sábado, julio 15, 2017

ES EL MUNDO ROTO EN PEDACITOS LO QUE CAE…



*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam










*



Mirá hacia arriba.

Es el mundo roto en pedacitos

lo que cae,

más liviano que la lluvia.

Salí descalza

a bailar

sobre el desastre.

No te pierdas

la ternura de catástrofe

que te acaricia el pelo.

Mañana,

habrá un mundo nuevo

donde anclar

los barcos que construyas

en los días como éstos.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com









ES EL MUNDO ROTO EN PEDACITOS LO QUE CAE…









Antes del fin*



Cuando subía la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Ustedes, malpensados, creerán que lo hice porque era joven y rubia. Porque a pesar del pelo enredado me resultaba atractiva. Ante eso me encojo de hombros y, si aún pudiera sonreír, sonreiría. Durante unos instantes, contemplé cómo se alejaba. Luego terminé de subir la cuesta, llegué al puente, me aseguré de que nadie estuviera mirando -actitud ésta un poco ridícula, si se piensa en ello-. Después, lentamente me asomé por encima del pretil de piedra. Respiré hondo. La corriente, imparcial, discurría allá abajo, como un firmamento líquido.







Antes del fin 2.0*



Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo, balanceando un pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe identificar. La miré mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando la mano libre en señal de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar donde su moto la pudiese llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el escenario había cambiado, que ya no podía hacer aquello para lo que había venido hasta el río. Que no tenía derecho mientras esa mujer siguiese caminando por el mundo con su bidoncito para gasolina y esa tonta canción germinando obstinada entre sus labios.







Antes del fin 3.0*



Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Entonces oí una voz a mi derecha: No le des nada. Es para drogas. Miré hacia esa voz. Provenía de un banco cercano, donde se amontonaban algunos esqueletos sentados. Sus cuencas vacías nos contemplaban. Uno de ellos hablaba y gesticulaba en dirección a mí, pero yo ya no le escuchaba. Había vuelto a concentrarme en el recuento del dinero. Por debajo de las monedas vi mi mano: Estaba empezando a descarnarse. Entonces miré de nuevo los ojos de la chica. No hubo necesidad de decir nada. Ella asintió y, juntos, echamos a andar hacia la gasolinera más cercana.







Antes del fin 4.0*



Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó pero se quedó allí quieta, mirándome, como si aún hubiese algo por decir o no supiese muy bien qué hacer. Miré hacia el río. Vi al otro lado las torres, las antenas, la ciudad extendiéndose infinita, asfixiante. Igual que ayer, igual que mañana. Pero esos ojos curiosos, expectantes, representaban un cambio, una suerte de túnel secreto por donde escapar a ese marasmo. Me ofrecí a llevar el bidoncito, a acompañarla en la búsqueda de una estación de servicio, a ser una mínima etapa en su camino y aceptar su presencia en medio de mi nada. La corriente lo entenderá, sabrá esperarme; a lo largo del tiempo diríase que no ha hecho otra cosa.






Antes del fin 5.0*



Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina.
Inútilmente registré mis bolsillos. Negué con la cabeza, pero ella no se movió: Un cansancio infinito se insinuaba en su mirada.
Deduje que también su camino estaba cortado. Como el mío. Que ambos estábamos al borde.
Fue entonces cuando oí los pájaros. En ese canto anárquico creí adivinar que la matemática es sabia, que menos por menos a veces es más, que dos finales pueden representar un principio.
Extendí mi mano, que ella tomó con algún recelo, y bajamos hasta el río. Nada más. Nos sentamos en la hierba y nos pusimos a contemplar la corriente, a sentir la música del agua, sacudida de cuando en cuando por el chapoteo de algún pez extraviado, a impregnarnos de ese perfume milenario cuyo nombre no figura en los catálogos profanos de los hipermercados. Luego vino la noche. Y su silencio. Pero nosotros seguíamos allí, escuchando.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com












*


Fragmentos del fin:

recorto las líneas de tu boca y no sé
medir
no puedo saber
nada
de mí o de vos
¿quiénes éramos?
ebriedad sinfónica devenida en silencio





-Nací en Buenos Aires, estudié periodismo y corrección de textos. Trabajo para Viajera Editorial y coordino talleres de escritura en Siempre de viaje- Literatura en progreso.
Publiqué: 374 (De los cuatro vientos, 2007), Bengala Hotel (Viajera, 2011), Agua o niño que corre (Viajera, 2014) y Fragmentos del fin (Viajera, 2016).















