martes, diciembre 19, 2017

COMO SÍMBOLO DE LA FUGACIDAD DE LA VIDA…


*Foto de Jorge Isaías.
-Fuente: Reportaje en CultuSur: https://www.youtube.com/watch?v=xwYR8Cw76nc










CUADERNO DE TAPAS AZULES*





1-


Quedémosnos
dijiste
quedémosnos un poco más
ahora
y el verano invadía
los zaguanes
saqueaba los azahares
no dejaba
enfriar el agua
en los aljibes.
Quedémosnos dijiste
el mundo es vil
afuera
no hay lluvia
no hay caminos
no hay trenes
sólo una gran llanura
salpicada
por la sangre
de tanto derrotado.





2-


Dejábamos esa noche
nuestro amor
perdiéndose en las sombras
en la altura de tus ojos
que eran comidos por la noche
tus pechos saltando
entre mis manos
las caderas dejando
huir mis manos
asiéndolas
tratando de no dejar
huir el atolladero
de los vientres
el doloroso sentir
que la eternidad
me amaba a mí
y era tan frágil.





3-


Si fuera posible ahora
desentrañar sueños antiguos
ríos que subterráneamente
rodean y aún besan
las raíces de los grandes árboles
que unen su copa
con los pájaros y el cielo.
Si fuera posible saber
los misterios que abren
el esplendor de tus ojos
que llevan mi cuerpo
amándote locamente.





4-


Si supiera dónde
si supiera cómo
llevarte en un loco tren
inundándose de nubes
invadiendo
mis hondos silencios
sacudidos por la pena.





5-


Enamorado de tu vientre
que insume marañas
y temblores,
lisuras que arden
como una pradera en el verano.
Si enamorado de tus ojos
que tienen el mar revuelto
cuando amas y el cielo
enlutado del crepúsculo,
cuando pasa en ellos
un suspiro melancólico
digo, que si enamorado
como estoy de cada célula
tuya que tuviste o amor
de aquellas que se quedan
para amarme, yo no pudiera
durar como ese río
que recorre tu cuerpo
y maravilla, digo
si un ciego amor
como éste mío –torpe y alto
terminara
el cielo entonces inundaría
de pus y sangre nuestro ojos,
dejarían de parir los animales
y el tenso crepúsculo
moriría para siempre.





6-


Estar adentro tuyo
sentir tus temblores íntimos
humedades
jugos
calideces que envuelven
mi hombría
y tus brazos
que recorren suavemente
mi espalda
donde la luz lechosa
del cuarto
borra el espacio
que queda aprisionada
entre los cuerpos.





7-


Hoy me asomé
al día
de otro modo.
Hoy tuve que mirar
el mundo de otra forma
porque estar con vos
lima toda la idiotez
del mismo mundo
con tus ojos
que barren impurezas,
raíces, hojas secas.





8-



Hoy
me asomé al mundo
de otro modo.
Importa poco
si el mundo se enteró
que vos y yo anoche
estuvimos juntos.





9-


Cuando vi
el crepúsculo incendiándose
hacia el cielo
comprendí
que no era el sol
ni era el crepúsculo
allí estallaban
las bellas estrías
de tus ojos.






10-



Emerjo de las sombras
bailadoras del sueño.
Es el alba
o son recuerdos
que vienen con el alba
y en ella es el brillo
de tu mirada que abarca
el universo.
Ese mismo universo girando
entre las sombras
las selvas y las mesetas
que acuchillan los vientos despiadados.

Emerjo de esa distancia
fenomenal de tu saliva
y, huérfano de tus jugos
quiero gritar llamándote
sabiendo que vendrás.

Amo tu cuerpo blanco
suave
que crece en el amor
como una valva
inmensa y protectora.
Amo tus ojos mojados
por la luz del mediodía.
Llegaste para quedarte
Y has borrado los vestigios
de todas aquellas
que estuvieron
antes que vos me iluminaras.


