martes, julio 28, 2015

UNA MINÚSCULA PORCIÓN DE ETERNIDAD...


*Dibujo de Erika Kuhn.







*


Pelan las naranjas con las manos
dejan
sobre la mesa
las cáscaras.

la tarde fría
y poco clara.

el sol,
un picaporte de invierno.

dentro de la casa
dos niñas
en silencio
pelan con sus breves manos
las naranjas que la madre
trajo de la verdulería.

pasarán los años,
envejecerán los puentes.
morirá la madre.

esta tarde en que pelan las naranjas excederá al olvido.

cuando, ya ancianas, ya sin tristeza
en conversaciones crepusculares la recuerden
la madre será un irremisible olor a frutas/



*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar








UNA MINÚSCULA PORCIÓN DE ETERNIDAD…







XXXV*



Las mujeres de mi familia son macizas.

Ellas
lograron refinanciar las hipotécas,
pelearon contra el cáncer,
se pusieron a sus hijos en los hombros
y salieron sin agua
a sembrar el desierto
de las separaciones y viudeces.

Yo tiemblo. Todo el tiempo.



*De Valeria Pariso.
-Del libro "Paula levanta la persiana" (Ediciones AqL)











Fatalidad de los espejos de la lluvia*



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Afanosamente llovía sobre los innumerables paraguas que poblaban las avenidas y se abrían hacia el cielo gris, como un gesto desafiante. El rítmico redoble de la lluvia trabajaba con paciencia las aceras, las copas oscilantes de los árboles, el colapsado tráfico, las solitarias chimeneas que habitan los tejados, los verdes setos que flanquean la glorieta. Caía de costado contra los ventanales de los pisos altos, tras los cuales podían verse, espaciadamente, rostros confortados al sentirse inmunes al caprichoso trajín de la naturaleza. Envolviendo la ciudad en un húmedo abrazo ineludible, llovía aquella tarde en que descubrí a Irene.

(Sí, porque más que un encuentro, fue un descubrimiento, un abrir los ojos a una luz desconocida, casi un deslumbramiento. Fue como si la multitud apresurada de pronto no existiera, como si en toda la plaza no hubiera nadie más, nada más que ella y las baldosas blanquinegras, brillantes a causa del agua que corría vertiginosa sobre ellas, buscando los desagües; ella abandonadamente sola, pequeña, majestuosa, improbable, caminando sin prisa y sin paraguas bajo la furiosa calma del agua que caía.)

Llevaba el pelo mojado; gruesas gotas de agua resbalaban por su rostro, hermoso y acaso algo triste, uniéndose después en la caída al torbellino de las otras gotas y estallando con ellas al contacto del suelo, frío e inflexible, formando una misteriosa melodía que se propagaba por el aire fresco del atardecer urbano.

(Su pelo corto y empapado, sus ojos asombradamente abiertos y mirándome. A mí, que tampoco llevaba paraguas; a mí, con el pelo lánguidamente pegado a las sienes y a las orejas; a mí, que al igual que ella, caminaba con calma dejándome llevar por la irreprimible nostalgia de las tardes lluviosas; a mí que la miraba con idéntico asombro.)

En una tarde tan oscura, tan llena de nubes, un paraguas parece la más elemental de las precauciones. Pudo ser, entonces, un alarde de indiferencia o de temeraria arrogancia lo que nos unió bajo los porches de unos grandes almacenes. Nos miramos sin poder, sin querer evitar la risa, sin esforzarnos en sofocar la carcajada que nos provocó la visión de nuestro propio aspecto de perritos mojados y vagabundos.

(Pero era otra cosa, algo más trascendente, más sutil; era un devorar de ojos, un tratar de disimular la propia turbación, un disfrazar con risas aquello que, indescifrable aún, ya nos estaba incendiando por dentro)


