domingo, mayo 10, 2015

EDICIÓN MAYO 2015


*Dibujo de Erika Kuhn.






*


Quién pudiera
regresar
al árbol
que trepó
en su infancia.

Ceder
el músculo
al mero
instinto
de tocar el cielo.

Y con los ojos niños
animarse
otra vez
a mirar el horizonte.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com










MITOS*


Los amigos me escriben de distintos puntos del país, y casi todos me relatan que han tenido una infancia parecida a la mía.
Si lo dicen mis amigos debe ser verdad, es decir han sido dueños de amaneceres tan altos que hasta los sueños entraban enteros.
Casi siempre el recuerdo de la infancia se nos aparece sin su vaina de tristeza ese resquemor por el mundo adulto, del que deberemos sentirnos recelosos siempre. Pero la infancia nunca debe ser idealizada, sólo puesta en ese lugar donde uno guarda incontaminado como bajo una brasa que cuida la ceniza del trote de su perro que lo acompañaba en los días de cacerías y pesca, ¿quién puede robarnos ese perro que cubre toda nuestra infancia? Que permanece invicta, en el marasmo de la inocencia que a veces se quiere disfrazar de picardía, pero no llega nunca a tanto.
Tengo un amigo que siempre dice que tuvimos suerte de ser pobres, porque nos dotó de una felicidad que sólo otorga la carencia, la que hace esplendor de casi nada, y transforma en sueño cualquier realidad que cerca o cercena. Este amigo suele decir que los sentidos estaban jugados a pleno y el olfato percibía hondamente hasta  el olor más mínimo y el oído captaba y sabía las diferencias de todos los cantos de los pájaros del campo y uno con los ojos percibía el cambio de los celajes por el cielo, por esos rincones donde acomodaban las nubes sus corpachones inmensos, que iban formando figuras deformes y a veces esplendentes.
Y nosotros no éramos tal vez una presencia mayor que esa semilla de cardo voladora que se llama vilano y nosotros no sabíamos por qué  bautizamos “panaderos”, ni el  cantito belicoso de la calandria, o la pachorra de la iguana que cruzaba lentamente el polvo hirviente de las calles solitarias de mi pueblo En ese plano de “poca cosa” –al decir de la honrosa pluma de Haroldo Conti- o una nadita como repite, algo que ni hace sombra en el cielo, puedo agregar, porque todo ese trasegar árboles, cañadas, rastrojos amarillos y campos de girasol con sus tortas de semillas, eran nuestro íntimo reino. El reino de donde   la precariedad creábamos juegos, trampas para pájaros, mediomundos para pescar mojarritas, boleadoras de alambre que se orientaban hasta la bandada de pechitos colorados, que caían sobre la orondez del trigo, o las mariposas amarillas sobre la flor blanca del alfalfar, tan fresco y oloroso que nos recibía con su canto de útero sincero
Si mis amigos suelen decirme que cómo son tan profusos mis recuerdo y si es inagotable, yo puedo decir con Pavese que aquello que el mito hace suyo en la infancia no se borra nunca con nada.
No se puede borrar porque ya entró en el caudal sanguíneo para siempre, y es como si el mito defendiere nuestro corazón de todos los vientos malos de la tierra.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

.









NO SÉ *


"no sé si alguna vez les ha pasado a ustedes"
Mario Benedetti


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
que esa tristeza aciaga que silencian los ecos
se abriga en la quietud envolvente de un cielo
se esconde en el extraño horizonte del tiempo
y estrella laberintos en el aire de pájaros.

No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ver cómo la indecencia se anima a la nobleza
y la victoria mengua encorvada en el agua
en el grito del árbol o en los brazos del sueño
del sueño adormecido en las manos del canto...


Pero a mí me ha pasado
que derroté el cansancio en los ojos del viento
que bordé la coherencia con ánimo de nube
que parí la ternura
que lamí la semilla
y el verbo fue un brevísimo racimo de lluvia.

Pero nos ha pasado
que inventamos la risa con dos notas y el alba
que tejimos palabras en idioma costero
que las luces de agosto abrazaron los bordes
que el éxtasis del aire deliró de nostalgias
y soleamos las manos
y el amor se hizo ángel
y el secreto paciencia

y las voces virtud
y la piel arboleda
y el abrazo desvelo.

Pero a mí me ha pasado
que nombrando su nombre con los labios dormidos,
que temblando la noche suturada de acordes
con la melancolía del sur en la estrella,
el poeta hizo coplas

hizo copla en la siesta
hizo copla y camino
hizo copla en silencio...