*Poemas inéditos de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar











COMO SÍMBOLO DE LA FUGACIDAD DE LA VIDA…

-Selección de escritos de Jorge Isaías-











Un crepúsculo perfecto




Cuando yo era demasiado chico, es decir, cuando aún no iba a la escuela mi padre solía llevarme con él por las tardes. Quizás hacíamos algún mandado, pero la mayoría de las veces cumplíamos su propia rutina.
Con mi madre también hacíamos algún mandado, pero siempre de mañana y el trámite era siempre llevado con urgencia. En la casa la esperaban otras tareas, las domésticas que incluían el cuidado de la quinta y las gallinas.
Con mi padre era distinto, era verdaderamente otra cosa, siempre más apasionante.
Como en ese tiempo fumaba unos toscanitos que compraba en el bar de don Marcos Markicich, lo bueno venía cuando me compraba a mí también...pero de chocolate. Eran unos bastoncitos riquísimos que don Marcos me alcanzaba entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo que fumaba con unas largas
boquillas doradas.
Luego de tomarse una copa podíamos hacer una etapa en algún otro boliche que nos quedara en el camino de regreso. Podía ser el del Turco don José Alé o el "de los turquitos" como le decían al que estaba en la ochava vecina a la peluquería de Spina "El pobre". Este bar tenía en lo alto un cartel pintado de celeste con dibujadas letras blancas. Decía, lo recuerdo: Bar "El cometa" y tenía un dibujo de un meteoro con una cola, todo rojo, cruzando el cielo pulcro y bobo, y en letras más chicas "de Salvador y Jacinto Esne".
Ese era el mundo alucinante y mágico de los hombres, de los mayores, que se tomaban una copa acodados en el mostrador de estaño, con el sombrero puesto, el pañuelo al cuello y fumando sus agrios cigarrillos de tabaco negro.
Casi siempre había una o varias partidas de naipe en las mesas desvencijadas y oscuras.
Salvo mi padre que no era afecto al juego (hasta el día de hoy sospecho que no sabía jugar a ninguno), el resto aceptaba el convite. Se jugaba por la copa o tal vez por alguna moneda. Y si bien nunca presencié alguna gresca, uno siempre se enteraba si las había y casi siempre por la presunción de una trampa que exaltaba el "alcohol pendenciero", como diría Borges.
No era raro que se hablara en esos boliches de los temas excluyentes: el tiempo, la política, las carreras o el fútbol. Pero también se hablaba de cosechas, es decir del trabajo.
En algunos de esos boliches no sería raro entonces que se le preguntara a mi padre adónde iría ese año "de juntada", como se le llamaba a la recolección manual del maíz, que congregaba a las familias pobres del pueblo y aún a otros de provincias vecinas.
-De Domingo Clérici- contestaría mi padre- Vamos con todo.
La respuesta era obvia, nunca había ido a otra chacra y la expresión "con todo" implicaba que nos instalaríamos en una pieza de la chacra con parte de los muebles (camas, mesa, sillas, un ropero chico) mientras durase la cosecha que podía llevar un poco más de dos meses.
Yo perdería las clases en ese lapso y luego debía recuperarlas con mi ángel guardián de entonces, la señorita Lidia Manavella, mi maestra de mis dos primeros grados, con sus bellos ojos glaucos y su larga trenza rubia. La señorita Lidia, que se preocupaba por todos los chicos que por el mismo motivo que yo se atrasaban luego de empezar tan tarde el ciclo escolar.
Todas las tardes entonces íbamos a la casa de la familia Juárez donde ella alquilaba una habitación durante la época escolar, ya que era rosarina, pero estaba muy integrada a la vida social del pueblo. Obvio es agregar que no cobraba un centavo a nuestros padres.
Luego de estos dos primeros años donde se repitió como un calco la situación de mi retraso en comenzar los estudios, mi padre tomó una decisión drástica.
Fue él sólo, todas las madrugadas a pie, a juntar maíz para que yo pudiera comenzar con todos los chicos las clases.
Los sábados mi madre lo ayudaba en esas tareas durísimas, y yo también iba, pero a vagabundear por esa chacra que me resulta con el correr de los años el único paraíso posible para mí.
Recuerdo todavía que los caballos se ataban con la noche cerrada, antes del alba, el vapor que salía de sus narices, algún relincho, alguna patada que se tiraban entre ellos o simplemente su resignación cuando los ataban al aradito de dos o tres rejas para arar duro hasta mediodía cuando se roturaba la tierra para una siembra futura.
De alguna de aquellas "primeras veces en la matriz infantil" a la que alude Cesare Pavese, me queda un recuerdo tal vez único, tal vez nítido.
Después venía el final "de la campaña", como se le llamaba al concluir la "juntada" y de la reunión alrededor de un cordero a las brasas, muy ritual y de rigor, en especial convite del dueño de la chacra para todos los juntadores y donde siempre se agregaban parientes y vecinos; luego de la torta de naranjas de doña María (¡la dulce "Tía" María!) y tal vez el acordeón de un comedido sólo quedaba el regreso para el día siguiente.
De ese regreso quiero contar aquí.
Mi padre le pidió "la gauchada" a don Pascual Andrina, piamontés y vinero que tenía un forcito "T a bigotes", colorado que usaba para el reparto de bordalesas por los boliches y almacenes de mi pueblo.
La gauchada cabe doble, repetía mi padre cuando viene de un paisano piamontés. Y allá fue don Pascual con su boina bruna y su forcito hipante a recoger nuestros trastos a la chacra.
Llegamos al atardecer a la casa solitaria y casi vacía. Una luz que usaba una densidad estremecida nos estaba esperando.
Como mi madre se nos había adelantado, los pisos de ladrillo tenían una pulcritud que sólo ella -no sé cómo- conseguía.
La hora insólita, los dos meses en el campo donde lo cotidiano era un cielo más abierto y los ruidos eran otros, y ahora, así, con los gorriones que hacían un barullo del demonio mientras buscaban su lugar para dormir en los paraísos del patio, todo eso sobrecogió mi breve vida de entonces.
De pronto la lengua violenta del crepúsculo se filtró por la ventana abierta e iluminó el umbral de la cocina donde mi madre se empeñaba en encender el fuego o tal vez una lámpara.
Yo me paré un instante en el patio de tierra y ese instante me pareció mágico y es probable que allí no imaginé que más de cincuenta años después iría a recordarlo.
No lo supe porque yo en ese tiempo era inmortal y en ese carácter era el dueño del tiempo.
El de ese instante del tiempo y el de todos los tiempos.












