que realizan los barcos es recuperar la esbeltez de la ola. Como si se agacharan al andar, como una mujer muy alta y hermosa pero que cede un poco al mundo regular. Los barcos se apoderan de ella mediante un atropellar sesgado y la conservan sobrepuesta en tanto otras olas se deslizan de sí y se pierden a sí mismas en la persecución de alguna idea clara sobre el infinito, que no les exige otra postura. El barco declara que la ola está esculpida y que el crimen es un concepto y no lo contrario. Vemos que el barco vierte. Vemos que la palabra vierte. Y la proa del barco trae esa carga, sensitiva como la asfixia, aplastada como el pecho de los pulpos, esos desesperados, esos ecos de la histeria maniatada, sensitiva como una pequeña burbuja en la axila del mediodía, hasta el borde del muelle o al centro quieto de la rada. Allí la muestra, la asolea y casi la pierde bajo el sol, porque el sol la vuelve sombra, como a otras aristas capturadas. El espejo del sol. Como para todos, el sol es un espejo imposible colgado sobre la isla y sobre la quietud de los pulpos asfixiados. ¿Quién rescata el espejo de los pulpos asfixiados? Para verse ¿cómo?
Sería atrayente disputar con el barco. Ni con la isla, el horizonte, el aire calmo, con la proa del barco. ¡Ah! Ese barco navega en la risa de un dios y es imposible alcanzarlo.
Los muelles cargados de cielo sin saberlo.
Sin embargo se comban cada día bajo la levedad de la muerte por asfixia acumulada en tanta pesca, en tanto deseo de pesca, concretado o no. El pasado funciona como una acumulación de redes, remiendos, tironeas. Pero no pesa, acuático, porque cada día la reiteración eleva y elude la demencia. No pesa tanto la compra olorosa en la canasta como para que las mujeres se sepan prematuras y se muestren pesimistas, agoreras. Es el caldo de la isla donde flota una flecha. Porque la comida se paga con roca desgastada en salidas y retornos. Freír y servir frita la muerte por asfixia entre desgastantes andares costeros, debe ir cargando la boca de sus hombres con ansias semejantes a las del cañón y las murallas a derruir. Murallas ya derruidas en los deseos de los hombres que pescan y que traen sus botas.
Hasta que la voz de una campana les hace abrir las alas y echarse a andar hacia el sitio en que estaban, hacia un trozo de memoria recortada y embalada, como una copa de agua dulce sobre la carne recién convertida en carne. Esas canillas con las que sus mujeres sueñan ser mujeres que orinan sobre su isla desde lo alto del cielo y sobre trozos crudos de espaldas masculinas.
La figura (hay una figura) se confunde e inclina y pronto se ha volcado hacia la pierna celeste. Volvemos a nuestra condición dada, no al pasado; somos el intruso todavía. Hay una pierna celeste desarrugada emergiendo del mar entre las nubes y no es la isla ni la sombra de la isla sobre el cielo. Es la permanencia del presagio. En un rostro siempre joven, de diosa, de la evaporación. Es el persistir de lo que se desgasta.
Cuando pienso en las islas pienso en todo lo hundido alrededor, en las rachas del tiempo que abren grietas y en mujeres que van tras sus brazos. Pienso la luz de sus espaldas. En los abatidos nudos de sus delantales.
No me extrañaría que el mar fuera un rey silencioso y que la idea que tenemos del mar fuera obra de los envidiosos de su reino. En el otro mundo casi todo es obra de los envidiosos. Por eso, la isla. No me extrañaría que el mar no tuviese hijos. ¡Qué espantoso! Lo divulga el viento, lo dice al detenerse, como si chismorreara y le hiciese escapar y ascender hacia la caprichosa libertad de una especie de gran tío. ¿Qué otra verdad importante dice, dicen las barbas blancas? O sea, las propias cosas animadas, soplan y niegan su paternidad. Lo dejan solo, lo ubican en soledad en cada parte. Lo despojan al pasar y lo aumentan y lo llevan a multiplicar su obra triste, pero no a dividirla en tristezas alegres. El mar admite que la soledad de los otros sea su suerte. Es propio de su ritmo. Lo admite ampliamente, anchamente, pero sin organizarse, sin condolerse.
