domingo, junio 10, 2012

SIN NUDOS DONDE GUARDAR UNA PENA O UN RUGIDO...


*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.




*


Un dolor

cambiante

como una lluvia

que no daba

su fulgor.

Una razón

que urge

una caricia

que persiste

entre la luz

y la cordura

que no llegó.


*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
-Lluvia de marzo. Colección de Poesía  ÍCONO nº4. Editorial Ciudad Gótica.






SIN NUDOS DONDE GUARDAR UNA PENA O UN RUGIDO...





*


Pedí un deseo.


Que tu tren me alcance y no se detenga.

Y se deshagan las ciudades, y me atraviesen tus campos.


Lejos de la mansedumbre de mis calles.

Con el hambre de mis ganas custodiando las tuyas.


... En esa repetición azarosa de entrar y salir de mí.

Hasta que duela separarnos.


Y tu fragancia genere carencia.

De qué.
De vos


*De Graciela Tubino. gtubino@fibertel.com.ar






*

Quisiera dormirme en el palacio de tu imaginación y que me mires tanto que suenen tus ojos y tu mano apenas y más que la piel saborees mi sueño, de princesa no, de mujer. Vos hombre me atravesás con tu pelo como nieve cálida. No me das un beso príncipe para despertarme, sos mi rey y estoy despierta  para vos detrás del velo de la noche. Que me sueña dormida.