DARÍO




¿Darío? ¿Cuál Darío? Se pregunta Idea Vilariño en su penetrante libro “Conocimiento de Darío”, imprescindible para conocer una personalidad tan evasiva o inasible como la de  este poeta grande y verdadero.
No se  ponen de acuerdo sus contemporáneos ni sobre su aspecto físico ni por los más sobresalientes de su carácter. Pero casi todos coinciden en esa imagen de indefenso “que iba como dormido entre la gente”, según alguien lo definió.
También es muy cierto que como alguna vez aseveró el crítico Ángel Rama y que aquí retoma Vilariño, a nadie se le exigió tanto, a nadie se perdonó menos, ya que cada una de sus actitudes políticas no se ponen en contexto y se lo enjuicia con la implacable vara de la coherencia que no siempre pudo exhibir un hombre que fue muchos hombres y a veces debió luchar con sus propias debilidades y sus propias miserias como cualquier mortal.
Nacido en un pequeño poblado de Nicaragua, llamado Metapa, en 1867, con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento y criado por sus abuelos paternos tras la separación de sus padres, fue un niño precoz que a los catorce años ingresa a un diario opositor y es detenido por escribir contra el tirano de turno en su país.
Rubén Darío, tal el nombre que adoptó, tal vez en homenaje a su abuelo, produjo una revolución en las letras escritas en castellano , tan original que fue un acontecimiento continental único,  ya que los otros movimientos fueron copias de las vanguardias europeas y es junto a la gauchesca, lo más original (únicas) que dieron estas tierras.
Vivió como pudo del periodismo y de la diplomacia—cuando no cambiaban los gobiernos de su país por asonadas o golpes de estado—y entonces sobrevivía de su trabajo intelectual, siendo tal vez de los primeros en hacerlo profesionalmente.
En 1888 está en Chile cumpliendo tareas diplomáticas y se pone al frente del Modernismo con su libro “Azul”, una tendencia que había comenzado otro grande que al conocerlo lo abrazó y lo llamó “hijo”. Era José Martí.
El Modernismo, como sabemos, oxigenó la poesía y la prosa de nuestro idioma. También tuvo un ejército de seguidores menores pero de ello no tiene la culpa.
Volviendo al texto de Vilariño que trata de desentrañar la psicología de este desconocido “que era  muchos hombres, ingresa en el análisis de sus amores tempestuosos y tal vez nunca ponderados como tales, ya que frecuentemente son relaciones pasajeras o, la frase es de Vilariño “carne de alquiler”.
Siendo embajador en Madrid en el año 1900, conoce a Francisca Sánchez del Pozo, natural de Navalsaús, Avila, que le presenta Amado Nervo y conviven catorce años. Tienen tres niños, dos nenas que mueren pronto y un niño, Rubén Darío Sánchez, que sobrevive. Esta mujer, analfabeta, a quien él enseña a leer y escribir en castellano y francés será la responsable de que nosotros podamos leer sus poemas, ya que lo amó con devoción y a la muerte del poeta recorrió todos los países donde él había estado y recogió amorosamente sus escritos porque en el desorden de la vida de Rubén Darío no le permitía guardar un solo original.
Cuando él partió hacia Nicaragua, donde moriría le escribió un poema bellísimo  y desgarrador donde le dice “Francisca Sánchez acompañamé”, que es súplica y agradecimiento.
Ángel Rama se preguntaba por qué si su estética estaba perimida sus poemas nos siguen conmoviendo Tal vez porque Darío fue un grande de verdad, que la humanidad conoce muy de vez en cuando, sin asomo de duda y su voz resuena para siempre entre nosotros.















EL ANTIGUO VERANO





A veces creo que el tiempo no viene como antes.

