jueves, mayo 08, 2008

Y LAS PALABRAS SE ME ATRAVESARON EN LA GARGANTA...


I*



Algunos pensarán que es el ensueño
que agita sus alas endiabladas / pero
yo tuve otro cielo
No era un cielo de azules ondulantes
ni de ojos amarillos
ni de nubes
era un cielo amasado
con siglos de silencio
un amasijo de noches
ardiendo en el osario
de una cripta milenaria / dulce atrocidad
de lo imperfecto
húmedo aliento de la sombra
pavoroso amor / exacerbado
candor de lo siniestro.
Yo tuve otro cielo
no este / azul / marítimo / impecable
con sus estrellas que brillan a lo lejos
sino un caos de voces encendidas / soplando
desde el fondo de los vientos
alarido de imágenes
que vuelven
desde la hondura / infinita
de los tiempos.
Si / yo tuve otro cielo
no esta pesadilla que entumece los huesos
sino una boca abierta
al beso
tormentoso
de lo negro.



*© Dante Schettini. dante.sch@gmail.com

-El otro cielo. Buenos Aires, 19 de julio de 1991.
-Fuente: http://elmutante-elotrocielo.blogspot.com/







Y LAS PALABRAS SE ME ATRAVESARON EN LA GARGANTA...






Crónicas del Hombre Alto (nº 40)




