sábado, mayo 02, 2015

NO ES EL RAYO QUE CAE, DESLUMBRA, QUEMA…



*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam







Ruego*



Este viento
y su prepotencia
no viene solo.
Trae recuerdos en sepia.
Desarraiga mi frente
en las cuencas vacías
de su mano indomable.
Viene arriando el pasado
y tú sabes que odio el viento
empecinado, arrogante
que me lleva y me trae...
Aúlla con voces naturales
-que de otra manera
no pueden expresarse-
Y a través de él, quemante
se desarman mis palabras
en el medio de la tarde.
Olfatea mi aroma, indaga
atajos para arribarme
y entra por mi llaga.
La que no pudo cerrar.
La que va por la vida
desheredada de mí.
A mi pesar.
Tú sabes que odio el viento
que me lleva y me trae!
Extiéndeme
tus manos
no me desampares...


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









NO ES EL RAYO QUE CAE, DESLUMBRA, QUEMA…










LAS MARGARITAS QUE SON ESO*



Recordar las margaritas
sistemáticamente recordar las margaritas
como un lobo...
como el hedor
las margaritas que eran eso
(el pánico)
Recordarlas como al grotesco
maloliente
recordar las margaritas que son eso
(la sangre)
Recordar el tallo inmundo
cada uno de los inmundos dedos blancos
el llanto que huele a tierra
las margaritas apenas ladeadas
ornamento incipiente
impávido
inútil
lábil
labial
lodoso
mientras otro tallo inmundo desgarra
las margaritas que son eso
(la náusea)
Una verticalidad violentada
un responso ficticio
un silencio
un flanco ataviado del apremio
donde hay y no hay unas manos que luchan
ahí donde las burbujas del cerebro explotan
Las margaritas que son eso
(el recuerdo)


*De Pamela S. Terlizzi Prina. pameprina@hotmail.com










AMOR DE TIERRA*


El amor ascendía entre nosotros
como la luna entre las dos palmeras
Que nunca se abrazaron…
MIGUEL HERNÁNDEZ


Éramos dos cipreses de pantanos.
Siempre lo supimos, siempre.
No obstante nuestros brazos se extendían.
Nuestros cuerpos.
Desesperadamente se buscaban
Incesantemente moríamos.
Un grito hacia el otro el otro, íbamos.
Buscando, ciegos, sordos, mudos.
Creciendo para arriba. Creciendo para abajo.
Bufando, como toro a la luna.
Enterrando la boca en nuestra ausencia.
Mordiendo. Padeciendo. Sudando.
Los ojos en las ciénagas. En los charcos, el sexo.
Estremecida pasión de carne moribunda.
Amor de tierra, quizás un día.
Solo un día, quizás, nuestro fuego incinere.
Desde el congelado corazón del invierno.
Acaso, octubre se haga rosa.
Desde aquí te ofrezco, mi latido de greda y mi bruma.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar










PRIMER AMOR*



*De Antonio Dal Masetto.


En aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América. Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor. Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes, cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”. Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar. Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
 “Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí, sobre la mesa.
Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista. Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
—Vení —dijo Renata.
La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
—Un rosal —contesté.
—Eso es lo que parece —dijo.
Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer. Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí el chillido de los pájaros.
—Dame la mano —dijo ella.
Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
Ella volvió a hablar.
—Andate —dijo.
No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.


(De El padre y otras historias)











Si la luna se va sin una lágrima*


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Si la luna se va sin una lágrima
algún cachorro de león se vestirá de loto.

(Te dirán que la luz es un enigma)

Cada noche es un labio transparente,
un ojo acariciante o la duda del soldado
ante el disparo inminente.

(Se dice que la oscuridad es subyugante)

Al compás del silencio
bailan los gatos una danza bárbara
asomados al balcón de los recuerdos.
Cristales como brasas encendidas
desprendidos de un sol explosionado
acribillan el cielo del crepúsculo.

Un rostro impávido se disfraza de ventana
y la sombra de un grito encharca el orbe.


-De La estrecha senda inexcusable.

-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!