De algún modo el mar debe dormir. En nosotros no duerme, sin dudas. Vigila, incita a vigilar. De algún modo el mar descansa y es el cuerpo del vacío que asoma e intenta llegar, hablar, conmovernos, para sentir su transferencia, su diaria transformación en lo que ha sido. Y ¿cómo no buscar su detalle delicado o patético, entonces? ¿De sus ojos cerrados? ¿Cómo no despertar? ¿De qué sueña, grita en sueños, y no alcanza a despertar?
Vivir en una isla es una especial complicidad en forma de condena. ¿Cómo argumentar a partir de la condena? Una isla puede ser la boca del hombre, la historia terminada.
¿Y si el mar fuese la vida de los ahogos? ¿La habitación de ese instante sin traducir?
¿Qué son las islas sino enfermedades de un mar viejo que no tiene porqué ser este mar nuevo que acaba de ocurrirsemé? Las islas deben ser consideradas signos de arrepentimiento al centro de una muchedumbre furiosa. Y la gente a bordo de una isla no tendrá dioses significativos a los que arrepentirse. Más bien miedos importantes en traje de domingo, en traje de salir de uno mismo con su luto llevadero. Más bien cuerpos tensos reposando, acodados boca abajo, enfrentados en un juego de naipes transportados por las hormigas, extendidos bajo bisectrices azules donde se alivian y huelgan las gaviotas, mientras los habitantes giran como sombras de palos enterrados. La cara del mar, pintarrajeada de este modo por las intrusiones, me lleva a pensar que en algún dormitorio trasero hay una mujer bailando, acariciandosé los pechos con aceite de cetáceo y ganas de llorar dulcemente, esa obsesión marina, despreciandonós, porque desprecia tanto la fuga como el quedarse, porque se siente isla, no lo sabe, y nos ha visto llegar.
Lo extranjero, el otro lado, es dios o esa mujer.
Para su gente la isla es una herencia, una sábana con manchas malditas, un conjunto de horas conocidas, variables, endurecidas por la sal común y todos los depósitos comunes que llevan producidos. Para ella la isla no es mi ocurrencia. Tampoco su ocurrencia. Les veo que no se ven. Veo la vieja entrada donde hay un banco de piedra donde sentarse a mirar el laberinto cristalino. Así llego, como a una isla, a la conclusión de que la tempestad les es propia. Una isla puede expresarse a través del peor oleaje y la resaca hedionda, como una lengüeta de bambú besada en medio del concierto. Piensen en el grito de las aves que no se oye a causa del viento saliendo perforado de las cavilaciones. Piensen en lo que las gaviotas recuerdan al aullar. Piensen en el concierto de intentos que chocan.
Pienso en que ustedes me piensan. Pienso en los verdes cementerios de barcos donde ese color de mí está encerrado para siempre. Sobre todo pienso en un barco negro sobre el verde movedizo aplastado, no muy antiguo ni muy ancho, cuya lista blanca y sus pasamanos han permitido que la vida se fuera hacia ustedes, y hamacan el impulso del último talón. Qué mar. El barco negro mancha el mar con su carbón latente. El agua gris y dura toma algo de brea y humo y hace como que extrae membranas de pieles de su vientre y las diluye por estiramiento, por nerviosismo, por accesos musculares adquiridos. Cuánta malicia pasa al agua. A cuántas caricias equivale. ¿Quién puede hacer la cuenta? Malicia y caricias que de otro modo no desbordarían. Así es posible que el viento sople hasta enroscarse en una sílaba menor, en un hueso normal, en el aviso de una mujer que grita a fondo porque no quiere perder su propia vida.
Una isla es la clara forma del límite. Esa ceguera. En sus luces y basamentos, extremos solitarios, los bordes de la sombra y el rugido que ni rugen ni oscurecen del todo, que se contienen como si también ellos fueran hombres, buscaran flotar, salir volando de la frente de un olímpico.
En ese momento el negro nombre de la lluvia empieza a caer. Guardo la impresión de que el mar es un gran bloque de agua, pero lleno de muertos. Lo que diferencia su agua de otra cualquiera.
Si ponemos atención cuando el mar canta oiremos cantar a los muertos. Cuando el mar se agita saltan para arriba los dedos de la muerte como si buscaran su piano. Las cabezas calvas, calvas sin remedio, de los muertos forman olas y retuercen intestinos frente a la playa de la isla. Y cualquiera diría que el mar baila su propio despilfarro.



