miércoles, junio 06, 2012

ESTACIÓN SANTIAGO GARBARINI

La noche es pródiga en ausencias*



Sobre almohadas dormitan estaciones desiertas.

Mas debe haber algún tren entre los páramos,
o en el fondo sin nombre de los túneles.
Debe haber algún tren quizá dormido,
bruscamente parado al borde de un recuerdo,
girando sin consuelo tras una aurora falsa
o apresado en la telaraña de los itinerarios.

Hay calma en el andén, niebla de cigarrillos,
ojos enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes varados, negros, trenes averiados
siniestramente abandonados en alguna vía muerta.
Nada se mueve, todo es quietud en tonos grises,
ni un sonido perturba la paz de las almohadas.

Y sin embargo, el sueño esboza una presencia
al final del andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que apenas presentido se diluye
en la explosión violenta del día que comienza.

El alba es un puñal de amargo filo
que penetra de luz los trémulos andenes.

Y a este lado, la estación está vacía.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/




ESTACIÓN SANTIAGO GARBARINI.






EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*



El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado
acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en
cada instante de las once horas transcurridas desde el histórico
"suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el
momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para
inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda
penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón
sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un
doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada
por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía
resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un
después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la
mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi
se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su
interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando
al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando
el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él
ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho
tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera
vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como
entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa
era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el
dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El
sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un rumor
asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras
con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio
bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De
pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a
sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo
que no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato
riéndose de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo
payasadas parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los
restos fríos de una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos
malos; en el centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable
entusiasmo, como si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a
Marita y a Willy; allá en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba
para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia
la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con
el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la
alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó
que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido entonces que
se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos momentos
plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que podía
afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante,
justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas
las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir
desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión
durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa
de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a
sangrar no existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos, caballero?
La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había
advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo
ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñecas
hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo
y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia
pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante
después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada
del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que
se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en
los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura
aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un
vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el
ruidoso trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma
fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes,
irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se
quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de
lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había
dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado
oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más
trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del
juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se
cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la
vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que
estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con
la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a
derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una
salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés
sacarte una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y
era cierto, pero su número no había salido premiado.  Ahí estaba el
monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula
impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter de
extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su
condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para
acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el
orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la
infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían
a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un
perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la
preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se
trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin
remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos
de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables
hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad
para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones
planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la
nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las
entrañas.
Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería
bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se
dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa
rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar
incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el
momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los
sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la
Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis
contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a
Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues
de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas
otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico,
pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión,
ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil
consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial
de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía
que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la
conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y
confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última
anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente
comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una
noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y
para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más
cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido
saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus
compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los
minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso
tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las
emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la
madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción
clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de
melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido,
con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no
dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo
tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara
indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le
antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las
primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del
fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda
lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.


*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE
CDP Santa Fe - 2009







DEUDAS*



para Rubén Sevlever


Los míos nunca entraron a tallar en las historias.
Destriparon terrones en absolutos junios con heladas,
y dieron hijos con penurias fijas a la dureza de esta
            tierra.
Hubo arados con gaviotas. Hubo lentas trilladoras
junto a las trenzas rubias de mis tías
y el torso desnudo de tanto cosechero.
El sol del verano hacía fintas mientras tanto en sus
            cabezas.
Debo el poema. Debo la sangre que no derramé y el
            sudor que me he guardado
y la pena de ver llegar a mi padre en un septiembre con sangre sin batallas.
Lo vi llegar herido, con los brazos como rotas alas
pero una furia hecha brasa en las pupilas.
Debo el poema a los colonos comprando el pan en la
            bolsa
blanca de arpillera. El agrio tabaco en latas de té
            Tigre.
Las calvas cubiertas con gorras amarillas.
Antes estaba la cocina a leña, el techo de cinc bajo
            tormentas
del invierno, el café y el mate recibiendo a la
/mañana.
El cuaderno con estampas era cuadrado y grande
y encerraba al mundo en sus cuarenta páginas.
Después la lluvia de abril complicó todo:
hubo historias que recuerdo y otros amores que me
            olvido,
sin quererlo. Hubo un tren que me trajo de repente,
arrancándome de cuajo, como fruta verde de
            diciembre.
Debo aún toda la distancia que me pone cada vez
            más viejo,
y me entristece.