Los veranos podrían suspenderse en las alas de las infinitas mariposas, o en una tajada roja de sandía o en las fatigantes siestas en que perseguíamos esas mariposas con las ramas peladas de tamariscos, o el carro de Ugolini con las monedas para comprarle esas jugosas sandías que vendía caladas y probadas.
También la pesca de los bagres furtivos, tanto como lo eran nuestras escapadas sin permiso, por esos callejones que nos llevaban a las cañadas llenas de chuncacos.

Mitigábamos aquellas inolvidables canículas con los chapuzones en esas aguas amargas y barrosas.

Eran menos frecuentes en ese tiempo tan caluroso la persecución de los cuises con veloces boleadoras de alambre que mi padre me construía. Derretía una bola de plomo  y le ponía  una arandela en la punta. Luego le ataba un alambre largo en esa arandela y arrojaba a los cuises o, a las bandadas de pájaros. El modo de usar consistía en hacer girar el alambre sobre la cabeza y luego arrojar. Mi padre era un avezado tirador ya que en la chacra del abuelo él y sus hermanos eran muy buenos tiradores. En la adolescencia la cambiaron por las temibles escopetas. En general eran buenos con cualquier arma, todos.

Lo que quiero decir aquí es que el verano no era para andar detrás de cuises presurosos o liebres aún más esquivas.

Este deporte, diversión o travesura quedaba más bien para cuando los días refrescaran, ya  sea el otoño lento, cobrizo y querendón, o el invierno con su escarcha y su llovizna.
A veces a estos temibles alambres -como las llamaba mi padre- le colocaba tres puntas de plomo y entonces era raro que al tirar con violencia no cobrara una pieza. Si era pato o una liebre, allí estaban los perros, serviciales, que enseguida traían la pieza herida delicadamente entres sus dientes temibles.

El verano era bien distinto, No se podía andar en esos campos de Dios bajo esos solazos pampas y aunque todos llevábamos nuestros humildes sombreritos de plástico, no faltaba “el que andaba en cabeza”, como decía mi madre. Y era raro que uno se pescara una insolación.

De aquella barrita desflecada recuerdo los nombres y los rostros de muchos, pero tal vez en el recuerdo agrego alguno y olvido a otros.

El año pasado presenté un libro en mi pueblo y pedí que se hiciera en lo que había sido mi escuela querida, donde ahora funciona un jardín de infantes.

Allí leí un texto que se llama “Una travesura” y que narra esa imagen confusa de los que  protagonizamos ese hecho, yo dije que no  los recordaba  a todos y pedía disculpas. Mi amigo Roberto Vega que estaba presente comentó su participación en ese robo de duraznos al Turco Alé, con final casi cinematográfico. Pero a mí no me reprochó nada. Aquí le pido disculpas. La memoria suele ser esquiva y engañosa, como sabemos, muchas veces.

Con esto quiero decir que esta barrita de los veranos podía sumar algún chico que estuviera de casualidad, de vacaciones y que fuera de otro lugar. Por lo tanto no diré el nombre  de nadie, aunque casi todos ustedes saben quienes eran mis amigos más cercanos de entonces. Y los que lo siguen siendo hoy.

Estamos contestes entonces que preferíamos evitar el campo traviesa, o los callejones donde los árboles eran una ausencia visible. Pero en ese tiempo había muchos que sí estaban y profusamente festoneados por arboledas frondosas y eran pinos, plátanos u olorosas casuarinas oscuras.

En la noche sí éramos muy felices porque el tiempo era más laxo, ya que no había clases.

Muestras familias cenaban temprano, por lo cual nos íbamos arrimando a esa esquina donde sobraba la gramilla y el polvo reseco había sido aplacado por la acción del regador comunal. Persistía aún ese olor agradable a tierra mojada que calmaba los ánimos como el recuerdo del mar que conocimos después.

Pasábamos varias horas allí, contando cuentos y anécdotas, cantando el que sabía o se animaba algún tango escuchado en la radio.

También corríamos alguna carrera hasta la pequeña placita vecina a mi escuela, y era muy difícil que nos aventuráramos más lejos. Por dos razones: no había permiso de los padres y en otro barrio tal vez nos topáramos con una barrita que cuidaba su lugar y podríamos tener un disgusto.

Al tirarnos esa noche en la cama donde el sueño nos esperaba y caía sobre nosotros  “como una parva sobre un chingolo”. Tal vez sin llegar a pensar en las aventuras que nos esperaban con el primer canto del primer pájaro, cuando el día era tan nuevo como nosotros en la rugosa corteza del mundo.












El habla de las mujeres




"Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado y costura del texto".

Ahora, en un rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla del trigo en ese tiempo.