*de Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com






EL DESVÍO*

A Carlos Melidoni



*De Juan Carlos Cena. ferrocena2011@gmail.com



"El tanque de agua es lo más alto", decía cuando fui por primera vez al desvío. Lo comparaba con la señal, aunque nunca los había medido. No es que polemizara con alguien. Lo que sucedía era que el tanque de agua del desvío se presentaba a mi vista como algo vigoroso, algo de mi preferencia. Un grueso caño descollaba de su cuerpo como un brazo robusto que se doblaba en el codo, le colgaba una manga raída, dando la sensación de cercenamiento.
Ahora no se usa más, sólo un goteo pertinaz cava un hoyito entre las dos vías. Ahí beben los pájaros del monte. Las locomotoras de vapor no aplacan más su sed en el tanque del desvío.
Transitan otras, las locomotoras diesel. Pero el tanque está ahí, monumental. Regaba al pueblo, daba de beber a los pobladores y al ganado, aquietaba los médanos que rodean al pueblo. Digo pueblo: un almacén de ramos generales, una carnicería -matadero, un galpón que funcionaba como taller mecánico, el herrero arreglaba arados, rejas, varas de carro, armaba tranqueras, reparaba todo, era un ramos generales metalúrgico. La estafeta de correo funcionaba en la misma oficina de la policía, y contiguo, un
dispensario de primeros auxilios. Casas de ferroviarios no existían. El único personal ferroviario asignado vivía en la misma pequeña estación de ese desvío.
 Mi viejo no se movía para nada del cuadro de la estación. No practicaba vida social alguna en el pueblo, no concurría al boliche, a pesar de saber los diagramas fijos de los trenes y tener tiempo de sobra. Los  momentos por esos lugares eran anchos y largos, y siempre estaban disponibles. Así y todo, el viejo no quería alejarse. Estaba atento a las campanillas o al repiqueteo del telégrafo. Se apartaba, pero la distancia la medía con el oído. Por las tardes, orillando el pueblo, aparecían hombres silenciosos de
a pie o a caballo, como si fueran un desprendimiento del monte, eran los puesteros y peones de las estancias. Digo, ni siquiera en ese momento tomaba distancia, porque a mi viejo le gustaba escuchar a esos hombres. Era un buen oidor, degustaba la palabra del otro como si fuera un buen vino: entornaba
los ojos y clavaba la rendija de su mirada en los labios del paisano para no perderse ni un gesto
 -Puede arribar uno fuera de horario, como el tren de auxilio, un aguatero, uno especial, y yo justo estoy en otro lado, no puede ser -me aclaraba.
 Yo comparaba la altura del tanque con la señal de distancia, lo hacía a las tardecitas, cuando mi viejo iba colocar el farol de kerosén a las dos señales, la de media y larga distancia. En ese recorrido de un kilómetro de ida y otro de vuelta inventaba juegos. Uno era una rayuela muy particular.
No podía marcarla con tiza en el piso, pero durmientes y rieles ayudaban a la imaginería. Saltaba con la pierna izquierda sobre dos o tres durmientes y brincaba con la derecha sobre el riel de ese costado, uno, dos, tres, y arriba, tenía que hacer equilibrio tras el brinco, sino perdía; repetía con la derecha el salto también sobre los durmientes y con la izquierda saltaba sobre el riel izquierdo. Luego, dando trancos largos tomaba impulso y brincaba: uno, dos, tres, cuatro y cinco durmientes, y el rebote con las dos piernas, y en medio de él gritaba "¡cielo!". A veces caía taloneando sobre un durmiente engrasado, y me daba flor de culazo sobre el balasto (piedras), otras, saltaba cerca de mi viejo y le garroneaba las alpargatas.
Se daba vuelta carajeándome, simulando enojo, y gritaba: "¡Diablo, dejáte de joder!" (de chico me decían diablito). Al llegar a la señal nos parábamos debajo de ella, mi viejo trepaba para colocar el farol en la muesca donde se cambian los colores, bien arriba.
Mientras, con la mirada desde abajo contaba los escalones de la escalera, los memorizaba. De regreso jugaba al equilibrista. Intentaba hacerlo sobre el riel, pero no podía. El viejo me tomaba de la punta de un dedo.
 -No mires la vía, chambón. Yo la miraba y, ¡zas!, un resbalón y la peladura de un tobillo.
 Él repetía: -No mires la vía. -igual, otro resbalón, otro raspón-. Sos huevón, cuando se anda en bicicleta no se miran los pedales. Siempre hay que mirar más allá de las narices. Esta era una recomendación doble. O si o:  -El buen jugador de fútbol juega con la cabeza levantada, es elegante, no mira la pelota, el tacto del empeine le va diciendo como va la cosa, no se le escapa la cueruda.
 Al llegar a la estación, al atardecer, contaba la sombra del tanque de agua con mis pasos. Hacía trampas. Las sombras a esa hora son largas. Quería que el tanque le ganara a la raquítica señal.
 Mi viejo era relevante de estación, categoría correspondiente al Departamento Tráfico. Relevaba a un compañero que trabajó quince días corrido o más, y luego otro lo reemplazaba, y así. Le llevaba en el tren de carga o en algún mixto (mitad carga, mitad pasajero), la ropa y cosas que mi vieja colocaba en una valija-canasta, junto a una carta trabajosamente escrita, que el viejo devoraba. Estaba tres o más días, según; cuando volvía el carguero o el mixto, el viejo me embarcaba de nuevo rumbo a casa.
 El pueblo estaba rodeado por un monte cerrado, un arenal atrincheraba ambos. En los días de vientos todo se opacaba. Se andaba con un pañuelo en el rostro para filtrar el aire, el cuerpo encorvado y la cabeza gacha, como topando ráfagas. El viento era caliente. Cerca estaban las salinas del norte de Córdoba. Más de las veces esa brisa era ventarrón que se elevaba por sobre los montes acarreando arenilla con pequeños granos de sal. Arena y sal. Todo era sofocante en esa bóveda arenada. Se andaba por las calles sólo por necesidad. Así era la vida en el desvío.
 Al calmarse el viento, aparecía la vida en patios y veredas, perros y cristianos salían de su encierro, los pájaros remontaban vuelo. Cuando el sosiego era pleno, mariposas, abejorros, avispas, langostas y otros insectos surcaban viboreando la brisa como un retozo. El tanque de agua se mostraba generoso, surtía agua como nunca, la gente regaba todo, hasta las comisuras de las calles, que eran arenosas.
