viernes, junio 01, 2012

ESCONDIDOS ESPEJOS, DE UN MAR A DESCIFRAR...


*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu


*

Con tus ojos de azul profundo
Llego a las fronteras del universo
En ellos viajo por lugares de infinita belleza
Colmada de alegría y entusiasmo
Allí transito enérgica y sin tapujos
Por los océanos de tus mares
Intrépida y sin oleajes de temor
Transito las aventuras de sumergirme
En los colores del arco iris
Y vuelo por lugares que conozco
A través de tus palabras, tus experiencias.
En ese azul tan intenso que endiabla tu mirada
Posa en mi piel
Un pentagrama inusual y poco frecuente
Es el tibio color de tu mirada
La que exorciza el infierno de recuerdos
Entre tú y yo
La distancia mece la monotonía
Con una sinfonía de románticas luces
Y aquí estoy yo
En el fogoso vapor de tus imágenes.

*De Azul. azulaki@hotmail.com





ESCONDIDOS ESPEJOS, DE UN MAR A DESCIFRAR...





DETERIORO*



Acabábamos de cenar. Hacía tiempo que lo notaba raro. Lo miré. Observaba la televisión con desidia, como si no le interesase pero necesitara esas imágenes ficticias. Bajé los ojos. Me fijé en una miga de pan que había en su plato. Al caer sobre el líquido de la lombarda se había hinchado. Junto a esta había otra; seca, más pequeña. Me pareció estar en un cuarto oscuro; revelaba una fotografía y la imagen iba apareciendo. Éramos nosotros. Él, el trozo pequeño, seco, había perdido esponjosidad y grosor. La hinchada yo, que parecía haberme nutrido con el agua violeta. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.
Cogí el plato y lo llevé a la cocina. Tiré las migas a la basura y encima las cáscaras de plátano, pero seguía viéndolas. Saqué restos de comida que puse sobre ellas. Al levantarme, él me miraba desde el marco de la puerta. Se iba a dormir.
Sentada en el sofá imaginé cómo íbamos transformándonos. Ahora era yo la pequeña, la que había perdido esponjosidad y grosor, y él, el trozo hinchado, nutrido con el agua violeta. Luego, yo volvía a ser la hinchada, y él la reseca. Éramos dos migas de pan que se iban consumiendo, cada una a su manera.


*De Eva María Medina Moreno. evamedina_moreno@yahoo.es





*


Romper con la estructura del lenguaje.
Paso. A mi no. También agarrar el aire con la mano.
Ocupar espacios . Tomar por sorpresa a la idea.
Que le peguen al pronóstico del tiempo.
Chocar de frente . Nirvana unplugged en New York.

...

Trajinar las categorías. Pensar en el encuadre.
Y sentirse solo.
Como siempre. Como nunca.

Sé que hay un limbo.
Nada como Stanley Kubrick.
Pero la odisea en el espacio tiene la nave llena.


Por ahi hoy le pegan y vuelve la niebla. Que se yó.
Huele a nube muchas veces hoy.


