lunes, mayo 19, 2008
DUELE LA HUELLA DONDE HA ESTADO EL PIE...
Lucisombra*
Siempre mira atrás
la sombra
plegada
derrapa por los huesos
cuelga
en las cicatrices
de espaldas
La luz
está del otro lado
como un foco distante
un sol a quemarropa
Da voces de claridad
Escarba
con tenacidad de jardinera
La luz ama la sombra
La desea
Se goza
en el encuentro demorado
La sombra en el exilio
le ofrece sus aullidos
y deja huellas
como oraciones frescas
para que la alcance
*de Martha Valiente. puertopegaso@gmail.com
DUELE LA HUELLA DONDE HA ESTADO EL PIE...
Longevidad*
Los ancianos eran muy mayores, entre los dos superaban los 200 años. El recuerdo de su boda se difuminaba con la niebla del tiempo.
Hoy han comprendido el motivo de su longevidad y que ya no hacía falta seguir resistiendo. La vida había podido con ellos... ¿O fue la muerte?
*Joan Mateu. joan@cimat.es
LA OCTAVA MARAVILLA*
*De Vlady Kociancich.
15.
Ayer también escribí hasta perder toda noción del tiempo.
Hizo tanto calor que me parecía que Buenos Aires jadeaba del otro lado de la pared, arañaba la puerta, quería entrar. cerré las persianas de mi estudio para protegerme, sólo dejé abiertos los postigos. la luz de la lámpara era menos agresiva que la amenenaza de los seis rectángulos de claridad que cortaban las persianas como seis miradas terribles. No recuerdo haber comido nada. tomé litros de agua mineral y unas pavas de mate. El mate -como el cigarrillo- porque necesitaba compañía.
En algún momento se me ocurrió mirar el reloj, que desenterré de una pila de papeles.
No puedo leer, escribir ni pensar con un reloj encima, de modo que siempre estoy expuesto a perderlo, porque me lo quito y lo dejo en cualquier parte. Este es un Bulova muy sencillo, algo anticuado, sin calendario, ni cronómetro, ni hora en Ghana o Pekín, dispositivos que me parecen más adecuados a la muñeca de un robot que a la de un hombre. lo compré, por capricho, en el aeropuerto de Milán.
Deambulaba aburrido por los pasillos del aeropuerto mientras esperaba el avión, cuando vi el Bulova en un escaparate, recatado y muy digno, entre las luces bárbaras de relojes enjoyados, oblongos, triangulares, con letras góticas, con brillantes, de oro, de acrílico, digitales, gigantes, minúsculos, aplanados, esféricos, resistentes a la ingravidez, a la presión del mar. Y ahí estaba el Bulova, con su faz redonda, los números bien figurados, el fino aro de metal, la angosta correa de cuero negro.
Pregunté el precio. El vendedor, con la típica cortesía italiana que exhibe un empleado a la fuerza, mezcla de aburrimiento y de desdén, me informó que era el modelo más barato. Luego, en medio de un bostezo, agregó: "Veinte dólares". Y en seguida, la abulia abrió paso al enojo: "O quiere saber en liras, también".
Lo compré y paqué en dólares. Pero no me llevé el Bulova por intimidación. Largas temporadas de trabajo en Italia me han enseñado que esos aterradores cambios de humor en los nativos anda tienen que ver con las circunstancias ni la agresión es personal. Tampoco fue el precio lo que me decidió.
Desde que leí en alguna parte que a Leonardo lo maltrataron los Sforza (dato inexacto que tuve por cierto durante mucho tiempo), el castillo ducal y la ciudad que lo rodea me deprimen. Rara vez he salido de Milán sin comprarme alguna chuchería, gesto que traduzco a una especie de compensación póstuma por las humillaciones que no sufrió Leonardo, y un consuelo presente por el clima húmedo, el cielo gris y frialdad de los milaneses. El Bulova me levantó el ánimo ese día, y no he perdido aún el placer de mirarlo que sentí durante todo el vuelo, ni la memoria de mi alegría cuando al abrir las valijas en el hotel de Madrid, descubrí que el Seiko, que había marcado con precisión las horas de mis laberínticos itinerarios europeos, se había extraviado para siempre.