 Mi viejo baldeaba el pequeño andén, limpiaba la arenilla depositada en las palancas de las señales, las engrasaba, y después las probaba. A la noche sacaba los catres fuera de la habitación, que era un horno. Aparecían otras preocupaciones: una, las vinchucas. Tendía mi catre fuera del alero de la estación, entre sus tejas anidaban esos bichos, que de noche se descolgaban a beber sangre y a dejar su picadura maldita. Mi viejo cubría el catre-cama con un mosquitero, yo trataba de resistir esa envoltura. Era inútil cualquier rezongo, las recomendaciones de la vieja se cumplían enteramente.
El viejo era un acatador disciplinado, sabía de sus largos rezongos. Ja, mira si regresaba con una picadura o machucón, pobre mi viejo con mi vieja.
 Me acostaba boca arriba, el cielo se presentaba bajo el tul del mosquitero azul, color ceniza, cuadriculado; éste deformaba todo: a las estrellas les limaba las puntas, al brillo lo esmerilaba, y a mí se me escabullía el cielo, era horrible esa turbidez. Al dormirse el viejo, llegaba el destape.
Ah, la brisa suelta y el cielo libre, la frescura y el rocío.
 La otra preocupación era el burro. Sí, un burro que andaba de noche. De día se escondía en el monte, era cimarrón.
 -¿El burro? -le dije a mi viejo.
 -Sí, el burro. Tira mordiscones -me contestó. Al verme la cara de incrédulo comenzó toda una explicación.
 -Aquí no hay chocos (perros), la gente no quiere tenerlos. No tienen qué comer ellos, menos para un perro.       
-¿Y? -le contesté con un ademán y la mirada.
 -Por este desvío circulan trenes de pasajeros que van al norte, a Tucumán, y otros por el ramal a Catamarca. Al pasar, desde la cocina del coche-comedor tiran desperdicios, es la hora de la cena. Antes, cuando había perros, recorrían un buen trecho la vía, era una fiesta perruna. Como te dije: hoy, nadie repone perros, se fueron acabando. Apareció este burro, de lomo muy gris y de panza muy blanca, tarasconeador y pateador, muerde de puro traicionero, hay que tener cuidado. Es salvaje. Me miraba el viejo, vaya a saber qué cara tendría yo, pero él continuó dándome explicaciones:
 -Ahora él hace el recorrido que antes los perros disfrutaban. Vive en el monte. Sale de noche, o después que pasa el tren de pasajeros. Si es un carguero o el tren aguatero o el de auxilio, ni se asoma -el viejo ya me asombraba de nuevo, nos tenía acostumbrados a esa invención. De la nada, como ahora, ¡zas!, un cuento.
 -Con decirte que sabe los horarios de los trenes de  pasajeros -dijo sin pestañear. Lo miré como diciendo: "dejáte de joder viejo, cómo va saber este burro los horarios, si los burros son lo más burro de los animales. Si cuando yo no sé algo me dicen burro, y ahí no más me sobo las orejas, por si me crecen".
 -Es verdad, ya vas a ver cuando pase el rápido.
 Pasó el rápido. Al rato se asomó el burro en la punta del andén. Comenzó a caminar despacio por el medio de la vía, indolente cruzó por enfrente de la estación, se perdió en la noche. A la madrugada regresó con la panza que se le reventaba. Parecía una burra preñada. Retornaba por el medio de la vía,
casi pisando sus huellas. Al cruzar el cuadro de la estación dobló y se metió en el monte. Lo vi varias veces. Me miraba de soslayo, como zorreando.
Ni apuraba el trote ni lo hacía cauteloso, tranqueaba con seguridad.
Vinchucas, viento salado, el burro, el tanque de agua y su estatura, y la señal de distancia, flaca y alta, parecía un esqueleto de fierro, con un brazo verde que a veces se volvía rojo. Ése era el desvío, como tantos otros.
 -¿No te aburrís viejo? -le dije un día.
 -No, yo siempre me ando acompañando...
 -¿...?
 -Sí, conmigo y con ustedes. Nunca estoy solo -quiso explicar.
 -¿...?
 -Bueno, ya entenderás algún día.
 Terminaron esos viajes y los relevos de mi viejo, lo ascendieron. Mucho tiempo después, pero mucho, vino lo que vino: al ferrocarril lo pararon.
 Viajando rumbo al norte, no hace mucho, por la ruta 9, recordé el desvío.
Ahí no más me aparté del camino, tomé una carretera provincial Y llegué al desvío aquél. Ya no era el mismo. El pueblo estaba abandonado, la estación era una tapera, los yuyos cubrían el andén, las palancas de las señalesaparecían cubiertas por un montículo de arena grasosa; el tanque de agua no tenía más agua, ese brazo vigoroso ya no goteaba más, el color que le dio majestuosidad se volvió cáscara de óxido, y la señal de distancia perdió los colores. El monte avanzaba, los médanos desdibujaban las calles. El avance del arenal emparejaba todo, con bravura batallaba con el monte disputando espacios. Sólo un viejo muy viejo vivía en la casa de ramos generales abandonada. Era el herrero. No lo reconocí en un principio. Vivía esperanzado de que alguna vez regresara el tren. Caminamos por el pequeño pueblo abandonado. Me contaba las historias de los que vivieron allí. El cementerio desapareció, el monte lo devoró. Llegamos a lo que fue la estación. Me acongojaba al ver esas ruinas, mis recuerdos se tornaban
nubosos.
 De repente, el asombro: las vías estaban sin yuyos, limpias. Como si alguien, o la cuadrilla de catangos (peones) de vías pasaran todavía carpiendo los pastizales para evitar los patinajes. Los rieles se veían
medio oxidados, pero nítidos. Caminé hasta el cambio del desvío y observé que para el norte y el poniente, estaban libres de pastos, los durmientes a la vista y los cables de las señales limpias de enredaderas rastreras.
 No salía de mi asombro. Este viejo muy viejo apretó sus ojos hasta hacerlos rendijas, enfocó esa abertura en mi rostro y escrutó ese asombro.
 -Es el burro -dijo. Después de muchos años puse la misma cara que a mi Viejo cuando me nombró a ese asno por primera vez.
 -Sí, es el burro. Vive en el monte. Está todo gris, como canoso, es muy viejo, -dijo el viejo y continuó- todas las mañanas sale a carpir la vía; al regresar, pasa frente a donde vivo, se detiene, me mira, intenta rebuznar y no puede. Parece un quejido ese intento. Pero yo sé qué quiere decir. Porque tengo la misma esperanza que él: esperamos el tren...





