*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
Tierra en la
boca*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Es agosto y
tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está
unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un
hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba.
El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le
dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera
nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso
salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin
embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al
instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con
la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por
donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio
descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una
gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas
de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino.
Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son,
desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con
su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de
comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos
por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre
siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete
que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de
los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se
estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después
mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me
acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños
borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en
los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay
que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda
hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado
nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la
cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan
natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga
tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo
dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto.
Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y
personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo
la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su
empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta.
Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana
en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un
alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar
del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde salen
tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son
pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus
almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos
recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de
arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras
camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a
dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera.
No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la
penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la
disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar
desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada.
Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano,
cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en
que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las
esquinas.
Salgo de mi
cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a
veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se
solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las
escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea
entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún
se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se
ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la
cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá
engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de
modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que
menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado
por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la
luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho
recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a
pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de
garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre.
El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la
sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las
granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega
el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo
por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte
superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo.
Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha
estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el
viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en
la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la
silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos
bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más.
Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con
algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de
sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios
en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último
sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y
sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los
electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos
cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para
tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten
electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo
de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas.
Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un
montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi
padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa
amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente
descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas
improvisadas en las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que
fuera abatido cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas
optamos por prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas
alcanzadas por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el
piso, con las bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban
varadas a la orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído
a la parte trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo.
Simplemente encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con
la esperanza de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos
quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros
espiábamos.
Me sirvo otro
vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha
sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a
los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y
lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más
sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán
vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi
recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi
garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el
suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar
la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte,
comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas
pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre
el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.
A LA PROFUNDIDAD DE LA TIERRA…
-Textos de Alejandro Badillo.
Los felices días
del bombardeo*
Al principio
había sido una sensación azul en los ojos, un pellizco en los nervios seguido
de un estremecimiento en las paredes del túnel. Las náuseas volvían con
la necesidad de escuchar alguna sirena y él trataba de reconstruir una voz
suelta que recorriera el túnel como un perro meticuloso, testarudo, entrenado
para seguir durante años el rastro de un cadáver. Al cerrar los ojos
imaginó su soledad como un viejo de uñas afiladas, como fragmentos de sombra
tan volátiles que parecían jirones de ceniza flotando en el techo,
buscando ganar consistencia para llenar la forma de un fantasma que perduraba
minutos, horas, en la silla y que fumaba (en las horas que suponía era de
noche) hasta toser, expulsar un poco de neblina y recitar que bajo tierra el
mundo era más preciso, el letargo que lo invadía por el aire enrarecido
permitía pensar mejor las cosas. “Pensar” repitió mientras volvía a escuchar el
bombardeo y sentía necesidad de frío, de calor, alguna señal de vida que
estableciera un punto de referencia para seguir investigando, para no
rendirse. Una vez, al regreso de una excursión en busca de comida, creyó
oír un carcajada seguida de un reproche: “No intentes subir, allá arriba no hay
nada que ver, siempre es invierno” y justo al terminar la palabra se concentraba
en la nariz un olor a cerrado, el tiempo que se detenía a escasos centímetros
de su boca y que después ascendía para estrellarse en la mente, en las órbitas
de los ojos. Se pasaba la mano por la quijada, trataba de sorprender
figuras humanas en las paredes. Pensó en el año: ¿2030? ¿2035? En
realidad no importaba porque con la cifra sólo tenía vislumbres de un vago
exterminio, quizá de una guerra que lo había olvidado y que con los años se
había ignorado a sí misma, sus planes, mapas, objetivos, hasta reducirse a un
golpeteo monótono, el toque marcial de un tambor que semejaba el latido de un
hombre, los pasos de un gigante recorriendo un campo infinito que contribuía a
mantenerlo vivo, sosegar su respiración hasta sincronizarla con la caída de las
bombas.
II
Cuando cerraba
los ojos también estaba dentro del túnel, un túnel un poco distinto, más
húmedo, con esporádicas franjas de luz que lo recorrían como la frontera de un
vientre materno; un espacio que lo mantenía cautivo, rodeado de oscuridad, que
le jugaba bromas, le tendía señuelos como algún destello, la torpe imagen de
una cara que lo dejaba embobado aunque la ilusión no perduraba y de pronto se
sorprendía hablando, contándose su historia para recordarla, fabricar un
instrumento mental que le permitiera revisar un instante, mirarlo en cámara
lenta, bajo distintas perspectivas, como si examinara una joya en busca de
algún defecto, un error cuya ausencia le obligara a examinar otro momento,
hilarlo en silencio al anterior para poder comenzar de nuevo, esta vez con
todos los detalles: “Vísperas del año nuevo. Estamos varados en un vagón
atestado del metro. Hace calor, una mujer se abanica el rostro y me
mira. Es mediodía y la luz en el andén se interrumpe, los tubos luminosos
parpadean, hacen intermitentes nuestros cuerpos. Alguien supone un
suicida en las vías. Una voz hace notar el creciente bamboleo, el temblor
en el piso. A mi derecha un niño mira a su madre: sus ojos se encuentran,
se dicen que será cuestión de segundos. El murmullo en el andén parece el
aleteo asustado de un pájaro. Ocurre la primera explosión. Algunos
corren, otros se limitan a observar los pedazos de cemento, piedras que caen en
avalancha sobre las vías. Me mantengo en el vagón, decidido a morirme
ahí, en espera del golpe definitivo en mi cráneo. Algunos mueren al
instante, otros –cercanos al punto de impacto- se arrastran entre los
escombros. Nadie mira a su alrededor con un gesto de tranquilidad.
Nadie tiene lucidez en los momentos finales y por eso huyen, gritan, se
pisotean, como si la propiedad de la muerte estribara no en el vacío sino en la
locura; no en la parálisis, ni en el adormecimiento, sino en la rabiosa
contemplación de un espejo. Trato de ir a la trinchera principal, ser blanco de
los fragmentos que caen, quemarme con la brecha humeante que divide las vías,
pero el ataque sufre una interrupción y en el desconcierto apenas logro
percatarme de que ya no hay gritos, sólo el persistente olor a carne quemada
que dificulta la respiración. Hago un inventario de mi cuerpo. Toco
mis piernas, palpo mi estómago, recorro con los dedos mis costillas.
Mientras me examino el aire antes pegajoso se vuelve más ligero, tal vez el
preludio de una reconciliación, la tregua con un dolor que no siento, con la caída
libre que se detiene a escasos centímetros del suelo y que me inmoviliza, me
obliga a girar el cuello para que observe al otro lado de la ventana a la bomba
en estado puro, no un cohete en forma puntiaguda, sino una esfera blanca que
detiene el tiempo, lo convierte en un estanque en calma que reorganiza el
mundo, le otorga alguna cualidad que no logro descubrir antes de la destrucción
final. La esfera se estremece antes de perder su forma circular y
extiende sus límites hasta volverse un manto espeso que colapsa metal, huesos,
entrañas. El vagón es un barco hundiéndose lentamente, haciendo agua por
la popa. Un destello perdura hasta que el vagón se transforma en una
pecera luminosa. Resplandezco a medida que recorro el pasillo.
Puedo ver como la luz ejerce su peso en la ventana. Un cuerpo inmenso y
blando fractura el vidrio, lo trabaja con la obsesión de un orfebre hasta
convertirlo en polvo brillante. Sobrantes de luz trepan por mi cuerpo:
insectos blancos buscan las yemas de mis dedos no para incendiarlos sino para
volverlos blancos, contaminarme para condenar mi vida y al mismo tiempo
separarme de los muertos que yacen a mi pies, reconstruirme en el espacio que
me ofrece la luz antes de hundirme para siempre en el túnel, antes de que mi
mano se levante no con un gesto de amenaza, sino con la intención de dibujar en
el aire la forma primordial de la bomba, su voz; la entonación que le da cuando
dice que para mi no habrá muerte.
Al llegar a la
última palabra suspiró con tranquilidad. Se pasó la lengua por los labios
en un intento por decir más, añadir un epílogo afortunado a la historia.
Intentó abrir los ojos de una forma distinta, despegó los párpados poco a poco,
como si se preparara para dar la bienvenida a una realidad diferente, quizás
observar el inventario de un mundo nuevo, el vestigio de una ciudad enterrada
que hasta entonces le había negado sus favores. Abiertos los ojos
comprobó la banalidad de su esperanza Ante él seguía el túnel, la grieta
en el piso, muy parecida al cadáver de un gato. Pensó en anuncios neón,
un color en el que pudiera concentrarse para dar un nuevo impulso a la
soledad. La silla estaba vacía aunque el viejo imaginario -la línea
chueca de su espalda- parecía perdurar en la penumbra como un objeto olvidado,
carente de autor y de memoria. Alzó la vista al techo. Las sirenas
no llegaban. Sólo pudo extender las manos en el piso, sentir el corazón
pulsante, atropellado, buscando la sincronía con las bombas que regresaban
puntuales para darle una absurda seguridad, una íntima medición del tiempo
III
“Sueño de nuevo
con las bombas, bombas como copos de nieve, bombas que caen como lluvia lenta,
más ocupada en perturbar con el sonido que con la intensidad del daño. ¿Qué
pueden romper, volar en pedazos, si con los años, con la mera persistencia han
demolido cualquier vestigio de construcción? ¿Qué pueden hacer en la superficie
sino volver más fina la arena rojiza, el recuerdo volátil de tantos cuerpos?”
Terminó de escribir. Sonrió. La idea de la arena rojiza le pareció
ridícula y tachó el renglón completo. Apoyó la pluma en la hoja maltrecha
y trató de escribir un nuevo diagnóstico, pero se dio cuenta que pensar era
internarse irremediablemente en una cámara oscura, entrar al terreno de las
palabras sueltas cuyos significados se resistían, cambiaban para inventar un
lenguaje al cual no tenía acceso. Aventó la pluma. La mente la
sentía retorcida, a ratos hormigueante por el escaso alimento que encontraba a
medida que recorría el túnel. Su experiencia reciente era la de un nómada
que recolectaba latas de refresco, fragmentos de galletas, bolsas de papas
fritas. Comenzó a olvidar algunos datos de su vida pasada: su número
telefónico, la dirección de su casa. Temeroso de olvidar la fecha en que
abordó el metro la grababa en las paredes del túnel. El olvido lo llevaba
al desamparo, sin embargo, pronto comenzó a asumir cierta noción de orgullo, el
natural prodigio de sentirse el único hombre, porque habían caído durante tanto
tiempo las bombas que arriba no había vida, sólo un páramo consumido por el
fuego, cubierto por una espesa ceniza. Sin testigos, sin una memoria que
ordenara el mundo, el pasado se detenía de forma indefinida en la superficie,
como una mancha que mantenía inmóvil el tiempo. Alzaba las manos como si
quisiera tocar el pantano en que se había convertido el mundo. Alzaba las
manos como si ayudara a intensificar el bombardeo, a volverlo un mar vasto,
pródigo en aceite, radioactividad acumulada. Entonces disminuyó sus
avances en el túnel, dándose tiempo para reconocer sus propiedades, las
maravillas que dejaba la muerte. Protegido, asimilado a la tierra, sentía
por fin su propiedad del futuro real, el destino de la vida y de la memoria
reciente que oscilaba entre la lucidez y un intenso desvarío que le hacía
avanzar a tientas en el túnel, como un animal ciego, dando tumbos,
confundiéndose repetidas veces de camino. Una noche, después de una
jornada especialmente fatigosa, soñó el sueño del único hombre y cuando
despertó tuvo miedo porque su originalidad lo volvía frágil, demasiado
humano. Prevenido, comenzó a grabar su nombre, quizá para asegurarse su
posteridad, para morir con la dignidad de un dios novato que nunca entendió su
papel ni su herencia y cuya potestad apenas servía para retener algunos visos
de locura, los laureles de la fiebre que lo coronaban por horas llevándolo a
descubrimientos imaginarios en el túnel, a nombrar continentes entre la
podredumbre, escalar pilas de cadáveres para otear con desdén el
horizonte. Terminada la grandeza, con el hambre royéndole el estómago,
disminuyó de forma sensible su metabolismo; el pensamiento se alentó hasta sólo
registrar el tañido del corazón o el pulsar de las bombas relacionado con el
progreso de la luz en las paredes. Utilizó su letargo para fabricar una
especie de arrullo, una melodía desconocida que fijaba la voz a su existencia y
que le permitía alcanzar una inesperada sabiduría que le motivaba a hablar de
nuevo, a entregarse a su historia, repetirla una vez más con una entonación que
le permitiera sentirse ajeno. Habló entonces con la voz de otro hombre,
un alquimista que sugería una forma distinta de articular la memoria, echar en
reversa el transcurrir de ese día como si cambiara de improviso la ruta del
agua: retuvo el boleto, empujó con la espalda el pasamanos y caminó hacia atrás
en el andén. En el camino a casa borró el pensamiento inútil que le
provocó un insecto, deshizo algún gesto en medio de la multitud que esperaba
cruzar la calle. Pronto estuvo en su casa, sintiendo una somnolencia
anticipada, buscando con el cuerpo el contacto con las sábanas para dormir y
despertar nuevo, dispuesto a abordar el mismo vagón repleto, rodeado por las
mismas personas que lo miraban en silencio, expectantes, dándole la oportunidad
para que esta vez pudiera encontrar la variación, el detalle que hiciera la
diferencia.