El Bolova marcaba las tres. Le di cuerda. El humo de tanto cigarrillo fumado se espesaba bajo la lámpara. El agua de la pava estaba fría y en el último mate flotaban unos palitos sueltos. Abrí las persianas.
La noche no había rebajado el calor. Las sombras de las plantas en el jardín tenían una inmovilidad de cosa muerta, de quietud por estrangulación. Alguien entró en la casa. Oí el golpe de la puerta de calle.
luego unos pasos de hombre, pesados y lentos. La noche era muy oscura y apenas pude distinguir una silueta que cruzó el jardín, una figura no tan bien recortada como el eco de los pasos, única prueba de que algo se movía en este mundo irrealmente detenido.
A painted ship upon a painted ocean. Un barco pintado en un océano pintado.
La similitud, que hoy me estremece, me encantó. Reclinado en la baranda del balcón, repetí varias veces esa línea del poema de Coleridge.
Eran las tres de la mañana. Me sentía exhausto pero no tenía sueño. También estaba triste. En casos como el mío, escribir alivia, pero también despoja. Salgo de los recuerdos a una especie de celda de algodón, a encontrarme conmigo, confidente pésimo, imbécil jactancioso que me aburre con sus pavadas, me humilla con su sensiblería.
La espalda me dolía, tenía el cuello endurecido, el estómago lacerado de tanto mate. Me arrastré hacia el living, me dejé caer en un sillón, traté de aflojarme y de dormir un poco. No pude. ¿Qué hacer? Debía elegir entre miserables opciones: la cama y el insomnio, o una caminata por calles pegajosas de calor, esquivando las bolsas de basura, arriesgándome a la interpelación de un patrullero, a la buca angustiosa en todos los bolsillos, cavidades exploradas por dedos que la presencia de armas y de uniformes vuelve insensibles al tacto de la cédula y en cambio sacan papelitos que uno baraja desesperadamente, pidiendo disculpas, ya seguro de la pérdida, ya viéndose en el Departamento de Policía (para colmo a dos cuadras de mi casa), hasta que la aparición de la tarjeta plástica, el yo-soy-yo, nos devuelve la confianza y la vida.
¿Un bar? Soy de esos tipos a los que un taburete solitario, codo a codo con otros tipos solitarios, frente a frente con un gallego medio dormido que pasa un trapo sobre la fórmica o el zinc, puede hacerlo llorar. Sentirse solo es una cosa. Verme en el espejo tramado de botellas de una barra, uno más en la fila de escolares patéticos que, vaso en mano, parecen aguardar que suenen los compases del himno y se proceda a izar la bandera, es otra. No los critico. Envidio el coraje de esos desesperados Narcisos que se miran en los charcos nocturnos de Buenos Aires. Cobarde para la soledad, me quedo en casa.
Mientras dudaba, me dormí. Y lamentablemente soñé.
Escribo el sueño con la incierta esperanza de aniquilarlo por revelación.
Soñé que me levantaba del sillón y salía a caminar. En el sueño también era de madrugada y me asombró encontrar a mis vecinos reunidos en el vestíbulo de la planta baja. Pero no me pareció extraño que a pesar del calor se abrigaran tanto. Agolpados en el corredor, envueltos en frazadas y ponchos, tiritaban y lloriqueaban. "Qué horas para una reunión de consorcio", me dije, irritado porque me costaba avanzar, porque el calor era insoportable y porque cuando inspiré para tomar el aire que me faltaba, el olor de la basura desgranada en la vereda me provocó un golpe de náusea. El muchacho loco estaba entre la gente que se apelotonaba junto a la puerta de calle. La sirvienta, en puntas de pie, intentaba abotonarle el cuello de un grueso sobretodo amarillo. El, suavemente, le apartaba la mano. Al verme, inclinó la cabeza, dijo: "Buenas noches, señor".