*de SIMON ESAIN. simonesain@hotmail.com
-De su inédito Setiembre Naif.







LO PEOR*



Qué es lo peor, derrumbarse por una despedida, sentir que hay algo que se pierde para siempre y se lleva las propias entrañas, o saber pero saber de veras que uno va a salir adelante, que todo pasa, que el tiempo lima y desdibuja.

La pérdida de la inocencia, la definitiva pérdida de esa inocencia que nos hace creer que alguien es necesario y que nos hace preferir las historias en que la heroína toma veneno cuando muere el amado, en vez de hacer un prudente duelo y seguir vendiendo pan o sellando formularios mientras espera que aparezca otro hombre con el cual casarse y formar una familia.
De jóvenes preferimos las novelas con suicidios por amor. De adultos hemos visto ya muchas recuperaciones y descreemos de los excesos. Qué pena.
Es condescender a la realidad y sobrevivir a medias.
Somos quienes ya saben que todo pasa y se han inmunizado a fuerza de anticuerpos. Somos los sobrevivientes. Duros, eso sí. Y habrá que ver si, sabiendo que el amor no es eterno desde antes de la largada, somos capaces de querer de veras.
Lo peor es ver el circuito desde arriba. Uno sabe desde adónde sale, hasta adónde llega, no sufre demasiado porque el resultado es previsible. Pero no participa de la carrera.
Lo peor es hacer como que se corre, sin correr en realidad, por vaticinar la derrota. Darse por vencido de antemano para evitar el desgaste. No hay nada que mate más que una muerte aceptada de antemano.

Lo peor entonces no es sufrir la pérdida, sino nunca haberse animado a intentar el improbable trámite de realizar un amor.