IV
Un día el
bombardeo perdió fuerza hasta cesar por completo. La monotonía fue
sustituida por el vacío y el silencio que ocupaba el túnel le pareció el de una
calle blanqueada por el polvo. Al principio, incapaz de conformarse con
la ausencia de un sonido al que estaba habituado, intentó remedar los golpes
lanzando rocas, pateando escombros, poniendo la mano cerca del corazón para
recobrar la antigua sincronía. ¿Qué había pasado? ¿Por qué la luz
filtrada por los resquicios del techo no recorría las paredes sino permanecía
intacta, como un insecto aturdido en medio de las vías? Juntó sus provisiones,
un poco de agua y fue al encuentro de la luz. Había hecho algunos
preparativos en su último refugio y, mientras seguía la ruta obcecado, tentados
los labios por alguna canción de fuga, quiso creer que iba a ser sustituido por
otro, alguien que repetía por inercia su itinerario y que en poco tiempo
estaría husmeando en el mismo trecho del túnel. Pensó con amor, casi con
desesperación, en un rostro indefinido, en un hombre o mujer más aptos para
gobernar aquella oscuridad; alguien destinado a la tarea ruinosa, tal vez
infinita, de nombrar sombras, dar orden a aquella revuelta de islas y
continentes. La luz dejó su inmovilidad y comenzó a ascender por una de
las paredes, al principio segura, después un poco indecisa, como si tuviera que
ajustar algún trazo a su recorrido. Caminó un día entero hasta notar que
el haz de luz ascendía. Cerró los ojos, como si recibiera en pleno rostro
una lluvia de hojas: las venas en sus brazos era como ríos. En su último
refugio había dejado una carta, el testamento de un dios arrepentido,
derrotado:
“Después de
numerosas reflexiones, he llegado a concluir que salir del túnel es posible, en
realidad es tan fácil que eso mismo impide su salida. Piensa en una
frontera invisible, una cerca hecha de un olor que a pesar de ser imperceptible
te obliga a detenerte. No olvides el bombardeo, la cuenta atrás con los
dedos hasta que, sin darte cuenta, comiences a contar latidos, espirales de
pasos. Mueves un pie, luego otro, cada vez más arriba y así formas
escalones en el aire que te elevan hasta mirar el cielo manchado de rojo y te
sientes con la consistencia de un demiurgo, de un Adán liberado de la
servidumbre, que pasa sus días haciendo malabares con las bombas. Es tan
sencillo como si estuvieras en una historia de ciencia ficción, en una película
donde combates con diablos caídos del cielo, acertijos que se desgranan y que
parecen una insólita reunión de insectos. Después de la batalla siempre
podrás apartar nubes y a pesar de no destruir por completo al enemigo tendrás
ánimo para bajar a tu refugio y preparar una próxima escaramuza.
Sólo ocúpate de pensar, dibujar parábolas perfectas, líneas punteadas que
parecen inofensivas pero que en realidad reproducen la trayectoria probable de
las bombas. Imagina las explosiones, piensa en ellas como espectáculos de
luz, murmura palabras como ¡pum! y ¡pas! y el sonido en tu boca las obliga a
obedecer, explotar donde les indiques. No duermas, dedica tu insomnio
como si ofrecieras una oración a la humanidad y así el exterminio será menos vulgar,
más preciso: cae una bomba, 100 personas; cae otra, l50. Piensa en
esa constelación de muertos, en sus brazos blancos, tal vez azules.
Fueron afortunados porque antes de morir hubo un gesto de maravilla en sus
ojos, porque un ángel de luz desbarató sus cuerpos y, antes de salir de casa,
colocó los retratos en su lugar y apagó la última vela. Vuelve a dibujar
la bomba, no como un proyectil, sino como una esfera perfecta, que regresa el
tiempo, lo cambia de lugar, le pone flores”
Llegó a un
pasaje que conectaba a un canal de desagüe. La señal luminosa seguía
firme en la penumbra, forzándolo a seguir. Se arrastró entre desperdicios
y un fango oloroso a muerte. Tuvo la sensación de insectos en la
cara. El canal se abría y al final dejaba ver el inicio de una
escalera. Se aferró a los escalones y comenzó a subir. Antes de
llegar al último peldaño tuvo un presentimiento y preparó su último discurso,
el que dejaba a la soledad, al nuevo ser que lo sustituiría: “Te preguntarás
por qué me voy, porque en mi convergen el pasado y el futuro, porque el
presente no basta y los hombres que alguna vez existieron necesitan que salga”.
V
Al principio es
la misma sensación azul en los ojos. Después comprende que es un
estremecimiento distinto, tal vez los nervios de ver cómo la luz se abate entre
el polvo, cómo lo aparta hasta deslumbrarlo, volverlo –por instantes-
ciego. Siguen sin llegar las sirenas, sin embargo, puede oír el sonido
compacto de los autos, pisadas sobre asfalto caliente. Se apoya sobre los
codos; apenas encuentra apoyo para impulsarse, rodar fuera del vértigo y
descansar un momento. Cubierto de polvo, parece una criatura recién
nacida, expulsada de la tierra para ir al encuentro de un sol
desconocido. Se pone en pie. Tiempo después, mientras grabe su
nombre en las ruinas de una casa, se preguntará si hay un mundo subterráneo, si
existió el tiempo en que habitó el túnel o si todo es un simulacro, una
historia condenada a repetirse. Por ahora sólo puede alzar la cabeza,
caminar entre gente que lo ignora, en un flujo continuo cuyo motor es la
indiferencia, la prisa. Agotado, apenas con fuerzas para sentirse
satisfecho, se detiene en una esquina para contemplar los anuncios luminosos,
los autos sincronizados y brillantes. Reconoce el mundo que abandonó y
que creía perdido. Siente áspera la lengua. Se apoya en una pared porque
vuelve a sentir el azul en los ojos, pero esta vez parece más real, ya no es un
preámbulo, una necesidad, sino la certeza de ver las miradas apuntando hacia el
cielo, el azul contaminando otros ojos. Las manos dejan caer portafolios
y bolsas. Las bombas comienzan a caer.
*Del libro “El
caso Max Power y otros cuentos”.
El lugar de
nadie*
Mientras
avanzan a enfrentar a los soviéticos,
una agotada
tropa de soldados alemanes topan por accidente
con un pueblo
inocente y totalmente ajeno
a las noticias
de la guerra.
¿Dónde diablos
se encuentran?
Mayo de 1941.
Hitler planeaba el acecho definitivo a la Rusia Soviética. En el fragor de la
Segunda Guerra Mundial las divisiones alemanas avanzaban con torpeza y con
incierto fervor en territorio enemigo. Las líneas rusas aún no se adivinaban en
el horizonte. Semanas atrás, en el frente más oriental, el agrupamiento
acorazado de Günter von Kleist –uno de los generales más prestigiados del
Tercer Reich– había tenido algunos escarceos que, a pesar de su intermitencia,
cobraron decenas de muertos y no pocos heridos. Los soldados, algunos de ellos
muy jóvenes, tenían poca experiencia en batalla. Quizás por eso, en las noches,
mientras acampaban en valles cuyo silencio creaba una vaga sensación de
infinito, compartían rumores sobre posibles deserciones mientras encendían con
ansia trémulos cigarrillos que conseguían de contrabando. El humo, entonces,
flotaba sobre sus cabezas y, en medio de las respiraciones y las miradas bajas,
parecía lo único vivo.
El general Von
Kleist miraba el cielo limpio de nubes y se acicalaba los bigotes. La estepa ya
había reverdecido aunque la magra altura de sus pastos, en algunas partes aún
amarillentos, dejaba entrever los daños de un feroz invierno. Cercano a las
élites del partido nazi, se decía que Von Kleist gozaba de los favores de
personajes como Goebbels, Hess y Göring. Sin embargo había algo en su carácter,
quizás cierto matiz taciturno en sus palabras, que parecía alejarlo de aquellos
hombres que buscaban cualquier pretexto para ordenar encarcelamientos y
asesinatos. Algunos decían que su única guía en tiempos de guerra era un patriotismo
ciego, fomentado desde temprana edad por un padre alcohólico que buscaba en los
saldos de la guerra un remedio a su ruina personal y económica. Hitler había
dado la orden de devastar los pueblos que encontraran a su paso: la tierra
debía ser quemada y los hogares destruidos para que no sirvieran de refugio. En
este escenario se movía el agrupamiento acorazado de Von Kleist que, con marcha
lenta, como un animal de sosegadas costumbres, buscaba las señales adecuadas
para empezar el ataque.
Von Kleist entró
a su tienda, se aflojó los cordones de las botas y miró su mapa: en el camino
habían quedado las ciudades de Lublin y Rovno con sus pilas de cadáveres en
precario equilibrio, asediadas por voraces moscas. Aún quedaban en la memoria
las fosas excavadas con prisa, agujeros que, a la distancia, semejaban una
herida viva que mezclaba cuerpos de aliados y enemigos. Reemprendieron la
marcha. Después de un par de jornadas, en las inmediaciones de un bosque,
encontraron la fuerte resistencia de una dispersa pero determinada unidad rusa.
Los soldados probaron su valor aunque los rusos se replegaron aprovechando su
conocimiento del terreno. El combate se prolongó hasta el anochecer. Avanzaron
penosamente entre la espesura y los restos incendiados de algunas cabañas. A lo
lejos se veían ráfagas luminosas de metralla que eran más una advertencia que
un intento serio de menguar las fuerzas enemigas. Kleist recibía noticias desde
Berlín: en poco tiempo tendría refuerzos; su deber era abrir camino y debilitar
al enemigo antes del embate final. El día siguiente transcurrió sin novedades.
Kleist encomendó a Voggel, uno de sus subalternos más cercanos, que formara un
grupo de soldados para ir a las aldeas vecinas a buscar pertrechos y comida.
Los elegidos dejaron sus mochilas para viajar ligero y partieron en dirección
al oeste. Sus siluetas vadearon unos matorrales hasta desaparecer por completo.
Regresaron con las manos vacías. El cielo, después de algunos días limpios, fue
habitado por nubes.