Quise responder al saludo. La vergüenza me lo impidió. Vi mis pies; estaba descalzo. Me palpé el pecho. Sólo tenía puesto el pantalón del piyama. Abochornado, me escurrí entre cuerpos vestidos, decentes, hacia la calle. Pero ahí también había una multitud, encogida y llorosa dentro de sus abrigos. A algunos los reconocí. El chico de la playa de estacionamiento, el panadero, el almacenero, el abogado inválido del quinto.
Un hombre sin camisa y descalzo no hace preguntas. Estaba tan sudado a pesar de mi desnudez, que deseé huir del contacto y de la vista de esa muchedumbre sofocada por ropa de lana y eché a correr en dirección a la Avenida de Mayo. La cantidad de insomnes me escandalizó. Fluían de las puertas, inundaban las calles. En Moreno, por que ahí no me conoce nadie, le pregunté a un gordo de guardapolvo blanco que se acurrucaba contra la cortina metálica de una farmacia:
-¿Por qué es tan corta la vida de un hombre?
-Hoy no estamos de turno -gritó con voz aflautada por el miedo.
Le señalé el cartelito.
-Ahí dice, domingo esta farmacia.
-Hoy no estamos de turno.
Busqué un policía para denunciarlo. Pero no encontré ninguno en aquella calle donde, aparentemente, estaba todo el mundo. "Ah, te molestan, te asustan, pero cuando los necesitás, no aparecen". Harto de la busca, me metí en un bar de la Avenida de Mayo.
Ni un alma adentro, salvo el mozo que, con sombrero de fieltro, bufanda y guantes de lana, lustraba muy tranquilo una coctelera. me moría de sed. Pedí una tónica. El mozo parecía estar al tanto, así que pregunté:
-¿Por qué es tan corta la vida de un hombre?
-Es primero de mes. La gente cobra el sueldo y dispara a gastarlo.
Un repentino griterío me hizo salir del bar. La muchedumbre se arracimaba en abrazos entrecortados, miraba al cielo.
Vi que blandamente, sin ruido, sin víctimas, como una ciudad expuesta al fuego, Buenos Aires se desmoronaba. La Avenida de mayo, como un gran río en una inundación monstruosa, absorbía el derrame de las rojas calles afluentes, la cúpula del Congreso se hundía majestuosamente en el horizonte, con todas las luces encendidas bajo las claras estrellas de febrero. Y una ciudad ya hecha, una ciudad tallada como un diamante, se elevaba simultáneamente del líquido incendio de la otra, en un milagro de tiempo enhebrado al ojo de la aguja con exactitud matemática.
Que la gente, suspendida conmigo y a salvo, en una llanura de nada, aullara de terror, me enfureció. Nadie iba a morir, pero lloraban preocupados por sus pequeñas vidas de un día, lloraban ante la revelación de que se habían soltado y caían los pilotes de su salvaje aldea lacustre. Yo lloraba también. Pero mis lágrimas eran las de un hombre que ha pasado la mitad de su vida encerrado en una celda subterránea y a quien dejan en libertad un día de sol. Lloraba deslumbrado por la luz, por el espacio abierto, por la admirable, extranjera cara del futuro, puertas afuera de mis límites.
Nunca fui tan feliz como en ese instante de mi sueño. La ciudad era un caleidoscopio. Eché a correr hacia mi casa, cubriendo con pasos de kilómetros y de segundos, ese maravilloso túnel de cristales. Corrí. no sé cuánto ni cómo, sin marca de veredas ni otras señales que mi instinto. De pronto refrescó el aire. Oí un trueno. Empezaba a llover.
Bajo el viento y la lluvia, la ciudad nueva se empañaba. El camino se entorpecía de viejos edificios sobrevivientes. Me perdí. Sentí infinito alivio cuando en una esquina vi al farmacéutico. Estaba junto a la cortina metálica, quitándose el guardapolvo blanco. Gritó:
-En la vida de un hombre, que es muy corta...