VEINTICUATRO MINUTOS DE SILENCIO*



"Un cortado", contesto y, apenas el mozo se aleja, vuelvo a abstraerme del bullicio del bar en el que me he refugiado huyendo de la lluvia. Me concentro de nuevo en el paisaje de la calle, en el vaivén nervioso de los transeúntes que, enmarcados fugazmente por los enormes ventanales, realizan apresuradas maniobras para evitar los efectos del súbito temporal que ha agrisado la mañana.
El estrépito de una taza al romperse contra el suelo en el otro extremo del salón me lleva a desviar la mirada por unos segundos hacia el interior del bar. Al hacerlo, mis ojos chocan en forma imprevista contra una pareja que está sentada en una mesa cercana a la mía. Me asombra verla, o más bien comprobar con tardía lucidez que ya estaba allí cuando llegué. Mis ojos miopes me tienen acostumbrado a jugarretas sensoriales de este tipo; sin embargo, intuyo de inmediato que aquí hay algo más, algo que excede mis dificultades visuales. Porque si bien es cierto que no había visto a la pareja, no menos cierto es que tampoco la había escuchado. Sí, esa es la cuestión: no los he escuchado hablar. Por reflejo, miro mi reloj. Calculo que debe hacer unos cinco minutos que estoy aquí. Cinco minutos durante los cuales ese hombre y esa mujer no han emitido un sólo sonido.
El mozo me trae el café. Le echo azúcar, lo revuelvo, bebo un sorbo.
Miro de nuevo hacia la calle pero no logro desentenderme de mis vecinos. Me pongo entonces a observarlos con discreción. Él está recostado levemente en el respaldo de su asiento. Ella, en cambio está apenas inclinada hacia adelante, las manos sobre la mesa, a ambos lados de su taza. Los dos están
mirando hacia afuera, a través del ventanal. Tienen toda la apariencia de esas parejas que salen los sábados por la mañana a pasear por el centro.
Treintañeros, estimo.
Termino mi café y miro la hora: siete minutos. No hay caso; la pareja no pronuncia siquiera monosílabos. Me viene a la memoria una película argentina con Pepe Soriano que vi en mi adolescencia, más concretamente una escena terrible en la que el matrimonio está cenando en medio de un silencio
tan exasperante que se vuelve casi una presencia más en la mesa. Recuerdo haberme quedado azorado, preguntándome cómo una pareja podía llegar a semejante grado de descomposición. Pienso también en un cuento mío (que al final nunca terminé de escribir) en el que la protagonista decide separarse la noche que va a cenar con su marido y descubre que, si no conversan entre ellos como lo hacen las otras parejas que están en el restaurante, es sencillamente porque ya no tienen nada que decirse.
Abandono las digresiones cinematográfico-literarias y regreso al ahora: doce minutos. Trato de imaginar el porqué de ese silencio tan desolador. Podría pensarse que los abruma un problema tremendo; quizás la existencia de un familiar enfermo, o la noticia reciente de una tragedia que los golpeó muy cerca. Pero no. No es preocupación ni tristeza lo que emana de esos rostros. Tampoco dolor. Podría pensarse entonces que están peleados.
Tal vez discutieron un rato antes de que yo me sentara a dos metros de ellos. O tal vez se están reencontrando después de una discusión para reconciliarse y han descubierto que no podrán hacerlo. Pero no, tampoco es enojo lo que revelan esas facciones imperturbables. Es tedio, un profundísimo, insondable tedio.
Quince minutos. Entiendo que no tienen ninguna obligación de hablar (no soy yo precisamente la persona más indicada para cuestionar la escasa locuacidad ajena). Pero se nota que están desinteresados el uno del otro, que no disfrutan de su mutua compañía. No se toman las manos, ni se sonríen.
Su silencio, entonces, no queda redimido por el goce callado de ver llover juntos.
Diecisiete minutos. Recuerdo un caso similar del que también me tocó ser testigo involuntario. Era otro bar, otra ciudad, y era de noche. En la mesa contigua había una pareja que casi no hablaba. El hombre estaba entretenido mirando un teléfono celular presumiblemente nuevo y se limitaba a hacer cada tanto algún comentario sobre las virtudes del aparato. La mujer le contestaba con desgano, ostensiblemente aburrida. Recuerdo que, en un momento dado, ella levantó los ojos y se encontró con los míos. Debió haber adivinado que me parecía atractiva, porque desde ese mismo instante empezó a
desplegar los gestos propios del coqueteo inconsciente: juguetear entre los dedos con el colgante que adornaba su garganta, retorcerse la punta de los cabellos como al descuido, acomodarse la melena con un movimiento suave de la cabeza. Cada tanto se volvía con disimulo hacia mí; era evidente que clamaba por una mirada masculina que la devolviera a su condición de mujer deseable. No parece, sin embargo, el caso de la pareja que tengo ahora cerca de mí. No se miran entre ellos, pero tampoco miran a nadie.
Diecinueve minutos. Conozco parejas que, de tan sociables, dan la impresión de no querer estar a solas el uno con el otro. Es como si necesitaran imperiosamente la presencia de los demás para no hastiarse, para no tener que afrontar el riesgo de un encuentro sin máscaras. Me pregunto si será ésta una de ellas, y la verdad es que me cuesta imaginarlos charlando animadamente con alguien, o riéndose a carcajadas en medio de un grupo de amigos. Hay un aura de inocultable fastidio con la vida o consigo mismos que ronda sobre sus cuerpos inmóviles.
Veintidós minutos. La lluvia ha cesado. Los paraguas se cierran y la peatonal recobra el aspecto que presentaba media hora atrás. Llamo al mozo.
La pareja, no. ¿Entonces no entraron, como yo, para guarecerse del diluvio?
El tomar algo en un bar, ¿formará también parte de sus salidas? Parecen estar allí sin la más mínima convicción, sin saber muy bien el motivo.
Quizás sea esta su rutina de todos los sábados por la mañana pero, en ese caso, ¿por qué la reiteran? ¿Qué invisible pero inflexible mandato los obliga a cumplirla, si es evidente que no la disfrutan?
Pago. El mozo comenta risueño algo acerca del clima y se va. Miro mi reloj: han pasado veinticuatro minutos. Espío por última vez a mis vecinos.
Por un momento, especulo con la caprichosa posibilidad de esgrimir una excusa endeble sólo para hablarles y poder oir sus voces. El pudor me obliga a desechar la idea de inmediato. Me pongo de pie, paso junto a ellos. Salgo.
Frente a la puerta del bar, un hombre cruza la calle de manera imprudente y el conductor que casi lo atropella le dedica una reprimenda soez. El peatón retruca el insulto y sigue su camino como si nada.
Comienzo a remontar la peatonal, sintiendo que me sumerjo lentamente en un mar surcado por otras, muchas, infinitas, irreparables variantes de la incomunicación.




*de Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@ciudad.com.ar







La nueva vida*




Ya no pudo aguantar más. Vivir de esa manera no era para él, por lo que tomó la decisión de cambiar de vida.

Fue al altillo y sacó dos enormes maletas de cuero que había usado en contadas ocasiones y las abrió sobre la cama. Con parsimonia, pero con decisión, como si se tratara de un rito, fue metiendo en ellas todas aquellas cosas a las que había otorgado algún significado. Lo querido, los recuerdos, lo imprescindible. Una vez llenas, las cerró preguntándose por qué las maletas siempre quedaban pequeñas.