*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar






*


Ya me acostumbré a deambular por los vagones. Los recorro mirando a esa
gente que dormita o come. Veo a una mujer descargando el mate por la
ventanilla, y me digo que la yerba está irremediablemente perdida, que se
fue para siempre, siento una extraña sensación de ausencia y de algo
indefinible, esa yerba arrojada para toda la eternidad, sin ceremonia, sin
despedida. Una ventanilla que se abre, el salto fatal.  Me alejo con una
náusea entre las manos.
     En el siguiente vagón dos hombres hablan fuerte. El de ojos claros
intenta convencer al alto de alguna cosa. No me ven. Me pregunto qué dirán.
Llegan frases aisladas, la conversación se me pierde como la yerba. Estoy
inmóvil, las cosas suceden a mi alrededor. El mismo tren es algo que sucede
sin mi compromiso.
     Sigo caminando.
     La yerba y los hombres quedan a mis espaldas. Estoy sola.
     Hallar el vagón de cineclub es un retorno. Sigo sin rostro ni voz, pero
acaso que esto sea físico, que la obscuridad me borre, es tranquilizador. Si
no existo, al menos no existo en la negrura que me devora.
     La pantalla iluminada me presta el resplandor para ocupar mi sitio,
siempre el mismo aunque el vagón cambie.
     Reconozco "Sweet Charity" allí adelante. La prostituta ingenua se deja
engañar por el novio, vive su ilusión de ser amada, se deja engañar, desea y
propicia la mentira que le otorgue un respiro a la desesperación.
     Está tan sola con su ropita y su cara mal maquillada. Lloro. La veo tan
preparada para regalarse, tan deseosa de hacer feliz a cualquier hombre que
le preste los ojos y las manos un momento. Qué frágil esta mujercita alegre
toda imposibilidad, si tiene marcado, tatuado, el fracaso.
     A pesar de que sepa el final, hasta el último momento pienso que el
hombre común que se equivoca, que cree que es una mujer decente y ordinaria,
cuando se entere de su pasado la va a aceptar igual. Si no ocurre en la vida
real, debiese ocurrir en el cine.
     Y las coreografías de Bob Fosse son deliciosamente vitales. Dicen con
el cuerpo, y lo que dicen se expresa sin fisuras, en bloque. Música, canto,
baile, el desenlace inevitable de la fatalidad agazapada.
     La prostituta es una buena persona, el novio es una buena persona. Sin
embargo el hombre no podrá hacer otra cosa que destrozarla, para que no
sufra. ¿Cómo condenarla a un futuro en el que por fuerza habrá de
reprocharle suciedades? La va a abandonar.
     Ella sólo desea amor. Pobrecita, no sabe aún y a pesar de su
experiencia que la palabra "sólo" en esa frase no cuadra. Desear amor es
desearlo todo.
     Me voy antes de que finalice la película. Sé que habrá una sonrisa
final, una esperanza forzada, la sugerencia de que la vida sigue y que
quizás. Pero la yerba desechada continuará su vida, también, junto a las
vías, integrándose lentamente a la gramilla, desapareciendo de sí y del
mundo.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