No quise oírlo. Muerto de frío y desnudo, llegué a mi calle, México. No había vecinos en la vereda. Sólo el chico de la playa de estacionamiento me esperaba.
Ilusionado, lo saludé.
-¿Qué tal? ¿Cómo te fue en Berlín?
Señalo mi casa. ni una luz en las ventanas, ni una voz. Nadie. Supliqué:
-¿No vas a decirme cómo te fue en Berlin?
-En la vida de un hombre, que es muy corta...
Me cubrí los ojos con la mano. cuando la retiré, el chico se había ido. Crucé por fin la calle, entré en la casa.
Ahí estaba la blandura de la vieja escalera de mármol, el jardín que temblaba bajo los golpes de la lluvia. Y el horrible silencio.
Me metí en el ascensor. Y cuando apreté el botón de mi piso, el ruido de los cables que izaban la jaula despaciosamente me estremeció. Reconocía el ruido peculiar, una vez amigo, del ascensor de casa.
Una mano se apoyó levemente en mi hombro. Me di vuelta. Era el loco.
-En la vida de un hombre, que es muy corta -dijo su voz serena- no duele lo que se ha perdido. Duele la huella donde ha estado el pie.
Me abrió la puerta del ascensor para que yo saliera. La idea de encontrar todo como lo había dejado -el agua en la pava, los palos de yerba flotando en el último mate- me aterró. Le rogué que me acompañara. Sonriendo, negó con la cabeza.
-Ah, no puedo. Yo soy mi propia huella.
Entré. Me vi acostado en el sillón, me vi dormido. Grité. El grito me despertó. Una mano sacudía mi hombro suavemente.
Inclinada sobre mí, estaba Alicia Martínez.
-Soñabas -dijo.
-¿Qué hora es?
-Las nueve.
-¿Cómo entraste?
-Con tu llave. Toqué el timbre, pero no contestabas. Me diste la llave. Me dijiste que viniera a las nueve. que te esperara aquí. Me dijiste a las nueve. Son las nueve.
-¿De la mañana?
-De la noche.
-Tengo problemas con el tiempo -dije.
Y sin otra palabra, casi sin transición alguna entre pesadilla y mujer, atraje a aquel cuerpo hermoso y carente de historia hacia mi cuerpo dolorido, me hundí en ella, en Alicia Martínez, en la muchacha de la estación de Villa del Parque, le hice el amor sin gusto, desgarrándome, arrancando a besos y caricias la humanidad de su carne, penetrando, devorando, marcando con boca, mano, sexo, la única, verdadera forma del mundo para este hombre desconsolado que creyó haberlo perdido.
*Fragmento de La Octava Maravilla. Seix Barral. Biblioteca Breve-
Espirales*
Espirales
.....ruedan por los ojos
los ojos se derraman
por las paredes del miedo
y el miedo en el medio
......medio miedo
tormenta y locura
una nueva esperanza
silenciada de ausencias
.....y manos
.........sin ojos
que suben
.......y ojos / sin tiempo
que ya no quieren / trepar
por su abandono
y con las mismas manos
estrangulan / la noche.
*Copyright © Dante Schettini. dante.sch@gmail.com
Copyleft: Se permite su reproducción, sin modificaciones, siempre que no sea con fines comerciales y manteniendo, en todos los casos, el presente texto.
http://zonamutante.blogspot.com/search?updated-max=2007-12-02T16%3A33%3A00-03%3A00&max-results=4
Prosapia*
Los dioses mayores dan los dioses menores.
Los dioses menores dan los dioses mortales.
Los dioses mortales dan las civilizaciones.
La madre de los dioses es la amante de los poetas.
*de Horacio C. Rossi.
-Enviado para compartir por Verónica Capellino veroaleph@hotmail.com
CORREO:
Por Horacio*
Acompaño en la lejanía el dolor por la pérdida de Horacio, con quien compartimos unos pocos mails a lo largo de estos últimos años. Vaya mi apoyo y solidaridad para su familia.
Un abrazo
*Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es
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