Tomó una con cada mano y bajó la escalera. Una vez en la acera paró un taxi. "A la Estación Central" dijo y contempló el paisaje que iba pasando a su lado como intentando gravar en su memoria cada una de las calles, plazas y fuentes que iban sucediendo por la ventanilla del vehículo.

Cuando llegó a la estación se dirigió directamente al andén 4. El tren estaba detenido engullendo personas y equipajes. Se acercó a la puerta del séptimo vagón, lanzó las dos maletas dentro y dando media vuelta regresó a su casa a vivir su nueva vida.



*Joan Mateu. joan@cimat.es









LA OCTAVA MARAVILLA*



*De Vlady Kociancich.



11



Durante algunos años fui correctamente feliz.
Mi doble personalidad de escritor y abogado me permitía zafarme de las trampas que ya sólo por hábito colocaban los otros a mi paso. Cuando mi jefe en el estudio jurídico preguntaba por qué razón no ambicionaba un puesto más brillante, yo sonreía melancólicamente, extraía mi cédula de identidad literaria. Cuando la familia y los amigos me pedían noticias de la obra, declaraba que la creación es un proceso lento y solitario, les recordaba mi necesidad de ganarme la vida, de respetar el horario de Tribunales.
Me casé con Victoria. Compramos esta casa. Cómo olvidar el día en que la visitamos.
Llovía a cántaros. Victoria, impaciente, sin quitarse el impermeable rojo, con el pelo tan negro, las mejillas húmedas de lluvia, un suéter celeste y el verde de sus ojos más verde que nunca, aleteaba como una diminuta ave del paraíso por aquellas habitaciones sombrías que olían a tierra mojada.
apenas entramos, le dije:
-Es muy grande para dos personas.
-Traje la plata de la seña -contestó riendo y sin mirarme.
-Una oportunidad única -se apuró a decir el vendedor. Era un hombre de unos cincuenta años, enorme y panzón, de cara redonda y bonachona, entristecida por un violento resfrío. Los estornudos y la necesidad de mostrarse jovial para vendernos el departamento lo obligaban a una serie de piruetas grotescas que me habrían divertido mucho si no hubiera sentido pena por él y algo de miedo de que me contagiara la gripe.
-El precio es una ganga. Cinco dormitorios, dos baños, cocina, sala, vestíbulo.
Y abría la boca en una sonrisa gigantesca, cuadraba los hombros, sacaba panza, señalaba esas ruinas oscuras.
-Espacio, luz, buena ubicación y...
Y un desgarrador estornudo. La bocaza invertía su curva, gemía, la mano buscaba el pañuelo, se limpiaba la nariz, doblaba el pañuelo, mientras los ojos lacrimosos lo miraban con infinita tristeza antes de guardarlo en el bolsillo, luego se posaban en nosotros dos, cargados de llanto enfermo y congoja.
Esos cambios de expresión eran tan rápidos y diestros, que desde ese día hasta que firmamos el boleto de compra, lo llamé Las Dos Carátulas.
Las Dos Carátulas insístia:
-No se va a arrepentir, joven. Por supuesto, hay que ponerle unos pesos encima. O sea, una manito de albañilería, un toque de plomería, un llamado al carpintero, alguna pincelada acá y allá. Pero dónde va a conseguir un departamento en pleno centro, o sea, con semejante capacidad habitacional, al precio que se pide.
-Me parece muy grande -repetí.
-No es tan grande -dijo Victoria- si pensamos en tener chicos. Vos necesitás una pieza para escribir la novela, también. Y mucha tranquilidad.
-Ah -exclamó la Comedia-, si es por tranquilidad, le firmamos una garantía. Los vecinos son gente mayor. O sea, viejos al borde de la tumba. ¿Las ventajas? Punto número uno: el anciano tipo cuida el centavo, o sea, que no los van a arruinar con las expensas. Punto número dos: con la edad disminuye la capacidad auditiva. O sea, ustedes ponen música, y los viejos como si nada. O sea, tienen el saludo asegurado para la mañana siguiente. Punto número tres...
-Igual ya la compramos -lo interrumpió Victoria.
Y me sonrió.
-Yo sé cómo va a quedar, cuando se limpie y se arregle y todo eso. Hermosa.
-O sea, que nos va a llevar unos cuantos meses y unos cuantos pesos -suspiré, echando un vistazo al largo canal del pasillo, a las puertas y más puertas, que exigían reparación con alaridos.
-Tenemos la vida por delante -dijo Victoria.