Después, como un violento ataque de vergüenza, sobrevino el silencio. Fue el momento de las miradas esquivas, de los gestos delatores del naciente nerviosismo. Con impotente resignación, observamos la multitud embozada que surcaba con impaciencia las aceras en dirección a sus casas, a sus trabajos, a sus diversiones. Nuestra espera nos brindó el deleite de la contemplación de esas escenas que suceden todos los días y a las que, por desgracia, somos casi siempre ajenos: La tarde que declinaba, las calles vaciándose, las farolas llenándose de luz y alumbrando la imperturbable cortina de agua que no cesaba, las puertas de los almacenes cerrándose, la noche llegando con todas sus promesas y todas sus decepciones y todas aquellas ventanas iluminadas allá arriba. Y aquí, tan sólo nuestras sombras, conscientes de la inutilidad de la espera (porque se adivinaba en el cielo cargado de nubarrones la inutilidad de tan larga espera) y a pesar de todo

(pero sabíamos el motivo, íntimamente lo sabíamos, como se sabe de repente que alguien, al otro lado del mundo o del tiempo, está llorando)

prolongando nuestra estancia allí, como si algo impalpable y certero nos retuviese bajo la protección de los ensombrecidos porches. En un momento impreciso, nuestras bocas se abrieron simultáneamente sin llegar a emitir sonido alguno, y fue otra vez la risa, el tibio temblor de sentirse, por un instante, reflejo de otros actos. Después, inesperadamente, nos besamos.

(no la besé, no me besó; fue un acercamiento mutuo, una llamada paralela que juntó nuestras bocas, y nuestros destinos, frente al sonido monótono de la lluvia golpeando inquebrantable el asfalto por el que, a esa hora, no circulaba nadie)

Un beso largo, cálido, desesperado; un hundirnos en mares inesperados y abismos confortables; un despertar, acaso. Sentí, como un desgarramiento, su lengua abandonando mi boca, sus labios separándose de los míos, sus ojos que me miraban con gratitud, con infinito cariño, con incurable tristeza. Cuando quise hablar, su mano se posó suavemente sobre mi boca. Luego, sólo pude contemplarla mientras se alejaba bajo la lluvia sin un adiós.

En días sucesivos, busqué con ansia su adorada figura entre las multitudes. Frecuenté monstruosos hipermercados, tranquilos parques, bulliciosos bares nocturnos, calles insoportablemente transitadas y calles vacías. En vano fatigué librerías, hoteles. Sin mayor fortuna, inspeccioné tiendas de paraguas, perfumes o flores. A veces, creí adivinarla al fondo de atestados corredores o en algún restaurante, tras las vidrieras.

Otras tardes lluviosas, tuve la dicha de compartir con ella improvisados refugios, cálidos besos, interminables silencios de ojos atrapados sin salida. Luego, solíamos caminar bajo la lluvia sin preocuparnos de evitar los gruesos chorros de agua que se precipitaban desde arriba, desde los desagües de los tejados, y se deshacían en violentas embestidas contra el empedrado gris de las aceras. Íbamos dejando atrás las calles sin nadie, las tiendas cerradas, los bares repletos de gentes que charlaban y reían bulliciosamente prolongando al máximo el retorno, el temido regreso a sus casas, a los cotidianos problemas domésticos, a la incomparable sensación del hogar-dulce-hogar.

La costumbre nos hacía caminar sin rumbo, acaso dando vueltas a una plaza, o deslizándonos por callejas mal iluminadas que desembocaban en avenidas infernales, que cruzábamos con rapidez en busca del sosiego de las otras calles, menos concurridas, más acordes con nuestro propio deambular enmudecido. No podría decirse quién elegía los itinerarios. Era como si el azar nos guiase a su antojo, para separarnos inequívocamente en una esquina, al borde de un semáforo parpadeante o en la puerta de alguna discoteca de moda.

Fue una de aquellas tardes cuando, no sin asombro, me fue deparado el placer de escuchar la añorada melodía de su voz. Frente a una pequeña puerta acristalada, clavó sus negros ojos en los míos y, con mucha dulzura, con innegable pasión y tal vez algo de miedo, dijo:

—Aquí es donde vivo. Me gustaría que subieras.

(¿Habré de confesar que ese tan deseado sonido consiguió turbarme? ¿Me atreveré a declarar que despertó en mi alma fuegos que jamás ardieron antes de ese instante y esa voz? ¿Diré, finalmente, que un maremoto de música inundó mi mundo, sordo e indiferente hasta entonces?)