*


hay momentos
pequeños como una lágrima
como los ojos vulnerables de un
pájaro en silencio


*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com






MI BODEGA*
  

Descolocadas, algunas rotas, el líquido derramado y seco; botellas de muerte y olvido. Otras, con moho por fuera, cerradas con tapón de corcho y plástico duro. Selladas, bien selladas, el vino picado desde hace tantos años. Unas, llenas de horas vacías, de palabra afónica, embrutecida.
Algunas, las limpio, las coloco en el mejor sitio, donde nada las dañe, para quitarles el tapón y oler; oler creyendo que volveré a enamorarme.
Botellas, cada una con su etiqueta, cambiada o superpuesta; la del amor por la del hastío, encima la del odio. Las del dolor, tristeza y rabia, tumbadas boca abajo. Muchas, sin tapones, abiertas, y el líquido mezclándose: pena, miedo, placer.


 *De Eva María Medina Moreno. evamedina_moreno@yahoo.es







Mentiras*


A Ana, que salvó la vida de Thomas de Quincey
                y a Monelle y a todas sus hermanas.



Podría mentirte, decirte la verdad,
contarte por ejemplo
que soy un escritor que se conforma
con un humilde puesto de trabajo.

Podría decirte la verdad, mentirte,
confesarte que soy un simple obrero
que a ratos se atarea en los papeles
ansiando componer un verso hermoso
o elaborar un cuento.

También podría descubrirme,
decirte que no soy más que un farsante
que finge ser una de esas dos cosas,
un actor secundario en pleno acto.

Pero no diré nada de eso.
                                               Simplemente
te dedicaré un par de adjetivos galantes
y yaceré contigo entre las sábanas
para olvidar tu nombre en una esquina
cuando las primeras luces estremezcan
los adoquines húmedos.