Me tomó del brazo y empezó a arrastrarme en dirección a las piezas del fondo. Las Dos Carátulas estornudó, sacó el pañuelo, se sacudió de pies a cabeza, quiso hablar, no le salió la voz. Encorvado, temblando, dijo que nos esperaría en el vestíbulo.
El brillante impermeable rojo de Victoria flotaba delante de mí por el pasillo en sombras. Lo seguí, extendiendo los brazos como un sonámbulo, hacia una oscuridad aún más gruesa en la que entramos, Victoria rectamente, yo en zig-zag. Choqué contra el marco de la puerta.
-¿No hay luz?
-Arruina el efecto. Vos cerrás los ojos y los abrís cuando te diga.
Sus pasos se alejaron. Oí un ruido de metales oxidados, luego el estrépito de la lluvia.
-Ahora -dijo.
Abrí los ojos.
Una luz de plata sucia, cribada por la lluvia, iluminaba a mi mujer. Si no hubiera estado enamorado de ella, me habría enamorado entonces. La alegría y el orgullo la encendían como una antorcha en la costa desolada de ese cuarto sombrío. Un brazo rojo señalaba al balcón. Yo la miraba a ela. Sentí que en Victoria convergían todos los fuegos: el de un faro en la bruma, el de una aldea en plena jungla, el de una tienda en el desierto, el de una cabaña en la nieve, el de una estufa de gas en una casa de Buenos Aires, de este hombre, de esta mujer y de sus hijos. Victoria, Victoria, yo te amaba.
-Mirá, Alberto.
Ahí estaba lo que justificaba -mucho más que los ciento treinta metros cuadrados, más que la ubicación privilegiada, que los vecinos sordos- la inteligencia de su decisión. Había un jardín.
Un jardín encerrado entre paredes de cemento. Pero a pesar de la lluvia era el lujo inesperado, en este barrio de veredas sórdidas y conventillos siniestros, de un jazmín del país, una hiedra, un cerezo, una estrella federal, un hibiscus y, emergiendo lánguida y firme de un rectángulo de gramilla, una palmera.
-¿Te das cuenta? ¡Un jardín con palmera!
Y se echó en mis brazos.
-Pero Victoria, estás llorando.
-Estoy llorando de felicidad. Debe ser el jardín. Debe ser por el jardín con palmera. No lloro más, ves, no lloro.
Y no lloraba. Los ojos verdes resplandecían ahora. Tenía esa facilidad para pasar de una emoción a otra, que yo envidiaba por que me costaba seguirla. Todavía la consolaba, preocupado y triste, cuando me ordenó, riéndose:
-Ahora me medís bien esas ventanas. Te traje el metro.
¿Tenés donde anotar? ¿Dónde está el vendedor? Seguro que nos puede dar un plano. Ya vengo. Apurate.
Y desapareció. Con el metro que Victoria me había puesto en la mano, me acerqué al balcón.
Victoria tenía razón. El jardín era tan raro como hermoso. Jazmines, hiedras, cerezos, son comunes. Tampoco hay nada curioso en una palmera. Lo raro era verla ahí, entre esos muros grises. La belleza del jardín conmovía porque era obra de la misteriosa perseverancia de los vegetales contra el cemento, la estrechez y la falta de cuidado. Con una terquedad casi humana, el viejo jazmín, la rosa china, la hiedra, trepaban buscando la luz.
Miraba la palmera de Victoria -no alta y esbelta, como se la adjetiva inevitablemente sino desgarbada, ásper, mutante geométrica si la comparo con el roble, el fresno, el álamo, los árboles que a mí me gustan- cuando oí el gemido.
Era una larga, sostenida queja de labios cerrados. Un lamento de sonido puro, sin vocal, sin aire. Me incliné sobre la baranda del balcón. El jardín estaba desierto.
Apenas me asomé, empezó a llover de nuevo, con furia. Una catarata de agua se volcaba sobre el jardín. Durante unos segundos el temporal me impidió oír otro ruido que el de los golpes asestados a persianas abiertas, las plantas flageladas por el viento. Luego, otra vez el grito.
Alguien se lamentaba en algún lugar del edificio. No era llanto ni alarido. Era una interminable ene que viboreaba, como una cinta de dolor, en el hueco abierto entre el jardín y el cielo.
Nacía en un punto invisible, se extendía, se entrelazaba con la hiedra, trepaba la palmera hasta perderse allá en lo alto, y luego reemprendía el camino sinuoso, aterrador en busca de la casa. Una marcha que expresaba, desconsoladamente, todo el dolor del mundo.