Los combates
siguieron aunque fueron cada vez más escasos. El nervio recorría los cuerpos de
los soldados. A veces disparaban en vano ante la sombra proyectada por un
animal furtivo. ¿Detenerse a prender un cigarro podría alejarlos del camino de
una bala perdida? ¿Aquella mirada que se entretenía en la rama de un árbol era,
en realidad, el fugaz presentimiento de estar en la mirilla de un tirador
solitario? Muchos se refugiaban en un silencio casi sólido que parecía moldear
los rostros y volverlos más viejos. A pesar de los esfuerzos no pudieron
diezmar al enemigo cuyos pasos parecían no tener peso. Avanzaron sin muchos
problemas un par de kilómetros. Los combates desaparecieron. Sólo quedaba la
amenaza enturbiando los pensamientos. Las comunicaciones fueron cada vez más
esporádicas con el mando central que afirmaba, sin pruebas muy contundentes,
que el enemigo estaba por retomar posiciones para un nuevo ataque. Debían
esperar en el sitio hasta recibir órdenes. Von Kleist desconfiaba de los planes
de sus superiores y tenía miedo de un ataque sorpresa fruto del espionaje.
Algunos soldados temían que los estuvieran utilizando como carnada de una
secreta estrategia. Varados, sin oportunidad de mostrar su valor ante un rival
demasiado evasivo, casi inexistente, consumían el tiempo en verificar sus
armas, leer diarios atrasados y contar a sus compañeros la vida que habían
dejado atrás: mujeres y niños que esperaban su regreso en pueblos que no
aparecían en los mapas. Von Kleist miraba el horizonte y después, solitario en
su tienda, diseñaba en silencio, amparado por el breve calor de una lámpara,
maniobras militares que parecían meros ejercicios de ficción, cartografías
imaginarias para apaciguar el ansia de su mente. Más tarde iba a la cama y en
sus sueños Europa ardía en una fogata inmensa cuyas lenguas de fuego llegaban
hasta el cielo y hacían hervir los océanos de la tierra. Un día, harto de
esperar, llamó a Voggel y a diez de sus soldados más confiables. Se alejaron
unos metros del campamento. A lo lejos se veía una colina cuya cima se asomaba,
indecisa, entre nubes bajas. Von Kleist les dijo que si ascendían quizás
podrían vislumbrar la retaguardia de alguna división rusa movilizándose hacia
el norte para unirse al frente. Con más devoción que argumentos los arengó
diciéndoles que la gloria podría ser para su ejército y para el Tercer Reich.
Hicieron los preparativos para salir el día siguiente y recorrer la ruta del
bosque para no ser descubiertos por el enemigo en campo abierto. La nota en la
bitácora oficial, escrita con parcas referencias que intentaban destacar el
carácter ineludible de la tarea, indicaba un reconocimiento del terreno para
tomar providencias en caso de un ataque sorpresa.
Se despertaron
temprano y caminaron en silencio, acompañados por sus respiraciones que se
hicieron trabajosas cuando encontraron las primeras dificultades en el terreno.
El calor arreciaba. Algunos insectos siseaban entre las piedras. Casi no
hablaron en el trayecto. A veces se detenían, alertados por el canto de un
pájaro, pensando en una emboscada. Después de un par de horas de caminata
llegaron a la cima. Del otro lado se vislumbraba una superficie plana y
homogénea. No había ningún punto de referencia, alguna señal que indicara los
pasos del enemigo. Tampoco, por más que miraron por los binoculares, encontraron
restos de edificaciones. La colina parecía una isla rodeada de un verde
impreciso, como el difuso brochazo en una pintura inacabada. Decepcionados por
postergar el enfrentamiento inspeccionaron por última vez y emprendieron el
camino de vuelta. El sendero era fácil de seguir aunque el sol permanecía alto
y hacía penosa la marcha. A ratos bebían de sus cantimploras. Von Kleist
intentó llamar al campamento para avisar de su regreso, pero el equipo de
comunicaciones emitía una señal inestable que, en el mejor de los casos,
generaba estática.
Al filo del
mediodía llegaron a las cercanías del campamento. Cuando entraron al claro en
el bosque vieron que no había rastro del ejército. No encontraron hombres, ni
tanques, ni las huellas de las estacas que habían servido de ancla a las
tiendas. Al inicio pensaron que habían llegado a un lugar distinto. Tal vez el
calor y la prisa por regresar los habían hecho tomar un sendero erróneo. Sin
embargo, Voggel identificó un arce de abundantes ramas en cuyo tronco seguían
las marcas que habían dejado para instalar las tiendas. También creyó ver, en
una superficie lodosa, el paso reciente de una batería antiaérea. Deambularon
desconcertados. Alguien dijo que los rusos habían masacrado al ejército entero,
sin embargo, no encontraron un solo casquillo, las ruinas de un tanque o un
cadáver que sustentaran su teoría. Tampoco percibieron ese olor a carne quemada
que causaba náuseas y cuya fuerza quedaba indeleble en la memoria de los que lo
percibían por primera vez. Todo lo vivido, desde la salida de los cuarteles
hasta la llegada a aquel páramo desolado, parecía un espejismo, una broma
increíble de la memoria. Los soldados deambularon un rato en las cercanías
mientras Von Kleist se enfrascaba en elucubraciones cada vez más fantásticas.
La tarde se derramaba entre las ramas de los árboles más altos y un limo azul
se fundía en el horizonte. Calentaron en una fogata los últimos sobrantes de
comida y temieron que su futuro se pareciera a las vivas ascuas que disminuían
su fuerza hasta volverse ceniza. Esbozaron otras probabilidades. Quizás la
tropa había sido desbandada por el enemigo en un ataque sorpresa o tal vez
habían seguido un señuelo que los habría llevado a una emboscada. Pero cada
suposición se revelaba inútil al paso del tiempo: movilizar a toda la tropa en
pocas horas era un ejercicio imposible. Von Kleist caviló en silencio y,
después de unos minutos, con voz acre que no podía disimular la incertidumbre,
les dijo que pasarían la noche en ese lugar y que, apenas clareara la mañana,
irían en busca del resto del ejército. Los diez se cubrieron con sus abrigos y
esperaron en silencio.
Al siguiente
día se pusieron en marcha: seguirían bordeando el bosque hasta llegar a un río.
Según el mapa, había dos o tres poblaciones cerca. Von Kleist confiaba en que
estuvieran bajo el control nazi. Los soldados pensaron, sin atreverse a
insinuarlo, en la posibilidad contraria. Las frentes sudaban. El camino parecía
idéntico al de la jornada anterior. Después de mediodía encontraron el río.
Llenaron las cantimploras y aprovecharon para descansar. Retomaron la marcha
con las fuerzas disminuidas. En poco tiempo tendrían que buscar comida. Las
armas y las botas pesaban más. Entonces, cuando el crepúsculo comenzaba a
aparecer en el horizonte, descubrieron un pueblo pequeño, quizás algunas
docenas de casas. No se veía ninguna señal de presencia militar. Seguramente el
lugar era poco estratégico y había sido olvidado por la lucha.
Von Kleist
encomendó a Voggel que investigara más. El soldado se quitó la parte superior
del uniforme y se quedó con una playera blanca y una camisa a la que
previamente le había despojado las enseñas militares. Se internó por las calles
desiertas, malamente iluminadas por la escasa luz del sol. Unos minutos pasaron
para que distinguiera el resplandor amarillo de una taberna. Algunos cantos
caldeaban el ambiente y llegaban hasta la calle. El ánimo festivo contrastaba
con la devastación que imperaba en gran parte de Europa. Voggel pensó que valía
la pena el riesgo y se acercó para averiguar. Volátiles murmullos se confundían
y pudo escuchar palabras en ruso, en ucraniano y en dialectos ininteligibles
que remitían a los antiguos cosacos de la zona. Voggel pensó, no con poco
temor, que cualquier habitante del pueblo podría dar la voz de alarma al
descubrir a un soldado alemán deambulando entre ellos. Iba a volver para dar la
noticia a sus compañeros cuando la puerta principal se abrió. Una mujer rubia
lo saludó en ruso y le preguntó si iba a entrar. Voggel, tratando de ocultar su
nerviosismo, asintió en silencio y caminó tras ella. Su ruso era limitado,
apenas algunas frases que había escuchado cuando era asistente de un alto
oficial de la Gestapo. Recordó a los prisioneros rusos, interrogados hasta el
cansancio, clamando por piedad antes de ser objeto de las más variadas
torturas. Se refugió en un extremo de la barra mientras buscaba en su mente
pretextos para evitar algún contacto con los parroquianos. Trató de captar el
mayor número de detalles antes de enfilar a la salida: una decena de mesas
ocupadas por hombres que tenían más pinta de campesinos que de combatientes
encubiertos. Una pequeña orquesta acompañaba el convite. Las cervezas
espumeaban en sus tarros. Un gato pardo se paseaba con pereza entre las mesas.
Debían ser ucranianos, rusos y algunos ruidosos gitanos. La mujer rubia –en ese
momento descubrió que era una de las meseras– lo volvió a abordar y, por lo que
pudo entender, le preguntó qué bebida quería. Él hizo gesto de excusarse y
farfulló una torpe disculpa en ruso. Ella adivinó el acento y le dijo que
seguramente venía de muy lejos. Él mintió y le dijo que visitaba el pueblo con
unos amigos. Eran todos civiles y venían huyendo de la guerra. La mujer lo miró
con extrañeza y afirmó que no había guerra ahí ya que el pueblo estaba en paz
desde hacía muchos años. Voggel pensó que el aislamiento del lugar era tal que
no habían recibido noticias de la guerra. Sin embargo, no podía confiarse ya
que en cualquier momento avistarían algún avión o recibirían algún telegrama
informando de las batallas. Se despidió antes de pedir algo y regresó por las
calles, cuidando de que nadie lo siguiera.
Von Kleist y
los otros ocho soldados escucharon, incrédulos, las palabras de Voggel. Algunos
pensaron que la rubia mentía. Otros, poniendo en entredicho su valor militar,
le pidieron a Von Kleist que se dispersaran antes de ser linchados por el
pueblo. Indecisos y frustrados agotaron sus últimos cigarros. Von Kleist les
dijo que tendrían que esperar en los márgenes del pueblo, a una prudente
distancia y entre los árboles, a que amaneciera. La luna estaba oscurecida por
espesas nubes. Organizaron guardias para poder dormir y reparar fuerzas. La
madrugada transcurrió silenciosa y sin novedades. Las primeras luces de la
mañana llegaron y se pusieron en pie, con los miembros entumidos y con renovada
hambre.
Caminaron
intentando reconocer el sendero que habían utilizado el día anterior. Sin
embargo, después de un par de trabajosas horas, no encontraron alguna seña
familiar. El bosque se extendía y parecía no tener fin. Las ramas de los
árboles eran un entramado que impedía vislumbrar la lejanía. Von Kleist, ante
la inquietud de la minúscula tropa, ordenó que se detuvieran. Consultaron
mapas, probaron la brújula y trataron de utilizar el equipo de comunicación que
seguía emitiendo un zumbido. Un soldado dijo que, sin alimentos, sería inútil
aventurar exploraciones más ambiciosas. El comentario fue recibido con un
silencio que, conforme pasaron los segundos, dio paso a tímidos gestos de aceptación.
Von Kleist pensó en la poca gloria de un ejército desaparecido, con sus últimos
integrantes deambulando, medio muertos de hambre. Casi podía imaginar sus
cuerpos engullidos por el bosque, festín para gusanos y carroñeros más grandes.
Les dijo que Voggel podría regresar al pueblo y obtener algunos bastimentos.
Los demás esperarían a una distancia segura y aprovecharían el tiempo para
decidir qué hacer. El riesgo era grande pero el hambre era acicate suficiente
para emprender la vuelta. La tropa regresó. El suelo cubierto de hojas parecía
amplificar sus penosas respiraciones. El sol ya estaba alto cuando divisaron
las primeras casas. Voggel volvió a quitarse las insignias y enfiló a la calle
principal.