Y naturalmente, subí. Me maravilló el alegre apartamento de aquella muchacha frágil que tanto me enternecía, y cuya presencia tanto lograba pacificar mi atormentado espíritu. Incoherente, anacrónicamente, osé pronunciar palabras, intentando elogiar la decoración, mostrar mi fascinación nacida de aquellos colores, de aquellos cuadros, de aquel silencio cargado de melodías anunciadas. Pero fue su mano la que tomó mis manos; fueron sus labios los que apagaron, elocuentes, las vacías frases que comenzaban a formarse en mi boca herética, y volvieron a sumirme en las profundidades de un cielo húmedo y dulce.

Sin embargo, nuestras ropas y nuestros cuerpos estaban mojados y nos hacían sentir las punzadas del frío.
(Frío de soledad, frío de círculo de tiza alrededor, frío de atardeceres sin nadie y sin esperanza de nadie)

Una ducha tibia, relajante; un ponche caliente, unas suaves caricias, un desatar las antiguas ligaduras que nos aprisionaban al suelo cotidiano de quienes vagan sin rumbo por las inclementes calles de la vida, y supe que me quedaría allí, que no regresaría más a la insufrible humedad de mi triste habitación. Todos los fantasmas del pasado, toda la incomprensión, todas las heridas, quedaban definitivamente atrás. Ahora, Irene me abría las puertas de un nuevo sendero, tan diferente que hasta los más íntimos recuerdos habían de ser desterrados sin posibilidad alguna de regreso.

Asistí, casi con incredulidad, al nacimiento de nuestra propia primavera, hecha de miradas cargadas de promesas, de caricias llenas de ternura, plenas de suavidad y de cariño, de música. Todo era mágico: el delicado gesto de desvestirnos con la timidez del primer encuentro, el arduo descubrimiento de nuestros cuerpos, como un juego, la incomparable languidez del primer beso al abrigo de las sábanas, el pulso acelerándose lenta e inexorablemente, el fuego desatado devorando labios, mejillas, hombros, incandescentes curvas, maravillosos recodos de carne palpitante, las manos recorriendo con avidez y algo de torpeza incontrolable cada centímetro de piel, convirtiendo en hogueras nocturnas nuestros cuerpos; cuerpos que se buscaban sin descanso entre mares de sudor y ternura, cuerpos que se estrellaban y rendían, cuerpos que se arracimaban sobre el blanco cuadrilátero sin conceder la mínima tregua, cuerpos sedientos y entregados cuya sed no pudo ser saciada.

(Y entonces lo supe; lo supe en la incomparable perfección de sus besos, en el cálido contacto de sus labios, en el dulcísimo aroma de su cuerpo tibio y frágil, en el sabor excitante de su piel enardecida, en la cadencia melancólica de la música que llenaba el ámbito de la acogedora habitación; lo supe en el empapelado azul de las paredes, en el pausado repiqueteo de la lluvia sobre el alféizar de la ventana, en el llanto desconsolado que resonaba blandamente en el piso superior. Con infinito pesar, lo supe, y ella también debió intuirlo porque, de repente, nos miramos y en nuestros ojos brillaban lágrimas gemelas, irreales afluentes de un amor condenado por los dioses. Entonces nos abrazamos con fuerza. Un llanto violento, convulsivo, azotó nuestros cuerpos hasta que el cansancio se nos apoderó de la consciencia y nos condujo hacia las vastas regiones del sueño, dejándonos en la más completa indefensión frente al alba futura)

Después, los días se precipitaron en veloz carrusel. Cada instante compartido lograba unirnos un poco más, al tiempo que nos iba separando del resto del mundo. Cada noche, nuestros cuerpos se buscaban con frenesí sin conseguir hallarse, como si perteneciésemos a dimensiones diferentes, como si estuviésemos tratando de amarnos a través de un cristal odioso e indestructible, lo mismo que si una invisible barrera alejase brusca e irremediablemente nuestros cuerpos ávidos de pasión, hambrientos de placer, deseosos de dar y de recibir ese amor que crecía desproporcionado en nuestro interior y que, a pesar de todo, no llegaba nunca a consumarse de forma definitiva.