*De Maria Florencia Tous. florencia.tous@hotmail.com







 INTERSECCIÓN*



En puntas de pie, tratando de hacer el menor ruido posible para no despertar a su esposa, el señor Caraffa vuelve del baño, apaga el televisor, se descalza, acomoda ordenadamente sus pantuflas junto a la mesa de luz, desprende el botón del pijama que le oprime el vientre, se introduce en la cama, apaga el velador, se acurruca entre las sábanas, cierra los ojos, piensa una vez más en su obligatoria concurrencia del día siguiente a la Dirección Impositiva y, al cabo de unos pocos minutos, se queda
profundamente dormido.
Durante casi seis horas, su descanso transcurre en absoluta calma. Hacia el final de la madrugada, sin embargo, su mente se interna en los sutiles pasadizos de un sueño inquietante. Son las siete de la mañana y él aguarda de pie en una vereda. Todavía está oscuro y una niebla desvaída recubre la ciudad, vistiéndola de un gris contagioso. Frente a él se levanta imponente el edificio de la Dirección Impositiva, una construcción monstruosa que intimida con sólo mirarla. Doscientos pisos -ni uno más, ni uno menos-, una mole gigante de vidrio y cemento. Intenta escalarla con los ojos pero le resulta imposible: la cima de la torre está muy alta, perdida en el cielo, más allá de la niebla.
Mareado, el señor Caraffa baja la vista. Un murmullo creciente ha comenzado a envolverlo. Como en una peregrinación mística, miles de personas acuden al lugar desde todos los puntos cardinales. De un momento para otro, sin darle tiempo a reaccionar, una marea descomunal de gestores, abogados, contadores, escribanos y contribuyentes lo arrastra y lo desplaza hacia el interior del edificio. Adentro también está oscuro. Unos pocos tubos fluorescentes aislados no alcanzan para anular el imperio de las sombras y del gris. Sin saber muy bien cómo, queda ubicado en el medio de una cola interminable.
Tiempo después -¿minutos? ¿horas?- llega su turno. Detrás del mostrador, un hombre de bigotes lo atiende con gesto cansado y reclama sin palabras la entrega de un formulario. El señor Caraffa no lo ve. De alguna manera sabe que el hombre lleva bigotes y que tiene el gesto cansado, pero no lo ve. No puede verlo porque sólo sus manos se recortan bajo la luz blanca que acribilla el mostrador. El torso, el rostro, permanecen anclados en la sombra. Urgido por el ademán, el señor Caraffa se apresura a extender el papel solicitado y lo desliza suavemente a través de la hendidura horizontal de la ventanilla. Al recogerlo, el empleado se inclina levemente hacia adelante y con ese sólo movimiento expone, por fin, el resto de su cuerpo al campo de luz. Efectivamente, usa bigotes y su gesto es de cansancio. Sobre
el bolsillo superior izquierdo de su camisa, a la altura del corazón, porta un carnet verde esmeralda que lo identifica. Casi sin querer, el señor Caraffa posa sus ojos en el pequeño rectángulo plastificado y, ante su enorme sorpresa, comprueba que en el mismo está escrito su propio nombre. La foto -blanco y negro, fondo blanco, 2 x 2- corresponde sin dudas al hombre que lo está atendiendo, pero el nombre que figura a su lado es, inapelablemente, el suyo.
El señor Caraffa mira a su alrededor como buscando una explicación. Al hacerlo, descubre que todos los presentes, sin excepción, poseen una tarjeta colgada del pecho. Con invencible curiosidad, toma entonces la identificación que preside el bolsillo superior izquierdo de su propia camisa, la hace girar hacia arriba, tuerce el cuello hacia abajo y a pesar de la incómoda posición alcanza a leer, al lado de su foto, el nombre "Rogelio Salinas". Abre la boca para ensayar una protesta, pero justo en ese momento se despierta.

Con un movimiento automático y certero de su mano, el señor Salinas acalla la molesta alarma del reloj. Todavía sobresaltado, abre lentamente los ojos y se queda unos segundos mirando al techo.
-Qué notable- murmura entre dientes, mientras las últimas sensaciones del reciente sueño se van diluyendo de a poco.
-¿Qué notable qué?- pregunta su esposa, incorporándose en medio de un bostezo.
-Nada. Soñé que me llamaba Caraffa.
La mujer emite un gruñido indiferente y se dirige al otro dormitorio para despertar a los chicos. Agobiado de antemano por la triste perspectiva de otra agotadora jornada laboral, el señor Salinas abandona la cama.
Acariciándose mecánicamente el bigote, maldice por enésima vez a la Dirección Impositiva y suspira resignado, pensando en el trajín que le espera esta mañana detrás del mostrador.


*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009






*



Perro que muerde su manta con ojos de amor y soledad.
Mira su nada. Mi patio. Le dirá también que se conocen de otra vida.
Huérfana de la idea budista zen. Sinestesia que le dicen.
Me voy a morder el patio.
Creo que solo me queda la tierra.