*De Ana Lía Gattás. al_gz@yahoo.com.ar










Manos*



tengo que acordarme de guardar el playmobil y el ojo de pez
en la cartera.
que no me doy cuenta si quedé sola en casa, o convivo
con restos
además del incienso y todo lo que se atora acá.
se atora acá, viste?
una especie de gato anudado a la garganta
como una bufanda de miedos,
resabios de cicatrices y momentos de
felicidad

la felicidad se figura
como algo casi cercano al no-pensamiento.
los agujeritos de una red-caza-moscas y
ardillas
al alcance de las manos

dice la abuela que un barco a la deriva
es mejor
que echar anclas al costado del mundo, y
que la comida judía
es buena para desaprender:
cortamos cebolla,
se disuelve la harina de matze en agua con gas
y sal.

después de cenar
nos cubrimos los ojos
en un rezo imaginario
rogamos:
que quede lo que quede y
las sobras
serán fruto en el vientre del pasado.



*De Lila Biscia. lilabiscia@gmail.com











SED *


Los senos de la mujer son la única persistencia del hombre; los coge al nacer y no los suelta hasta morir de viejo.
ENRIQUE JARDIEL PONCELA



Ese hombre, día a día, se deshace en nostalgia
Se desmadra en soledad de lluvia.
Añora. Evoca. La sed es una clepsidra seca.

Y los pechos, ah, los pechos.
Trepan en enredaderas por las piernas.
Recorren las caderas.
Se posan en esquivos pezones...
Duelen hasta el sombrero.

Y mira nubes y ve pechos.
Y las manchas de humedad son pechos.
Y los duraznos y los panes…
No alimentan, no nutren, no lactan.
Y muerde las manzanas y muerde pechos.
Y sorbe, y bebe de los pechos naranjas.
Subido a la cornisa del deseo.
Multiplica peces y pechos que no alcanza.
Pecho. Mamá. Mamá. Mama. Co-seno.
El deseo angular intercepta la circunferencia.
Y dibuja, delinea, traza, febrilmente, pechos.
Y piensa en las palomas desoladas.
Y le agarra una urgencia, un apremio, un dolor.
Una orfandad callada de frutos y culebras.
Y necesita pechos. Esquiva distancia que no vuelve.
Puñal. Navaja hundida en el desasosiego.
Y vuelve y destrenza las manos, y descalza los pies.
Vuelve a ser púber. Niño. Infante.
Ah, chupar con los labios y la lengua y las letras.
Cúbreme. Arrópame. Nútreme.

Y de nuevo, una vez más, el oficio de la espera.
De la espera, el oficio.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar












ASILO*


La veía en su sillón todas las tardes y sabía interiormente que la conocía pero no recordaba quien era ni donde podía haberla visto. Aquella sonrisa, que invariablemente le regalaba ella, le daba la seguridad de que fue algo importante en su vida, pero hacía tiempo que había olvidado las cosas y era incapaz de recordar también ésta.

Un día se armó de valor, cruzó el salón y acercándose a ella le dijo: perdone señora ¿puede usted decirme si usted y yo en algún momento hemos estado casados?

Ella le miró dulcemente y sonriéndole le respondió con un deje de tristeza. No lo sé. Hace tiempo que perdí mis recuerdos pero cuando le veo estoy segura de que le conozco de algo.

Se miraron en silencio a los ojos y él, con un suspiro, regresó cabizbajo al otro lado del amplio salón mientras por la mejilla de ella caía lentamente una lágrima.



*De Joan Mateu. joan@cimat.es














Fuera de temporada*



El viento y el mar nos rodean como un anillo de espuma vagabunda. La noche disimula su oscuro fulgor con luces perdidas.  Las  sillas de playa  atenúan la dureza de  la  piedra  de la torre. La mesa está servida. El tiempo pasa y como los bárbaros no han llegado aún, las horas son otras.
El salmón es una fiesta revuelta entre verduras, brilla.