*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com








Gabriela*



“...me acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda. Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita. Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla. Sin entusiasmo expande las pestañas hacia una de mis orejas y hacia la otra. Saltea mi mirada, por lo que me impide contender. Escandalosamente me recorre los labios y un poco la nariz. Aunque ya dice cosas (sé de su voz pausada), no la oigo. A los ojos me mira. Y es ahora —no hay nada malo en su castellano— cuando la entiendo. Somos los que se miran mientras hablan. Me pregunta a mí (!) cómo me llamo. Musito mi gracia antes de atragantarme sin atenuantes. Y afirma llamarse Gabriela, un nombre en el que parece caber. Ella es esa mujer que se llama Gabriela. Le digo: «Sos esa mujer que se llama Gabriela». «¿Estabas esperándome desde que naciste?», inquiere. Y me ofreció su sonrisa. Imaginé que me mordería con parsimonia, anhelando reembolso y creces. Caminamos inventariando los estrenos que debiéramos ver juntos. Nos sentamos a los lados de una mesita circular y paqueta, de las que no me agradan, en una confitería de inmoderado señorío. No es mucho el tiempo del que dispone, me advierte. «Pero ya vendrán ratitos mejores.» A la noche yo podría ir a buscarla. Viene el mozo, cumplido y distante. «Café doble.» «Café.» Crepito cuando el mozo se va: «¿¡Y dónde tendría yo que irte a buscar, por todos los cielos!?» Agarra una servilletita: «Te lo anoto». Le alcanzo mi súper bolígrafo. Escribe números grandes y esbeltos. Que la espere en la puerta. «A las diez está bien.» Y anota veintidós. Tras recobrar mi súper bolígrafo, delineo un corazoncito rápido y sin bambolla como quien firma o muesca. Me guardo la servilleta y el ademán. Mi súper bolígrafo no sé, no lo guardo todavía. Gabriela me cuenta qué estudia, demora su café y me condena a desearla. Llama al mozo: «Yo invito». Y paga. En la mejilla y en la vereda me besa, y se va.”
Andaba yo bastante solitaria cuando el novelista a cargo del primer taller literario al que concurriera me desasnara sobre aspectos prácticos: esenciales recaudos y sensatos artilugios. Me introduje en ese ámbito con muchas ganas y lecturas, atraída por su notoriedad. Logré mantenerme en un intenso entrenamiento: descripción de un barrio, o de un episodio desde el punto de vista de un animal, variantes de final para historias ajenas, articulación de dos monólogos interiores, o como lo que acaban de leer, sencilla secuencia trasmitida por personaje de sexo opuesto al del autor. (Yo no era Gabriela pero hubiera preferido serlo; querría llamarme Gabriela y ser esa Gabriela.) Tres de mis compañeros, varones, eran talentosos e informados. Sus puntualizaciones me regocijaban; no estaban en seducirme (lo que no me hubiera venido nada mal...) y evidenciaban favorable disposición para con mis comentarios sobre el quehacer de ellos. ¿Otros?: mina muy atacante que explotaba de malicia para con las demás mujeres del grupo; bufarrón vanamente capcioso, panegirista de Alejandro Magno; muchacho en carrera periodística (gacetillero) repleto de vicios profesionales; adolescente prometedora que nos perturbaba con sus sonetos intimistas. En fin. Tuve problemas de guita y proseguí en otro taller, más accesible, coordinado por un licenciado en letras. ¿La consigna para mí más estimulante?: escudriñar pinturas y trasvasar a palabras las sensaciones y ocurrencias:
“I) Dícese Pantocrátor y algunos nombres propios (Lucas, Vitulo, Marcus, Leo...) circundan el motivo central (materia de iluminadores): Un barbado santo con dos dedos extendidos. Exactamente tres bichos alados con ropas de hechura similar a la del barbado y a la de una otra figura también alada con cabeza varonil, desde los ángulos acompañan provistos de sendos libracos.
II) Humano y energético el escarabajo ocre, veteado, pleno, con el pulgar izquierdo retorcido, tanto como para que la perfecta uña nos sea visible. ¿Qué cosa son esos redondeles blancos esparcidos, sin relieve (¿humedad?) y esas letras griegas en el muro zodiacal desde cuyo centro una manopla con otros dos dedos (índice y del medio) extendidos proyectan un delgado rayo? Detalle de lapidación de un diácono protomártir.
III) Al temple sobre tabla este frontal gótico en el que dieciséis lenguas de fuego llenan de inclemente algarabía a los encargados de la inmisericorde cocción de los nueve cuerpecitos de niños harinosos que se toman de las manos”.
Está ya en librerías mi primer libro. Destaco que con el seudónimo Gabriela (único nombre de la hija que concebí con un bardo de paso por ese otro taller), obtuve un primer premio (precisamente la edición de la obra).


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar






CASA DE NADIE*


Después de la noche, la risa es inexistente.
Esta mañana me basta para saciar el hambre
que aparece allá, donde no falta nada.
Te mostraré lo que tenemos,
el intento de salir,
el rostro de la mujer que llegó y no parece.
En sus camas, los niños pudieron, quizá,
llagar su propio sueño lento, verosímil.
Sus ojos tensamente cerrados
y un hombre no ha llegado todavía.

Cuentos de la vida y la muerte,
han pasado por momentos durante días,
pensando siempre cuándo los dejarán ir.

El cielo rodea como una advertencia,
por cauces y causas
y por muchedumbres en limbos.
Dobla una sábana con desesperación
y apunta al cielo de su azar.

A partir de ahora,
está cruzando el agua de un desvanecimiento.
El hielo y sus decoraciones han pasado de improvisto.

Despierta en la mañana
y tendrás que volver a escribir, a escribirle,
a inventarle.



*de Jenny Levine Goldner. jenny_offline@yahoo.com
México D.F




Los que somos*



Somos los que vinieron desde lejos
atravesando los abismos y los miedos
dejando una parte del alma y las raíces,
en tierras áridas y heridas.