*De Maria Florencia Tous. florencia.tous@hotmail.com







La redondez del recuerdo*



*Por Juan Forn


La parte más difícil, desde que mi madre se quedó ciega del todo, es cuando me dice, o se dice a sí misma: "No veo el momento en que se me pase de una vez este problema en los ojos". La otra parte, en cambio, es mágica. Cuando acepta que nos sentemos afuera, si el clima da, y cerremos los ojos y adivinemos los sonidos a nuestro alrededor ("¿Oís los pajaritos? ¿Oís el mar? No, eso es el viento. Tratá de oír atrás del viento"), o cuando me deja ponerle un concierto en la radio, en lugar de Hanglin, y acepta a regañadientes la consigna: que deje a su mente vagar. Siempre trae algo extraordinario de esas derivas mentales. Ayer, cuando me senté a tomar el té con ella (la dejo sola mientras escucha el concierto, es una ceremonia privada), me preguntó si me acordaba de Vittorio Segre, lo que me lleva a pensar que se pasó a Hanglin en cuanto me fui y estuvo escuchando por radio el escándalo del mayordomo del Papa, porque Vittorio Segre, para ella, es sinónimo de bambalinas vaticanas. La historia es así: el padre de Segre
estaba muriendo de cáncer de garganta en su casa de Turín cuando su esposa le envolvió el cuello en unas medias blancas de mujer. El cura había traído esas medias. Pertenecían a la hermana Pasqualina, una monja que había sido ayuda de cámara del papa Pacelli y que se decía que obraba milagros. El padre de Segre por supuesto murió, a pesar de las medias de la hermana Pasqualina, y lo que venía a continuación era la parte que a mí más me había fascinado de su relato.
Mi padre y yo conocimos juntos a Vittorio Segre en una reunión que hacían todos los fines de año al mediodía, en un exquisito departamento racionalista en la avenida Alvear, unos italianos con los que él estaba relacionado laboralmente. Con los años esa relación había virado a otra cosa (de hecho, mi padre empezó a llevarme a mí desde que cumplí catorce), pero seguía teniendo lugar una sola vez al año. Mi madre no iba nunca, pero se acordaba de los cuentos como si hubiera estado ahí. Vittorio Segre apareció en una de ellas porque justo estaba de visita en nuestro país. Había hecho la Segunda Guerra como oficial británico, así nos lo había presentado nuestro anfitrión. Integraba el famoso Regimiento Palestino, compuesto por judíos italianos y de otras nacionalidades que habían desembocado en Palestina a causa de la persecución racial (así fue como me enteré de que los italianos de esa reunión eran judíos; mi padre no me había dicho nada).
Segre había sido fletado en barco a Palestina desde Trieste, a los quince años. El padre lo llevó hasta el puerto y no volvió a verlo hasta el fin de la guerra, siete años después. Segre estuvo primero en un kibbutz, después se enroló en el ejército británico, lo mandaron a una estación de radio en Egipto y luego acompañó el desembarco aliado en Italia. En mayo de 1945 entró en su pueblo del Piamonte en un jeep del ejército, vistiendo el uniforme británico. Italia acababa de ser liberada. En cuanto Segre frenó el jeep frente al portón de su casa, se empezaron a juntar curiosos a su espalda.
El padre de Segre había sido el alcalde del pueblo y el hombre más rico de la región. Tanta confianza le tenían que, en la Primera Guerra, cuando él partió de voluntario, los hombres del pueblo lo siguieron. Pero cuando la guerra se prolongó y la gran mayoría de aquellos hombres no volvió, y el alcalde en cambio sí, lo culparon a él de la desgracia. El padre de Segre terminó vendiendo sus tierras y trasladándose con su mujer y su hijo a la ciudad. Todo el período fascista lo vivieron en Turín. El padre de Segre, como muchos otros judíos italianos asimilados, se afilió al partido por el mismo sentimiento patriótico que lo había hecho alistarse de voluntario en la Gran Guerra. Había más de dos docenas de generales y almirantes judíos en el ejército de Mussolini. Segre creció pensando que defendería la patria tal como lo había hecho su padre, hasta que se sancionaron las leyes raciales de 1938 y su padre pagó las mil libras esterlinas por su visa a Palestina y lo dejó en el puerto de Trieste. Luego dejó a su esposa en un convento cerca del pueblo donde había sido alcalde y procedió a camuflarse en la única
identidad que creyó que le garantizaría la supervivencia: se hizo buhonero ambulante. Se dejó crecer la barba, nunca dormía en el mismo sitio, vagaba por las aldeas de la montaña, orbitando siempre en torno de su pueblo. Tres veces lo arrestaron los alemanes, tres veces lo soltaron, cuando el prefecto local avisaba que era uno de ahí, un débil mental, inofensivo. Los mismos que lo habían expulsado del pueblo le resguardaron la vida.
Con la llegada de los aliados, el padre de Segre pasó a buscar a su mujer por el convento para instalarse con ella en la única posesión que le quedaba, su palacete en aquel pueblo. En el convento se enteró de que su esposa había abjurado del judaísmo y abrazado la fe católica. De ahí las medias de la hermana Pasqualina. La historia no termina ahí. Muerto el padre, la madre le anuncia al hijo que quiere conocer Palestina. El hijo la lleva. En uno de sus paseos por Jerusalén, ella descubre el pequeño convento de las Hermanas de Sión. Adora ese jardín secreto, que al fondo tiene un pequeño cementerio. Descubre que esas monjas son, como ella, conversas del judaísmo. Descubre que el convento fue erigido por un banquero judío francés convertido al cristianismo. Comienza a aprender hebreo con ellas. Encuentra
en esa versión de la religión un equivalente a su mundo interior, por primera vez en su vida. Pide permiso para ser enterrada allí. Se lo conceden. Allí yace, desde entonces. Así remató su historia Vittorio Segre aquel mediodía de fin de año, en aquel departamento racionalista de Buenos Aires.
No lo sabíamos ese día, pero Segre contó toda su increíble historia y la de sus padres en un libro que salió primero en italiano y luego él mismo tradujo al inglés. Esa edición le envió a mi padre por correo, meses después, porque en ese idioma habían tenido toda su conversación (Segre no hablaba español, mi padre no hablaba italiano). El libro se llama Memories of a Fortunate Jew. An Italian Story. Para Primo Levi y AB Yehoshua es un gran libro. Para mí también. Segre habla brevemente en el libro del cura que
recuerda mi madre. Cuenta aquellas otras dos anécdotas que conforman su recuerdo total de Vittorio Segre. En una, el cura predica desde el púlpito contra la concupiscencia de las chicas del pueblo que se subían a las Lambrettas de sus novios cuando éstos las invitaban a pasear ("porque de esos paseos, hermanos, van dos pero vuelven tres"). En la otra, cuando le llega la hora postrera, se hace enterrar en su iglesia y no en el cementerio, porque después de una vida de reumatismo quiere "pasar la eternidad en un lugar seco y tibio". Escucho las dos anécdotas de boca de mi madre. Ella sonríe para sí misma cuando llega al final, satisfecha de la redondez de su recuerdo. Yo le devuelvo la sonrisa, aunque ella no la pueda ver.