Eran tiempos laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.
Al otro día despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que ya no existe, sueño todavía.
Del clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres de aquella familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura insuperable..."
Y vuelvo entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol, donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y señero seguramente tienen.
También recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis abuelas compartían.
Muchas veces lo pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain: en ese lugar de bordado y de costura nacerán los futuros escritores. De esos fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no podía oír cosas que eran inconvenientes para un niño. ¿Un amor perdido de alguien tal vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con su amor? ¡Quién sabe! Pero en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa "costura" de sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me traería la poesía.
Creo haber leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las que arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus desaguisados y sus guerras.
También aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran, eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos, esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna timidez.
Esas voces, ese parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron duramente sucesivos.
Nadie sabe cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para siempre mi vida y mi escritura.

Y hoy, cuando despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya tenía el desayuno preparado.












AL ESCAMPE




Aquellos lugares siempre nos traían el recuerdo en la alas de las mariposas que en todos los veranos ganaban las calles y la punta de los tamariscos y en los paraísos que festoneaban los hondos callejones hundiéndose en el campo, que tenía el olor de la alfalfa recién cortada y las florcitas blancas que coronaban los tréboles de cuatro hojas, muy preciados por nuestra inocente búsqueda de la originalidad.
Habrá razones objetivas para que esa nube de mariposas blancas y amarillas haya desaparecido de nuestro paisaje para siempre, yo sólo noto su falta, como en los días en que las tormentas de verano se precipitaban, primero levantando un poco de tierra desde el fondo último de los campos, y luego un ejército de alguaciles zumbadores se entrechocaban en el medio del viento y cuando los primeros goterones caían como monedas pesadas sobre la tierra iban desapareciendo como por arte de magia y cuando la lluvia era un tapiz oblicuo y obcecado sobre las cosas y los hombres, los animales y las casas que iban largando agua a chorro por los caños de chapa cantarines que abrían grandes charcos cuando tocaban el suelo hacía un rato de tierra seca y ahora una gran mancha de barro expandiéndose y dando camino a los sapos que cantaban su alegría y abandonaban sus cuevas con sus crías donde habían estado sofocándose durante días y días. Era muy difícil que en pleno verano ocurriera un temporal, nada hay más cierto ese refrán popular que dice de la cortedad y prontitud de las tormentas de verano. Por más que los relámpagos rajaran el cielo como si fuera una sandía gigantesca y los truenos amenazaban partir la tierra en un instante. No pocos minutos después, como por arte de magia el agua que había sido hasta allí una blanda cortina líquida, y el escampe acontecía con su arco iris inmenso e inevitable, y las gotas iban brillando sobre los pastizales porque al día le sobraba claridad y un sol largo antes que deviniera el crepúsculo.
Las no pocas cañadas que en aquel tiempo rodeaban el pueblo hincharían de agua su cauce lleno de juncos, espadañas y nidos de chorlitos y bandurrias, y patos crestones que escapaban raudos a los tiros de los primeros cazadores furtivos que ya andarían probando matar algún bicho acuático para engrosar una olla flaca de por sí.
Los siriríes siempre desconfiados ya volaban muy alto, muy por encima de las municiones y de las detonaciones de las escopetas. Nunca supe hacia que lugares volaban, salvo que su grito característico de donde viene su nombre iba hendiendo lento, perforante el cielo quebrado del atardecer.
A veces he pensado que los patos siriríes se iban acercando hacia esas nubes bajas y sobrepasándolas irían a buscar lagunas que le dieran mayor seguridad a la vida suya y a la de sus pichones, y esos lugares debían estar muy lejos de las poblaciones, que los humanos llenaban de peligros, para su ansiada libertad.
Los recuerdos más gratos de aquel tiempo, sin embargo, terminan siendo  no la lluvia y las tormentas, sino el final de todo ello. Cuando obteníamos el consabido permiso paterno para chapotear descalzos en ese lodazal en que se transformaban las calles, y el agua se atropellaba en los hondos zanjones que drenaban hacia el campo pasando por la última casa que no era sino la de don José Vélez, frente a la chacra de la familia Pozzi.
Todos los que fuimos chicos en aquel tiempo remoto coincidimos que luego del juego del fútbol, nada se aproximaba más a la felicidad que esas carreras con barquitos improvisados que aprovechaban la rápida correntada y que casi siempre perdíamos porque iban esa aguas a desembocar en la cañada  más cercana al pueblo y que  no era otro que la del gordo Compañy.
Esos días inolvidables que apenas podemos rescatar de las brasas casi apagadas del recuerdo y que era esa sensación de libertad que nos proporcionaban esos pies descalzos, esos pantaloncitos cortos que nuestras madres hacendosas cosían, ese torso desnudo que llevaban las marcas de las sanguijuelas y los mosquitos, ese afán de piratas, de bucaneros o de corsarios que leíamos en los libros del gran Emilio Salgari, que nos proporcionaba dulcemente doña Julia, ese hada buena y protectora de la infancia perdida para siempre. Y nosotros no mirábamos sino esa correntada que se llevaba nuestros frágiles barquitos hechos de maderas diversas,  latas u otros materiales igualmente desechables.
No mirábamos el cielo porque si no hubiéramos visto el vuelo de los patos hacia los cañadones más lejanos, las gaviotas que en sus alas sostenías los rayos de ese sol débil que ninguna cigüeña había podido sostener con esas inmensas alas que simulaban dos nubes blancas percudiendo el cielo recién lavado, impoluto que se interponía ante nosotros como la matriz más secreta de todos los relatos.