La idea del fin aumenta el placer del café frente al mar.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar










*


pero para entonces estaremos grises.
para cuando disgreguen esa noche habremos comprendido
quizá un poco más tarde que el habitual de la gente
que sencillamente no se puede
andar dejando jirones de sombra
enganchados en los
alambres de púa
que la memoria
con paciencia
encabalga
sobre el pico vertedor de los pájaros.

pero para ese entonces
ni a vos ni a mí
nos resultará ya incómoda
la hoja de laurel
que moja
la aurora con su baba,

y dado que solo habremos gastado
una sola de las vidas
que tenemos
se podrá encender el fuego
con lo que quede de la
ceniza.

aunque pensándolo
un poco menos
todo esto que huele
a ralladura de limón
o a piano
nos dejará en las manos
un octavo crepúsculo enfurecido,

cuando se acabe el peligro,
para ese entonces
estaremos más hermosos,

no es que hayamos mentido,
hemos exagerado un poco,
esa hipérbole que fuimos.

no,
no estaremos grises,
de ningún modo.

yo tendré más colores que cicatrices.
vos llevarás un pájaro azul en los ojos/



*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar










Autoestima*



El desamor es reversible pensaba la señorita Ángela mientras se desplazaba desde un lado a otro de la biblioteca pública acomodando libros.
Tantos años llevaba en el mismo trabajo que si no lo pensaba dos veces, no se recordaba en otro ámbito que esas cuatro paredes y tampoco en ninguna actividad que no fuera ordenar anaqueles, completar fichas, pasar el plumero a los lomos y llamar la atención a los niños que hablaban demasiado o molestaban a los lectores con sus movimientos .
Los días encerrada la habían vuelto pálida, las meriendas repetidas con sobre peso y el ámbito de trabajo silenciosa.
En los momentos en que su obligación no requería atención, Ángela, era adicta a leer historias de amor tal vez para recompensar la soledad que, sin que ella la asumiera, la agobiaba con más intensidad al paso del tiempo.
Ángela nunca mantenía conversaciones que no fueran más allá de las convencionales con los asiduos a la biblioteca o un cambio insípido de palabras con el personal de portería del edificio por eso, sin darse cuenta, hablaba consigo misma a veces con voz tan alta que la gente levantaba la vista de los libros que consultaba y mirándola fijamente, le obligaba a silenciarse aunque no pudiese disimular el rojo que le subía a las mejillas.
A pesar de su edad Ángela aún tenía la esperanza de la llegada de su príncipe azul, ese caballero que vendría a rescatarla de su vida solitaria, monótona y poco gratificante.
Ya lo decían sus maestras- Tienes la cabeza llena de pajaritos Ángela, si no cambias nadie se va a fijar en ti.
De niña sólo pergeñaba fantasías en sus escritos de colegio. Historias pobladas de ángeles y flores, de príncipes y caballos, de bicicletas aladas, de personajes de ojos tristes. En sus narraciones para el Día de la bandera nunca faltaba un niño de panza grande y un monopatín embanderado volando sobre los techos de lata, una niña con mocos en la nariz al borde de un arroyo contaminado. Por eso nunca sus redacciones pudieron ser leídas al frente de la clase.
Terminar el colegio y entrar de bibliotecaria fueron una sola cosa. –Un golpe de suerte- sostendría su madre- para esta niña que no piensa en nada más que en volar con la mente. Si hasta parece que le están creciendo alas en la cabeza de los pajaritos que la pueblan.
Evidentemente la vida de Ángela estaba signada por “las solas cosas”
Tomar un libro de un estante y verle entrar saludando cortésmente, fueron de nuevo, una sola cosa.
Se sintió intrigada por esa presencia empapada por la lluvia que colgó su sombrero goteando en el perchero de la entrada.
-Un golpe de suerte- sonrió el hombre- encontrar la biblioteca para guarecerme del diluvio-
Adelante- balbuceó Ángela. ¿En qué puedo servirle caballero?-
En nada señora- respondió el hombre- sólo que me permita acercarme a la estufa unos momentos y esperar a que calme la lluvia.
Ángela apenas se atrevía a levantar la vista, no había aprendido a desenvolverse fuera de los ensayados ¿Qué autor prefiere? ¿Conoce el nombre del libro que necesita? ¿Puedo orientarlo en su búsqueda?
Ángela dio una pequeña vuelta alrededor del escritorio y volvió a ubicarse en su lugar mientras observaba al hombre que secaba sus manos frente al fuego.
No sabiendo qué decir y al verle tan mojado, la bibliotecaria le ofreció un café que el hombre aceptó gustosamente.
Le observaba mezclar el azúcar con la cucharilla en forma silenciosa mientras una sonrisa cálida le agradecía su amabilidad-
No soy de esta ciudad- aclaró el viajero- he venido por unos días a resolver trámites personales- de manera que le agradezco su hospitalidad.
Sin levantar demasiado la vista Ángela apreció el buen porte del hombre, sus manos cuidadas, el cabello pegado a la frente, la manera de revolver el café y de beberlo.
-Es usted muy amable, me gustaría si no le parece atrevimiento que, cuando termine su horario de trabajo, si no llueve, me permita devolver la cortesía de su café.
Ángela simplemente se sintió morir y antes de haber aceptado ya se había arrepentido de la osadía-
Salieron juntos. Caminaba aferrada a su bolso como si fuera la mano de su madre, como si temiera que alguien se lo arrebatara en un descuido-
Se dirigieron al lado viejo de la ciudad, esas callejuelas que la mujer recorrí a diario regocijándose en el misterio y la magia que guardan las construcciones casi enfrentadas, apenas separadas por angostos adoquines húmedos y gastados. Las ventanas cubiertas de geranios y el perfume de los naranjos después de la lluvia.
Caminar por esas calles y que se produzca el hechizo fueron una sola cosa.
-Esta muralla que se extiende , explicó Ángela, pegada a la calle que transitamos, lleva en su interior dos tubos que conducían el agua desde los Caños de Carmona hasta los jardines de los Reales Alcázares y de allí tomó el nombre de Calle del Agua-
¿Qué son los caños de Carmona? Preguntó el recién llegado.
Parecía que Ángela había despertado- Su vocabulario primero limitado y balbuceante, tímido y opaco, se explayó en un manantial de argumentos sólidos, con referencias concisas y datos de inestimable interés.
-Los caños de Carmona fueron el principal suministro de agua potable a la ciudad. Originados en un acueducto romano se reconstruyeron durante la invasión islámica.
Funcionaron hasta 1912- Constaba de aproximadamente cuatrocientos arcos sobre pilares, era para su época una estructura de maravilla –
¿Qué material utilizaron en su construcción? Volvió a preguntar el interesado visitante.
-Se empleó para su construcción como material predominante el ladrillo, único material confeccionado en el lugar.
Siguieron caminando por las callejuelas que se enroscaban unas con otras, entre callejones sin salida y plazas florecidas de jazmines y rosas.
Bebieron el prometido café, en una barcito apenas visible en el recodo del río. Por todo lo que había hablado ella durante el recorrido, habló él mientras observaba el agua correr. Le habló de su felicidad, de sus hijos, de la vida sacrificada pero satisfactoria que le tocaba vivir. Le agradeció lo entretenida que había transcurrido la jornada escuchando sus palabras y luego de la despedida, el hombre regresó a sus trámites y la bibliotecaria, como todas las tardes a la misma hora, regresó a sus anaqueles.