Dualidad*



Se mece
sola
desde antes de nacer.
La ayudo a existir.
En la vértebra de la noche
cuelgo
sus pájaros
de corto vuelo.
que necesita incendiarse
en poema
pero llueven cristales fríos.
de sus quiebres
de cuarzo y de silicio.
Conozco
el cisma de su voz
cuando calla y
se mece
sola.
A pesar de sus deseos
y mi esfuerzo,
no termina
de nacer.
Y me muero con ella.
Así
envueltas en la tela
de la media voz.


*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar














El hombre invisible*



Más allá
del río
encontré
a un hombre
mirando
el agua.

“¿Ha oído hablar
de Trapalanda?”,
pregunté.

“Sí,
pero no la verá
nunca
hasta que
dejemos
de ser
invisibles.”


*De Robert Gurneybob@robertgurney.com

-Poemas a la Patagonia, 2004 y 2009.

Web: robertgurney.com  










1*



Nada,

no encontrar

ni un poco.

Nada,

abrazar los vacíos,

los dibujos de mi cama.

Nada,

pedirle al viento que vuelva

esa nena con rulos

esa abuela que canta

esa hamaca pintada de rojo

el estanque de los sapos.

Llenar de existencia los contornos

de mi alma.



*De Paula Novoa.
-Poema incluido en Hija de mala madre.



-Paula Novoa nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua, Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.

Publicó: El año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala madre, Cave Librum Editorial (2016).

Actualmente trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del municipio de Moreno.















Favorcito*


Ella le pidió un favorcito, él no entendió bien porque hablaban idiomas distintos ¿Era esto le preguntó él? no, pero gracias igual contestó ella, con un mohín.
Cuando acariciaban la cabeza de su bebé recordaban con una sonrisa el malentendido.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar











*



Tal vez
sea verdad
que no hay lugar
para nosotros
en el mundo.

Llevamos
en la frente
la marca
de quien ha peleado
ya todas las batallas.

Y un solo
y hastiado corazón.

¿Hacia dónde escapar
con esta urgencia
de huir de todas partes?



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












*


Que alguien despierte de jugar con pantallitas: el mundo está a punto de romperse como vaso de vidrio arrojado al abismo de la calle.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren







Estación Enrique Fynn*



Enrique Fynn siempre había tenido problemas con las mujeres. Dejando de lado los traumas habituales provocados por la influencia de su madre, su hermana, su ex esposa y su hija, que ya bastantes horas de análisis y dinero en efectivo le habían consumido en años anteriores, el tema que más lo angustiaba era la escasa fluidez con la que abordaba a una mujer. Siempre le parecía estar a destiempo, dudando de sus posibilidades, desestimando los contactos esporádicos, y por sobre todo, aterrado ante cualquier clase de negativa.
Viajaba a bordo del tren aquella mañana, ensimismado en sus pensamientos editoriales,  cuando a su lado se sentó una mujer. Al principio, apenas la miró de costado, pero algo en aquella fugaz consideración le convocó a girar de nuevo la cabeza hacia ella, haciendo un paneo del pasillo, como si buscase encontrar algún errático vendedor ambulante. Se encontró con una señora que sería unos diez años menor que él, de rasgos sugerentes, cabello cobrizo, y curvas muy interesantes por debajo del trajecito sastre. Pero por sobre todo, le atrajo el simple hecho de que abriese el bolso que llevaba colgado del brazo, extrajera un libro y se pusiera a leer.
Su primer impulso fue otear qué estaba leyendo. Ni siquiera intentó adivinar esas letras diminutas; apenas se conformaba con conseguir darle un vistazo a la tapa ni bien ella tuviera que dar vuelta la página. La tarea se le impuso de manera prioritaria, olvidando los insulsos devaneos que venía practicando hasta ese momento. Tanto se concentró y acercó su cabeza hacia la de ella, que lo inundó un perfume atractivo, hechicero, emanado por la misma piel de su vecina de asiento. Un inesperado cosquilleo le recorrió el cuerpo, y sólo después de unos momentos consiguió aceptar que aquel inusual efecto producido por los sentidos era la simple y llana manifestación de la excitación.
El ser consciente de estar excitado, luego de varios meses sin experimentarlo, lo descolocó. Aunque no tanto como el perfil de su vecina, que de pronto abandonó la inmovilidad de la lectura para echar una fugaz mirada de reojo en dirección a él, regresando de inmediato hacia la página impresa. Enrique se sorprendió, avergonzado al ser descubierto infraganti en sus vicios de mirón, aunque su atención sólo se concentrase en la posible tapa del libro, negándose a sí mismo que su principal objetivo era ese aroma cautivante, desprendido por una piel que imaginaba fresca y suave.
Su vecina, hasta entonces inmóvil, levantó apenas el libro de su falda para cruzar su pierna derecha sobre la izquierda, revelando no sólo la mitad de un muslo conciso, tentador a la caricia, sino la existencia de una falda corta que bien podría ir gradualmente ascendiendo, en caso de continuar moviéndose sobre la butaca, sin despegar las manos del libro. Enrique permaneció rígido a su lado, sin atinar a respirar siquiera, percibiendo cómo se le sonrojaba la cara al quedar absorto por la belleza de esa pierna y la curva oscura que se producía por debajo de la falda. De inmediato, despertó de su letargo y desvió la mirada hacia la ventanilla, cubriéndose el costado derecho de la frente con su mano. Buscó algún detalle banal sobre el cual fijar la atención, algo que lo abstrajera de tal situación incómoda, pero la realidad lo acorraló aún más.
Porque de pronto, mientras ella hacía oscilar levemente el tobillo derecho muy cerca de la pantorrilla derecha de él, movió sus manos para pasar de página, y suspiró. Fue un suspiro hondo, sostenido, como esos en los que definen el futuro de toda una vida en ese preciso instante. Al margen de ello, en apenas ese fugaz movimiento de sus dedos cubiertos de anillos, la tapa reveló ser uno de los tantos títulos de la colección erótica “La Sonrisa Vertical”.
Enrique comenzó a transpirar. El insistente cosquilleo de excitación se volvía cada vez más presente. Y él dudaba, como había dudado toda su vida. Desconocía qué hacer a partir de entonces. No quiso parecer un desubicado acercándose hacia ella, pero tampoco quiso quedarse dormido sin hacer nada. Quería tener la fuerza suficiente para retomar el trabajo intelectual que estaba haciendo, aunque en el fondo sabía que le sería imposible concentrarse en algo más. Y al querer reabrir la carpeta vinílica rígida de tres solapas que yacía sobre sus muslos, donde portaba material poético ajeno que debía revisar para la edición de su blog literario, el nerviosismo de sus manos le jugó una horrible pasada, y el temblor causado por la presente situación le hizo empujar con sus manos gran parte de los papeles que portaba la carpeta hacia el piso del vagón, chocando en la caída contra el tobillo izquierdo de su vecina, cubriendo en desordenada abundancia aquel zapato de tacón.
La escena se sucedió demasiado velozmente como para que Enrique tuviese algún control sobre ella, sin decidir siquiera cuál era su siguiente mejor jugada. Su vecina levantó la vista del libro, miró hacia las rodillas de él, luego se inclinó levemente, y quiso contemplar los papeles y el cuaderno que se habían derramado a sus pies. Al mismo tiempo, urgido, Enrique quiso evitar dejar rastros de su torpeza y lanzó su mano derecha hacia el piso, intentando recuperar parte de lo derramado. En el momento en que él se agachaba y ella giraba la cabeza para contemplar su pie izquierdo, ambos chocaron apenas sus cabezas.