Somos los que siguen cruzando las fronteras
expulsados de la tierra y la cultura,
los exiliados de la historia y los recuerdos
los que no olvidan y siguen esperando…

Somos los que traen la esperanza,
entre los bártulos maltrechos
del dolor y el desamparo.

Somos los que están siendo raíces,
sembrando la historia,
la tradición y los recuerdos
para nutrir las alas
a aquellos que vienen llegando.

Somos los que estamos siendo
aquí y ahora,
porque desde todos los horizontes
y a través de todas las fronteras
nosotros somos el presente vivo
de futuro que dejamos al mundo.




*de Laura Schumacker. lauraschumaker@hotmail.com






*

"En el centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán, en un terreno baldío, y donde había arena, vi una figura acente de Cristo, confundiéndose casi con la tierra, sin la cruz, que no se necesitaba puesto, que la imaginación la suplía (...) Para mí, esto era la humanidad barrida por el viento silencioso e invisible del tiempo".


*de Santiago Dabove, La muerte y su traje, El Cristo en la arena

-Fuente: http://pages.slc.edu/~mnegroni/c03_lafantasticlit/pages/Santiago_Dabove.html







Los Novios*


*Haroldo Conti.


El tío Hipólito llegó a las cinco, como siempre.
Todavía hacía un poco de calor pero oscurecía más temprano. Además la luz era distinta, como si todas las cosas, aun las sombras, fuesen de la misma sustancia.
María trajo los sillones de mimbre y los arrimó a la pared. Hipólito la saludó con un gesto distraído mientras se hurgaba en los bolsillos.
Hacía tiempo que estaban por asfaltar aquella calle. El Expreso del Oeste se tenía que desviar una punta de cuadras precisamente por aquella calle. Pero pensándolo bien, ahora, con esa luz, era preferible que quedara así.
Hipólito extrajo un caramelo con forma de bastoncito, se inclinó sobre la cabecita morena que aguardaba en silencio y preguntó: "¿Qué dice mi muñeca?". Luego se sentó en el sillón al lado del zaguán y encendió un Caburito.
Del otro lado de la calle los árboles parecían haber envejecido. Estaban cubiertos de polvo y de una luz melancólica. Hipólito los había contado alguna vez y hasta había comenzado a ponerles nombres porque se parecían a las personas. A veces estaban tristes, a veces estaban alegres. Cambiaban de ropaje, cambiaban de humor, y un día morían como el plátano de la esquina que la primavera anterior no había florecido.
La señorita Adela apareció en la puerta e Hipólito se levantó de un salto, con el Caburito en la mano.
-¿Qué tal? ¿Cómo está usted?
-Mejor -dijo la señorita Adela con una voz algo frágil pero alegre.
Mientras se sentaban él pensó por qué habría dicho "mejor" y no simplemente "bien", pero se alegró de todas maneras.
Después hablaron del tiempo.
-Parecen las seis, ¿se ha fijado usted?
-Sí, es verdad.
-Sin embargo apenas son las cinco.
-Acabo de verlo. Las cinco.
Seguramente lo había visto en aquel notable reloj embutido en el campanario de un cuadro de la Chiesa di S. Magno a Legnano, en el comedor. El viejo era de Legnano, en la Lonibardía, según se lo había oído mil veces. Para ser exactos eran las cinco y cuarto, pero hablando así del tiempo no debían tomarse en cuenta los cuartos y apenas las medias.
A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que recordaba del viejo. Ahí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban cosas y uno se volvía cosa y tiempo también.
Volvió a encender el Caburito que se había apagado.
Según Hipólito, aquel otoño más que el recuerdo del verano, como sucedía casi siempre, resultaba un verdadero anticipo del invierno. No había sucedido como otros años, ese lento despliegue de signos y anuncios, sino que, de un día para otro, la luz se había empañado y el cielo parecía increíblemente lejano.
A propósito del tiempo se habló luego de las flores de marzo.
La señorita Adela se volvió un poco de costado, cruzó las manos, aquellas largas manos que se movían como mariposas de cera, y mencionó las caléndulas y las siemprevivas.
Hipólito, por su parte, habló con cierta erudición de las azucenas blancas y por supuesto de la violeta, que es emblema de la modestia. Bajo vidrio: tulipanes, espuela de caballero y ciclamen.
-También el ciclamen.
-El ciclamen, eso es. Mi madre decía ciclamino.
- ¿Ciclamino? ¡Qué gracioso! Es la primera vez que lo oigo.
-Ciclamen o ciclamino -dijo Hipólito distraídamente.
Pasó un grupo de muchachos con hondas y tramperas para gorriones. Trotaban por el medio de la calle en dirección de la usina.
Luego pasó la señora Amelia con el tul y el rosario en las manos. A veces se detenía a hablar de enfermedades o de la fiesta de San Isidro. Pero esta vez pasó y saludó simplemente.
Todavía estaban hablando del tiempo cuando apareció el camión de riego en la punta de la calle. Hipólito se removió en el sillón y miró la hora. Pareció que iba a decir algo divertido como lo del ciclamino, pero no dijo nada.
Era un camión rojo con un águila de bronce en la tapa del radiador. Hipólito se sentía bien sólo con verlo. Primero echaba el chorro hacia un lado y después hacia el otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado.
El camión aparecía en la punta de la calle cuando la luz trazaba una especie de visera sobre la vereda de los plátanos y se detenía un rato como para tomar aliento. Luego comenzaba a andar a los tumbos, igual que el viejo Nardi. Tal vez ahí estaba lo gracioso.
Cuando pasó frente a ellos detuvo el chorro de la izquierda y una mano salió y entró por la ventanilla. Entonces la pequeña echó a correr junto al camión y las voces y los ruidos se alejaron hacia el otro extremo de la calle como si aquellos blandos chorros de agua fueran borrando la tarde.
-Está refrescando, ¿lo nota usted?
-Sí -dijo la señorita Adela-, pero todavía queda buen tiempo.
-No sé esta vez -dijo él.
Y trató de pensar en el otoño anterior, aunque no estaba seguro de que fuese el anterior sino un otoño cualquiera.