Ya no lo volvería a ver pero hablar con ese hombre y que la vida cambiara para Ángela fueron una sola cosa.
Los pajaritos de su cabeza volaban por la biblioteca, su voz transformada sonaba como el agua que corría por los acueductos de la ciudad. El desamor es reversible pensaba y sus pensamientos solo recordaban dos palabras que se dijeron en la despedida:

-Es usted muy amable y linda-

-Vale-


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell








Para encontrarte*



Es para encontrarte
que busco siempre en los latidos
más secretos de mi sangre,
cuando el río rojo altera el ritmo
y su curso olvida
el muro de contención a su cauce,
en una desbordada intimidad
que sobrepasa
el obligado silencio de palabras.
Ellas no son necesarias.
Alcanza la mirada
que hacia adentro mira.

Es para encontrarte
en este país de soledades
que escribo el poema
en la hora de los búhos
y las hadas...


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar








INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/




La María Lucila*


(De la Estación María Lucila – ferrocarril Midland)



Era una morocha de rulos, de profundos ojos negros, que siempre lucia un elegante pero antiguo vestido de seda color lila, desbordante de volados, perteneciente a alguna de sus abuelas, y se peinaba con flores frescas sobre sus sienes. En el pueblo todos sonreían al verla pasar, ya que su alegría contagiaba a cualquier vecino con quien se cruzara, siempre rumbo a la estación de trenes. Todos allí la conocían como "La María Lucila".
-Ahí va La Lucila / oliendo a nafta-lila –canturreaban por lo bajo los chicos de la cuadra, ocultando sonrisitas socarronas al verla pasar por la vereda de enfrente, sin que ella se inmutara, siempre sonriente, ajena a los cuchicheos.
Nadie sabía muy bien cuál era el motivo de su felicidad permanente, como tampoco existía alma alguna que la hubiese visto triste o enojada, ni conociera acaso sus verdaderos sentimientos. Sólo sabían que era una de las tantas hijas de Don Nemesio Nicolaides, aquel esquivo patrón de estancias de quien se contaban las más disparatadas historias, desde las más terribles hasta las más gratas, sin que nadie pudiera definir al personaje en una sola faceta.
Renuente de casar a sus hijas, se vanagloriaba de que ellas eran “todas puras”, desafiando abiertamente a quien sostuviera o incluso insinuara lo contrario durante aquellas verdaderas fiestas populares que se organizaban en los campos de la familia, cuando se transmitían algunos de los partidos importantes del campeonato local, o las peleas de box donde combatían los campeones nacionales, o incluso cada uno de los capítulos de determinados radioteatros, siempre a la misma hora. En tales ocasiones, casi la mitad del pueblo se congregaba en varias hileras de bancos de madera, bajo la copa de los árboles, para disfrutar del espectáculo a través de la atenta escucha del único aparato de radio a galena que existía en la región, mágico y suntuoso.
Hacía ya algunos años que Don Nemesio era una incógnita para el pueblo –en caso de que aún estuviera con vida, recluido en su ancestral estancia colonial-, y la María Lucila, en su aparente inconsciencia, cumplía casi al pie de la letra con aquel folclore familiar, conservando el misterio mediante su mutismo.
Casi nadie la había escuchado hablar desde que se hizo mujer. Algunos hasta creían que era sorda… ¡Quién sabe…! Lo que todos aseguraban era que no se comunicaba, salvo por miradas, carentes de intensidad. A menos que marchara triunfante hacia la estación…