*


Una ráfaga de viento helado cruza el andén desierto, llevándose consigo un
caótico remolino de hojas secas. El golpeteo metálico de un cartel se deja
oír, perturbador, a lo lejos. Apenas se vislumbran aisladas luces de
alumbrado público; al notarlo, Don Tomás se estremece. Mala noche para
quedarse solo, de guardia en la boletería.
¿Cuándo tendría el valor para decir que no? Ya es un hombre mayor, ¡qué
joder! El reuma lo está matando desde hace rato, apenas si se puede mantener
erguido en este gastado banquito de madera, y la vista le falla cada día
más. ¿Por qué no designan a un muchacho en este puesto? Sus días de "hacer
mérito" han pasado ya; cuando descubrió que, por más que se esforzara, le
seguirían pagando este magro sueldito hasta el día en que se jubilase. Y ese
día, aunque cercano en el calendario, parecía no llegar más.
Aunque, en noches destempladas y borrascosas como ésta, Don Tomás se amarga
intuyendo que ese día .. quizá jamás llegue para él.
-Estupideces -, murmura, mientras vuelve a acomodar sus elementos de trabajo
sobre el mostrador de la boletería: los sellos, los cartoncitos, los
lápices. ¡Como si hiciera falta! Don Tomás es el empleado más eficiente de
la estación, y eso lo saben hasta en el barrio que rodea la estación. Lo
sabe Rosario, por supuesto, y eso es lo que más le importa.
Rosario. El rostro se le ilumina con una sonrisa. Ese ángel de mujer,
siempre alegre, desbordante de ternura, que regularmente suele traerle
alguna confitura amasada en la panadería de su hijo, sólo para que él no
pase hambre en sus largas horas de vigilia dentro de la boletería. Desde la
muerte de su esposa, Don Tomás ha quedado escorado, como los barcos
moribundos, tumbado anímicamente sobre el costado de la responsabilidad. El
trabajo es su único sostén, y evita que caiga en la depresión. Claro que eso
tampoco justifica que tenga que padecer este frío y esta incomodidad, sólo
por no quedarse a solas en una enorme casa vacía. Treinta años de
convivencia no son moco de pavo, solía decir durante el velorio, cuando la
ausencia le pesaba hondo en el corazón.
Hasta que aparece Rosario, un poco más joven que su difunta esposa, a
presentarle sus respetos, acompañados por una tarta de ricota. ¡Con lo que
le gustan a él esas cosas ricas! La alegría por el regalo fue tan intensa,
que recién cuando limpió las últimas migas de la tarta reparó en que era la
primera vez que sonreía con sinceridad desde el sepelio de su mujer. Todo
gracias a Rosario.
Ella también es viuda, aunque su viudez no sea reciente. Pero Don Tomás está
criado a la antigua: no puede pedirle nada extravagante. Lo mirarían mal; y
tampoco está seguro, además, de que Rosario fuese tan amable con él sólo
porque oculte aviesas intenciones. ¡Pero cómo se le ocurre! Actitudes como
ésas son propias de las jovencitas, cuyas hormonas estallan sin asidero, más
no de una señora digna y respetable como ella. Por lo tanto, Don Tomás se
contenta -y hasta aguarda ansioso- con verla aparecer por el pasillo de la
boletería trayendo un paquetito envuelto en papel madera entre las manos,
símbolo de su desinteresada amistad. ¿Acaso piensa en otra cosa? Son -simple
y afortunadamente- amigos, y él le está eternamente agradecido por el favor
que le hace. Alguna vez intentó retribuírselo de alguna manera, pero ella
dijo que por favor, que para qué, que no la ofendiese. El vínculo
establecido entre ellos se ha ido consolidando así, ¿para qué estropearlo,
entonces?
Sin embargo, hay noches -como ésta, quizá- en que Don Tomás suele sentirse
solo, y desea quedarse en casa, al abrigo de la estufa, saboreando una
humeante taza de té, en compañía de una tierna mujercita que lo atienda y
quiera tan profundamente como él a ella. Y abrazarse en el sofá, mirar la
programación televisiva nocturna, quedarse dormidos uno junto al otro, y
despertar pasada la medianoche para darse cuenta que ya es momento de irse a
la cama. ¡Quedarse dormidos delante del televisor, habrá que ser cabeza
fresca!
Un crujido en el pasillo le hace emerger de sus ensoñaciones. Presta
atención. Un sonido apagado se vuelve reconocible: pasos. Consulta el reloj,
aunque de memoria sabe que ninguna formación se desplazaría sobre los rieles
hasta bien entrada la madrugada. Apenas han transcurrido unos minutos desde
la medianoche. ¿Quién será? Una filosa ráfaga de viento ulula entre los
aleros de la estación desierta.
Una oscura silueta se recorta contra los barrotes de la ventanilla de la
boletería, y con la escasa luz imperante en el ambiente, sumado a su
creciente falla visual, Don Tomás supone que se trata de un fantasma. Ahoga
un grito, hasta que el recién llegado se acerca aún más a los barrotes, lo
mira a los ojos y dice:
-¡Vamos, hombre! ¡No se asuste! ¿Acaso no me reconoce?
Al contemplarlo una vez más, e identificar aquella voz tan conocida, Don
Tomás se relaja y suspira:
-¡Jefe! ¡Qué susto me dio! ¡Por poco me mata!
-Vamos, Don Tomás. No me diga que lo agarré cometiendo algún delito. Esas
reacciones de temor son propias de quienes son apresados con las manos en la
masa.
-No señor, para nada -, se apura a contestar él, asociando la masa del
delito con el recuerdo pastelero de Rosario, pero sin agregar nada
más. -Sólo que usted se apareció así, de improviso. Y qué quiere que le
diga, las noches como éstas me ponen nervioso. Ese chiflido del viento, .las