Pero todos estos desencuentros, en contra de lo esperado, nos acercaban más y más, nos forjaban diferentes a esas otras personas que pueden sonreír con satisfacción tras el vertiginoso instante del orgasmo que les arrebata, nos otorgaban un doloroso e indeseado privilegio que lograba unirnos de una forma brutal que descartaba de antemano la idea de una separación que, acaso, hubiese resultado aún más insoportable.


(Pero todas aquellas flamígeras miradas de amor
todas las palabras susurradas
todas las caricias recibidas
las descontroladas lenguas deslizándose por la tibieza de las pieles
y
entrelazándose, repentinamente vivas, en nuestras bocas lujuriosas
la temerosa ejecución de otros juegos eróticos de innecesaria
enumeración y doloroso recuerdo
las otras palabras, atroces e inútiles...)

NADA. Lo mismo que el saldo definitivo de una caja registradora estropeada. Pero nos retenía la esclavitud a ese amor que se nos escapaba por los ojos y en cada gesto de nuestras manos, que se desbordaba en nuestra sangre (que alguna vez vergonzosamente derramamos) y que nunca acababa de definirse, de concretarse en algo real, en algo que pudiésemos llamar nuestro, en algo que poder recordar años después, cuando sólo la soledad y el tedio viniesen a ocupar los infinitos atardeceres de encierro en habitaciones frías, silenciosas, insoportablemente luminosas y sin nadie.

(Curioso que fuese a llamarse Irene. Y que bonito nombre, pero ¡qué cruel! Porque Ire y después ne. IRE, como un ofrecimiento, como una caída voluntaria y vertiginosa en el tan deseado torbellino de pasión, en el mágico caleidoscopio de manos, labios y sonrisa uniéndose en extrañas figuras y desatándose contra la tristeza de los atardeceres otoñales...
Y después NE, como una negación, como una falaz contradicción, un inexplicable rechazo que consiguió herirnos con una intensidad jamás presentida, Curioso también que yo (¡a pesar de todo!) nunca me hubiese parado a pensarlo, a examinarlo en esta forma dolorosa, acorde, en cierto modo, con la realidad, con nuestra propia y cruda realidad de amantes sin esperanza y sin posible consuelo)

Una noche lluviosa, abominable, nos separamos para siempre.

Tal vez fue la vida (porque encontramos en otros lugares, con otras gentes, aquello que no habíamos podido hallar en nuestro desmesurado y fallido amour fou) quien nos arrancó (como se arrancan los pétalos de las flores, como se podan los árboles, como se mata) de los únicos brazos capaces de proporcionarnos un pequeño destello de felicidad, esos mismos brazos en los que no nos fue permitido encontrar el placer. Sí, fue la vida quien nos empujó por caminos distintos e irreconciliables; por caminos que se fueron distanciando más y más a medida que en nuestros corazones crecía intolerable la nostalgia, y también la certeza implacable de que nada merecería la pena en medio de esa soledad multiplicada de las multitudes refugiadas en el ruido.

Hoy sé que acaso fue posible otro desenlace, pero entonces éramos demasiado jóvenes, demasiado impacientes. Ahora que el tiempo ha pasado y la insatisfacción se ha asentado definitivamente en mi carne, tan sólo me resta la vaga esperanza de que alguna tarde lluviosa, una de esas tardes lluviosas que aprovecho para salir a pasear sin paraguas por las calles de la ciudad, ella se pare frente a mí y me estreche entre sus brazos empapados, me bese con sus labios húmedos y me conduzca de nuevo a su casa (si es que aún existe, si alguna vez existió) donde ambas nos debatiremos una vez más bajo la blancura imperfecta de las sábanas, en busca de ese momento increíble que sabemos no ha de llegar, y nos fundiremos en un solidario abrazo de impotencia, de saladas y ardientes lágrimas, de amargo sabor a derrota prevista de antemano, hasta que el sueño venga de nuevo a liberarnos, a traernos de vuelta de ese mundo pretendidamente real en el que cada una de nosotras es un reflejo difuminado de la otra (hasta en el nombre, ¡cruel coincidencia! hasta en el nombre) y en el que no podemos, en el que nunca podríamos ser plenamente felices.