El expreso de las 17:15hs. pasaba todos los días, aunque sólo tres veces por semana –pocos años antes de que discontinuaran el servicio- transportaba pasajeros. En estas ocasiones, la María Lucila se acercaba hasta el andén y lucía su sonrisa más radiante, contemplando con la mayor de las expectativas hacia las ventanillas de los vagones, saludando con la mano en alto cada vez que la formación partía o arribaba. ¿A quién esperaba? Nadie lo sabía. Se rumoreaban muchas cosas: la mayoría se inclinaba por imaginar algún amor secreto, cierto pretendiente que le prometiera casamiento años atrás y volviera a cumplir puntualmente con su palabra. También podría estar aguardando la llegada de alguna parienta muy querida, o quizá la llegada de alguna encomienda cuyo misterioso valor sólo ella y el remitente podrían conocer.
Sus hermanos varones habían emigrado hacía ya una larga década, buscando conchabarse como trabajadores golondrina, y nunca se los había vuelto a ver. Había quienes decían saber que habían cometido algún delito inconfesable y permanecían cumpliendo una larga condena a la sombra. Otros aseguraban haber escuchado rumores de alguna pelea a cuchillo en un almacén de ramos generales, donde los hermanos se habían trenzado entre sí ante la aparición de una ardiente pollera, yendo a parar juntos al cementerio. ¿Por qué, teniendo una propiedad agropecuaria importante, los hijos varones habían abandonado el hogar? ¿Sería la crueldad del padre tan cierta como se fantaseaba? Lo que sí se sabía era que las apariciones de la familia por el pueblo siempre eran fugaces y a escondidas, con miradas torvas y actitudes muy poco sociales. Se limitaban a rodar en un sulky que había conocido épocas mejores, proveerse de mercadería, pasar por el correo y volverse a la estancia. Los negocios agropecuarios parecían no tener cabida con los empresarios o comisionistas del pueblo.
La María Lucila, en cambio, arribaba siempre sola y a pie. Siempre con su mismo vestido antiguo, fuera invierno o verano, lloviera o brillase el sol. A veces se abrigaba con alguna mantilla, también lila y vetusta. Viéndola con detenimiento, parecía escapada de una fotografía en sepia, aunque su semblante no reflejase más que frescura y vitalidad.
Hasta que un día, a bordo del expreso de las 17:15hs., arribó un muchacho cuya fugaz existencia no estaba en los planes de nadie. Ni siquiera en los de María Lucila, si es que alguna vez había fantaseado con tal posibilidad.
Se llamaba Rodrigo Fuentes y era viajante de comercio. Distribuía mercaderías en auge para la época, pero ninguno en el pueblo consiguió adivinar qué clase de productos representaba por aquella zona. Sólo se supo que arrastraba fama de tipo elegante, entrador y buen mozo, y la mayoría de las jovencitas que lo vieron bajar del tren, con su traje gris perla, su maletín y su chambergo, cayeron prendadas de su encanto, suspirando embelesadas.
Sólo que allí también estaba María Lucila, y los ojos claros de Rodrigo Fuentes, en vilo sobre el estribo del vagón, fueron capturados de inmediato por aquella delgada y atractiva silueta. La muchacha, sin embargo, se mantuvo en su actitud habitual, saludando a los pasajeros que se asomaban por las ventanillas del expreso, ignorando la retribución de dichos saludos, como si los destinatarios nunca hubiesen estado allí.
Descendió del tren flotando sobre una nube de ilusión, incapaz de concebir la existencia de mujer más hermosa que la María Lucila. Supo de inmediato que debía hacerla suya, casándose con ella, o incluso raptándola y escapando en mitad de la noche, atravesando los campos en una huída salvaje, cargando con la chica sobre sus hombros, luciendo una desquiciada mueca de satisfactoria lujuria.
El silbato del expreso marchándose a sus espaldas lo hizo regresar a la realidad, para contemplar el hermoso perfil de la muchacha volviéndose y marchándose del andén de la estación. Rodrigo Fuentes no podía dejarla escapar. Atravesó la estación, seguido por los sonoros suspiros de las muchachas del pueblo que lo contemplaban casi babeantes, y apuró el paso hasta darle alcance, cruzando a medias la calle.