hojas que corren de acá para allá.. ¡Brrr, me aterra!
-¡No le puedo creer! ¡Un hombre grande! ¡Ni que le hubieran estado contando
historias de aparecidos hasta reciencito nomás.!
-Tampoco es para tanto, pero. Capaz que ya estoy viejo para andar haciendo
estas guardias. Muy..susceptible., como dicen los que saben.
-No me afloooooje, Don Tomáááás -, canturrea el Jefe de Estación, con tono
admonitorio. - Usted bien sabe que la función que cumple figura en el
reglamento.
-Pero, Jefe. ¿Soy el único que puede quedarse? ¿No tiene a alguien más que
necesite unos pesos extra?
-Por el momento, no. La guardia hay que hacerla, le guste o no le guste -.
Se mete las manos en los bolsillos, mira hacia un lado y el otro en una
especie de tic nervioso, arrebujado dentro de su abrigo, y luego
agrega: -¿Se enteró de lo que andan diciendo en la Terminal?
-Últimamente se dicen tantas cosas.
-Parece que el rumor viene de arriba: dicen que van a cerrar el ramal.
-¿Cuál? -, se asusta Don Tomás. -¡¿Éste?!
-¿Y cuál le parece que puede ser? ¿El tramo que une La Plata-Constitución?
No, ése rinde muchos beneficios todavía ; es el nuestro, que sin tener
reparaciones desde hace unos cuantos años, bien que les da pérdidas.
-Eso no puede ser -, se lamenta él. -Con la cantidad de gente que viaja
todos los días al trabajo.
-Son cada vez menos, hombre. Y usted lo sabe mejor que yo. Entre la
desocupación y los nuevos servicios de ómnibus diferenciales que cubren el
mismo trayecto en menos tiempo, esto se viene a pique a ritmo parejo.
-Con todo respeto, Jefe, pero. ¿No le parece que exagera? ¡Cómo van a cerrar
los ramales del ferrocarril! ¡Eso es una locura!
-Entonces dígale loco a nuestro flamante Presidente de la Nación, porque
parece que la orden viene de allá arriba. De bien arriba.
Don Tomás enmudece. La jubilación es algo deseable, claro; pero nunca a este
precio. ¿Qué pasará desde ahora con él? ¿Y con el ferrocarril en su
conjunto? Si empiezan con este ramal, ¿con cuál se detendrán? ¿Dejarán al
país incomunicado? ¿Quién ha sido el genio que despertara iluminado con
semejante decisión? ¿Condenarán al servicio de transporte más seguro y
económico del país a un olvido tan injusto como tenaz? Una sombra de muerte
se posa sobre su corazón, y de pronto la ausencia de su finada esposa se le
torna en extremo pesada para cargarla sobre sus hombros.
Siente que él, como tantas otras personas, pertenecen a este lugar. Cerrarlo
será como ir matándolos poco a poco, dejando que todos ellos se vayan
consumiendo muy lentamente en ese siniestro marasmo que significa el retiro
voluntario. La idea de marchitarse encerrado en su casa le genera aún más
escalofríos.
-¿Y para cuándo ..se supone ..que van a.? -, tartamudea, incapaz de formular
la pregunta fatal.
-Pronto, aunque todavía no hay una fecha definida -. Hace una pausa, se mira
los pies, y agrega, evitando el cruce de miradas con el boletero: -Habrá que
ir buscándose otra cosa, para los que quieran seguir comiendo. O como en su
caso, disponerse a descansar como jubilado.
-¡Eso jamás! -, exclama él, de pronto. El Jefe lo contempla, sin entender.
Don Tomás agrega, con menor vehemencia: -Quiero decir, que me niego a ser un
jubilado inservible. Mire lo que le digo: prefiero quedarme a vivir en esta
estación, si es necesario. Aunque me tilden de loco.
-¡No diga pavadas, hombre! A todos nos llega el momento de declinar las
fuerzas y abandonar lo que hasta ahora veníamos haciendo. Usted también
dejará de existir como boletero, ya sea que cierren el ramal o no. Lo que
haga con su vida fuera de esta estación, es asunto suyo Disfrútelo lo mejor
posible, se lo aconsejo. Comida seguro que no le habrá de faltar: la
panadería viene trabajando a pleno.
Don Tomás se niega a levantar el guante de la ironía. Pero muy dentro suyo,
se siente desahuciado. El Jefe se estremece de frío otra vez, zapatea sobre
el percudido suelo del pasillo, y saluda con un gesto de cabeza:
-Bueno, hasta mañana, entonces. Y no se duerma. Al menos, ya tiene algo en
qué pensar hasta que llegue la primera formación.
Don Tomás lejos está de agradecerle semejante preocupación, mientras escucha
alejarse los rítmicos pasos hacia la calle. Deprimido como está, se le
ocurre imaginar cómo sería su vida si se cumpliera ese espontáneo y
caprichoso deseo de quedarse a vivir allí, dentro de la boletería. Cómo
sería que nada le hiciera falta, más que continuar con su rutina, y recibir
cotidianamente la visita de Rosario con su milagrero y sabroso paquetito.
Alejado del dolor de vivir en una casa vacía, sin hijos que lo vengan a
visitar a uno los fines de semana, contemplando todas las mañanas la gloria
ferroviaria de un país que parece estar extinguiéndose, y que, al igual que
aquella estación, se iría desmoronando inevitablemente con el paso del
tiempo..y la negligencia de sus gobernantes..
Pero quizás, ..él no. Quizás, de cierta extraña manera, sus deseos puedan
llegar a cumplirse alguna vez.
Una ráfaga de viento helado penetra insolente a través de la ventanilla
enrejada, arrastrando consigo vanos fragmentos de hojas muertas. Pero Don
Tomás ya no se encuentra allí para estremecerse, ni para asustarse, ni para
sentir nada. Don Tomás hace rato que ha partido.
La boletería, luego de aquella espectral visita, yace nuevamente vacía, como
lo está desde que cerraron el ramal La Plata-Mirapampa, hace ya más de
cuarenta años.