Tan sólo la esperanza, las preguntas sin respuesta, el obstinado recuerdo del único amor; y acaso una sorda rabia que ya casi ni siento, un despiadado rencor hacia los dioses de la lluvia inconsistente, que me condujeron hasta Irene para arrebatármela luego como un siniestro juego, como una burla sádica. Pero ya está anocheciendo y mi marido no tardará en llegar. Como cada tarde, debo secar estas lágrimas, estas saladas lágrimas que cualquier día van a ahogarme, y preparar la cena; una sopa caliente, unas tortillas, un soportar abrazos, caricias y besos no deseados, una fatigada entrega, el sueño llegando poco a poco...



© Sergio Borao Llop













*


Ahora
que estás conmigo
y la noche
abre una grieta
donde
es posible
amar,
nombrame
con una palabra
que sea tan nuestra
como un hijo.

Una palabra
que viva
en otras noches,
una minúscula
porción
de eternidad.

Poca cosa:
lo que queda
en las flores
cuando pasan
las lluvias.



*De MARIANA FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com












HISTORIAS INQUIETANTES*



En los años ochenta una revista española, creo que se llamaba “Quimera” había reproducido un célebre reportaje realizado a William Faulkner, donde se despacha con una serie de anécdotas –reales o ficticias, poco importa- y que fueron mi delicia durante un tiempo. A este extenso reportaje difundí por medio de fotocopias en mi época en que dictaba Literatura Argentina y a fin de año su nombre y algunas de sus novelas llegaban a la sección “sugeridos”, con la última tiza de la última clase. Allí el autor comentaba cómo se hizo escritor. Siendo un adolescente se sentaba en un bar de una pequeña ciudad del Medio Oeste Norteamericano con un exitoso hombre de letras que fundó una dinastía, aunque hoy como casi todo hay quedado un poco en el olvido. Sherwood Anderson, de él se trata, puso en sus historias las grises vidas de los habitantes, es decir los granjeros de ese lugar, los pobladores de un pequeño condado con sus ambiciones y sueños y sus deseos y bajo su mirada penetrante realiza un agudo retrato de la vida americana en los inicios de la industrialización.
En “Winesburg, Ohio”, un libro estremecedor de veintidós relatos maestros donde narra la vida diaria de esos habitantes no exentos de fantasías.
Dicen los críticos que influyó profundamente  en toda una generación de escritores, desde el mismo Faulkner, hasta  Dos Passos, Steinbeck y el mismísimo Hemingway que estetizó su estilo tal vez demasiado carente de tensiones que le supo imprimir el autor  de “El viejo y el mar”
William Faulkner cuenta que un día se puso a pensar que si la vida de Anderson era la de un escritor, a él le interesaba, que si a las seis de la tarde se estaba libre para tomar cerveza, esa vida era la que quería para él. Y se encerró a escribir. Extrañado, su amigo de la súbita desaparición del joven golpeó una tarde la puerta de la casa.
-Usted está enojado conmigo que no comparte más mis cervezas le preguntó
-- Señor Anderson, estoy escribiendo una novela.
-Dios mío- exclamó Anderson pegándose con la mano en la frente. Y se fue.
Al mes, mientras el joven cruzaba la plaza se encontró con la esposa del escritor afamado, quien le dijo-
-Dice mi marido que si no le hace leer el original le consigue un editor. Y cumplió.
Así fue como salió “La paga de los soldados”, primera trabajo del que sería en 1949 galardonado con el premio Nobel de Literatura.
Whinesburg Ohio estuvo muchos años agotado hasta que en 2014 apareció en una editorial  porteña con un prólogo imperdible de Luis Chitarroni, Y se puso a circular de nuevo una buena literatura que nunca debería faltarle a los sufridos lectores de estos tiempos desangelados.
No es raro que lo ficcional deba ser “apoyado” por una batería documental, no importa si real o no. Quiero creer que la literatura sigue siendo ese mundo maravilloso que salta el corset de los géneros y tiene que ir dirigido al corazón del lector. Acaso esas mediatizaciones empezaron con la escritura de Don Quijote de la Mancha. Y si no que lo digan los textos del gran Arnaldo Calveyra  que con sus libros sortea todos los géneros.
Ante este libro de Anderson no podemos ser indiferentes porque como todos los hombres diestros los narradores de raza empiezan dese el primer párrafo y nos pone las manos en el cuello y nos suelta al final de cada relato. Exhaustos y felices.
George Willard es el reportero que busca una historia para ser contada y no sabe que cualquiera de ellas puede ser relatada  aun  la más anodina.
Tal vez la matriz esté en la Antología de Spoon River, donde Edgar Lee Master pone en esas lápidas el embrión de lo que escribirán después otros, como el caso de Anderson.
Tantas vidas llenas de deseos, de angustias, en esos atardeceres donde el olor del cereal cortado en el campo iba invadiendo las últimas  callejas del pueblo, los carruajes de los campesinos que iban levantando el polvo hacia aquellas ramas que quebrarían el viento de todas las tormentas y las muchachas casaderas, definitivamente abandonadas a su suerte, irían desangrando como las cuentas de un rosario, casi sin esperanza, que alguien la saque de esa desidia, de esa vida gris como la maldición de los oradores religiosos, que irían repiqueteando como las patas de las gaviotas sobre los techos de cinc que las lluvias no lavan del todo y el fuego de todos los crepúsculos no los hace estallar cuando deflagra detrás  de las colinas donde ondea el trigo de todos los veranos.