BEBIENDO SUS BARBAS




Flamante ex conscripto, me lancé por las librerías para recuperar el tiempo muerto de la colimba y comencé a frecuentar las escasas que en ese año 1967 había en Rosario. Entre ellas, debía visitar la de usados, porque mi condición de desempleado hacía ardua la adquisición que presuponía la compra de un libro.
Un día, uno de ellos llamó mi atención en la antigua Longo de calle Sarmiento, casi Mendoza. Era un volumen editado por Castellví, de Santa Fe, y que tenía en la tapa un taco, una mesa de paño verde y tres bolas de billar. Se llamaba En la zona. Leí en la solapa: Juan José Saer, Serodino, 1937, y el libro era de 1960. Quiere decir que al publicarlo él tenía 23 años.
Cuando ya en la pensión lo hube devorado, sin saber nada de literatura —casi como hoy—, me di cuenta de que este autor me decía otra cosa que los escritores argentinos que yo llevaba leídos en ese tiempo no me decían. Era, por decirlo de algún modo, un libro con cuentos inquietantes y en mis charlas de ese tiempo con mis escasos amigos nadie lo había leído, ni siquiera lo había oído nombrar.
En librería Aries, compré más adelante La vuelta completa, el libro que el año anterior le había editado la editorial Biblioteca, es decir, “la Vigil”, como se la conocía. En ese tiempo, mi trabajo alimenticio era vender rifas para esa institución, recuerdo que no estaba autorizada su venta en otras provincias.
Cuando fui empleado de Aries, comencé a oír que se lo nombraba tupido a Saer, sobre todo por sus coloridas anécdotas de las que era un pícaro acreedor. Hacía seis meses, en ese momento, que se había ido a Francia.
Entre los habitués de mi nuevo empleo me hice muy amigo del poeta Aldo Beccari, había sido contertulio del mítico bar Erhet, que yo no llegué a conocer, y lo había tratado mucho. Un día me contó a manera de confesión: “Si estabas en un bar con tu novia y llegaba el Turco Saer, no te podías levantar para ir al baño, porque te la conquistaba”.
En plan de las tantas anécdotas referidas a Saer donde se notaba la aceptación de su literatura, como así facetas de su personalidad, Rubén Sevlever, uno de los titulares del negocio, me contó lo siguiente:
–        Yo vivía en una pensión en el centro y él vino de Santa Fe, donde vivía, un viernes para quedarse conmigo el fin de semana. Se quedó tres meses.
–        ¿Y cómo fue eso?
–        Yo lo llevé a vender libros con la famosa venta a crédito de enciclopedias y diccionarios. Y él quiso probar. Empezamos el sábado a la mañana por calle San Luis. Saer vio un negocio que supuso de un sirio y entró resuelto: “Hola, paisano, vengo a ofrecerle esta bicoca, una enciclopedia en cuotas para sus hijos”. Y como el tendero se mostrara renuente, lo tomó del brazo y le imploró: “Paisano, si usted no me compra mis hijos no comen”. Con esos hijos inventados, tocó la sensibilidad del comerciante que presto cerró el trato. Como el sistema de ventas preveía un 20 % para el vendedor en concepto de comisión y 8 cuotas consecutivas, resultaba un buen dinero. Esa misma tarde fue al hipódromo, donde ganó y volvió después de una semana. Nunca supe por dónde había andado.
Pasaron muchos años y ya en democracia, cuando lo conocí, le referí esta anécdota. Cuando terminó de reírse, a su vez, me refirió la suya.
En la pensión que compartieron había que andar con cuidado porque en ese tiempo, además de la poesía, Rubén Sevlever se dedicaba a pintar. Y no había que dejar ninguna camisa a mano porque limpiaba su pincel con el primer género que encontraba, y es proverbial lo distraído que era. En una mañana, cuando iban a salir a trabajar, Rubén se estaba afeitando sentado en la punta de una mesa larga, con la brocha que mojaba en una taza con espuma. Apoyaba un espejito en un sifón para esa tarea. De pronto, se pasó la mano por el rostro y dándose por satisfecho, tomó la taza con los restos del rasurado y se los bebió. Saer terminó con una carcajada la anécdota. “Nuestro amigo”, concluyó, “fue el único poeta que se bebió sus propias barbas”.