Impulsado por lo desconocido, la tomó por la muñeca, deteniéndola. Ella se volvió y lo miró a los ojos, intrigada, aunque sin perder la sonrisa. La desnuda mirada de él revelaba una honda turbación, imposible de disimular. Y aunque sentía la boca pastosa y el corazón le galopaba desbocado, el turbado viajante de comercio balbuceó:
-Sos… sos la mu-mujer… más her-hermosa que conozco… Te… Te amo.
Y acto seguido, le rodeó la cintura con un brazo, soltó el maletín para quitarse el chambergo y rodearle los hombros con el brazo restante, y le estampó un profundo y prolongado beso en la boca, ante el cual ella permaneció impávida, dejándolo hacer, sin siquiera reaccionar.
Las exclamaciones de sorpresa y estupor se oyeron por todos los rincones. No hubo quién entre los presentes no se sintiera conmovido ante lo que presenciaba - en su mayoría, cada uno por su lado, experimentaba algo similar-, no sólo por lo extraño de la escena, sino porque –a pesar de lo improbable de tal sensación- lo que ocurría traía consigo quizá todo el peso de la desgracia.
Hasta quizá hubo alguien, entre tanto testigo, que recordase la fatídica sentencia de Don Nemesio Nicolaides: “Todas ellas son puras”. Y no existía hombre que se les pudiese acercar… ¿Ni siquiera sus hermanos?
La muchacha abrió los ojos al culminar el beso, y miró al viajante con expresión asustada, como si el beso de aquel improvisado Príncipe Azul la hubiese despertado de un bellísimo sueño para arrojarla de lleno en una pesadilla tan atroz que ni ella misma podía determinar su origen o alcance futuro. O quizá, hubiera vivido inmersa en tal pesadilla desde siempre, y sólo ahora se percatase de ello, incapaz de digerir la noticia.
La María Lucila emitió un ahogado quejido y se estremeció en los brazos del recién llegado, como si un lacerante dolor la obligase a apartarse de él. El viajante deshizo el abrazo y la contempló absorto, sin recuperarse aún de la fresca humedad de aquellos labios. La muchacha se alejó de él dando pequeños tropezones, sin darle la espalda, con una inusual mueca de susto y dolor, hasta que por fin se volvió y echó a correr por la calle principal que salía del pueblo, en dirección a la estancia familiar. Los testigos eran cada vez más numerosos, y sobre todos ellos se cernía un funesto ambiente de premonición.
Rodrigo Fuentes, incrédulo, la contempló alejarse sin saber qué hacer, ni tampoco pudiendo apartar su mirada de aquella espalda que se alejaba en línea recta, con la mantilla caída y aleteando sobre un costado, y extrañas marcas rojizas impregnadas en aquellos lugares del vestido donde él había apoyado sus manos.
Aunque le demandó un enorme esfuerzo, con el paso de los segundos la pavorosa imagen comenzó a hacérsele posible hasta el punto de llegar a espantarlo: el dolor experimentado por aquella mujer estaba motivado por heridas recientes que le cruzaban la espalda y teñían el dorso de su antiguo vestido con el inequívoco rastro de la sangre.
Aquella muchacha había sido azotada con un látigo; no sólo una, sino muchas veces…
La pujante sensación erótica experimentada por Fuentes cedió violento paso a un odio irracional. Ni siquiera conocía a esta mujer, apenas había llegado a un pueblo que visitaba por primera vez, y sin embargo las emociones percibidas en escasos segundos eran de una profundidad inaudita. Sentía que algo había cambiado dentro de sí desde entonces, quizá para siempre, pero que no le alcanzaría sólo con saberlo. Tendría que hacer algo al respecto. Algo que lo cambiaría todo.
Como en todos los pueblos, las noticias escandalosas vuelan de labios a oídos en cuestión de instantes. Y para cuando Rodrigo Fuentes recorrió las escasas cuadras que lo separaban de la estación al único hotel, regenteado en la misma oficina de correos, el empleado ya lo miraba con expresión de curiosidad y complicidad a un mismo tiempo.
Fuentes no sólo pidió una habitación. También quiso saber, sin dudar ni un instante, dónde podía encontrar alguien que le vendiese un arma de fuego. Con municiones, claro está. Tal vez todas las que pudiera conseguir…