Algunas tardes después Hipólito habló de la casa. No era un tema nuevo pero siempre que hablaba de la casa la señorita Adela parecía más animada.
Las copas de los árboles ardían en silencio pero la luz en la calle de tierra era cada vez más débil, un polvillo de miel.
Hipólito describió en primer lugar el pequeño jardín frente a la casa con los dos pinos como dos centinelas. La señorita Adela encontraba algo extraño que hubiese justamente dos pinos en un jardín tan pequeño pero con el tiempo le pareció una señal de distinción. Nada de canteros retorcidos, ni calas, ni plantas minúsculas que daban una impresión de desaliño y vejez. Después venía la puerta, que para la señorita se abría y se cerraba por sí misma en silencio, y el pasillo de luz penumbrosa y al fondo la cocina.
Hipólito se demoraba siempre en la cocina. Cada vez había un detalle nuevo que no había mencionado o que, por lo menos, había olvidado. Los dormitorios estaban al costado del pasillo y el hall a la entrada, naturalmente, sólo que Hipólito lo mencionaba en último término, después que había pasado el camión de riego, tal vez para que quedara la impresión de que recién entraban en la casa y no de que estaban a punto de salir.
-No será una casa notable -resumía invariablemente- pero creo que es una casa adecuada.
Y la señorita Adela asentía con los ojos entornados, aun antes de que comenzara la frase.Esta vez dijo además, después de un silencio:
-Me gustaría que la viese usted... alguna tarde de estas, por ejemplo.
-¡Oh, sí! -exclamó la señorita con un trino.
Y se volvió y miró al tío Hipólito que se había erguido en el asiento y soplaba la punta del Caburito.