TERNURAS LEJANAS



Fue en el atardecer en que admiramos más allá del crepúsculo las últimas estribaciones donde reinaban los árboles.
Era cuando el mundo admitía su derrota no de golpe, sino de un modo paulatino y sagaz, casi como si no quisiera darse cuenta.
Aquellos árboles, preguntaste, qué son.
Eran especies ajenas a mi conocimiento de entonces, y callé. Volviste a hacer la pregunta de un modo un poco imperativo, sonriendo y con una casi vehemencia que nunca había sido tu estilo. Sonreí cohibido, y volviste a esa serena sonrisa con la cual volvías todo a su exacto lugar. Y me dijiste que repitiera esos nombres: tilos, casuarinas, magnolias y palo borracho, de flores blanquísimas que en mi memoria flotan como copos de algodón o de azúcar en esos capullos de azúcar que comprábamos los domingos en la cancha de fútbol donde merodeábamos curiosos antes de interesarnos por el juego que más temprano que pronto iría a ser nuestra
pasión excluyente y el motivo de un reto paterno, por el temor que el hijo perdiera interés en los estudios y pretendiera abandonar la escuela, como ya habían hecho algunos chicos del pueblo. Entonces hubo órdenes rígida, como toda regla del padre: ”En esta casa sólo está permitido hacer comentarios de fútbol los sábados y domingos”. Inútil protestar porque el castigo podría ser mayor. Pero uno se desquitaba con los amigos en la escuela o en el campito de gramilla mezquina que soportaba nuestras zapatillas rotas o nuestros pies descalzos si era verano.
Pero vos, que todo miraba con esos ojos oscuros, que todo comprendías, ahogabas una lágrima en tu delantal que olía a cebolla, y  amasabas esos buñuelos repletos de azúcar impalpable para el mimo que mi padre no percibía, en esa distracción y en su empecinado autoritarismo. Y ese gesto que ofrecía siempre la arista más dura, obcecada e intolerante. Y pobre si alguien osara contradecirlo en su orden que reportaba con su andar mudo y taciturno, cómo saberlo si era real o un papel que debía cumplir como hombre que no llora nunca.
No sé si es cierto papá que nunca lloraste.
Y sin embargo ella que era tan propensa al llanto llevaba en su tímida risa todo el amor que cobija mi pena infinita en estos tiempos hostiles como antes en la indefensión de los años.