El empleado, quizá experimentando la misma sintonía mental que parecían haber sentido todos los testigos de la escena anterior, extrajo un pesado y oscuro Smith & Wesson de debajo del mostrador y lo apoyó sobre la lustrada superficie de madera, con la culata dispuesta para que Fuentes la tomara. No emitió palabra, ni exigió un precio por él. Simplemente lo entregó, como si sus actos estuviesen predestinados desde hacía muchos años, dispuestos a ser ejecutados cuando el destino así lo dictase.
Fuentes lo miró a los ojos unos instantes, con una comprensión inmediata de la situación, y manteniendo el pesado silencio que lo rodeaba desde que bajara en el pueblo, apenas unos minutos antes, tomó el arma con mano segura y se la guardó en el cinto, contra la cadera, oculta detrás del bolsillo izquierdo del saco. Dejó el maletín sobre el mostrador, aún sin haber firmado ningún registro donde constara su nombre alquilando una habitación –sin haberla pagado siquiera-, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza hacia el empleado, y se marchó con rumbo desconocido.
En las afueras del pueblo, algunos jinetes comentaban extrañados haber visto a la María Lucila huyendo hacia las casas como alma que lleva el diablo. Rodrigo Fuentes avanzó por las calles de ripio, siguiendo la mirada silenciosa de los vecinos que cuchicheaban entre sí y lo escrutaban desde las veredas, para luego desviar la mirada y contemplar el horizonte en dirección a la estancia de los Nicolaides. No hizo falta que nadie hablase, menos aún que él preguntase. Los hechos ocurrían como si un misterioso titiritero los manejase siguiendo el guión de un antiguo drama jamás escrito, aunque por todos conocido.
El recién llegado se adentraba hacia el camino rural, seguido por una temerosa muchedumbre que se mantenía reacia a acercarse, y que tampoco quería perderse detalle de lo que fuera a acontecer. No había caminado trescientos metros cuando la encontró tendida en el suelo, con la espalda empapada en sangre, y ambas manos cubriendo el rostro lloroso. Se acercó en silencio, se hincó a su lado, la tomó delicadamente por los hombros y la alzó en pie. Ella intentó resistirse apenas, porque al contemplarlo se relajó, desvaneciéndose al momento. Rodrigo Fuentes la alzó en brazos y regresó por donde había venido. El pueblo se abrió en arco al verlo venir, y nadie se extrañó por lo que ocurriría. Como si nadie, hasta esa misma tarde, hubiese hecho bromas respecto de la naftalina.
Atardecía cuando el viajante de comercio ingresó por segunda vez al hotel, trayendo consigo a una nueva pasajera, y se coló hacia la habitación sin dar explicaciones. Nadie se las hubiera exigido tampoco. Y mientras los curiosos se agolpaban silenciosos en la vereda de la oficina de correos, algunas miradas oteaban expectantes en dirección al camino que llevaba a la estancia de los Nicolaides, especulando cuánto tardarían en venirla a buscar.
La luna comenzaba a asomarse en el horizonte y el ambiente se impregnaba con el aroma de las tempranas cenas cuando los primeros vecinos dieron la alarma ante la llegada de un vetusto sulky, cargado de gente, procedente de las afueras. Al comando de las riendas, casi desconocido tras el inexorable paso de los años, iba Don Nemesio Nicolaides, cargando sobre sus rodillas una enorme escopeta de dos caños.
Alguien golpeó a la puerta de la habitación. Dentro, Rodrigo Fuentes, en mangas de camisa, había retirado el dorso del vestido de la espalda de la muchacha, e intentaba curar aquellas heridas con un algodón embebido en alcohol. María Lucila, acostada boca abajo, se quejaba con ahogados gemidos, mordiendo la almohada, ausente de todo lo que ocurría, dominada sólo por el dolor y la vergüenza. Y como siguiendo aquel misterioso relato preconcebido, ante una nueva serie de golpes en la puerta el forastero se calzó el saco y el chambergo y salió de la habitación, con la corbata floja y el revolver en la cintura, dispuesto a enfrentar su propio destino.
Las luces de los faroles iluminaban tenuemente la calle, pero lo suficiente como para que todos los presentes adivinasen la silueta del sulky aproximándose moroso hasta la puerta del hotel, cargando el peso de lo inevitable. Al detenerse, Don Nemesio saltó a tierra, quejumbroso, olvidando a su mujer e hijas a bordo del sulky, como si ellas formasen parte de un mudo equipaje. Tomó la escopeta con ambas manos y apuntó desde su cadera al forastero, quien se acercaba sin temor hacia él.