*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-195340-2012-06-01.html







CUENTOS DE LA REALIDAD





La Sinfónica de los tilos*



*Por Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com



Tiene dos horarios de actuación. También dos prolongadas funciones que no se agotan con el aplauso, el más rotundo porque trata  del silencio consagrado por los abonados al placer, una legión casi en extinción. Una complicidad circunstancial, como el milagro de la vida. Así pensaba asomado al cierre de ese 2003.

Los tilos son altos, están alineados frente a la casa por una de las calles fronteras. Son orgullosos y devuelven agradecidos, al caer la tarde y durante la transición con la madrugada fiel, un suave aroma de aromos. Exhalan casi copulando  con esa música alrededor, concluyendo en un orgasmo fuerte, penetrante, celestial.

Los ejecutantes son zorzales varios, una extensa  y numerosa familia y especies diversas que no distingo si no es por sus tonos.

Se congregan y seguros de tener la sala colmada, desgranan la música de los trinos que se deslizan sobre heladas y lustrosas superficies verdes, fruto del rocío que todavía llega para quedarse, dispuesto a no perder un sonido. Es que se cuentan historias de vuelos perdidos y encontrados.

Los tilos exhaustos pero felices contienen residuos rumorosos. A veces inventan brisas leves, que suenan como coros lejanos, complacidos con un festejo que se repite cada día. Yo asisto a todos los que puedo, claro.
Esa tarde noche, Yon quien llegó como las noticias, sin anuncios, había estacionado el Alfa gris concesionado por la grácil propietaria, sin apuros a la vista; vale recordar que, ella, dispone otro Alfa bermellón y convertible, estirpe que cuenta con un solo ejemplar en el país –que se sepa- el suyo.