Esperaron cerca
de media hora su regreso. La única esperanza era la simpatía que Voggel había
despertado en la mujer y que, efectivamente, la gente del lugar ignorara la
guerra. El soldado regresó con un poco de carne curtida, algunas legumbres y
varias latas de conservas. Les dijo que no había encontrado a la mujer pero que
el dueño de la taberna, que vivía en el segundo piso del negocio, le había
ofrecido comida después de escuchar la historia de un grupo de civiles huyendo
de una guerra. Comieron con ansia y, una vez satisfechos, comenzaron las
especulaciones. Alguien mencionó la posibilidad de someter al pueblo y
obligarlos a confesar la verdad. Otro más apuntó que quizás tendrían algún
sistema de comunicación que ellos podrían utilizar para contactar, en secreto,
a las tropas alemanas. Un tercero, escéptico, dijo que el pueblo debería
carecer de cualquier radio o telégrafo ya que no estaban al tanto de la guerra.
Von Kleist interrumpió estas suposiciones: tantas posibilidades lo mareaban.
Extinguió su cigarro con el tacón de su bota derecha y les dijo que tendrían
que ser cautos, aprovechar la situación hasta poder tomar decisiones seguras.
Después ordenó que se quitaran las enseñas militares y cualquier indicio que
los identificara con el ejército del Tercer Reich. Pronto todos estuvieron con
camisas blancas. Enterraron las pistolas (Voggel guardó una por si acaso) y se
aseguraron de reconocer el paraje para ubicarlo rápidamente. Se internaron por
las calles del pueblo y llegaron a la taberna. Ahí, frente al tabernero, la
mujer rubia y un maestro de escuela que sabía alemán y que servía de intérprete
a los curiosos y parroquianos que aumentaban en número, hablaron de Hitler, del
ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista y del advenimiento de una época
dorada con el triunfo del Tercer Reich. Sin embargo, ante las referencias sólo
había negativas e, incluso, gestos de incredulidad. No quisieron insistir. Esa
noche, por invitación de los aldeanos y después de debatirlo en secreto varios
minutos, se quedaron en tres cuartos habilitados en el segundo piso de la
taberna. Las suspicacias disminuyeron aunque hubo algunos que no pegaron el ojo
pensando en que serían traicionados por sus anfitriones. El día siguiente Von
Kleist mandó a tres soldados a que hicieran un nuevo intento por reconocer el
terreno y encontrar señales aunque fueran del enemigo. Los hombres regresaron
fatigados y sin novedades. Con más confianza, solicitaron mapas de la zona. El
maestro les ofreció un par y un pequeño atlas de páginas carcomidas. Ahí
estaban el accidentado curso del río y la cima a la que habían llegado. Sin
embargo, alrededor de esas mínimas referencias se extendía una zona indefinida
constelada por nombres –pequeñas aldeas, parecían– que no les decían nada. Los
mapas no abarcaban territorios lejanos y el maestro, tratando de mitigar el
desconcierto de sus invitados, les dijo que estaban enterados de la revolución
de 1917 por algún viajero que había llegado por azar a los límites del pueblo,
pero que el imperio soviético desconocía su existencia o, simplemente, eran
irrelevantes para ellos. Con el paso de las generaciones habían logrado la
autosuficiencia y el escaso comercio que realizaban era con pastores y nómadas.
Los soldados
pronto esbozaron algunas palabras en ruso y se integraron paulatinamente a la
vida del pueblo. Alguno, incluso, comenzó a coquetear con la mesera rubia.
Voggel ayudaba a administrar la taberna y un cabo puso en práctica su
experiencia como herrero. Von Kleist, en las noches, buscaba alguna frecuencia
en el equipo de comunicación que había traído del bosque. Decidieron que, por
el carácter pacífico del pueblo, no convenía regresar por las armas.
Transcurrieron los meses. Cuando se acercó el invierno ya habían perdido las
esperanzas de regresar a la guerra y recuperar sus vidas. Algunos, quizás la mayoría,
parecían conformes con su suerte. Von Kleist conservaba su autoridad aunque
fuera más moral que castrense. Guardó la brújula más como un amuleto que como
una herramienta. El grupo se reunía una vez a la semana para intercambiar
opiniones y rememorar, en confianza, su pasado. Una de aquellas veces, después
de que Von Kleist se había retirado para dormir, uno de los soldados refirió a
sus compañeros que había creído ver, en uno de los callejones del pueblo, a uno
de los hombres del agrupamiento desaparecido. Unos segundos de silencio se
extendieron después de la confesión. El soldado pensó que sus compañeros se
burlarían y agachó la cabeza. Sin embargo, poco a poco, se sucedieron
experiencias similares. Las voces, al inicio inseguras, comenzaron a reconstruir,
entre los rostros y palabras de los aldeanos, a algunos de los hombres que los
habían acompañado contra los rusos.
*Fuente: http://s80m1.com/el-lugar-de-nadie/
El Colgado*
Uno
Primero fue un
cuervo, después un aleteo, medio incandescente, medio alborotado por el sol en
una rama. Su figura de aire, volátil, no pudo contener el vuelo y desapareció.
Un remolino de polvo en el llano. Arrastraba hojas. El niño seguía el vuelo del
polvo. Imaginaba voluble el del cuervo. Las plumas negras. Su estela y sus
ansias. A lo lejos la carpa del circo. Multicolor, por la perspectiva, flotaba.
—¿Qué haces?
El niño movió
la cabeza. Miró al hombre, el deterioro de las botas, los nudillos salientes,
el sombrero de palma, sus innumerables agujeros que iluminaban el semblante.
La carpa se
inflaba por el viento. A un lado, diminutos, los remolques. El hombre se sentó
y sacó un cigarro. Pronto una llama. Y vertical el humo, buscando el cielo. El
niño miró su vuelo. Se preguntó, de nuevo, por el remolino del cuervo. El
hombre estiró las piernas. Entre las rocas su afilada sombra, de reptil en el
desierto, incluso se proyectaba el humo, la punta del cigarro. No había nada que
ver además de la carpa, sin embargo el hombre, como coyote, remiraba hambriento
el llano. Abría leve la boca, saboreando el aire. Sus ojos eran ambarinos, con
rojas nervaduras. El niño se rascó la cabeza.
—Te perdiste...
El niño tampoco
respondió. El hombre, pobre de carnes, apenas llenaba las ropas. Como colgajos
en los huesos. Esqueleto de pez, cuando giró el cuello, las vértebras. Sobre el
sombrero todo el peso del sol, su aura.
—Es fácil
perderse por aquí, no hay puntos de referencia —dijo y señaló con un dedo el
horizonte. El dedo estuvo unos instantes obcecado, apuntando a la nada.
El niño evitó
mirar a la dirección que señalaba. Sus ojos al árbol, a los zapatos, a una
brecha.
—A veces pasa
gente —dijo, al fin, el niño.
El hombre
suspiró.
—Pero la
carretera queda lejos de aquí —dijo.
El niño señaló
la carpa. Redonda como fruto y, acreditada la forma, más roja, viva como las
manzanas.
—¿Desde cuándo
están ahí?
—No sé.
—¿Se irán
pronto?
El hombre miró
el horizonte. Afuera de la carpa, nadie. Sólo el viento, el sol, los ardores.
Volvió la vista al niño.
—¿Entonces?
—reiteró.
—No sé, van y
vienen.
—¿Vas al
pueblo? —le preguntó el niño, más abiertos los ojos.
Dos
Después de
caminar un rato subieron a un Datsun viejo. El hombre quitó unos periódicos del
tablero. Calentó un rato el motor. Una brecha se perdía en el llano. El
paisaje, sin ninguna sombra, inmóvil en el fuego de la tarde. El niño se miró
en el espejo lateral, las pestañas, los ojos fijos en su imagen.
—Vámonos —dijo
el hombre.
Ruidos adentro,
un alboroto. Unas tuercas, como sonajas, junto a la palanca de velocidades. Un
rato después, sobre camino más plano, el cascabeleo desapareció. Trabajoso el
acelerar del auto: el motor forzado, los labios apretados acompañando la
marcha. El niño bajó la ventanilla. Una línea infinita de postes, algunos
inclinados, señalando los devastados maizales. En resistencia, a lo lejos, las
nubes. El aire revolvía los cabellos del niño y, en el ámbito del hombre, el
temblor del sombrero, sus nerviosas alas.
El hombre miró
de reojo al niño. Trató de recordar su cara. Pero no había referencias, sólo el
llano, las palabras que le dirigió, la manera en que miraba los remolques y la
carpa.
—En las noches
pululan animales venenosos, arañas —dijo el niño.
El hombre no
supo qué responder. Se concentró en el camino. No había dormido bien:
persistente el insomnio en el verano y con la estación también los sudores, el
latido del cuerpo entre las sábanas. Y entonces se levantaba y merodeaba en el
cuarto como gato, como loco.
El niño sacó la
mano derecha por la ventanilla. Los matorrales veloces desfilaban. El campo
todo de amarillo, todo consumido en el paisaje.
Tres
Después de un
rato avistaron una tienda. El hombre desaceleró. Las alas del sombrero dejaron
de temblar y el niño acomodó el cuerpo en el asiento. Las manos juntas, los
dedos entrelazados, como en oración, esperando algo. El hombre estacionó el
auto junto a un árbol. Por la inmovilidad más el calor, pesados los brazos, ámbito
de brasas en la nariz, en cada respiración. Se bajó del auto y miró la sombra
del árbol, el breve frescor proyectado. En la cima el deslumbrado follaje, el
esqueleto de las ramas, el magro tronco. Un bostezo en el niño, después la boca
entreabierta y el hombre pensó que debía tener sed, después de estar en el
llano, como penitente, mirando los remolques.
—Voy por agua
—dijo.
El niño apenas
volteó, como si la voz del hombre fuera una cosa extraña en el aire, el
parloteo del cuervo que había mirado en la rama.
El hombre
renqueó a la tienda, el paso entrecortado por una reciente ampolla en el pie
derecho. La frontera de la puerta alivió el calor y el hombre merodeó con
paciencia entre los anaqueles. El dependiente limpiaba con esmero una antigua
caja registradora. El radio murmuraba en el silencio, apenas despabilaba.
Después de unos minutos el hombre se acercó con dos botellas de agua.
—¿No vendes
cerveza?—preguntó.
—A un lado, en
la cantina —respondió el muchacho y las habilidosas manos en la caja registradora,
en las teclas, en la tira de papel que se desenrollaba.
El hombre salió
de la tienda, miró el auto: el niño estaba bajo la sombra del árbol, pateando
unas piedras. El hombre se acercó y le tendió una botella.
—Ahora regreso
— le dijo.
—¿A dónde vas?
—A comprar una
cerveza.
El niño abrió
la botella y la inclinó para un trago largo, tan largo que un poco de agua
brotó de los labios. Un manantial entonces y las gotas pronto en caída,
humedeciendo la tierra. Una sonrisa.
El hombre,
satisfecho, dio media vuelta y entró a la cantina. Un paisaje desolado lo
recibió: a media luz el ámbito, los parroquianos jugaban cartas, algunos
fumaban con las quijadas inmóviles, imaginando imposibles apuestas. Los ojos en
un precipicio por la tentación. Se acercó a la barra. Una vieja echaba lenta el
tarot, los ojos sumidos, el gesto embotado, las canas en contraste con la
oscuridad del rostro.
—Una cerveza.
La vieja, un
instante, extendidas las manos. Las palmas, las uñas amarillas. Los ojos un
poco más vivos por la petición aunque eso no repercutía en la entera
apariencia, en la sensación de abandono que provocaba.
Pronto la
cerveza en la barra. Una servilleta abajo. Vasos empañados en una hilera. El
hombre pensó en el niño, en el calor y en su íntima relación con el insomnio.