-¡Hasta ahí nomás! –exclamó Don Nemesio, y su poderosa voz contrastó con su aparente debilidad física. -¿Dónde está mi hija?
-Adentro –respondió Fuentes –donde Ud. no la pueda volver a tocar.
-Salí de ahí, pendejo, que voy a entrar a buscarla. Y enseguidita nos volvemos al rancho –anunció el viejo, haciendo ley de su palabra.
Con un gesto que en absoluto parecía ensayado, Rodrigo Fuentes desenfundó el revólver y apuntó al suelo, para que su adversario supiera a las claras de qué iba la cosa. El pueblo a su alrededor contuvo el aliento, apartándose unos metros, adivinando el peligro.
-La chica no va a ningún lado con Ud. –determinó Fuentes. –Así que mejor vuelva por donde vino. Y deje de molestar a esta gente, que ya es tarde y mañana tienen todos que madrugar.
-¡A mí nadie me ordena lo que tengo que hacer, hijo de una gran…!!! –comenzó a gritar Don Nemesio, llevándose la culata de la escopeta al hombro, mientras Fuentes alzaba su brazo, dando un paso atrás y amartillando el revolver, al apuntarle a la cabeza.
El aullido de espanto y dolor los estremeció a todos, aunque los hechos, aún en cámara lenta, ya se habían desencadenado como para que alguien pudiese detenerlos. La aparición lila aleteó con su mantilla desde un costado y se zambulló entre ambos, agitando frenética los brazos a pesar de su mutismo, provocando la sorpresa de todos. Don Nemesio y Rodrigo Fuentes, sin embargo, habían concentrado toda su atención en el enemigo, incapaces de ver hacia los costados.
Dos disparos fracturaron la noche. Un solo aullido desgarró los corazones. Y el espanto del pueblo adquirió dimensión de tragedia.
La María Lucila se estremeció entre ambos hombres, vapuleada por la perdigonada sobre sus costillas y el balazo en el cuello, sacudida como una absurda marioneta cuyos hilos acaban de ser cortados, cayendo sin remedio sobre el escenario. Su cuerpo se desvaneció con la misma cualidad etérea que poseía al desplazarse hacia la estación, aunque ahora teñido de sangre, mancillado por una muerte segura. La mantilla aleteó detrás suyo plegando sus alas. El cisne local se había extinguido.
Ambos hombres contemplaron estupefactos aquel cuerpo sin vida, incapaces de comprender lo ocurrido. Dudaron, renuentes a aceptar la pérdida. Pero una vez que la idea se formó irrevocable dentro de sus mentes, generó tal sensación de odio que sólo podía calmarse derramando mayor cantidad de sangre.
Ambos volvieron a amartillar sus armas, apuntando con fiereza, chillando entre dientes su desprecio. El pueblo contuvo el grito. Las mujeres se agacharon a bordo del sulky, aullando de miedo y de dolor.
Un par de disparos semejantes volvieron a atronar la escena. La cabeza de Don Nemesio se impulsó hacia atrás, agujereada en la frente. La pechera de Rodrigo Fuentes quedó convertida en un siniestro colador. Y ambos cuerpos cayeron hacia atrás sobre el ripio mucho antes de que los ecos de los estampidos se extinguieran en la noche.
La maldita trama, urdida desde tiempos inmemoriales, sostenida por un pueblo entero desde la indignación causada por el primer rumor echado a correr respecto de las crueldades de Don Nemesio, se había cumplido al fin. Sólo que había requerido de una cuota de sangre mucho mayor que la que cualquier vecino hubiese podido imaginar.
Los primeros testigos avanzaron vacilantes rumbo a los cadáveres. Las parientes de Don Nemesio permanecieron inmóviles sobre el sulky, cubriéndose las bocas y los rostros. Y a lo lejos, como una cruel burla del destino, apareciendo como sutil fantasma que arriba para llevarse consigo a las almas difuntas, se dejó oír el agudo silbido de un tren.






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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS

 JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

GONZÁLEZ RISOS. 

PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar


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