El vasco, con el hermetismo adherido su marca de fábrica, desalojó bártulos del baúl. Armó la parrilla, por supuesto sin consultar y mucho menos recoger opiniones sobre el asado de tira, única opción y la ensalada, misteriosamente transportada en recipientes que ocultaban de indiscreciones, sabores de contrastes, según aromas que se deslizaban al pasar. Docto, me dijo casi con desdén.

- Este es un acontecimiento imprescindible para mantener la identidad – me quedé con la boca abierta y una luciérnaga traviesa y trasnochada casi me investiga sin pedirme documentos.

Además tiene significado, no como el amor – allí mi asombro claudicó porque no había bebido suficiente, como para justificar asombro y confusión. Pero el vasco siempre es propietario (yo inquilino) de lo inasible.

Un don que tal vez deviene de la historia. Los pueblos que se ubican en las alturas (vascos por ejemplo) suelen ser hoscos, parcos e invasores de los que moran en las llanuras (negociadores perpetuos). Quizás con esto justifico mi cobardía; mi reticencia a protestar cada vez que él lo hace (invadirme), amparándome en el afecto inexplicable.

Lo cierto es que presté atención –en realidad lo único cierto- a la caja de Malbec “El Portillo de Salentein”. Sucede que Malbec es nuestro DNI en vinos y una lágrima furtiva se escurre cuando uno coteja la cruda imposibilidad que ofrece una realidad blindada. Afortunadamente Yon me distingue, como mecenas de la buena mesa, tanto como para que no lo olvide.

En síntesis, el poder de convocatoria que dispone esa uva, para mí, sobre todo lo que destila su aroma frutal, puede hacerme parpadear como la espalda pecosa de la mujer dorada, un mapa arrasador para explorar el sur de su cuerpo. Agradecí en silencio el recuerdo y el presente, preservado en esa caja de cartón rugoso, pergamino de una fragante aristocracia nacida en el valle del Uco.

El vasco, en esa individual decisión, como todas por otra parte, traía el buen pasar en la ausencia de apuros
–al contrario de mi famélica militancia en la necesidad -, como prueba estaban los delicados cortes de quebracho colorado, elegidos como de una muestra precolombina en Zurbarán, para organizar el fuego y las vísperas. Las copas de cristal rojo jugaban reflejos paridos por las chispas, como una cometa intermitente en el cielo del vino.

- ¿Que te trajo y a quien vas a traer, si se puede contar? – me atreví.

- A “hermosa”, respondió con impavidez y naturalidad, a prueba de cualquier perturbación. Eso volvió a provocarme un espasmo indefinible.

¿Qué quiere? – pregunté, cuidadoso.

-Consultar – fue su extensa explicación.

- ¿Tal vez el índice Merval? -, quise ironizar sobre el móvil del visitante, habitante de los “barrios costeros” del arroyo “Las Perdices”, zona buena para todo, menos para vivir. Pero en este país, entre otras cosas que no se eligen, está el lugar del arraigo. “Vivir se puede pero no te dejan”, profetizó alguna vez Tato de América.

- La necesidad es la misma en cualquier geografía, sólo cambia la calidad y el motivo – refutó Yon.
- Convengamos – dijo, luego de aprobar el primer sorbo del melodioso Malbec – que las urgencias, si las hay, no tienen dueño -, agregué como débil protesta.

¿Que cuestión de estado puede originarse en el Barrio San José?, más que la sobrevivencia, pensé, visto la escasa y nula intención y atención con que siempre los distinguió el estado de turno. Siempre fueron útiles para cantar y movilizar, en realidad servir a los “caudillitos”, también de turno, aunque el turno, como se ve, resulte excesivo y tenga derivaciones no deseadas por eso inquilinos indeseables del poder.

- Vos pensás más de lo que decís -, acusó con la severidad de un fiscal, compungido y, para peor, honesto.

- Por lo menos démosle una oportunidad, como a la paz, según Lennon. Hablando de oportunidades pensé en que, a mi la carne me gusta “vuelta y vuelta” y este asunto podría prolongarse y poner en riesgo la oportunidad.

“hermosa” luce gallardo, pese al tiempo, cala anteojos sobre su tez oscura. Porta un bolso azul que, cuando abre, permite ver la Beretta en su funda. La faca en la otra, como parte del equipaje diario que lo acompaña.

Vivir es un  oficio, predijo Pavese. El pelo cano y su paso acompasado lo llevan y lo traen a y de su romances clandestinos, como la vida, en este caso la suya.