—¡Uuuy…. Perdón! Perdón… —se disculpó él, tocándose la frente, aún más sonrojado que antes.

—Ay… No… No es nada… Disculpame vos— farfulló ella, también sorprendida.

—Soy un desastre…. Disculpame…

Ella permaneció quieta, con el libro en alto cubriéndole la pechera del trajecito, sin perderle pisada a los movimientos de él. Enrique se agachó hacia los pies de ella, descubriendo que los papeles se habían esparcido mucho más lejos de lo que imaginaba, percatándose que el espacio existente entre los asientos era mínimo como para poder sortear la escena con elegancia. Ambos tendrían que ponerse de pie, si él quería recuperarlo todo. Pero el vagón se encontraba casi lleno, y él ya no deseaba incomodarla más.
O sí…. Aunque en otro sentido.
—A ver si es posible…— murmuró él, y extendió su mano derecha en busca de los papeles.
Nunca se le pasó por alto que ella, a pesar del reciente percance, jamás deshizo el nudo de sus piernas, aún revelando el interior de su muslo derecho, como si lo tentara a la caricia. Todavía con dedos temblorosos, Enrique descendió hacia las profundidades abisales del hueco entre los asientos y alcanzó a rozar la tapa de su cuaderno, al mismo momento en que ella rozaba apenas con su pantorrilla izquierda el codo derecho de él. “¿Lo hizo a propósito?”, estalló la alarma en la mente de Enrique, acobardándolo aún más.
—Perdón… Esto es un fastidio —se disculpó, elevando la mirada desde casi sus rodillas hacia el rostro de ella, detenido apenas por un primer plano de aquel muslo imponente y de su inquietante caverna hacia las sombras…
—Tranquilo. Hacé lo que tengas que hacer —convino ella en voz baja, y sostuvo el libro contra su pecho generoso usando sólo su mano derecha, dejando reposar la izquierda sobre el muslo del mismo lado, casi derramándose hacia su lateral externo.
Enrique consiguió izar el cuaderno de espiral con trémulos dedos, pensando que aún le restaba lo peor de la empresa, el resto de los papeles. Al elevar el torso para emerger con el cuaderno desde las profundidades, su brazo se deslizó muy cerca del muslo de ella, quien sutilmente extendió su dedo índice, y con la uña le rozó la mano derecha al pasar.
El la miró, anonadado. Ella le disparó una mirada profunda, directo a sus ojos, de la que él no podía rehusarse, pero que al mismo tiempo le quitaba la respiración. La transpiración le inundó las axilas, sintió una picazón por todo el cuerpo, el corazón le golpeaba rabioso contra el pecho.  Enrique desconocía la manera de quitarse esa mirada de encima, a fin de guardar otra vez el cuaderno dentro de la carpeta. O quizá, deseaba con el alma que aquella mirada lo asesinase allí mismo, sobre aquella diminuta butaca ferroviaria.
—Parece que habrá que hacer algo mejor —balbuceó, tragando saliva.
—Como vos quieras… —incitante, ella, deslizando el libro hacia su axila derecha y oprimiéndolo contra su pecho, logrando que la curva dentro de su escote se marcase a fondo, revelando lo que su ropa aún conseguía insinuar.
Si Enrique hubiera dominado a lo largo de su vida el sentido de la oportunidad, probablemente su destino –desde siempre- hubiese tomado otro camino. Pero no se sentía dueño de las situaciones, ni tampoco se creía capaz de alterar cualquier estado de cosas mediante su deseo. Lo dominaba el pensamiento y la vacilación, y para combatirlos, sólo apelaba a las reacciones intempestivas. Como la que se le ocurrió hacer a continuación.
Metió veloz el cuaderno dentro de la carpeta, la calzó entre su cadera y la pared del vagón a su izquierda, y se agachó de nuevo, esta vez decidido, a recuperar de las profundidades cuantos papeles pudiese rescatar. Mientras hurgaba a los manotazos en busca de las hojas, que lograba agarrar sólo en parte a causa de su premura, llevando algunas hacia su mano izquierda y perdiendo la mitad de ellas en el intento, una mínima porción de su cordura le señalaba que una uña ajena se deslizaba a lo largo del costado de su tronco, realizando un trayecto trunco entre su axila y el borde de su pantalón. En los sucesivos manotazos que propinó, tocó varias veces con su mano derecha el tobillo de su vecina, quien lejos de retirarse hacia un costado, evitando el contacto, permaneció allí, a la expectativa, quizá gozando mediante un disfrute perverso aquella inquietante situación.
Enrique se incorporó en el asiento, acalorado, sonrojado al máximo, respirando agitado. Ella había relajado la mano derecha que sostenía el libro, olvidándolo casi sobre su regazo, y volvía a colocar su dedo índice izquierdo pegado al muslo de ese mismo lado. Su mirada había virado de la inquietud libidinal hacia la premura por una respuesta.
—Bajo en la próxima —le anunció, y abrió el bolso para guardar ese libro que, desde hacía un buen rato, había perdido el interés por leer.
Enrique sintió que todo aquello se definía en pocos segundos. Hubiese querido ser otro en aquel momento. Alguien más osado, sin nada que perder… Pero, ¿qué perdía? ¿Acaso le debía a alguien cualquier explicación que justificase sus acciones? ¿Acaso no se encontraba solo? ¿Qué perdía al intentar algo diferente, si tampoco era dueño de nada? Quizá, perdiera parte de su inacción, y desconocía adónde podría llevarlo tomar una decisión como ésa. Quizá, simplemente lo arrastrara hacia intentar vivir, de una manera muy diferente a la que había conocido hasta ahora…
—Te acompaño —se escuchó decir, entrechocando las sílabas, horrorizado ante las posibles consecuencias de aquella frase.
Ella enarcó las cejas, sin pronunciar palabra, y volvió a suspirar, sin quitarle los ojos de encima hasta que el tren comenzó a detenerse. Para cuando finalmente frenó, ella ya se incorporaba, buscando salir por entre los pasajeros de a pie. Enrique la siguió de cerca, olvidando juntar las escasas hojas tiradas en el suelo, y al mismo tiempo metiendo dentro de la carpeta las que asía en el puño izquierdo, hechas un bollo.
Al conseguir descender, antes de que las puertas se cerrasen, alcanzó a ver entre los demás pasajeros la espalda del trajecito sastre de ella alejándose a paso lento a lo largo del andén. Apuró el paso, eludiendo pasajeros, y la alcanzó, para murmurarle junto al oído:

—Tengo que decirte algo.

Ella se detuvo y lo miró de costado. Palpitante, salvaje, esperando…

— ¿Escribís poesía?

Al escucharse preguntar acerca de uno de los principales valores que encontraba en un alma humana, allí de pie, Enrique se sintió el mayor de los estúpidos. Le hubiese encantado, como fantaseara en una fracción de segundo, que su vecina de asiento respondiese: “Sí, sobre la piel”. Pero ella, lejos de contestarle, reveló la cara de sorpresa y desilusión más inequívoca que pudiese manifestar una mujer tan expresiva como ella. Volvió a enarcar las cejas, entreabrió la boca con expresión de asombro, y meneó la cabeza.

—No lo puedo creer…

Y se alejó, fuera de la estación, fastidiosa y molesta, sin esperar a que él intentase nada diferente.
Enrique había apelado a destiempo, quizá con la mujer equivocada, al rasgo que mejor conocía, queriendo desentenderse por un instante de los encantos de la carne, sintiéndose un completo inexperto en el tema. Sin embargo, y como de costumbre, la realidad lo avasallaba con oportunidades, que él sólo veía pasar, sin aprovechar el momento, único e irrepetible.
El tren abandonaba la estación a sus espaldas cuando percibió el bulto de los papeles abollados dentro de la carpeta. “Poesía de la urgencia”, se lamentó. Y contempló en solitario las vías que se perdían en el horizonte, aguardando por el próximo tren.



*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
Marzo de 2017











-Próximas estaciones de escritura:

PLOMER    
-Por Ferrocarril Midland-

JUAN ATUCHA.  
–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***

El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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