-De Viñetas y recuerdos.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/






Hola y adiós*


*De Ray Bradbury


Pues claro que se iba, qué otra cosa podía hacer, el tiempo se había agotado y se iba, se iba muy lejos. Tenía ya hecha la maleta, había sacado brillo a los zapatos; se había cepillado el pelo y se había lavado expresamente detrás de las orejas. Tan sólo faltaba bajar las escaleras, salir por la puerta y subir la calle hasta la estación del pueblo, donde el tren se detendría exclusivamente para recogerlo a él; entonces Fox Hill, Illinois, quedaría atrás, muy atrás en su pasado. Y él proseguiría su camino, quizá a
Iowa, tal vez a Kansas, quién sabe si a California; un chiquillo de doce años, en cuya maleta un certificado de nacimiento acreditaba que lo había hecho hacía cuarenta y tres.
-¡Willie! -exclamó una voz en la planta baja.
-¡Ya voy! -Alzó del suelo la maleta. Vio en el espejo de su cómoda un rostro formado por dientes de león de junio, manzanas de julio y leche de cálida mañana de verano. Allí, como siempre, se reflejaban el ángel y el inocente, aquella efigie que tal vez nunca, en todos los años de su vida, llegase a cambiar.
-Casi es la hora -llamó la voz de mujer.
-¡Ahora mismo! -Y descendió por la escalera, al tiempo gruñón y sonriente.
En la sala de estar, sentados, Anna y Steve, las ropas dolorosamente pulcras.
-¡Aquí estoy! -exclamó Willie desde el umbral de la sala.
Daba la impresión de que Anna fuese a romper a llorar.
-¡Oh, Dios mío! No es posible que vayas a dejarnos, ¿verdad, Willie?
-La gente está empezando a murmurar -dijo Willie tranquilamente-. Hace ahora tres años que estoy aquí. Pero cuando la gente se pone a murmurar, sé que ha llegado la hora de ponerme los zapatos y sacar un billete de tren.
-Todo es tan extraño, no lo entiendo. ¡Y así, tan de pronto! -se lamentó Anna-. Willie, te vamos a echar muchísimo de menos.
-Yo les escribiré todas las Navidades. Por favor, ayúdenme. No me escriban ustedes.
-Ha sido un gran placer y una satisfacción -dijo Steve, allí sentado, demasiado ampulosas las palabras, palabras que cuadraban mal en su boca-. Es una vergüenza que esto haya de acabar así. Es una vergüenza que hayas tenido que contarmos tu caso. Es una condenada vergüenza que no puedas quedarte.
-Ustedes son los parientes más agradables que he tenido nunca -dijo Willie, desde su metro veinte de estatura, barbilampiño, radiante el sol en su rostro.
Y entonces Anna se echó a llorar.
-Willie, Willie -gimió. Se sentó. Parecía querer abrazarlo, pero abrazarlo le daba miedo ahora; lo miró con sorpresa y desconcierto, vacías las manos, sin saber qué hacer.
-No resulta fácil irse -dijo Willie-. Se acostumbra uno a la situación.
Desea uno quedarse, pero no puede ser. En una ocasión probé a quedarme después de que la gente comenzase a desconfiar. "¡Qué cosa más horrible!", decían. "¡Tantos años jugando con los inocentes de nuestros niños -decían-, y nosotros sin enterarnos!" "¡Qué espanto!", dijeron. Y al final, una noche tuve que huir de la ciudad. No resulta fácil, no. Saben perfectamente bien cuánto los quiero a ambos. ¡Gracias por estos tres años fabulosos!
Fueron todos juntos hasta la puerta delantera.
-Willie, ¿adónde piensas ir?
-No lo sé. Sencillamente, me pongo a viajar. Cuando veo una ciudad que promete ser verde y agradable, me quedo.
-¿Volverás algún día?
-Sí -dijo con toda formalidad su vocecilla aguda-. Dentro de unos veinte años debería empezar a reflejarse la edad en mi rostro. Cuando así sea, pienso hacer un gran recorrido y visitar a todos los padres y madres que he tenido.
Permanecieron en pie en el fresco balcón veraniego, reacios a decirse las últimas palabras. Steve tenía tozudamente clavada la mirada en un olmo.
-¿Con cuántas familias has estado, Willie? ¿Cuántas veces has sido adoptado?
Willie hizo el cálculo de bastante buen grado:
-Me parece que han sido unas cinco ciudades y cinco los matrimonios con quienes he estado. Han pasado más de veinte años desde que empecé mi peregrinaje.
-Bueno, no tenemos motivo para quejamos -dijo Steve-. Más vale tener un hijo durante treinta y seis meses que ninguno en absoluto.
-Bien... -dijo Willie. Se despidió de Anna con un beso rápido, asió el equipaje y se marchó calle arriba, penetrando en la verde luz del mediodía, bajo los árboles... un chiquillo muy joven en verdad, sin volver atrás la mirada, corriendo.
Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó.
Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándolos lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Willie.
Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que
cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; pensó en las voces que decían: ("¿Qué le pasa a Willie, señora?" "Señora B., ¿no está Willie retrasado en su crecimiento?" "Willie, ¿has estado fumando cigarrillos últimamente?" Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: "¡Willie cumple hoy los veintiuno!". Y un millar de voces repitiendo: "Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo".
Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándolo.
-¡Willie! ¿Adónde vas? -Le dieron una patada a su maleta.
¡Qué altos, allí plantados, en el sol! Era como si en aquellos últimos meses, el Sol hubiera pasado una mano sobre sus cabezas, reclamándoles, y ellos fueran cálido metal fundente atraído hacia lo alto; como si fueran trigo dorado halado hacia el cielo por una inmensa fuerza gravitatoria; ellos, con sus trece, catorce años, mirando a Willie desde las alturas, sonrientes todavía, pero ya comenzando a tenerlo por un cero a la izquierda.
Aquello había empezado hacía cuatro meses.
-¡Formemos equipos! ¿Quién quiere a Willie en el suyo?
-¡Bah!, Willie es demasiado pequeño; no queremos "niños" con nosotros.
Y lo aventajaron en la carrera, atraídos por la Luna y el Sol y por la sucesión turnante de estaciones de hoja y de viento; él siguió teniendo doce años, pero ninguno de los otros volvió a tenerlos jamás. Y las voces, las otras voces comenzaron de nuevo a repetir el manido estribillo, frío y aterradoramente familiar: "Más vale que le des vitaminas a ese chico, Steve". "¿Qué pasa, Anna, es que en tu familia hay una rama de bajitos?" Y el frío puño que vuelve a golpearte el corazón, el conocimiento de que será
preciso volver a arrancar las raíces después de tantos años buenos con los "parientes".
-¿Adónde vas, Willie?
Sacudió bruscamente la cabeza. Volvía a encontrarse en medio de aquellas torres humanas, de aquellos mocetones que le hacían sombra, que pululaban en torno a él, como gigantes inclinados a beber en la fuente de un parque.
-Me voy unos días a casa de un primo.
-Oh. -Hubo un día, hace un año, en que eso les hubiera importado mucho. Pero ahora tan sólo sentían curiosidad por su equipaje. No era más que la fascinación de los viajes y los trenes y los lugares distantes.
-¿Qué les parece si echamos un par de partidas rápidas? -dijo Willie.
Su aspecto era más bien dubitativo pero, dadas las circunstancias, accedieron. Dejó caer la bolsa y corrió; la blanca pelota de béisbol estaba allá en lo alto, en el sol, distante de sus figuras de blanco ardiente en la lejanía del prado, de nuevo en el sol, apresurada, la vida yendo y viniendo, como obedeciendo a un patrón. ¡Aquí, allí! ¡El señor y la señora Robert Hanlon, de Creek Bend, Wisconsin, 1932, la primera pareja, el primer año!
¡Aquí, allí! ¡Henry y Alice Boltz, Limeville, Iowa, 1935! ¡Vuela, pelota! ¡Los Smith, los Eaton, los Robinson! ¡1939! ¡1945! Marido y mujer, marido y mujer, sin niños, sin niños. Una llamada a esa puerta, una llamada a esa otra.
-Disculpe usted. Me llamo William. Me pregunto si...
-¿Un bocadillo? Pasa, siéntate. ¿De dónde vienes, hijo?
El bocadillo, el vaso largo de leche fresca, la sonrisa, el gesto acogedor, la conversación cómoda, distendida.
-Hijo, das la impresión de haber estado viajando. ¿Te has escapado de algún sitio?
-No.
-Chico, ¿eres huérfano?
Otro vaso de leche.
-Siempre quisimos tener hijos, pero nunca hemos podido. Jamás supimos por qué. Cosas que pasan. Bueno, bueno. Se está haciendo tarde, hijo. ¿No crees que sería mejor que te fueras a casa?
-No tengo casa.
-¿Un chico como tú? ¿Con lo limpias que tienes las orejas? Tu madre estará preocupada.
-No tengo casa ni parientes en todo el mundo. Me pregunto si... me pregunto... ¿me permitirían pasar aquí esta noche?
-Bueno, hijo, verás, no sé qué decir. Nunca habíamos pensado en admitir... -dijo el marido.
-Esta noche tengo pollo para cenar -dijo la mujer-, y hay bastante para repetir, bastante para las visitas...
Y los años que pasan, que vuelan; las voces, y los rostros, y las gentes; las primeras conversaciones, siempre las mismas. La voz de Emily Robinson, en su mecedora, en la oscuridad de la noche veraniega, la última noche que estuvo con ella, la noche en que ella descubrió su secreto, su voz, al decir:
-Miro las caras de todos los niñitos que pasan. Y a veces pienso: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza que todas esas flores hayan de ser cortadas, que sea preciso extinguir el fulgor de esos fuegos! Qué vergüenza que éstos, todos esos que vemos en las escuelas o correteando por ahí hayan de tornarse altos y desagradables; que luego lleguen las arrugas, la sal y la pimienta en el pelo, o la calvicie, para luego, finalmente, puros huesos y resuellos, tener que morir, enterrados y olvidados. Cuando oigo reír a los niños, me resulta imposible creer que hayan de recorrer la misma senda por la que yo camino. Y sin embargo, ¡vienen! Aún recuerdo aquel poema de Wordsworth: "...cuando de pronto vi una multitud, una hueste de dorados lirios, cerca del lago, bajo los árboles, lirios que se agitan y se mecen en la brisa".
Eso es lo que a mí me parecen los niños, pese a lo crueles que son a veces, a pesar de saber cuán malvados pueden ser. Pero no les asoma todavía la maldad en torno a los ojos, aún no se lee la malicia en su mirada, sus ojos aún no se han saturado de cansancio. ¡Es tanta el ansia que sienten por todo! Me imagino que eso es lo que más echo a faltar en las personas mayores, que en nueve de cada diez casos han perdido ese ansia, esa frescura, a quienes se les ha escurrido desagüe abajo tanta de su energía
vital... Adoro ver cómo salen cada día los niños de la escuela; es como si sus puertas lanzasen florecillas a la calle. ¿Qué se siente, Willie? ¿Qué siente uno al ser eternamente joven? ¿Cómo es parecer una moneda de plata recién acuñada? ¿Eres feliz? ¿Te encuentras tan estupendamente como dice tu aspecto?
La bola de béisbol llegó zumbando desde el cielo azul; le dio a su mano un picotazo, como un gran insecto pálido. Mientras se la acariciaba, Willie oyó a su memoria decir:
"Trabajé con lo que tenía. Después de morir mis parientes, tras descubrir que no podía encontrar en ningún sitio trabajo de adulto, probé suerte en las ferias, pero sólo conseguí que se rieran de mí. "Hijo
-me dijeron-, no eres un enano, e incluso aunque lo seas, ¡tu aspecto es de un chico normal!
Queremos enanos con cara de enanos. Lo siento, hijo, lo siento." Así que me fui de casa, y eché a andar pensando: ¿Qué era yo? Un niño. Tenía aspecto de niño, tenía voz de niño, así que podría perfectamente seguir siendo un niño.
De nada valía luchar contra ello. De nada serviría gritar. ¿Qué podía hacer, pues? ¿Qué trabajo tenía a mi alcance? Y un buen día vi a un hombre en un restaurante mirar las fotografías que de sus hijos le enseñaba otro hombre.
"Claro que me gustaría tener hijos -decía-, ya lo creo que me gustaría." No hacía más que mover con desánimo la cabeza. Y yo sentado allí, a unos pocos asientos de él, con una hamburguesa entre las manos. Me quedé allí sentado, ¡helado! En aquel mismo instante supe cuál iba a ser mi trabajo durante el resto de mi vida. Sí, había trabajo para mí, después de todo: hacer felices a gentes solitarias. Mantenerme ocupado. Jugar eternamente. Me di cuenta de que tendría que jugar eternamente. Repartir unos cuantos periódicos, hacer recados, segar unos cuantos céspedes. Quizá. Ahora, ¿trabajos pesados? Jamás. Todo cuanto tendría que hacer consistiría en ser hijo de una madre y orgullo de un padre. Me dirigí al hombre que se encontraba un poco más abajo que yo en la barra. "Discúlpeme", le dije, y le sonreí..."
-Pero Willie -le había dicho hacía mucho la señora Emily-, ¿nunca te has sentido solo? ¿Nunca has querido... esas cosas que los adultos desean?
-Esa batalla la tuve que librar yo solo -dijo Willie.
"Soy un chiquillo -me dije-, tendré que vivir en un mundo de chiquillos, leer libros para niños, jugar a juegos de niños, desconectarme de todo lo demás. No puedo ser las dos cosas. Yo sólo tengo que ser una cosa: joven.
Así que hice mi papel. ¡Oh, no fue fácil! Hubo momentos..." Se interrumpió y se sumió en el silencio.
"Y la familia con la que vivías, ¿no llegó a saberlo nunca?"
"No. Decírselo hubiera estropeado todo. Les conté que me había escapado; les dejé comprobarlo por conducto oficial, por la policía. Después, cuando no apareció ninguna ficha ni denuncia, dejé que solicitasen mi adopción. Eso era lo mejor de todo, siempre y cuando no sospechasen nada. Pero, entonces,
