jueves, julio 20, 2017

ESA FRAGILIDAD DEL POLVO EN LA TIERRA ARRASADA…



*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam







*


Ahora,

antes de que callen los pájaros,

reclamo para mí

lo que queda después del fulgor,

esa fragilidad

del polvo en la tierra arrasada,

la pequeña certeza

de que todo lo vivo se transforma y se crea,

esa luz en los ojos,

ese agradecimiento.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com








ESA FRAGILIDAD DEL POLVO EN LA TIERRA ARRASADA…









Cuando la guerra*




*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




1


Ella decía que había guerra afuera. Un ejército en las puertas de la ciudad, agazapado. Pero él esperaba la guerra en los muslos de ella, cuando la asediaba: el fuego que avivaban las manos.




2


“Cuando entren no dejarán nada vivo, ni el polvo”, dijo ella esa mañana, todavía entre sábanas. Las sábanas medio derramadas, por el acto de despertar, por el cuerpo que se movía, por las manos que palpaban. Y en ella la imagen de él, alumbrada. Las sábanas, esparcidas ahora, concluyeron el movimiento en el piso.




3


Bajaron a desayunar. Los dedos en las migajas. El ascenso del café, el frío de las manos cerca, en contraste, rodeándolo. Ella hizo una pequeña variación: “no quedará nada, ni el polvo”, dijo. Y él extendió las manos cerca de las migajas. Las puso en la luz. Un instante en las nervaduras. Una cesura, las manos, en el tiempo. Pero ella no lo advertía, sumergida como tenía la mirada. Y desayunaron en aparente calma. Alrededor el humo del café, el reciente sudor en las ventanas. Él pensó en una nueva variación: “devastarán todo, también el polvo”. Pero se quedó callado, indeciso, disfrutando del instante y de la espera. Y la luz pulía las tazas de café. Y las cosas del mundo —cucharas, sartenes, demás enseres —brillaban.




4


Cuando llegó el crepúsculo salieron de la casa. Escucharon murmullo de peces en las puertas de la ciudad. Los pensaban nerviosos, a punto de saltar del agua. Pero no para boquear, para entre coletazos encontrar la muerte. Una ira apenas contenida por las murallas. Y un rato, los dos, en el descampado, imaginando las volutas sobre los hombres, las sosegadas respiraciones, el último brillo en los fusiles. Se sentaron y contemplaron algunas piedras. Arriba el cielo. Y las nubes eran como las piedras: redondas y muy grises. Las nubes, también, sobre los otros. Pensaron que incluso la misma sombra proyectada, merodeaba por ahí, como una mano acercándose a un rostro. Y seguramente uno de los agazapados, del otro lado, tenía en sus ojos el ansia por superar la muralla y en la parte alta el destello de un cuervo. El ave se desprendió de su altura y su vuelo hacia ellos. Rodeados de piedras miraron todo: el oleaje de las plumas por el viento, testigos por primera vez de la maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a prudente distancia de ellos, el nervio en el pico y la tensión en los ojos. Estuvo un rato ahí y después emprendió el vuelo.





5


Al día siguiente avistaron un hombre. Su silueta a lo lejos. La espiaron, curiosos, por la ventana. Después abrieron la puerta. Leve viento en los cabellos. En el quicio los dos, evaluando la distancia, imaginando si venía por su cuenta, si era un remanente de los otros. Después de un rato más clara la figura, un poco espantapájaros por la ropa. Incluso, si aguzaban la vista, percibían la premura, la diminuta nube que dejaba.
Entraron a la casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del último pan de la alacena. Un plato, la silla y un mantel: casi naturaleza muerta. Y desearon que estuviera ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa, alguna señal de lo que acontecía tras las murallas. Transcurrieron unos minutos. La figura se acercó y pronto estuvo a unos metros. Los miró un instante, frágil desde el otro lado, y su saludo fue cosa lenta, dibujada apenas en el límite que imponía el silencio.