Fueron pues una tarde a ver la casa.
Hipólito vino más temprano, aunque parecían las cinco por lo menos, y esperó en la vereda como de costumbre. Esta vez, en lugar de los caramelos, trajo un cartucho de pororó y una manzanita acaramelada. Era la época.
La señorita Adela apareció por fin en la puerta con una sombrilla en la mano aunque ya no era el tiempo de las sombrillas, es decir, el dulce y querido verano, cuando las cinco de la tarde son efectivamente las cinco.
La casa quedaba del otro lado del pueblo, después del molino. De manera que tuvieron que atravesar el pueblo en aquella luz polvorienta del otoño. La señorita Adela marchaba del otro lado de la pared, blanca y leve como una paloma, y parecía más divertida que nunca. Hipólito, en cambio, marchaba digno y compuesto como un notario o algo por el estilo. Un verdadero tío.
El gallego Correa los saludó desde el mostrador de la tienda El Mercurio y el señor Ferrer, con el invariable cigarro en la boca y el chaleco abierto, desde la puerta de El Imparcial. Cada uno en su calle y en su puesto parecía distinto, opinó la señorita Adela.
Hipólito, aunque no estaba muy seguro, asintió con la cabeza.
En la esquina de El Vencedor, bebidas y comestibles, tendió una mano a la señorita para ayudarla a saltar desde la acera de ladrillos húmedos y desparejos porque era muy alta.
Don ítalo estaba en la puerta del almacén con el lápiz montado sobre la oreja.
Y había otros vecinos sentados en los sillones de mimbre o en las sillas de paja.
Parecían todos contentos pero extrañamente quietos con sus sonrisas en esa hora inmóvil de la tarde.
-¡Vamos! Decídase usted -dijo Hipólito con cautelosa jovialidad.
-¡Qué gracioso! -trinó la señorita.
Y avanzó un pie y saltó.
Desde allí se veían las primeras quintas, el campo pelado y amarillo y al fondo el cielo de un celeste muy pálido. A la derecha, el molino, blanco como un hueso, y a la izquierda, el camino de cemento.
La señorita Adela reconoció la casa por los pinos. Era como ella la había imaginado. No exactamente como Hipólito había dicho, porque con lo que dijo se podían imaginar muchas casas con pinos y todo.
Atravesaron el jardín entre aquellos árboles oscuros y mientras Hipólito buscaba la llave reconoció cada cosa. El tronco firme y ceniciento de los pinos, las copas negras como surtidores de sombras, la cerca de madera y, a través de la cerca, la vereda de ladrillos.
Hipólito dijo a sus espaldas que aquí no era lo mismo porque no pasaba el camión de riego, ni la señora Amelia, ni enfrente estaban los plátanos erguidos como personas. Pero que de todas maneras sería lindo sacar afuera los sillones de mimbre y contemplar el campo pelado que mudaba de color como el mar, aunque nunca había visto el mar, y el camino de cemento y los grandes camiones que iban y venían cargados de ladrillos.
Quedaron un rato inmóviles mirando todo aquello y luego entraron.
Flotaba en la casa una luz pegajosa y la voz de la señorita Adela parecía sonar en todos los cuartos a la vez. Hipólito caminaba detrás y decía cosas oportunas un poco inclinado hacia adelante con el sombrero de fieltro en la mano.
En la cocina encontraron todo lo que había dicho y además una claraboya de vidrio armado y una gran mesa de pino. Al fondo había una huertita y la vieja parra de uva chinche que Hipólito había ponderado largamente. Los dormitorios eran recatados y simples y donde más se notaba el silencio, de manera que se justificaba que resultasen imprecisos. El hall, en cambio, parecía lleno de gente, aunque estuviera vacío, y uno pensaba en los amigos y en los días felices. A través de la ventana se veía un pino y una parte de la cerca y el camino de cemento largo y preciso que se juntaba a lo lejos con el cielo.
En fin, una casa adecuada, como decía el tío Hipólito. Y posiblemente notable después de un tiempo.

Regresaron en silencio por el mismo camino. Al doblar hacia el molino blanco como un hueso, la señorita Adela se volvió una vez más y miró los pinos.
En la esquina de El Vencedor, Hipólito saltó primero y le tendió la mano.
Saludaron a la misma gente en los mismos sitios.
Cuando llegaron a la calle de tierra apenas quedaba un mechón de tarde en las puntas de los plátanos. El camión de riego ya había pasado y por eso la calle parecía más oscura.
La señorita Adela permaneció un rato en la puerta, junto a los sillones vacíos.
Los chicos volvían trotando de la usina.
Hipólito miró la hora y comparó los días y estuvo a punto de hablar del tiempo. Pero ya eran las siete de la tarde, es decir, la noche.