*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar







I - Monólogo de distancias*

Abre sus ojos el sol
... y hace posible la magia,
quita a la ciudad su vestido de niebla
y la ama a plena luz
sin recato
sin urgencias
descaradamente.
Un monólogo de distancias irreconciliables
me deja a ciegas, siempre
sobre adoquines quebrados
sin saber qué busco.
Si lo supe, no recuerdo.
Se camina por inercia a veces
mientras bajan
por la nuca y por la espalda
los ojos del sol de esa mañana
yéndose a otro hemisferio.
Sigo.
Voy.
Frío.
Largo tiempo.
Sobre un muro gris
encuentro
desvestidos
... mis desvelos.
El tiempo llega y pasa.
Sin intermediarios.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









Anudados*


Cintas que desnudan en un solo movimiento el camino de la vida. La vida como un cuento desata fulgores que impregnan tonos de sorpresas líquidas como fragmentos plateados. Luces, guijarros de belleza, invaden todo.
Ellos se dan a la noche como al agua los peces


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar










XXV Festival Internacional de Poesía de Medellín

Un Festival para un nuevo horizonte*



El potencial mayor del Festival Internacional de Poesía de Medellín seguramente estribe en que la gente de esa populosa ciudad colombiana lo siente admirable y profundamente humano, y lo siente propio. Gente de todas las edades que se da cita en plazas céntricas, en auditorios, y en casas de cultura barriales, por millares, para escuchar a los poetas en sus poemas y en sus discursos encendidos en favor de la humanidad y de la paz.

Es verdad que se trata del trabajo arduo de un grupo organizador compuesto por poetas, con la experiencia ya de haber organizado 25 festivales con el mayor cuidado. Pero el crecimiento de estos eventos extendidos en el corazón de Antioquia ha sido una noticia cultural y social que ha dado varias vueltas al planeta y que parece elevar una firme propuesta ética labrada por numerosos deseos y numerosas voces.

Justamente en Colombia, que desde hace ya más de medio siglo se vino desangrando en una guerra intestina que no ha sabido de pausas ni de clemencias, con decenas de miles de muertos y con millones de desplazados y desarraigados. Justamente en Colombia, tierra de escuadrones de la muerte, pero también de notables poetas, y, sobre todo, de una población, una humanidad, que anhela reencontrarse sobre cauces ciertos.

“Seguramente la poesía no puede cambiar la vida, pero quienes la sienten y la viven profundamente acaso puedan hacerlo”, escuché decir a una muchacha en uno de los puestos de ventas de libros de poesía situado a un costado del Parque de los Deseos, a poco de comenzar el evento inaugural, que ya mostraba el paisaje singular de varios miles de personas sentadas sobre el piso y entusiastas.

Sin duda, ya hay resultados a la vista. De una ciudad que era el ancho epicentro de la violencia y lugar propio de un poderoso cartel que sembró muerte y desolación, a una sociedad, una comunidad, que se convoca para escuchar poesía, y donde los jóvenes siguen masivamente los entramados y propuestas de un festival poético y de su nueva cumbre poética por la paz, existe una distancia proverbial, que aguarda ser decisiva.