Un poco de espuma en la boca de la botella. El primer trago y sintió frescas
burbujas en la garganta. Mientras duraba la sensación miró a la vieja: de
fastidio un bostezo por lo largo, por el suspiro que siguió y los dientes
amarillos en la pausa de los labios, coloreados con tristeza, con descuido
frente a un espejo.
Estaba a punto
de otro trago cuando rechinó la puerta de la cantina. La menuda figura del niño
entonces. Más pequeña resaltaba, por el lugar, por el techo alto, por la barra.
Los parroquianos, en un solo movimiento, lo miraron. El niño tenía los ojos
brillantes, el gesto curioso y dispuesto.
Los hombres
dejaron de jugar, también inmóviles los tarros y la escasa luz que entraba por
la puerta, ahogando los gestos. Entonces resaltó el abandono de las cartas, el
dominó en suspenso, los desvalijados cuerpos que esperaban: algunos con auras
de humo, otros aturdidos por el alcohol. Y la música persistía y el niño se
acercó al hombre. En el lugar sólo las moscas, las respiraciones breves, de
cansadas bestias. El niño miró con maravilla las cartas de la vieja, las
escenas representadas.
— ¿Es su hijo?
El hombre se la
quedó mirando, indeciso. Negó con la cabeza. El sombrero le ocultó el gesto de
repulsión por la pregunta, por el niño que se detenía junto a él y alzaba la
mirada esperando una reacción, una palabra. Entonces, a su pesar, informó:
—Estaba mirando
el llano, los remolques.
El hombre
retomó el silencio. Pero sabía que vendrían más preguntas de la vieja y algún
parroquiano, aguijoneado por el alcohol, se inmiscuiría en el intercambio.
—Es cierto lo
que le digo, el niño estaba en el llano, mirando los remolques.
Los hombres
regresaron a su murmullo, quizás decepcionados, dispuestos de nuevo al convite,
al demonio del juego.
—Ya nos vamos —dijo
dando un trago profundo y por el torrente desaparecieron las burbujas en la
garganta. Un par más y acabaría con la botella. Y el niño no dejaba de mirar la
barra, la bandeja plateada para las propinas, el rostro encendido de la vieja.
—Espera —dijo
ella — ¿no eres hijo de Eudora?
El niño la miró
con simpatía y asintió. Entonces la vieja contó de una mujer trapecista, que
iba de gira con el circo y que varias veces al año se quedaba en el pueblo.
—Pero este año
no llegó.
—Pero están los
remolques ahí, en el llano —dijo, vehemente, el hombre.
—No hemos visto
remolques, ninguna carpa —dijo alguien desde el fondo.
—La mujer murió
el año pasado —completó otro.
El hombre trató
de ubicar a los responsables pero sólo encontró rostros aturdidos, la pasividad
vacuna en las miradas, miradas de gente que sabe que el mundo arderá en llamas.
En el hombre aún retumbaban las voces, el odio destilado por los otros que aún
seguía, que ascendía conforme los segundos, como el salitre en el interior de
un barco.
La vieja bajó
la mirada. Varios títulos en las cartas: El Colgado, El Trono, Los Amantes. El
hombre despachó el último trago. Los parroquianos, rabiosos, esperaban.
Volvieron a sus asuntos cuando el hombre puso dos monedas, dejó la botella e
hizo inminente su despedida.
—No les gusta
el niño —dijo la vieja.
—¿Por qué?
—No sé, están
locos.
El hombre miró
por última vez las cartas, le llamó la atención El Colgado, con las piernas en
cruz, entre dos árboles, de cabeza en el suplicio, esperando.
—Voy a llevarlo
con su madre.
Cuatro
Salieron de la
cantina. El horizonte: una orilla del mundo, por el escaso sol, en viva sangre.
Apenas una colina y sólo despojos de matorrales. Un mar evaporado enfrente y en
su lecho huellas, quizás salobres esqueletos. El niño atrás del hombre, los
dedos de nuevo juntos, entrelazados. El Datsun, medio encallado por las
tolvaneras, con los vidrios impregnados, cundidos de fino polvo. El fuego
amainaba pero no el calor que aún exhalaban las piedras. El hombre se enjugó el
sudor de la frente. Subieron al auto.
—¿Por qué no me
dijiste que vivías en los remolques?
—Quería ir al
pueblo.
El hombre
calentó el motor. Tembló el tablero y la guantera. Las alas del sombrero ya no
formaban penumbra pero aun así velaban los ojos. Pensó en el pueblo, en los
remolques, en lo que diría cuando entregara al niño.
—Te escapaste
—afirmó.
Un poco de odio
en el niño, algo duro en el gesto, en la mirada. Ahora enemigo, el copiloto, en
silencio no por vocación sino por no encontrar palabras para rebatir, para
abogar por su causa. Al fin dijo, mirándolo por primera vez en el trayecto:
—No estoy
huyendo.
—Vamos de
regreso, a donde te encontré — completó el hombre.
Cinco
Las líneas de
la carretera, una a una desfilaban, como lerdas ovejas, ovejas lanudas en el
intento de sueño. Pero el hombre no estaba adormecido, los sentidos a la
expectativa, buscando el paraje donde dejó el auto, donde miró por primera vez
al niño. Pocas vueltas en el camino, algún atisbo de luz, ningún auto. Acostumbrado
al mutismo del niño, metido en sus pensamientos, recordó las cartas de la
vieja, los hirvientes bebedores. Los movimientos de todos, apretados como
cardumen, al unísono boqueando. Las miradas de odio. Y la vieja lenta, toda de
herrumbre, abandonada en la barra. En la tarde crecían dispersas luces, chispas
de una fogata, insuficientes para orientarse. En poco tiempo llegaría la noche
y el equívoco sería la norma y habría que estar atento a los pasos, a buscar
referencias en todas partes, hasta en las respiraciones.
Seis
Después de unos
minutos, con una uña de sol en el horizonte, creyó llegar al paraje. Disminuyó
la velocidad, vadeó matorrales y piedras; algunas zanjas.
—Debe ser por
aquí.
Bajó del auto.
La bocanada de los faros, alboroto de insectos por el resplandor y las botas en
el piso, volátil huella, levantaban polvo. El cuerpo orientado al llano en
penumbras, la mirada en una breve colina, un relieve al oeste. El niño, cautivo
en el auto, delineaba con el dedo en el vidrio. El hombre se acercó y abrió la
puerta.
—¿No quieres
bajar?
El niño estaba
empecinado en su labor. Apenas parpadeaba. El dedo en movimiento, en figuras
imaginarias, iba y venía en la película de polvo. El hombre lo sujetó y casi lo
levantó en brazos.
—Vamos.
El niño opuso
resistencia pero pronto cedió a la fuerza del otro. Resignado comenzó a
caminar. El hombre cerró el auto y dejó encendidos los faros. Pero la luz
penetraba poco y apenas descubría el sendero. En una corta distancia, pensó,
los remolques y la carpa. Incluso, tal vez, una fogata, el bullicio de los
cirqueros.
Caminaron en
silencio unos metros. El hombre buscaba terreno plano por la punzada en el pie
derecho. Pero el terreno descendía y la luz del auto, a la distancia,
intermitente por los que convocaba, por sus aleteos. Seguían en la penumbra
cuando el hombre tropezó con el cráneo de una res. Las oquedades de los ojos,
oscuras, en el día convite de insectos. La quijada un bosquejo; la dentadura
devastada, como el costillar cuya estructura había cedido al primer embate de
los carroñeros. El olor descompuesto se metía en las ropas, escocía la
garganta. Apuraron el paso pero no había señales del campamento. Un poco
desesperado, bufando, se detuvo. El niño avanzó unos pasos más. Las luces del
auto apenas se distinguían. Entonces el cielo tornó rojo y la última penumbra
en los rostros, poco a poco, como el agua que corre entre los dedos.
El hombre quedó
ciego un instante, caliente la sangre por el temor a perderse. Tocó la cabeza
del niño, los brazos, pero sólo un instante lo tuvo, como pez retenido entre
las manos, de nuevo al agua por el impulso. No había luna en el cielo, sólo
leve escarcha en las nubes que apenas impregnaba las rocas. Entonces intentó
recuperar al niño pero no hubo cuerpo, sólo una risa que se apagó lentamente
hasta quedar en silencio. El hombre quiso emprender el regreso pero no encontró
las luces del auto. Desconcertado, miró el camino de vuelta, luego alrededor. Y
esperó.
*Del libro “La
herrumbre y las huellas”
Los primeros
dioses*
Una nueva
teoría sobre el origen del universo afirma que hubo una condición especial o un
"error" en el Big-Bang. Según esta perspectiva la expansión que
siguió al gran evento se detuvo casi inmediatamente por causas desconocidas. El
polvo y materia estelar quedaron concentrados bajo presiones inimaginables y el
infinito no pudo ser colmado. A pesar de este escenario, la polémica teoría
afirma que un poco de materia logró escapar de la gravedad concentrada y
evolucionó hasta crear su propio espacio-tiempo y sus leyes físicas. Con el
paso de miles de millones de años la materia tomó forma y moldeó un sistema
solar, el primero en la historia del universo abortado. Uno de los planetas
tuvo las condiciones necesarias para crear vida inteligente. Estos seres
primigenios se desarrollaron de forma ininterrumpida bajo un cielo sin
estrellas, nebulosas y galaxias. Con el tiempo construyeron enormes telescopios
y descubrieron la condición anormal del universo. Millones de años después
tuvieron la tecnología suficiente para extraer materia condensada del evento
que no pudo expandirse y esparcirla por el espacio vacío que los rodeaba. Así
nació de forma artificial un segundo universo que reemplazó al original que
nunca pudo existir, que nosotros habitamos y que tomamos por verdadero.
*Del libro “El
caso Max Power y otros cuentos”.
Cuando la
guerra*
1
Ella decía que
había guerra afuera. Un ejército en las puertas de la ciudad, agazapado. Pero
él esperaba la guerra en los muslos de ella, cuando la asediaba: el fuego que
avivaban las manos.
2
“Cuando entren
no dejarán nada vivo, ni el polvo”, dijo ella esa mañana, todavía entre
sábanas. Las sábanas medio derramadas, por el acto de despertar, por el cuerpo
que se movía, por las manos que palpaban. Y en ella la imagen de él, alumbrada.
Las sábanas, esparcidas ahora, concluyeron el movimiento en el piso.
3
Bajaron a
desayunar. Los dedos en las migajas. El ascenso del café, el frío de las manos
cerca, en contraste, rodeándolo. Ella hizo una pequeña variación: “no quedará
nada, ni el polvo”, dijo. Y él extendió las manos cerca de las migajas. Las
puso en la luz. Un instante en las nervaduras. Una cesura, las manos, en el
tiempo. Pero ella no lo advertía, sumergida como tenía la mirada. Y desayunaron
en aparente calma. Alrededor el humo del café, el reciente sudor en las
ventanas. Él pensó en una nueva variación: “devastarán todo, también el polvo”.
Pero se quedó callado, indeciso, disfrutando del instante y de la espera. Y la
luz pulía las tazas de café. Y las cosas del mundo —cucharas, sartenes, demás
enseres —brillaban.
4
Cuando llegó el
crepúsculo salieron de la casa. Escucharon murmullo de peces en las puertas de
la ciudad. Los pensaban nerviosos, a punto de saltar del agua. Pero no para
boquear, para entre coletazos encontrar la muerte. Una ira apenas contenida por
las murallas. Y un rato, los dos, en el descampado, imaginando las volutas
sobre los hombres, las sosegadas respiraciones, el último brillo en los
fusiles. Se sentaron y contemplaron algunas piedras. Arriba el cielo. Y las
nubes eran como las piedras: redondas y muy grises. Las nubes, también, sobre
los otros. Pensaron que incluso la misma sombra proyectada, merodeaba por ahí,
como una mano acercándose a un rostro. Y seguramente uno de los agazapados, del
otro lado, tenía en sus ojos el ansia por superar la muralla y en la parte alta
el destello de un cuervo. El ave se desprendió de su altura y su vuelo hacia
ellos. Rodeados de piedras miraron todo: el oleaje de las plumas por el viento,
testigos por primera vez de la maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a
prudente distancia de ellos, el nervio en el pico y la tensión en los ojos. Estuvo
un rato ahí y después emprendió el vuelo.