6


El hombre los miró desde el horizonte de la mesa. El sudor se esparcía en sus sienes y el olor era vivo en sus ropas. La acritud que desprendía su gesto. Una cuesta cuando respiraba, cuando removía los labios como si aún tuvieran polvo. Con boca árida, entonces, les dijo que habían pasado muchas jornadas, que la casa —a la distancia— parecía un desvío de la memoria. Pero conforme los pasos, conforme los días que eran piedra sobre piedra, comprendió que la casa era real, que sus paredes existían. En las noches, después de alimentar una fogata, miraba la casa e imaginaba una respiración, el temblor de una vela, unas manos que acompañaban. Indecisas sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho precipitándose en la ventana. Frágiles arañas y los muebles. La faena de los insectos en la madera. Entonces supo que en la casa era pleno el desasosiego y que intermitente era la impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo una pausa para humedecer la voz. Su mano hizo penumbra en el vaso. La sombra quedó ahí, un instante, como un despojo en el agua. Miró las puntas de sus botas y bebió un trago. Dijo que atravesó filas y filas de hombres, que muchos ojos, cuando pasaba, lo aguijoneaban. Le imaginaron el paso lento, caminar por ahí como en gran calma: el cielo gris, el sol, su desolación y su nada.
Le preguntaron cuándo entrarían, la fecha exacta del acontecimiento o, en caso contrario, si su paciencia era mucha y la ambición superaría el tiempo. Pero el hombre dijo que no había tiempo en ellos, aunque alzando los ojos, invocando una imagen de ellos, recordó una leve respiración, un siseo que anunciaba la lumbre de una palabra que no decían, quizás por su sustancia, por su filo. Recordó que, mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los fusiles inclinados, en las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los dientes. Y supo que no le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus cuerpos el sopor y sus ojos eran animales absortos en el agua.




7


El hombre durmió en la casa. Bajaron un colchón y una cobija. Por si las dudas dejaron una vela y cerillos. La luna era un círculo en el hombre. Y éste, iluminado, les agradeció sus atenciones. Se quitó las botas y abandonó el sombrero en el piso. Estuvo un instante ahí, inmóvil, mirando el sombrero. Comprendieron que estaba inseguro de su presencia, que desvanecido por dentro tenía muerta la boca y las palabras. Un poco de descanso serviría. Le desearon buenas noches y subieron la escalera.





8


Los despertó un ruido. Fueron al inicio de la escalera. El hombre miraba por la ventana. La espalda encorvada, los ojos tanteando los objetos descubiertos. Giró el cuerpo y fue con dedos nerviosos a los cerillos. El nerviosismo perduró en el incendio, mientras la llama se retiraba de la vela. Absorto, no se dio cuenta que su labor tenía testigos, que figuras varadas seguían el humo, como maravilla su estela. Hasta el techo la nube. El olor de una brizna quemada. El rostro del hombre tornó amarillo. Pero la luz no abundaba y sólo arañaba una parte de la mesa.
Entonces se acercó a la ventana y movió lentamente la vela, como si mandara un mensaje a los convocados, como si les dijera, de alguna forma secreta, que era tiempo de la guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra posibilidad, repetir lo de las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso cuidaba el temblor de la vela y su respiración cerca de su reflejo, también el vaho, como había imaginado.





9



Se despidió de ellos en la mañana. No contó más historias. Su sombra sobre la mesa. El último pan se había acabado y, como consuelo, antes de alzar su maleta, demoró la vista en las migajas. Después estuvo al lado de la casa, haciendo mediciones, calculando un imposible itinerario. Tanteó el viento con los dedos y después los llevó al filo del sombrero, a las alas. Afirmó el peso de su cuerpo. Hizo que su respiración pesara. Pero parecía indefenso, con la memoria desvalida por tantos días en el descampado, por tanto vértigo de piedras. Se caló el sombrero y emprendió el camino. Su figura en el atardecer, oscura como el pájaro que lo seguía. Los dos se alejaron. Y recordaron sus palabras.





10



Desde entonces tuvieron insomnio. Ella sufrió primero su agobio. Sentía que el sueño era una barca que se alejaba. Él sentía, además de la mente revuelta, la impaciencia del calor, el peso de las sábanas. Una noche, en la ventana, descubrió una constelación de insectos. La noche siguiente comprobó que sus cuerpos oscuros medraban en la luz, que su vibración espantaba, de alguna forma, su sueño. El ámbito saturado por la visión. Intentó espantarlos. Pero fijos en la transparencia, objetos incorruptibles, encendían su insomnio, sus pasos en la estancia. Vueltas y más vueltas. Ella, enfrascada en conciliar el sueño, apenas notaba el caminar.