En todos los ámbitos del 25º Festival existió parecida expectativa y una mística intensa, así como el ánimo del público presente, desde el que pobló el auditorio de la casa de cultura de la cafetalera Fredonia hasta los docentes y alumnos del instituto San Isidro, del barrio Aranjuez; o desde los organizadores de la casa El Solar de Bucaramanga hasta los estudiantes que día a día aguardaban impacientes en el hall del Gran Hotel.

Sin embargo, aún queda mucho por hacer, por decidir, y las tratativas por la paz, cien veces trabadas y destrabadas, entre la guerrilla y el gobierno, por momentos parecen como minadas por el recelo y la desconfianza. “Otra sociedad, a la medida de la gente, a la medida de la gente laboriosa de Medellín; una sociedad civilizada, con poderes civilizados”, parece escucharse en los entornos del Festival, en cada mensaje.

De todas formas, los medellinenses, los colombianos, no se saben solos, sino formando parte de un deseoso mundo en crisis, y de un Tercer Mundo, siempre tenso, con serios problemas a resolver, y, cuando no, encerrado o acechado. “Otro discurso, otra mirada, otros proyectos, para otra realidad”, surge a modo de pregunta o de respuesta en algún lugar de mi cabeza, mientras sigo escuchando los versos de dos jóvenes poetas.

“En Colombia tenemos de todo –me dijo una vecina algo mayor a la entrada del Centro Comunitario Montoya, en la zona de Manrique, y donde en minutos comenzarían a decir sus poemas los poetas invitados–: escuadrones, guerrilla, latifundistas, y bases militares. A mí el cansancio me hace tener esperanzas…”, concluyó. En fin, hay todo un pueblo, que acompaña a este Festival, que vive y respira en estado de expresión.

Un pueblo despierto, que este julio tórrido recibió en su Festival a 89 reconocidos poetas de 40 naciones, que día a día se fueron derramando por los centros culturales de la ciudad y de los barrios para decir sus poemas, en un esquema de organización que a todos les resultó afinado y admirable. Construir la paz con poemas, con ejemplo, con multitudes, ciertamente es una buena noticia que hay que hacer correr por el mundo.


*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Buenos Aires, julio de 2015


* Eduardo Dalter fue poeta invitado del XXV Festival Internacional de Poesía de Medellín, desarrollado en dicha ciudad entre el 11 y el 18 de julio.







INVENTREN



Saladillo Norte*


(De la Estación Saladillo Norte – Ferrocarril Provincial)