Pensé en un cuerpo retorciéndose en una cama, la boca y los ojos sellados. pensé en un cuerpo doblado sobre unamesa, la cabeza escondida en el pecho. Pensé en un cuerpo de pie y contra la pared, aplastándose contra ella, tratando inútilmente de sofocar el grito. No podía decir si ese grito provenía de un hombre o de una mujer. pero no dudé que fuera de soledad y de locura, de impotencia y de horror.
Cuando por fin cesó, me sentí como si despertara de un sueño. Seguía asomado al balcón, tenía las manos aferradas a la reja, medio cuerpo bajo la lluvia. A pesar del frío, estaba acalorado de miedo. El grito no se repitió. me sequé torpemente con el pañuelo, cerré las persianas y fuí en busca de Victoria.
Ni Victoria ni el vendedor habían oído el grito. Los dos me miraron con asombro. Victoria habló de mi imaginación, dijo que yo escribía novelas. las Dos Carátulas temía un regateo. No insistí.
La casa le gustaba a Victoria y se había enamorado de la palmera. A mí, una vez que transigí en mudarnos de Villa del Parque y vivir en el centro, me daba lo mismo. Me pareció infantil asustarme de un grito. E hice bien en disimular mi temor supersticioso, porque como todas las supersticiones, murió de muerte natural en los días felices que siguieron a aquel día de lluvia, a aquel gemido, a aquella casa deprimente. Victoria tenía razón. Los obreros, los muebles, las cortinas, las flores en los balcones, los libros en los estantes, mi estudio, el color de las telas nuevas, la pulcritud doméstica, convirtieron el páramo que compramos en un hogar cálido y hermoso, admirado por la familia, envidiado por los amigos.
En relativamente poco tiempo, Victoria, enérgica y hábil, completó el cuadro que me había pintado. Sólo dos pequeños detalles borraría del diseño original: no quiso tener hijos y la única vez que volvió a mencionar la palmera se rió de su cursilería.
En cuanto al grito que oí entonces, se repite de tanto en tanto, sobre todo en verano, cuando dejan las ventanas abiertas, y me acongoja menos. Es el lamento de un pobre muchacho enloquecido, a quien ni la familia, ni los médicos, ni el sanatorio donde pasa largas temporadas, pueden arrancar del viaje en círculos emprendido hace años.
Un día, el portero me lo señaló. Venía caminando desde el jardín, apoyado en el brazo de una anciana. Es un hombre joven, de cabello castaño y ojos hermosos y muy tristes, alto, delgado, pero con el paso aplomado y flexible de un jugador de tenis. La mujer, baja y rechoncha, muy fea, de cara decidida y amarga, es la única muestra de su enfermedad. La mano del muchacho se aferra al brazo de ella, se deja guiar como un ciego: Viste bien, aunque su ropa tiene algo vagamente pasado de moda, difícil de precisar, una elegancia extranjera, propia de los reclusos, de los enfermos crónicos. El portero me dijo, con su habitual indignación:
-Ahí como lo ve, es un loco orgulloso. No se da con nadie.
Involuntariamente, lo miré cuando pasó a mi lado. El también me miró. La serenidad que había en esos ojos encarcelados me desconcertó. Yo esperaba el reflejo vidrioso de la locura, una crispación muscular en la cara, una boca sin forma. Nunca la sonrisa que, a pesar de la sombra d su irremediable prisión, como el agua que rodea a una isla, era derecha y lúcida. Nunca la cortesía con que inclinó la cabeza y dijo:
-Buenos días, señor.
Quise responder al saludo y las palabras se me atravesaron en la garganta.




*Fragmento de La Octava Maravilla. Seix Barral. Biblioteca Breve-






*

Apreciadas amigas, queridos amigos,


El número 83 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL “Estrella Errante”, edición Abril/Junio/2008, puede ser ya consultado en nuestra página de internet www.euroyage.com en el link:

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CONTENIDO:
Poemario: Poemas. Mario Markus
Ensayo: Tomás Carrasquilla. Harold Alvarado Tenorio
Narrativa: Los eunucos inmortales. Oswaldo Reynoso
Austria: Poemas. Peter Paul Wiplinger

La edición impresa de XICóATL # 83 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail en la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).

Cordial saludo,

YAGE, Verein für lat. Kunst Wissenschaft und Kultur.
http://www.euroyage.com/
Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
TEL + FAX: (++43) 662 82 50 67




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