después de tres años, o de cinco, se imaginaban lo que pasaba, o llegaba un viajante que me conocía, o me tropezaba con un feriante, y aquello se acababa. Siempre tenía que acabar."
"¿Y tú eres muy feliz? ¿Es agradable seguir siendo niño durante cuarenta años?"
"Como suele decirse, es una forma de ganarse la vida. Y cuando uno hace felices a otras personas, casi se es feliz también. Sea como fuere, dentro de unos cuantos años estaré ya en mi segunda infancia. Habré doblado el cabo de las tormentas, habré olvidado las insatisfacciones y casi todos los sueños. Tal vez entonces pueda comportarme con naturalidad y representar mi papel hasta el final."
Lanzó una última vez la bola de béisbol y rompió el ensueño. Corrió a coger su equipaje. Tom, Bill, Jamie, Bobb, Sam; sus nombres se movieron sobre sus labios. Percibió el embarazo de los muchachos al irles estrechando la mano.
-Bueno, Willie, después de todo no es como si te fueras a China o a Tombuctú.
-Así es, ¿verdad? -Willie no se movió.
-Hasta pronto, Willie. Nos veremos la semana que viene.
-Hasta pronto, hasta pronto.
Y fue alejándose con la maleta, mirando a los árboles, alejándose de los muchachos y de la calle en la que había vivido. Al doblar una esquina aulló el silbato de un tren, y echó a correr.
Lo último que vio y oyó fue una blanca bola de béisbol lanzada a lo alto de un tejado, atrás y adelante, atrás y adelante, los gritos de dos voces (la bola lanzada hacia arriba, y luego abajo y otra vez a través del cielo).
"¡Annie, Annie, basta! ¡Basta, Annie, basta!", gritos como los de los pájaros al volar hacia el lejano sur.
Se despertó de madrugada, una madrugada con olor de la neblina y del frío metal, envuelto en el olor ferroso del tren que lo rodeaba, los huesos sacudidos, entumecidos los miembros por toda una noche de viaje. Se despertó con olor de sol tras el horizonte; su vista se tendió sobre una pequeña villa recién surgida del sueño. Se estaban encendiendo las primeras luces, murmuraban quedas las voces; una señal roja oscilaba adelante y atrás, atrás y adelante, en el aire frío de la mañana. Había ese silencio somnoliento en el cual los ecos están dignificados por la claridad, en el cual los ecos se encuentran desnudos, nítidos y solitarios. Pasó un mozo de tren, una sombra entre las sombras.
-Señor -dijo Willie.
El mozo se detuvo.
-¿Cómo se llama esta ciudad? -susurró el chico desde la oscuridad.
-Valleyville.
-¿Cuántos habitantes tiene?
-Diez mil. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te bajas aquí?
-Parece verde. -Willie permaneció largo rato escrutando la ciudad sumida en la madrugada-. Parece agradable y tranquila -añadió.
-Hijo -dijo el mozo-, ¿de verdad sabes a dónde vas?
-Aquí -respondió Willie. Y se levantó tranquilamente en la madrugada tranquila, fría, saturada de olor a hierro, en la oscuridad del tren, con un rozar de ropas, perturbando el silencio.
-Chico, confío en que sepas lo que te haces -dijo el mozo de tren.
-Sí, señor, sé lo que me hago. -Y descendió al oscuro andén, con el equipaje en pos, en manos del mozo; salió a la mañana que recibía las primeras luces, la mañana humeante y fría que condensaba el aliento. Permaneció un instante con la vista alzada hacia el mozo y hacia el negro tren de metal, contra el
fondo de las pocas estrellas que aún quedaban. El tren exhaló un gran soplido aullante en su silbato, los mozos del tren gritaron a lo largo de toda la hilera de vagones, los coches saltaron, y su mozo sonrió y ondeó la mano en señal de saludo al chico que allí se quedaba, a aquel chico pequeñín con su maletón que le estaba gritando algo, a pesar de que la máquina volvía a soltar su silbido.
-¿Qué? -gritó el mozo, con la mano haciendo pabellón en la oreja.
-¡Deséeme suerte! -gritó Willie.
-¡La mejor del mundo, hijo! -exclamó el mozo, saludando, sonriendo-.
¡Muchacho, la mejor del mundo!
-Gracias -dijo Willie en mitad del estrépito del tren, en el vapor y el rugido.
Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.
Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad.


*Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/bradbury/holayadi.htm







DESLIZAMIENTOS*



Caer por una superficie lisa de mitos,
                      
                              oscilar sin aristas.

Resbalar por un cuerpo inviable


sin nudos donde guardar una pena o un rugido.



*de Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com




*


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