11



Una madrugada, incapaces de conciliar el sueño, de estar en silencio en la cama, bajaron por las escaleras. Sin mediar palabra fueron a la ventana. Los dispersos cerillos en la mesa. Abierto un libro y las anotaciones, la vejez expuesta de sus hojas. Prendieron la vela. Medio derretida, el pabilo carcomido por las horas. Pensaron que la luz podría ser un anzuelo para otro viajero, recompensa para el nervio de un hombre, en el descampado, frente a una fogata. Y estuvieron un rato, por turnos, moviendo la llama, improvisando mensajes en la ventana.




12



Estuvieron impacientes en la cocina. Ella volvió a decir que había guerra, que los otros los encontrarían ahí, sentados, uno frente a otro. Él miró la ventana. Ella, esta vez, no mencionó el polvo. Pero estaba ahí, entre ellos, casi intangible, donde antes había estado el fuego. Y las figuras caldeadas miraban la superficie de madera, un pan inexistente y las vetas de luz en la mesa.






13


En la cama volvieron a hablar de la devastación. Él acercó las manos a su cuerpo. Ella miró el movimiento, percibió cómo perdía fuerza. Pero el impulso fue suficiente para llegar a su cuerpo y arder en el intento. El incendio fue breve en los dedos y, después de la cintura, acudió a los labios. Cerraron los ojos. Ella pensó en el descampado, en el combatiente que merodeaba en sus labios. Él mantuvo el contacto y quiso evocar una imagen, pero era precisar una forma bajo el agua. Ella sonrió con tristeza. Y pensaron un rato en la demora, en lo aburrida que era la guerra.






14



Menguaron los alimentos, más breve el humo del café. Preocupados por las últimas cosas, miraron el vacío en los platos. Las tazas sin uso, su disciplina en el estante. Los insectos en retirada. Las manecillas del reloj, desde hacía mucho, no avanzaban.
Llegaron otros viajeros. Todos tenían palabras similares. Todos mencionaban las filas de hombres, los fusiles en ristre y las miradas en lo bajo, como absortas en tinta derramada, en el cadáver de algo. Un viajero les dijo que habían avanzado posiciones. Otro mencionó que, en el polvo, bosquejaban distintas posibilidades de asedio. Añadió que, con el tiempo, los planes para tomar la casa se habían acumulado y ahora eran infinitos. Bajo las carpas los mapas de los generales, la tinta en los márgenes, las abundantes anotaciones. Los principales, entre los agazapados, conminaban con rabia a soportar la demora. “Su enemigo es el tiempo”, gritaban. Y la promesa de superar la muralla, entre las filas, sin poder apagar las ansias pues la pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no tendían a lo bajo, sino enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la altura.






15



Pasaron los años. Siguieron visitando las murallas. El tiempo se acumulaba en la casa. La vejez en sus cuerpos, como el agua muchas veces, en el transcurso a la piedra. Dejaron de hablar de la guerra, pero seguían pensando en el asedio, en filas y filas de hombres en el descampado, con las banderas en alto, en dirección a la casa. Pasaron más años. El contagio de viajeros terminó. A veces, en la tarde, un bosquejo en la distancia. En las noches la luna y su luz que a veces hacía círculos o que temblaba como una fogata. Imaginaban a un hombre, pensativo, con luz de lumbre en la cara. Pero en las mañanas no había silueta, ni nube de polvo que acompañara. Comprendieron que morirían sin ver la guerra.





16



Una tarde ella hizo una última variación: “no quedaremos nosotros”. Él, a un lado, apenas tenía fuerzas para desear más palabras. Pero no alcanzaban para nombrar la guerra, para decir que entrarían y devastarían el polvo. Los dos en la cama. Se tomaron de las manos. Y tuvieron una feliz visión de murallas desmoronadas, de ansias rompiendo, al fin, silencio. En la muerte miraron el acero hundido en la madera, las risas en el brillo de las cucharas mientras las bocas volcaban su hambre en los platos. Los últimos restos de comida en el suelo.