El túnel del tiempo*



Está oscuro, muy oscuro. Difícil es ver con nuestro único ojo dentro del túnel del tiempo. Sin embargo lo sentimos, es acuático. En cierto modo denso, una melaza liviana por donde nos deslizamos ayudándonos con nuestras aletas incoloras.
Muchas han sido las aventuras ocurridas durante el largo viaje.
Al principio del recorrido, encarnamos en artesanos y constructores, gigantes de horrible temperamento: fuertes, testarudos y de fieras emociones.
Posteriormente, fuimos encerrados por Urano, el dios primordial del cielo, en el Tártaro. Un lugar de sufrimiento y castigo. Liberados por Crono, el primer líder de los Titanes, aquellos dioses que gobernaron durante la edad dorada. Crono nos utilizó para derrocar y castrar a Urano y luego nos regresó a la misma cárcel de tormentos.
Zeus volvió a dejarnos en libertad y en agradecimiento, le ayudamos a forjar rayos para ser usados en la guerra que, el padre de los dioses y de los hombres, mantenía con Crono y con otros Titanes.
En aquellos tiempos, nos dedicamos a la construcción de armas de guerra: Brillos, truenos y relámpagos para Zeus. Un tridente para Poseidón. El arco y las flechas de Artemisa, el casco que Hades le dio a Perseo para que luchara contra Medusa y también fuimos y somos, los encargados de producir los ruidos internos, de los volcanes en erupción.
Apolo, uno de los más polifacéticos dioses del Olimpo, pretendió, a pesar de nuestra inmortalidad, habernos exterminado.
Luego fuimos una tribu primitiva de enormes monstruos de un solo ojo, descubierta por Odiseo, el héroe de la guerra de Troya, en una isla remota identificada como Hesperia.
Aseguran que los hesperies, estábamos relacionados con los Gigantes y con una tribu fenicia surgida de las gotas de sangre que cayeron sobre la tierra cuando Urano fue castrado.
El Gigante más conocido de quien se tiene referencia, fue uno de los hijos del dios Poseidón y de la Ninfa Toosa llamado Polifemo, que perdió un ojo por culpa de Ulises. Era barbudo y tenía las orejas puntiagudas de un sátiro.
Después de dichas manifestaciones corpóreas, se perdió completamente el rastro de los cíclopes, nuestro rastro. Ninguna referencia histórica ha vuelto a mencionarnos hasta ahora. En esta etapa del viaje y a efectos de continuar el camino, hemos encarnado en tiburones albinos, obviamente cíclopes. Nuestra misión continúa viajando a través del tiempo, en este caso, por el túnel acuático de las cavidades marinas. Lo hicimos durante miles de años. Ahora nos han interrumpido. Uno de mis hermanos, fue atrapado por un pescador a los alrededores de la isla Carralvo, que se encuentra sobre las prístinas aguas del Golfo de California. Luego de asesinarlo, lo ha entregado a las garras de los investigadores humanos. Nuestro viaje se encuentra momentáneamente postergado. De todas maneras, no hemos abortado el objetivo. Aunque sin cumplir, por el momento, deberemos mantenerlo en el más absoluto secreto hasta que, el hombre, vuelva a perder rastro y regresemos al camino, dentro de la persistencia conservada por tantos siglos. Pronto llegará la orden, acabará el viaje y el mundo actual… sabrá a qué hemos venido.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell










Anudados*


Cintas que desnudaban en un solo movimiento el camino de la vida. La vida como un cuento.  La luna desataba fulgores que impregnaban tonos de sorpresas líquidas. Como fragmentos plateados, luces, guijarros de belleza, invadían todo. Ellos se daban a la noche como al agua los peces


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com









*


Aprendemos,
al paso de los años,
que el amor.
esa fuerza
de la naturaleza,
no es el rayo
que cae,
deslumbra,
quema.

El amor
es desprenderse de sí,
como la lluvia
cuando cae
mansa
sobre la tierra.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com





***


INVENTREN
http://inventren.blogspot.com/





EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*


(De la Estación Santiago Garbarini – Ferrocarril Provincial)



El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos malos; en el centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no existía modo de volver a construirla.

-¿Bailamos, caballero?

La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñeca hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era cierto, pero su número no había salido premiado. Ahí estaba el monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.

Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.

Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.

Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.

Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.

A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.

"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.


*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009




***

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