Me ignoró al entrar, pese a tratarse de mi casa.

Tiempo, carne, vino  y después, se dirigía a Yon entre bocados y sorbos. Es bueno para eso, también, pese a su pasado poco grato, para mí por supuesto.

- Damiani está de vuelta -, le contó al vasco, dando por seguro que era un dato público.
- ¿El que te baleó en el almacén? -, preguntó Yon, como si nada.
- Ese -, respondió “hermosa” seguro del seguimiento. Su tono nordestino le hace morder, además, las palabras.
- ¿Y que pensás hacer? - , deslizó el bilbaíno.
- Vine a consultarte -, dijo el otro – porque los de “narcotráfico” me dijeron  que me quede tranquilo, que van en cualquier momento, a la casa, y lo “limpian”.

- ¿Y cual es la consulta entonces? -, el sarcasmo no resultó audible para el visitante, ocupado en “pelar” una costilla, no sé si jugosa.
- Que no quiero -, dijo, para agregar dubitativo – por lo menos en la casa, tiene chicos y eso no me gusta –fue su pudorosa explicación.

Me colgué de la impunidad. Me hamaqué en el absurdo. Miré desde la cima de derechos. Pensé en los humanos y los otros. La moralina del poder, respecto de la “poli” y el clon de vida y muerte que se negocia en cada barrio del suburbio.

-Te repito, voy a decir que nó -, más se habló para consigo que para nosotros, pero la decisión le costaba.

- ¿El sabe que se equivocó con vós? – lo ablandó.

- Mirá la cosa fue así: aquel día llegué a mi casa, dejé el auto en la puerta, entré y no cerré. La mesa estaba lista, casi al lado del portón. Yo tenía un inquilino que puso un almacén y ese medio día se había ido.
Damiani entró y me madrugó. Empezó a gritar, pidiendo la plata, como mi familia estaba en la casa, quise tranquilizarlo y, si podía, ganarle de mano. Yo tenía la pistola en la espalda y cuando me moví, fue tarde. El primer tiro me lo puso en la panza -, exhibe la cicatriz como si fuera una escarapela, que lo surca , alcancé a sacar la Beretta y le tiré, pero ya no estaba bien. Casi me lleva puesto; fue  hace tres años. El tipo se perdió por un tiempo largo, pero después empezó a volver a la casa Tiene familia. Nunca nos cruzamos, pero supo, enseguida,  que se equivocó -.

- Tal vez estaba “dado vuelta” -, lo animó el vasco.

- No lo creo. Pero también supo que yo era “vigi” y no le puedo dar la ventaja de que lo vuelva a intentar.

- ¿Porqué ? -, fue plañidero, cándido y persuasivo, el vasco.

- Porque me avisaron los vecinos que ha vuelto a pasar por mi casa y en una de esas...  repite. Yo no lo puedo “limpiar”, porque “pierdo” -, fue su explicación. Hamlet dudó algo más que “hermosa”, extraño apelativo el suyo, pero ciertos códigos de las “fronteras móviles”, son un misterio más.

- ¿Y que puedo hacer por vos? -, fue solícito Yon.

- Vos conocés gente adentro y afuera, asegurate que no le metan mano a Damiani, no me fío de ellos, y se que a vos te lo pueden garantizar.

El vasco siguió hablando en voz baja.

Mucho no me interesaba.  Conocer del oscuro mundo de las cuentas impagas, no estaba en mis planes.

Pensé de que depende una vida en ciertas ocasiones y con ciertos personajes. Lo que las mayoría ignoran, les permite dormir en paz (¿?).

Puse la copa de Malbec, como una lente y vi la luna, casi pura y asombrada.

La oración miente: no es igual aquello de “en la tierra como en el cielo”, tanta serenidad arriba, para tanta confusión abajo.

Le tomé la temperatura: justa.

Me levanté rumbo a la parrilla; la última costilla me llamaba, parecía la de Adán, por lo simbólica.

En el camino bebí el penúltimo sorbo y los dejé ... para lo que hay que oír ...  
  





A pedir de ojo*



Los labios, coágulos de color,
                 
                       tarde roja.

Se hamacan en miradas,

escondidos espejos,

de un mar a descifrar.




*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com




*

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