-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













Tras la derrota*




- Te contaré un secreto, Sancho: Yo sé perfectamente que son molinos.
- ¿Entonces, amo?
- Conviene que la historia no olvide nunca que existen hombres capaces de enarbolar su locura (aunque sea fingida) en pos de un ideal superior. Sin locura, el mundo se extinguiría en pocas generaciones. Cristo fue crucificado para perpetuar su sombra. Las nuestras perdurarán de otro modo: Teñidas de humillaciones y ridículos. Pero esta cruzada irracional, amigo Sancho, ha de hacernos inmortales, si la idea de la inmortalidad no es tan grotesca como nosotros mismos y nuestras fatigosas andanzas.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com













EL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA SOCIAL Y CRIMINAL*



He escuchado infinidades de veces la frase de que el norteamericano “ama las armas” y hasta cierto punto es verdad, porque cuando se habla del norteamericano se refiere al hombre blanco. Porque un hombre blanco armado hasta los dientes según las firmas de relaciones públicas de la industria de armas está haciendo uso del derecho que la Constitución le confiere. Pero si por ejemplo cambiamos de escenario, y la persona armada es una persona de color: un afroamericano o un inmigrante al cual la Constitución le reconoce el mismo derecho si no tiene record criminal, entonces es un individuo armado, peligroso, terrorista o posiblemente narcotraficante. El derecho a portar arma parece ser de exclusividad para las personas de origen caucásico.

Yo no estoy de acuerdo con la comercialización y porte de armas, especialmente en una sociedad que se precia de tener un alto nivel educativo, porque en donde impera el imperio de la ley no hay justificación alguna para la existencia una sociedad armada como si fuera en la ciudad de Mogadiscio en donde cada quien se cuida la espalda como puede para no caer víctima en una balacera entre los distintos clanes que se disputan esta parte del continente africano. En Estados Unidos de acuerdo a las estadísticas existe un promedio de armas por persona de 112 armas de fuego, óiganlo bien, 112 armas de fuego seguido por Serbia 58 armas por individuo. En el estado de California existen registradas 38 millones de armas de fuego de todos los calibres convirtiéndolo en el estado más armado dentro de la unión americana seguido por Texas, en donde el porte y uso de arma es prácticamente parte de su identidad regional.

Siempre que ocurre una masacre o un acto violento en contra de la población civil el problema del comercio de arma vuelve a salir a relucir y con ello la disyuntiva constitucional existente de una sociedad armada hasta los dientes, que defiende las armas basándose en el principio de la autodefensa personal supuestamente protegerse del crimen, pero las estadísticas no reflejan ningún progreso en ese sentido. Por el contrario, los países en donde el uso de arma recae en el ejército y las fuerzas policiales muestran índice menor en cuanto a la violencia criminal reflejándose en un bajo nivel de muertes violentas. Un ejemplo de ella es nuestro vecino Canadá.

Las escuelas públicas hoy parecen centros de detenciones masivas por el nivel de seguridad con escáner, policía patrullando así como la instalación de sofisticados sistemas de cámara con el propósito de impedir la irrupción de individuos armados dentro de los centros educativos. El número de masacres y tiroteos en las escuelas como también en lugares públicos es ya interminable. Y siempre que se discute a lo interno de establecer cierto grado de regulación para impedir que individuos con problemas mentales tengan acceso a comprar armas de fuego surge inexplicablemente un movimiento de convulsión sociopolítica acusando a cualquiera que abogue por el control de querer violar la Constitución denunciándolo como antipatriótico.

El lobbies de la industria de armamento es una de las organizaciones más poderosas de Estados Unidos, con un enorme poder de influencia sobre los legisladores y políticos norteamericanos, lo que obstaculiza cualquier legislación que favorezca cierto control regulativo sobre la comercialización de armamentos. Para cualquier político abogar por el control de arma es cometer “harakiri” político. Por eso, es que aunque en el barrio West Mulberry St. En Baltimore, Maryland el número de muertes violentas se equipare con la zona de guerra de Iraq, aun así las autoridades no pasarán jamás un proyecto de ley prohibiendo la venta y uso de armas de fuego en este poderoso estado.

Esta mañana un individuo armado con un potente rifle de asalto según las autoridades atacó a un grupo de congresistas que se preparaban para un juego de pelota con fines caritativos hiriendo algunos de ellos perdiendo de paso su vida. Y aun así, si se presta atención a las declaraciones de los políticos presentes durante el trágico evento ninguno de ellos critica el espinoso tema de la venta y porte de arma, porque gran parte de ellos recibe apoyo, y contribuciones para su campaña por parte del mayor grupo de lobbies vinculado a la industria armamentística. La violencia es condenable especialmente cuando se pierden vidas contribuyendo al estado de desasosiego, crispación social, incertidumbre junto a retroalimentación de la cultura del miedo para utilizarla por parte del poder para justificar la represión, la intimidación social y la coartación de las libertades públicas.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es