5
Al día
siguiente avistaron un hombre. Su silueta a lo lejos. La espiaron, curiosos,
por la ventana. Después abrieron la puerta. Leve viento en los cabellos. En el
quicio los dos, evaluando la distancia, imaginando si venía por su cuenta, si
era un remanente de los otros. Después de un rato más clara la figura, un poco
espantapájaros por la ropa. Incluso, si aguzaban la vista, percibían la
premura, la diminuta nube que dejaba.
Entraron a la
casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del último pan de la alacena. Un
plato, la silla y un mantel: casi naturaleza muerta. Y desearon que estuviera
ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa, alguna señal de lo que acontecía
tras las murallas. Transcurrieron unos minutos. La figura se acercó y pronto
estuvo a unos metros. Los miró un instante, frágil desde el otro lado, y su
saludo fue cosa lenta, dibujada apenas en el límite que imponía el silencio.
6
El hombre los
miró desde el horizonte de la mesa. El sudor se esparcía en sus sienes y el
olor era vivo en sus ropas. La acritud que desprendía su gesto. Una cuesta
cuando respiraba, cuando removía los labios como si aún tuvieran polvo. Con
boca árida, entonces, les dijo que habían pasado muchas jornadas, que la casa
—a la distancia— parecía un desvío de la memoria. Pero conforme los pasos,
conforme los días que eran piedra sobre piedra, comprendió que la casa era
real, que sus paredes existían. En las noches, después de alimentar una fogata,
miraba la casa e imaginaba una respiración, el temblor de una vela, unas manos
que acompañaban. Indecisas sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho
precipitándose en la ventana. Frágiles arañas y los muebles. La faena de los
insectos en la madera. Entonces supo que en la casa era pleno el desasosiego y
que intermitente era la impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo
una pausa para humedecer la voz. Su mano hizo penumbra en el vaso. La sombra
quedó ahí, un instante, como un despojo en el agua. Miró las puntas de sus
botas y bebió un trago. Dijo que atravesó filas y filas de hombres, que muchos
ojos, cuando pasaba, lo aguijoneaban. Le imaginaron el paso lento, caminar por
ahí como en gran calma: el cielo gris, el sol, su desolación y su nada.
Le preguntaron
cuándo entrarían, la fecha exacta del acontecimiento o, en caso contrario, si
su paciencia era mucha y la ambición superaría el tiempo. Pero el hombre dijo
que no había tiempo en ellos, aunque alzando los ojos, invocando una imagen de
ellos, recordó una leve respiración, un siseo que anunciaba la lumbre de una
palabra que no decían, quizás por su sustancia, por su filo. Recordó que,
mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los fusiles inclinados, en
las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los dientes. Y supo que no
le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus cuerpos el sopor y sus ojos
eran animales absortos en el agua.
7
El hombre
durmió en la casa. Bajaron un colchón y una cobija. Por si las dudas dejaron
una vela y cerillos. La luna era un círculo en el hombre. Y éste, iluminado,
les agradeció sus atenciones. Se quitó las botas y abandonó el sombrero en el
piso. Estuvo un instante ahí, inmóvil, mirando el sombrero. Comprendieron que
estaba inseguro de su presencia, que desvanecido por dentro tenía muerta la
boca y las palabras. Un poco de descanso serviría. Le desearon buenas noches y
subieron la escalera.
8
Los despertó un
ruido. Fueron al inicio de la escalera. El hombre miraba por la ventana. La
espalda encorvada, los ojos tanteando los objetos descubiertos. Giró el cuerpo
y fue con dedos nerviosos a los cerillos. El nerviosismo perduró en el
incendio, mientras la llama se retiraba de la vela. Absorto, no se dio cuenta
que su labor tenía testigos, que figuras varadas seguían el humo, como
maravilla su estela. Hasta el techo la nube. El olor de una brizna quemada. El
rostro del hombre tornó amarillo. Pero la luz no abundaba y sólo arañaba una
parte de la mesa.
Entonces se
acercó a la ventana y movió lentamente la vela, como si mandara un mensaje a
los convocados, como si les dijera, de alguna forma secreta, que era tiempo de
la guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra posibilidad, repetir lo de
las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso cuidaba el temblor de la vela y
su respiración cerca de su reflejo, también el vaho, como había imaginado.
9
Se despidió de
ellos en la mañana. No contó más historias. Su sombra sobre la mesa. El último
pan se había acabado y, como consuelo, antes de alzar su maleta, demoró la
vista en las migajas. Después estuvo al lado de la casa, haciendo mediciones,
calculando un imposible itinerario. Tanteó el viento con los dedos y después
los llevó al filo del sombrero, a las alas. Afirmó el peso de su cuerpo. Hizo
que su respiración pesara. Pero parecía indefenso, con la memoria desvalida por
tantos días en el descampado, por tanto vértigo de piedras. Se caló el sombrero
y emprendió el camino. Su figura en el atardecer, oscura como el pájaro que lo
seguía. Los dos se alejaron. Y recordaron sus palabras.
10
Desde entonces
tuvieron insomnio. Ella sufrió primero su agobio. Sentía que el sueño era una
barca que se alejaba. Él sentía, además de la mente revuelta, la impaciencia
del calor, el peso de las sábanas. Una noche, en la ventana, descubrió una
constelación de insectos. La noche siguiente comprobó que sus cuerpos oscuros
medraban en la luz, que su vibración espantaba, de alguna forma, su sueño. El
ámbito saturado por la visión. Intentó espantarlos. Pero fijos en la
transparencia, objetos incorruptibles, encendían su insomnio, sus pasos en la
estancia. Vueltas y más vueltas. Ella, enfrascada en conciliar el sueño, apenas
notaba el caminar.
11
Una madrugada,
incapaces de conciliar el sueño, de estar en silencio en la cama, bajaron por
las escaleras. Sin mediar palabra fueron a la ventana. Los dispersos cerillos
en la mesa. Abierto un libro y las anotaciones, la vejez expuesta de sus hojas.
Prendieron la vela. Medio derretida, el pabilo carcomido por las horas.
Pensaron que la luz podría ser un anzuelo para otro viajero, recompensa para el
nervio de un hombre, en el descampado, frente a una fogata. Y estuvieron un
rato, por turnos, moviendo la llama, improvisando mensajes en la ventana.
12
Estuvieron
impacientes en la cocina. Ella volvió a decir que había guerra, que los otros
los encontrarían ahí, sentados, uno frente a otro. Él miró la ventana. Ella,
esta vez, no mencionó el polvo. Pero estaba ahí, entre ellos, casi intangible,
donde antes había estado el fuego. Y las figuras caldeadas miraban la
superficie de madera, un pan inexistente y las vetas de luz en la mesa.
13
En la cama
volvieron a hablar de la devastación. Él acercó las manos a su cuerpo. Ella
miró el movimiento, percibió cómo perdía fuerza. Pero el impulso fue suficiente
para llegar a su cuerpo y arder en el intento. El incendio fue breve en los
dedos y, después de la cintura, acudió a los labios. Cerraron los ojos. Ella
pensó en el descampado, en el combatiente que merodeaba en sus labios. Él
mantuvo el contacto y quiso evocar una imagen, pero era precisar una forma bajo
el agua. Ella sonrió con tristeza. Y pensaron un rato en la demora, en lo
aburrida que era la guerra.
14
Menguaron los
alimentos, más breve el humo del café. Preocupados por las últimas cosas,
miraron el vacío en los platos. Las tazas sin uso, su disciplina en el estante.
Los insectos en retirada. Las manecillas del reloj, desde hacía mucho, no
avanzaban.
Llegaron otros
viajeros. Todos tenían palabras similares. Todos mencionaban las filas de
hombres, los fusiles en ristre y las miradas en lo bajo, como absortas en tinta
derramada, en el cadáver de algo. Un viajero les dijo que habían avanzado
posiciones. Otro mencionó que, en el polvo, bosquejaban distintas posibilidades
de asedio. Añadió que, con el tiempo, los planes para tomar la casa se habían
acumulado y ahora eran infinitos. Bajo las carpas los mapas de los generales,
la tinta en los márgenes, las abundantes anotaciones. Los principales, entre
los agazapados, conminaban con rabia a soportar la demora. “Su enemigo es el
tiempo”, gritaban. Y la promesa de superar la muralla, entre las filas, sin
poder apagar las ansias pues la pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no
tendían a lo bajo, sino enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la
altura.
15
Pasaron los
años. Siguieron visitando las murallas. El tiempo se acumulaba en la casa. La
vejez en sus cuerpos, como el agua muchas veces, en el transcurso a la piedra.
Dejaron de hablar de la guerra, pero seguían pensando en el asedio, en filas y
filas de hombres en el descampado, con las banderas en alto, en dirección a la
casa. Pasaron más años. El contagio de viajeros terminó. A veces, en la tarde,
un bosquejo en la distancia. En las noches la luna y su luz que a veces hacía
círculos o que temblaba como una fogata. Imaginaban a un hombre, pensativo, con
luz de lumbre en la cara. Pero en las mañanas no había silueta, ni nube de
polvo que acompañara. Comprendieron que morirían sin ver la guerra.
16
Una tarde ella
hizo una última variación: “no quedaremos nosotros”. Él, a un lado, apenas tenía
fuerzas para desear más palabras. Pero no alcanzaban para nombrar la guerra,
para decir que entrarían y devastarían el polvo. Los dos en la cama. Se tomaron
de las manos. Y tuvieron una feliz visión de murallas desmoronadas, de ansias
rompiendo, al fin, silencio. En la muerte miraron el acero hundido en la
madera, las risas en el brillo de las cucharas mientras las bocas volcaban su
hambre en los platos. Los últimos restos de comida en el suelo.
*Del libro “La
herrumbre y las huellas”
El desperfecto*
Un trago. El
preludio de una burbuja. Una nota ámbar en la garganta del hombre. La espuma
que corona el tarro es sólida en la penumbra. El trago ámbar se retuerce en la
garganta y él puede observar, a través del tarro, la deteriorada cristalería
del bar. Hace calor y siente que invoca –cada vez que se enjuga la frente con
el dorso de la mano– parvadas de ratas, insectos que, seguramente, pululan en
los mosaicos del piso y que le hacen pensar en uñas sucias, calambres, bestias
ciegas.
El bar está
despoblado. El dueño del negocio, de manos lánguidas, ojos que fatigan el
rostro, mira la calle. Parece un dios a punto de perderlo todo. Un reloj de
manecillas, medio anclado en una pared, marca las 11 de la noche. El hombre
evalúa si debe pedir otra cerveza y esperar a que el calor disminuya un poco.
Quizás una nueva serie de tragos pueda estrechar el ancho caudal del insomnio.
Porque apenas puede dormir y, cuando lo hace, siente que se interna en una
planicie llena de pastos secos, repleta de árboles incendiados. Siempre
despierta con dolor de huesos. Se asoma por la ventana y, cubierto apenas por
unos calzoncillos, otea el horizonte desde su departamento en el noveno piso.
La ciudad ruge, maloliente, a la distancia. Los edificios parecen pasados a
fuego lento. En las noches vuelve a la ventana y puede ver cómo las nubes se
congregan y se quedan inmóviles, cambiando de forma, boqueando como peces
saturados de aire. Y a pesar de las nubes, de sus formas oscuras derramadas en
la noche, no llueve. Parece que nunca va a llover. “Una sequía como no se ha
visto en muchos años”, dicen los conductores en el radio.