Cuando el tren se inauguró, la estación fue paso intermedio hacia Mira Pampa y su cabecera estaba en la ciudad de La Plata.  Por Saladillo Norte, iban y regresaban, los transportes de pasajeros y los cargueros que luego  trasladaban  las riquezas que se producían en la zona.  Desde el Salado hasta los bañados de Tapalqué, muchas de las estancias se fraccionaron en chacras, al punto de que, en poco tiempo,  había más de ochenta rodeando a la nueva  estación. El ferrocarril pudo ser una realidad, a partir del apoyo económico  de los estancieros que donaron  tierras y de la ayuda de políticos y de los vecinos.
El pueblo se inició con la estación de ferrocarril, un almacén de ramos generales, una cancha de bochas y de pelota y las chacras que se dedicaban,  a las tareas agrícolas-ganaderas. De esta manera se integraba por medio de las vías,  un extenso territorio  incomunicado, abaratando los fletes con su presencia.
Alrededor del ferrocarril se desarrollaba la vida comercial y social de los habitantes y no había nadie que alguna vez,  no hubiese viajado en el tren: familias, gobernantes, curas, actores, payadores, guitarreros.
La empresa fue vendida a capitales ingleses que impulsaron a mayor escala,  el transporte de semillas, animales, correspondencia e inmigrantes que venían  a trabajar al campo y también a aumentar la población urbana.
Luego de nacionalizaciones y vueltas a privatizar,  muchos ramales fueron cerrados,  entre ellos,  la estación Saladillo Norte. Casi desaparecidos por completo, en la actualidad solo un vagón detrás de la antigua locomotora, pasa de vez en cuando, arrastrando con ella la nostalgia y el empobrecimiento de una zona,  ayer resplandeciente.
Abuela decía que ver pasar a  un tren es como ver pasar el agua de un río, así de hermoso y de productivo y decía también que un pueblo sin ferrocarril, es un pueblo muerto.  Yo le creí porque nada fue igual desde aquel día, en que no volvimos a escuchar  a lo lejos,  el silbato anunciando su llegada  y no volvimos a ver a ese monstruo oscuro, recortándose en la niebla, la hermosa columna de humo blanco  y sus luces avasallantes acercándose a la estación.
Nuestras caminatas y juegos en las proximidades del predio no fueron los mismos y, sin alejarnos de las vías, dimos más importancia a otros entretenimientos.
Entrecerrábamos un poquitito un ojo y mirábamos al tras luz las bolitas de colores, contra el sol, desafiando la ceguera pero era el único modo de saber, cual era la más bonita y a esa la guardábamos en el botellón de “mejores”. Las mejores eran las que más valían y se usaban en los campeonatos. No podían estar cachadas, tenían que ser perfectas. En el mismo lugar guardábamos las quemadoras, esas canicas más chiquitas que bochaban lindo a las demás y entraban  al hoyo,  sin necesidad de ensuciarnos los dedos para quitarle la tierra. Un bolillón, más bonito que los otros,  podía cambiarse por una quemadora.  Una quemadora valía cinco de las bolitas comunes o  tres de las de colores, medianas.
Mi vieja nos llamaba para tomar la leche y nos reñía porque teníamos las manos y las mangas de los abrigos, negros hasta el codo y las rodillas de los pantalones que no se salvaban ni con las rodilleras.
Cuando me enamoré por primera vez nunca pensé que Martita iba a ser tan buena jugadora. Le regalé una de las bolitas más nuevas. La había ganado en un campeonato y la tenía de preferida pero no lo pude evitar y se la di. Aprendió a jugar. Ponía una rodilla en el piso y el codo y apuntaba sacando la lengua por el costado de los labios. Rara era la  vez que no bochara a alguna y no acertara al hoyo.
Un día tuve que romperle la nariz a un grandote que la miraba cuando ella se inclinaba y no recordaba que tenía pollera pero después,  todos se olvidaron de que era mujer,  por lo bien que jugaba y no había uno, que no la quisiera de compañera en la competencia  pero Martita, firme, en agradecimiento del regalo que le hice cuando le enseñé el  juego, competía solo conmigo.
Nos volvimos imbatibles, juntamos dos frascos llenos de bolitas y todas ganadas en buena ley y para que a Martita no la regañaran, los escondíamos en un pozo,  detrás de los galpones de la estación.
Después la mamá le prohibió,  a pesar de los llantos y ruegos,  venir a jugar por no ser actividad de “señoritas”.  Creí que se me caía el mundo y una tarde,  me presenté en la casa de mi novia con los dos botellones y se los regalé porque, a pesar del esfuerzo por desprenderme del tesoro,  no sentía de hombres el quedarme con ellos.
Martita me dio el primer beso y yo toqué el cielo con las manos. Cuando empezamos la secundaria nos anotamos en el mismo colegio para estudiar juntos. Ella era mejor alumna y en casi todos los exámenes, a espalda de los profesores,  me soplaba las respuestas.
Nos pusimos de novios en serio. A pesar de lo restringido de los horarios el padre, me autorizó para que fuera a buscarla los sábados. No duró mucho el gusto por los bailes y preferimos cambiar por ir a ver buenas películas. Quedamos fascinados con Romeo y Julieta y ahí germinó la semilla del matrimonio pero todavía, éramos demasiado jóvenes.
Abuela murió. Martita empezó la facu,  yo puse un negocio y a ambos nos fue bien.  Ella se recibió y compramos un departamento, aquí mismo, en Saladillo. Ahora estamos esperando a nuestro segundo hijo. Ya tenemos los botellones y esta historia de trenes,  preparados para dárselos.  Después de todo, si nos enamoramos fue porque el  ferrocarril cerró y nosotros nos dedicamos a jugar a las bolitas.


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell



Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

GONZÁLEZ RISOS. 

PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.


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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO. 

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.



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