La señorita Adela murió ese invierno.
Una tarde Hipólito esperó largo rato junto al sillón vacío. Pasó el camión de riego y la señorita no había salido.
Otra vez estuvo de paso, como quien dice, con un ramo de crisantemos, que era la flor del tiempo.
Y otra tarde cualquiera murió la señorita.
Vinieron unos parientes de Buenos Aires y otros de Rosario. Los hombres se abrazaban y se besaban brevemente y se hacían todos las mismas preguntas en voz baja. Cuando se reconocían parecía que iban a decirse grandes e interminables cosas. Pero pronto quedaban en silencio con las manos en los bolsillos y se hamacaban en puntas de pie o miraban el reloj mientras sus mujeres rezaban el rosario.
Después del anís se animaron un poco y comenzaron a hablar de cosas que recordaban a medias. Hipólito sonreía gravemente y completaba el recuerdo, nombres y sitios y sucesos de aquel pueblo, un poco sorprendido él mismo de que recordase tanta vieja historia.
Llegó el cura y sirvieron otra copita más. Entonces se animaron por completo y ahora recordaban nada más que cosas alegres. Por último llegó el plomero e Hipólito alejó a las mujeres, entornó la puerta y sostuvo las barritas de plomo.
La luz de los cirios era una luz amarilla como la del otoño y la lámpara de soldar zumbaba como el camión de riego.
Ahora veía el rostro de la señorita Adela a través de un óvalo de vidrio un poco empañado. Parecía realmente de cera y tenía aquel gesto en los labios la vez que hablaron del ciclamen o ciclamino.

La calle nunca había estado tan animada. De este lado las mujeres, negras y llorosas contra la pared de ladrillo. María y la cabecita morena en el rincón de los sillones. La señora Amelia con el rosario al frente. En el medio la negra hilera de coches con los caballos erguidos y brillantes. Del otro lado los vecinos y los curiosos, los chicos de los gorriones y por supuesto los plátanos.
Hubo un instante de inmovilidad y luego el cortejo se puso en marcha con un lento girar de ruedas.
Hipólito iba en el segundo coche con otros tres señores que en cada cuadra recordaban un nombre o reconocían una casa.
Cuando pasaban frente a El Vencedor el señor de la derecha preguntó por el viejo Nardi. Hipólito habló del viejo Nardi mientras pensaba en otra cosa a propósito de aquella esquina.
Apareció el molino y hablaron del viejo molino. Después trotaron sobre la ruta de cemento y se cruzaron con los camiones mientras a lo lejos giraban lentamente los dos pinos con la casa en el medio.
El señor de la izquierda preguntó a dónde iba ese camino. "A Irala", dijo Hipólito, aunque no estaba seguro si era a Irala o a Inés Indart o a cualquier otra parte porque jamás había pasado del cementerio.
A la izquierda aparecieron los primeros hornos de ladrillo. El humo trepaba derechamente hacia lo alto, señal de buen tiempo.
También por la izquierda, detrás de las columnas de humo, apareció por fin el largo murallón del cementerio y entonces los hombres callaron.

Los parientes se marcharon esa misma tarde. Se despedían de Hipólito como si éste no debiera marcharse también. Todos decían cosas amables pero imprecisas antes de partir.
La señora Amelia ayudó a acomodar las sillas y se fue a la hora de las campanas.
Entonces el tío Hipólito salió a la puerta y se quedó un rato mirando los plátanos.La calle estaba otra vez en silencio.
Ahora oscurecía a las seis y media y el verano parecía más lejos que nunca. En realidad, parecía que nunca hubiese existido el verano.



*Haroldo Conti. Una vieja historia de caminantes .
-FUENTE: El Rincón de Theodoro.
http://bloggy.com.ar/ypern.blogspot.com/archive/2006/08/29/5712.aspx




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