“Deme la
cuenta, por favor”.
El dueño se
acerca a la única mesa habitada del bar. Mira a su cliente y le deja la cuenta
garabateada en un papel. El hombre le extiende un billete y un par de monedas.
Cuando el dueño regresa a su lugar original, a un lado de la ventana, el hombre
comprende que desde hace una hora ambos han estado solos, metidos en una
especie de duelo silencioso que involucra a las sillas vacías, el extravío de
las servilletas y el refrigerador que parece un animal recluido en una esquina,
lanzando destellos a la amplia llanura del bar. Comprende también que, en ese
instante, el dueño empieza a sentir por completo su soledad. Por eso la
lentitud de sus movimientos. Por eso la mansedumbre al contar las monedas que
deposita, tintineantes y rabiosas, al fondo de un cajón. El hombre saldrá a las
calles mientras el dueño hace el corte de caja y la soledad será alimentada por
la esperanza de un nuevo cliente que llegará, como casi todos, resoplando, con
la boca seca, falto de fe, como los hombres que vagan después de que su aldea
ha sido devastada por los bárbaros. El letrero neón del bar hierve en la
oscuridad. El dueño aumenta el volumen del radio. Los rodea una canción. Una
voz de mujer hace malabares entre los acordes, dedica frases felices a los
apaleados por el amor. El hombre no puede estar un segundo más ahí, así que da
las gracias y sale del bar. Se escucha la sirena de una ambulancia. La ciudad
sigue ardiendo pero, de forma inexplicable, no colapsa.
Los autos van
veloces por la avenida. El hombre observa las cortinas cerradas de varias
tiendas. Camina con la mente en blanco. Al fin, llega a su edificio, se interna
por el pasillo principal y pulsa el botón rojo del elevador. En el espacio
cerrado mira su reflejo en el metal de las puertas. Comienza el ascenso. El
calor, ahora, es un pulso constante que se adhiere a sus brazos y a su nuca.
Imagina quedarse ahí, atrapado, mientras el aire caliente le desbarata los
pulmones. El bochorno es un animal enorme que trepa por su garganta, se
introduce por sus oídos, respira dentro de sus fosas nasales, se apodera del
ligero temblor de sus manos. Llega al noveno piso. La puerta del elevador se abre
y observa, a su izquierda, casi como un regalo de bienvenida, la inerme silueta
de una cucaracha muerta. Saca las llaves de su bolsillo derecho y da unos pasos
hasta su departamento. Cuando gira la cerradura recibe, en pleno rostro, una
bocanada caliente. Prende la luz de la pequeña sala y respinga cuando escucha
una voz de mujer que sale de la cocina:
–¿Ya llegaste?
Se pone a la
defensiva. Piensa que se ha equivocado de departamento, sin embargo ahí están
los dos sillones que pagó a plazos, una novela policial que estaba a punto de
terminar y que languidece en la mesa de centro. La pregunta sigue resonando en
sus oídos mientras mira la repisa, regalo de su madre, que sostiene una maceta
vacía. Entonces piensa en un robo difrazado de un inocente equívoco, en una
trampa elaborada y discreta. Trata de encontrar algún objeto que le sirva de
arma pero la dueña de la voz sale de la cocina y enfila a la sala. La mujer
tiene unos sesenta años. El foco de la estancia le ilumina la mitad del rostro.
Está vestida con una falda larga, con pliegues, y una blusa con encaje en las
mangas. Parece sacada de un viejo catálogo de modas. Lo mira como ave
deslumbrada. Él tiene la sensación de pólvora en los ojos. Hay un poco de
misericordia en la expresión de la mujer, como si lo perdonara de antemano,
como si las explicaciones o excusas fueran sólo parte de un complicado cortejo.
Por eso se queda, a unos pasos de él, quizás esperando la iniciativa de un
beso, una caricia en la mejilla. Como no llegan, adelanta un poco el torso y le
dice, piadosa:
–Llegas tarde.
–Es mi
departamento, señora.
Ella no hace
caso a la afirmación y sube la mano derecha hasta anclarla en la cadera. El
gesto es suficiente para que la luz ilumine los zapatos blancos, de tacón bajo,
parecidos a los que usan las enfermeras. El hombre se siente ridículo mientras
ella se afirma en sus senos pequeños, en el grosor venenoso de los labios. Todo
el rostro, en realidad, tiene un sutil hábito de permanencia.
–Este es mi
departamento, señora. ¿Cómo se llama?
Se arrepiente
de haber hecho la pregunta porque será un nuevo anzuelo, una invitación que
aumentará la intimidad. Ella mueve la cabeza: es la dulce abuela que niega una
pregunta hecha a destiempo, la dama fatal que rechaza una curiosidad inadecuada
porque nombrar algo, en ese triste lugar, es imposible.
–Ayer se fue la
luz y estuvimos sudando toda la noche, a oscuras, mirando el ventilador
detenido. Para colmo se acabó el agua y tuviste que ir por un garrafón. Es un
fastidio. ¿Cuándo lloverá? –parlotea ella.
El hombre
intenta recordar en dónde estuvo la noche anterior, pero no puede. Quizás en el
bar o en algún café que visita para no estar en casa, para huir de la soledad,
del silencio que crece como un árbol cuyas ramas apuntan a la nada.
–¿Quieres una
limonada? –dice ella mientras regresa a la cocina.
El hombre no
puede elaborar una respuesta y deja pasar, impotente, los segundos. Se escucha
el sonido del agua escapando por la coladera del fregadero. Imagina las manos
explorando con fingida familiaridad los trastos y yendo al encuentro del
apagador sobre la estufa. La mujer regresa a la sala empuñando dos vasos
repletos de hielos. Se sienta en uno de los sillones y deja su carga en la mesa
de centro.
El hombre se
sienta en el otro sillón, frente a la mujer. El terciopelo de los muebles,
envecejido pero aún solemne, oficia el encuentro. Los vasos sudan su fiebre
junto a la novela policial. Un pequeño charco se forma en la mesa de centro. El
calor asciende desde el piso y le escuece los ojos. Ella parece a gusto en la
atmósfera turbia y descifra, con su cuerpo sereno, el frío que empaña las
paredes de su vaso, el desconcierto del hombre que la mira como un bicho raro.
“Tendré que
llamar a la policía”, piensa él para no mirarla, para no suponer que el verano
lo está volviendo loco. “Llamaré al teléfono de emergencia”, se insiste. Sin
embargo, de cuando en cuando, vuelve al cabello de ella, a las madejas
lustrosas entrelazadas con esmero, el broche de concha nácar, las arrugas junto
a los párpados mal disimuladas por el maquillaje. La sombra de la mujer, escasa
en la noche, proyectada desde la altura de su cabeza, hurga sin violencia las
cosas que la rodean: unos zapatos que no alcanzaron a llegar a su lugar, un
cojín abandonado en el piso, un recuerdo de Acapulco en el que un barquito se
bambolea en un mar prístino, turquesa.
La mujer
sostiene su vaso con la mano derecha y hace un brindis:
–Por una
Navidad más juntos –dice con la locura bordeando cada una de sus palabras.
“Navidad con
este calor, en pleno junio”, refunfuña él sin importar que lo escuche. Sin
embargo, sin saber muy bien por qué, levanta su vaso y le da un sorbo. El sabor
amargo le llena la lengua. Imagina que así debe saber la boca de ella.
–Ya compré una
guirnalda y un juego de luces. Mañana compramos el árbol, hay algunos en oferta
–continúa ella.
En un rincón,
junto a una cajonera, puede ver un empaque con una serie de luces y una larga
guirnalda de plástico decorada con brillantina. Le molesta imaginar su ventana
llena de destellos multicolores. Le molestan, quizás más, las esperanzas de la
gente. Tiene la convicción de que los buenos deseos vienen acompañados de
violentas costumbres.
–Feliz Navidad,
amor – dice ella y acerca un poco el cuerpo hasta dejar las nalgas en la orilla
del sillón. Las piernas sostienen esa figura que parece caer en un abismo.
Ella, consciente del peligro, usándolo como último pretexto, se levanta y se
acerca al hombre. Él echa atrás los hombros. Siente que el filo de sus
clavículas, perceptibles bajo la blusa, explora el silencio del cuarto, que la
orilla de sus caderas avanza a un ritmo diferente al del resto del cuerpo. Es
como un sueño superpuesto a otro sueño y, por eso, los movimientos de su
cuerpo, a pesar de ser meticulosos, no coinciden plenamente. Macerada por el
calor, parpadea con agilidad, como si su mente luchara por ordenar varias ideas
que surgen al mismo tiempo. Quizás, los veloces parpadeos tienen como propósito
prevenir cualquier ataque, fingir que está fresca, fuera de la órbita calurosa,
dispuesta a lanzar palabras exactas que rebatan cualquier argumento. Pero al
mismo tiempo el hombre detecta una debilidad: la lenta respiración que
disminuye, hasta donde es posible, los daños del aire caliente. Ella cree que
cada incendio en el aire la envejece. Y a pesar de eso la siente más verdadera,
firme en sus piernas de venas abultadas, sustentada su presencia en los zapatos
blancos, en las madejas de cabello cubriéndole las orejas y dejando en libertad
el fulgor dorado de un par de aretes.
–Dime, amor:
¿Desde cuándo vivimos aquí? –dice el hombre mientras se levanta del sillón,
dispuesto a continuar la broma, mantener la distancia y ocultar, al mismo
tiempo, el desconcierto. Quiere comprobar hasta dónde puede llevar a la mujer
sin alzar la voz, amenazarla o emplear violencia.
Ella sonríe. Su
respiración se acelera y su boca, avariciosa, deja en libertad una hilera de
dientes blancos. Hay una mirada de triunfo, una revancha miserable porque
quizás sabe que está ganando la impostura, que su fabricación inútil al fin da
resultado. La soledad del departamento, la de un río muerto desde lo más
profundo de su cauce, es su aliada.
–Desde hace
muchos años. Cuando abandonaste tu trabajo en la fábrica. ¿Recuerdas? –responde
animosa –ahora pasamos más tiempo juntos.
La mujer le
acaricia las manos. El hombre siente el pulso rocoso de sus venas, las brasas
de su respiración que no se agotan sino que se renuevan en el aire tibio que
los rodea, en un cariño casi infantil que escapa, poco a poco, en gestos
breves, en el paulatino enrojecimiento de las mejillas. El hombre trata de
imaginar su vida en pareja, pero no hay imágenes que acudan a su mente. Quizás
están atoradas en el sopor del verano o en los gestos de la mujer que utiliza
el dedo índice de la mano derecha para escarbarse los dientes.
El hombre
husmea con impaciencia a su alrededor. Casi puede oler la piel de la mujer, la
esterilidad de su vientre, el tinte rojizo que no puede derrotar por completo
las numerosas canas. Hay en ella, en el aura que la rodea, una mezcla de frutas
pasadas por el tiempo, de agua acumulada en el fregadero, insectos tostándose
en el lento sol, desintegrándose hasta volverse polvo que flota y que se mete
bajo los muebles, en los contactos eléctricos, en la pátina opaca que recubre
las cortinas.
Ante la avanzada,
el hombre va en reversa hacia la puerta y la mujer se acerca hasta acorralarlo.
En ese momento, cuando intenta pensar en una nueva estrategia para echarla,
poner distancia de por medio, se va la electricidad. El departamento naufraga
en un limo que apaga las siluetas de los muebles. El bochorno, por un momento,
parece hundirse pero sus latidos siguen y el hombre comprende que el calor
tiene su propia luz y que necesita del anonimato de una habitación oscura para
extenderse. El foco de la sala retiene una brizna de resplandor que se evapora
lentamente. Lo único que queda vivo, entre los dos, es la ambición de ella, los
ruidos íntimos de la ciudad que transcurren, indiferentes, a la escena.
–Otra vez, te
lo dije –le reprocha, la amorosa.