*De ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar







Descielada*


Cae en las nubes,
fusión-pasaje-iris,
por la ventana abierta de su posible sueño.

Vuela,  envuelta en luces o alaridos de color,
sobre la ausencia de la ciudad fantasma que la expulsa,

Recrea cúpulas con porciones de aire,
una nada de azúcares le oculta la sonrisa
de vecina en exilio del paraíso.

Rueda  en el vacío texturado de suave,
el cielo es demasiado perfecto, se dice

"me quedo con el viaje"


*de Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com




*


Inventren Próximas estaciones:

ORTIZ DE ROSAS.
-Por Ferrocarril Midland-


BLAS DURAÑONA.
-Por Ferrocarril Provincial-


-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/


-Editor Responsable del Inventren: Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar
 http://urbamanias.blogspot.com/


Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue
un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente
Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.


-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:


ARAUJO. BAUDRIX.  EMITA.  INDACOCHEA.  LA RICA.

SAN SEBASTIÁN.  J.J. ALMEYRA.  INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.

KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.

LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.

ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.

KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.

 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.

PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



-las estaciones por venir en el ferrocarril  Provincial:


 LUCAS MONTEVERDE.   EMILIANO REYNOSO.

SALADILLO NORTE.   GOBERNADOR ORTIZ DE ROSAS.

JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.

JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

  ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.

ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


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