Informe de situación*




Soy el capitán de la expedición Kepler- 16B. Paso a describir el informe de situación, a la fecha:
Como ya lo hemos manifestado en anteriores envíos, el paisaje es sorprendente, las sensaciones, vertiginosas y prácticamente hemos perdido, el uso terrestre del tiempo. También, conseguimos adaptarnos a ver amanecer dos veces, en el plazo acostumbrado para una y a la duplicada puesta de sol. Acorde a las nuevas circunstancias, ya está el proyecto de un calendario apropiado y el cálculo de la duración de los días. Se ha hecho realidad La vieja fantasía de algunas películas de ciencia ficción. Acomodarnos al nuevo hábitat, fue larga y complicada tarea. En un planeta que gira alrededor de dos estrellas, en un territorio inhóspito, la misión no es fácil. La tierra se halla a doscientos años luz de viaje. A pesar de los dos soles, hace frío. Lejos está el cálido astro que entibia vuestras mañanas hogareñas y el verde que resplandece en la campiña. Lejos, aquellas épocas en que no existían, entre los pioneros de esta urbanización, diferencias de criterio.
Para no desarraigarnos por completo de la condición humana y de los hábitos terrestres, aunque ya no las escuchamos con la ansiedad de los primeros tiempos, esperamos las noticias del mundo que llegan, con retraso pero llegan. En el desarrollo de la misión empezamos a ver los primeros frutos. La vida, hasta ahora, comenzaba a ser menos dura y la nostalgia, a ocupar el lugar previsto, en los entrenamientos previos a la partida. No nos desmoralizaba la certeza de no regresar jamás a nuestro planeta.
Vivíamos tranquilos, nos aseguraron que en cien galaxias examinadas, las sondas no habían encontrado rastro alguno, excepto nosotros, de existencia de seres vivos.
Aún en la distancia y en los cambios, habíamos acordado mantener ciertas rutinas de convivencia, especialmente la de conservar la serenidad ante los obstáculos, por difíciles que se presentaran. A pesar de ello, no alcanza el éxito, tampoco el esfuerzo por armonizar, las medidas a tomar en el futuro cercano. La falta de asidero adonde descargar la angustia, amenaza dividirnos.
No sabemos exactamente a que estamos expuestos ni cuánto, tampoco en qué momento, podremos volver a enviar mensajes a la tierra.
Cuando sucedan los hechos que aparentemente se avecinan, ustedes, los científicos que pensaron esta propuesta y el mundo entero, querrán saber de nuestras desavenencias y habrán de preguntar:
-Y ustedes, ¿por qué se separaron? ¿Cómo es que no consiguieron mantenerse unidos en la adversidad? Buena pregunta luego del estricto aleccionamiento en ese sentido.
No hay tiempo de entrar en explicaciones pormenorizadas y mucho menos de pedir ayuda. Por el momento nada ha sucedido pero estamos rodeados por cientos de ellas. Son naves desconocidas que se aproximan y luego se pierden, en la contumaz infinitud del espacio.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell










*


Si en lo cotidiano no vemos lo absurdo, lo intenso, si cada palabra no nos resulta sensual, idiota, resplandeciente y trágica, todo a la vez, si no encontramos que la nada es una de las maravillas, si la falta de certezas no nos produce alegría y furia y a la vez deslumbramiento, si no tenemos ganas de destruir el lenguaje en su totalidad y rearmarlo para volverlo a destruir, tal vez todavía no entendimos demasiado para qué estamos escribiendo. Lo cual tampoco importa.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren








Feria*


*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com




Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.

Siguiendo una vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz de ponerse.

Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su legítimo dueño.

Cuando salió de la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.

Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.

Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.

Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.

—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.

—Me gustaría mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.

—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.

—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.

Algo pareció agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.

—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?

—¿Qué más da?

—Dímelo, por favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.

—Bueno, aquí le dicen "Visi".

Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:

—La "Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...

No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.

Las otras también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.

Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.

Mientras él se pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.

Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.

El pueblo entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.

La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.

El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.

Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.

El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.

Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).

Durante la mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.

¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.

Un camarero le había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas carcajadas.

Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.

El cambio de expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.

Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.

En ese momento, al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Sólo quiero estar contigo —respondió él humildemente.

—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.

—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.

Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".

Los detalles de ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).

Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.

A causa de algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de Mariano.

También la "Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.

Durante catorce años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.

Y ahora, la "Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.

Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.

Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.

Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.

Al día siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.

Pero he aquí que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.

Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.

Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.
















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