El hombre bucea
en la luz amarillenta de la ciudad que se mete en el departamento. Los vasos,
su vida vertical, luchan por contener su deshielo. Él parpadea, animoso, como
si ese acto fuera suficiente para fundir a la mujer con la oscuridad, desgastar
su voz, dispersar el calor de su aliento en el aire que entra a cuentagotas por
la ventana. La tiene que fragmentar, sacarla de foco, vulnerarla. Sin embargo,
opta por lo más fácil:
–Voy a revisar
los fusibles. Quizás pueda hacer algo –le dice a la mujer.
Ella, coqueta,
le guiña el ojo derecho.
–Muy bien,
amor. Te estaré esperando.
El hombre sale
del departamento. Una lenta naúsea perdura en su garganta. Se queda mirando la
puerta blanca y el número “6”. Es su departamento y no lo es. Hay luces
prendidas en el pasillo, señal de que el apagón no afecta a todo el edificio.
Entra al
elevador. Se siente un poco mareado. La luz que desciende de la lámpara
rectangular tensa los hilos del vértigo. Los números rojos indican que se
acerca a la planta baja. Sale del elevador y camina por el largo pasillo que da
a la puerta principal y a la calle. Una ventana rectangular filtra la luz
amarilla de los postes. En la orilla derecha del pasillo hay un montón de
cucarachas muertas. Salen en borbotones por las coladeras, huyendo del calor, y
mueren, casi de inmediato, entre frenéticos movimientos, extrañando los
secretos frutos de las cañerías. El sudor se acumula en su frente.
Mientras
encuentra el medidor y su registro piensa que tiene que juntar fuerzas,
recobrar la determinación y volver al departamento para echar a la mujer. Es
mejor no hablar a la policía. La llevará en brazos a la puerta principal del
edificio y la dejará en la banqueta. Sonríe pensando en su maldad imaginaria.
Se siente satisfecho porque, al fin, después de tantos meses de divagaciones
sin rumbo, de ideas atolondradas que no van a ningún lado, hará algo
definitivo. La dejará en la banqueta como un objeto, como un mueble que estorba
y que sólo puede esperar, paciente, medio derruido, al camión de la basura.
Abre el registro y, después de bajar la palanca, comprueba que las tiras
metálicas de los fusibles están quemadas. Encuentra en un rincón algunas tiras
de repuesto. Saca un par de una caja mientras piensa que será incómodo luchar
con ella a oscuras, perseguirla por la sala como si fuera una niña. La luz del
pasillo ilumina decenas de cartas amontonadas. Los vecinos las ignoran hasta
que se despedazan y alguien, harto de la situación, las lleva a la basura. El
hombre, después del cambio, empuja la palanca hacia arriba y escucha un leve
chasquido. La luz, seguramente, regresó a su departamento. Antes de volver
piensa que es buena idea ir a la calle por un poco de aire fresco y comprobar
si tuvo éxito su reparación. La avenida sigue saturada de autos. Algunos
transeúntes caminan en la acera de enfrente. En efecto, hay un resplandor en su
ventana. Casi puede ver la sombra encorvada de ella. La imagina esculcando
entre sus libros, evaluando fotografías, mirándose en el espejo de su recámara,
acomodando algún mechón perdido con el filo opaco de sus uñas. Luego,
seguramente, cuando escuche el transitar del elevador y el tintineo que suena
cuando las puertas se abren, elevará una risa grotesca, una risa aguda que
calentará más el departamento hasta hacer sudar a las ventanas.
El hombre
regresa al edificio. Siente aún, en el dorso de las manos, el recuerdo de las
uñas cuidadas, de incierto color carmín. Pulsa el botón del elevador pero las
puertas aún no abren. Quizás, una vez resuelto el problema de la luz, ella
habrá desaparecido y sólo podrá comprobar, con desazón, con un poco de asco,
las huellas de un cuerpo femenino en su cama, porque para la mujer habrá sido
natural llevar más lejos la seducción, aprovecharse de su soledad y atraerlo a
su sexo, a su vientre agrio, a sus piernas blandas abriéndose paso en la
oscuridad, llevándolo a un punto sin retorno, para después burlarse de él y
reclamarle que no ha podido dominar su desesperación, que le ha hecho el amor a
una vieja.
Las puertas del
elevador tardan en abrir. Apenas corre el aire en el interior del edificio. Los
escalones, los pasillos, las lámparas, parecen las entrañas de un animal
agobiado por el sopor. Piensa en varios escenarios. El primero: aceptar la
intromisión de la mujer como algo natural, un accidente extravagante pero
posible. Su mayor temor es que, con el acicate del calor, la mezcla de soledad
y desesperanza, le seguirá el juego hasta poseerla. Penetrará el cuerpo dulzón.
Penetrará su sexo como el invasor que se solaza en una plaza desguarnecida.
Quizás un dedo resucite el vigor perdido de los pechos y, ya entrado en
materia, buscará, en medio del creciente bochorno, el frescor de su garganta,
el temblor de los párpados que se volverán jóvenes y ya no habrá espacio para
la impostura, tampoco para el disfraz de las palabras, ni para las emociones.
Le hará el amor minucioso, con movimientos mecánicos, mientras el ventilador
ronronea. Más tarde, mientras ella duerme, explorará desde la distancia su
cuerpo, mirará su nuca, escuchará si, en lo profundo del sueño, emite ronquidos.
En la mañana irá por fruta y cereal para el desayuno. La atenderá como si
quisiera reconstruir los restos imaginarios de una relación, como si
recolectara, paciente, los despojos que deja el odio. Lavará la cafetera que no
usa para servirle una taza y, mientras lo hace, le platicará de sus teorías
sobre la falta de lluvia, los sueños en los que el calor aumenta tanto que el
aire seca los cuerpos de la gente y la ciudad es poblada por siluetas
inmóviles, endurecidas. Después la escuchará darse una ducha; se pondrá muy
cerca de la puerta del baño para saber si canta alguna canción, si hay alguna
señal de que se frota los pechos, el ombligo, las axilas; si hace algún
esfuerzo para tallar sus pies o si encuentra las toallas en el primer intento.
Al fin, el
elevador se abre. Inicia el ascenso. Su reflejo en las puertas metálicas es el
de un hombre cansado. Piensa que otra opción es abandonar el departamento y
buscarse una nueva vida. Quizás ella sea la señal de que necesita un cambio
urgente y por eso necesita migrar a otra ciudad. Ella se quedará ahí,
sustituyéndolo, viviendo lo que le debería corresponder a él: un lento
purgatorio, una aburrición convertida en largas caminatas por las calles, horas
en los bares, en cafeterías, en las bancas del parque, para demorar, hasta
donde es posible, la llegada al departamento. Entonces, una noche de verano,
después de muchos años, la mujer regresará al edificio y lo encontrará ahí,
metido en la cocina, como un completo extraño que le preguntará la razón de su
tardanza, le deseará feliz Navidad mientras le ofrece una limonada para menguar
el calor y reanudar el encuentro interrumpido en una lejana noche, caldeada en
la memoria.
El hombre se
divierte con estas ideas. Está a punto de llegar al noveno piso. Unos segundos
más y estará frente a su puerta. El elevador se detiene después de una leve
sacudida. Se va la electricidad. Hay una pequeña luz de emergencia que apenas
taladra su entorno inmediato. El hombre maldice su suerte. Ahora es todo el
edificio. Tendrá que esperar a que algún vecino baje y arregle el desperfecto.
Ya lo han hecho antes aunque a veces tardan mucho. Quizás, al cambiar sus
fusibles, alteró sin querer otra caja de registro. Es posible que haya sido una
coincidencia y que una sobrecarga, producida por decenas de ventiladores y
sistemas de aire acondicionado funcionando al mismo tiempo, haya colapsado los
circuitos. El calor aumenta en el espacio y ciega sus pensamientos. La luz de
emergencia ilumina el cuadrado estrecho del elevador. El hombre siente que es
un pez cocinándose lentamente. Se quita la camisa y la deja en una esquina. Se
afloja el cinturón. Mira, con aprensión, el cadáver de una cucaracha. Es marrón
claro y tiene medio desechas las alas. Cuando llegó a la ciudad le dijeron que
pululaban en todas partes. Algunas alcanzan a volar, pero el calor entorpece su
vuelo, lo vuelve un elemento absurdo, desequilibrado, que finalmente las
derrota. Entonces quedan vulnerables al primer pisotón, a cualquier accidente.
Trata de empujar a la cucaracha lo más lejos que puede; con la punta del zapato
la deja en el carril por donde corren las puertas del elevador. Ahí, una vez
que vuelva la luz, el bicho será despedazado, convertido en un amasijo
irreconocible en el que el marrón se confundirá con otros colores.
La oscuridad
del elevador parece un vientre materno veteado por leves franjas de luz, el
inicio de los tiempos cuando el aliento oscuro de la tierra llegaba hasta la
atmósfera e impedía el paso del sol. La temperatura, por lo tanto, disminuía.
Le gusta pensar en eso para no llegar a la imagen de la mujer. Se acerca a la
puerta y trata de meter los dedos en la intersección de las dos hojas
metálicas. Tiene que medir sus movimientos pues demasiado esfuerzo puede
agotarlo, quitar la humedad que aún retiene su cuerpo. Tiene la loca idea de
que, si logra abrir el elevador, estará frente a un abismo. Se quita los
pantalones y los zapatos. En calzoncillos, sudoroso, sigue intentanto. Si las
puertas se abren se dejará caer y, en el trayecto hacia la nada, el calor se
desprenderá de él, capa por capa, hasta dejarlo en una superficie sin
temperatura, sin tiempo, en donde la soledad es una frontera y no hay bares
habitados por hombres que cuentan hasta la locura cada una de las burbujas que
van y vienen en sus vasos de cerveza. Esta idea lo reconforta, se sienta en una
de las esquinas del elevador mientras el cadáver de la cucaracha sigue
indiferente a su suerte. Entonces comienza a escuchar un ruido diminuto. No es
un mecanismo del elevador, tampoco los pasos de alguien del otro lado, tratando
de rescatarlo. Se acerca hasta tocar con la mejilla derecha el frío metálico de
la puerta. A unos centímetros descansa la macilenta cucaracha. Mira sus alas
desparpajadas que alguna vez, quizás no hace mucho, garabatearon un vuelo. El
sonido sigue y distingue un golpeteo. Como diminutos pasos bajando, a distintos
ritmos, las escaleras. Como alfileres cayendo del cielo o miles de manos
sembrando semillas frescas. Piensa en la mujer y le dedica unos segundos de
odio. La odia amorosamente, con el rencor de quien sirve, en silencio, unas
gotas de vino rancio. Entonces tiene una revelación. Arrima todo el torso a las
puertas del elevador. El sudor comienza a menguar. Hay una tregua con el
esfuerzo. El sofoco que lo inunda cede cuando escucha, sin ninguna duda, el
sonido de la lluvia abatiéndose sobre las calles. Cierra los ojos y piensa que
la lluvia durará para siempre, que los edificios sucumbirán a su embate y que
el nivel del agua subirá hasta que la ciudad desaparezca por completo.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los
libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y
las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC
Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y
exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Inventren
Las aguas y los
dioses*
En este lugar,
aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor.
Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los
mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra
casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi
vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago
Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado,
tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro
y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago,
así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite
del verde. Mas allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las
pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese
límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque,
debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo
obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y
baldío.
Era Carhué y
era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía
lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado
tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que
el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los
pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que
nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo
Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen
bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse
violencia.
Llegaron los
hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su
propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen
ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres
grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su
codicia.
No les bastaba
la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi
tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y
bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó
ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la
quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el
nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde
otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua
extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra
tierra.
Y el diez de
noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el
lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén
cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como
un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el
inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la
campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua
se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi
tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra
cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo
sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende
silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI. KM 12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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