EL INVIERNO CERCA




En este tiempo a esta hora, ya es de noche. El invierno está cerca. Por esa época el viejo carneaba para Domingo Cléreci.
Faenaban un par de cerdos que habían estado en engorde desde la primavera anterior. Los sacaban de a uno del pequeño chiquero donde apenas podían moverse y sólo comían. Cuando pesaban cerca de quinientos kilos los sacrificaban. Los sacaban de a uno para que no se trasmitiera uno al otro el miedo porque apenas estaban en el patio gritaban realmente “como marranos”, como dice el dicho popular. Quiere decir que algún presentimiento de muerte tendrían, y si no, no hubiera sido tan significativo ese terror manifiesto.
Lo ataban de las patas traseras con  sogas entre dos hombres les sujetaban las de adelante y lo tiraban vivo, dentro de un gran fuentón donde se le aplicaba un corte rápido a la carótida y la sangre salía a chorros. Con la última gota se lo tiraba sobre una carretilla y se lo rociaba con agua hirviendo que había estado calentándose en  una gran caldera, para ablandarles el pelo que se le sacaba con un cuchillo filoso. Se tiraban las sogas, atadas las dos patas, sobre un tirante puesto entre dos árboles y quedaba colgando cabeza abajo. Un corte certero desde el cuello hasta el vientre y se le sacaban las vísceras que se separaban y se ponían en una olla con agua, las partes que no servían para comer se las tiraban a los perros que pululaban histéricos alrededor de todo este ritual de sangre  y sacrificio.
De estos dos inmensos cerdos se irían produciendo todos los manjares al que cualquier paladar exigiera. Chorizos, costillares, morcillas, queso de chancho, chorizos para conservar en grasa de cerdo. En una gran olla negra, en el patio, debajo de los sauces, hervían calmosamente los chicharrones con los cuales se harían luego los famosos panes.
Nuestra ansiedad no permitía llegar a esa industriosa instancia y robábamos puñados apenas enfriados al aire y los poníamos  dentro de una galleta que ahuecábamos, desmigajándola previamente.
Nosotros, los más chicos, pedíamos la vejiga, que inflada convenientemente nos servía para sustituir una pelota de futbol.. Es decir que nos venía para paliar esa carencia y nos lanzábamos detrás de la casa, en ese inmenso patio que cubrían los paraísos. Era muy liviana, es verdad, pero a la imaginación de unos niños desposeídos de juguetes todo nos venía bien a nuestra imaginación que  no nos faltaba un instante.
A  esta tarea se le decía facturar. Y  convocaba al trabajo solidario de parientes, amigos y allegados que en dos o tres días deberían dejar todo listo para proseguir con el trabajo en otra chacra y luego en otra. La comida debía durar hasta el invierno siguiente, y se guardaba –a falta de una heladera- en las famosas despensas que eran piezas muy frescas, con el techo protegido por  cañas para que el techo de chapa no concitara al calor. Allí se colgaban en varillas de madera las exquisiteces que el ingenio y la tradición producían: chorizos, pancetas, bondiolas, queso de chancho, y alguna variante que a mi recuerdo no acude o que mi memoria no puede perforar.
En ese tiempo anochecía más temprano y la tierra parecía un animal echado, que plácidamente dormía ocupando todo el cuerpo que lejos de estar en silencio, reproducía el mugir de las vacas, el balar tonto y cansino de las ovejas, el griterío estrepitoso de las gallinas que buscaban un lugar para dormir en las rejas de madera que llamaban gallineros o en su defecto en las ramas más bajas de los árboles.
Pero el campo además tenía otra música que producía el grito de alguna lechuza  cruzando admonitoria y final sobre las almas  de supersticioso temor, el croar de las ranas en la laguna cercana, el sinfín de ruiditos minuciosos e inapreciables de los insectos que no acertábamos a nombrar. Era una hora especial, donde el campo parecía querer decir algo,  y que se prestaría en cualquier momento a hablar.
Mi madre, por otro lado, colaboraba con su familia. Tíos y primos, sufridos chacareros que trataban de sacarle jugo a la tierra para subsistir, y en la época de la carneada como se le llamaba a estas tareas dividían el esfuerzo con mi padre. Como era difícil que coincidieran los días, yo ligaba todo este esplendor y (para mí) diversión que compartía doblemente.
Después vendrían la época de las perdices, y luego el de las liebres. Era una época muy feliz para mi padre, para mis tíos (sus hermanos y cuñados) y para mí que trataba siempre de colarme en estas verdaderas fiestas que duraban varios días.
Luego estaría también el gran trabajo para las mujeres que debían hacer las liebres en escabeche para que durara un tiempo, o los patos a la parrilla o en guiso, previo sacarle con mucho vinagre ese olor a carne salvaje.
Todos estos recuerdos aparecen bajo soles espléndidos o debajo de finísimas lloviznas atravesando los campos arados o los rastrojos, pero exentos siempre de tristeza por que a ellos los recuerdo siempre jóvenes, alegres, llenos de una vida que uno, tan chico, suponía permanente.
Y los regresos de estas cacerías se producían siempre cantando, montados todos en una alta chata con ruedas de goma, tirada por caballos que trotaban desde la noche aproximándose al pueblo, oscuro, tirado sobre el campo como un grupo de perdices echadas, las bailoteantes lamparitas de las afueras que nos recibían con timidez, y uno que al aproximarse a la casa la veía más mezquina, más pequeña, más austera como a la misma calle, ahora oscura, luego de venir del campo amplio, libre, desesperadamente amplio que producía un contraste, inconcebible, inesperado, mientras las lechuzas de mal agüero cruzaban con su grito estremecedor, invisibles en el telón oscuro del la noche.









-Acerca de Jorge Isaías.

El autor publicó este año su volumen número 42, entre poesía, narrativa y ensayo.
De sus libros prefiere Crónica Gringa, Áspero cielo, Oficio de Abdul y Cartas Australianas.
En 1991 ganó el Primer Premio de poesía José Pedroni, que otorga el gobierno de su Provincia (Santa Fe) y en este 2017 el Premio Internacional de Poesía Dámaso Alonso, que otorga la Academia Buenas letras de Madrid. Nació en 1946 y vive en Rosario.







Inventren








Entonces los trenes*





Cuando los tiempos eran perfectos existieron los trenes.

La estación tenía las tejas rojas, la galería techada sobre el piso de lajas oscuras y yendo hacia el sector de las cargas un ancho camino de granza roja que crujía bajos los pesados botines que usaban los empleados del Ferrocarril.

La construcción era copiada de las facturas inglesas, es decir: aireadas, altas y seguras en todo sentido.

Los ingleses -como los alemanes- llevan el confort en las casas que levantan en cualquier lugar del planeta, según comenta mi hermano, y es fácil constatar. Gran parte de la vida social del pueblo pasaba por allí. Cuántos noviazgos de entonces comenzaron en los momentos febriles en que la ansiedad y el estrépito no dejaban tiempo a la razón y abría un sendero ancho a los sueños.

Los minutos previos a la llegada del tren convertían ese minúsculo reducto en una metáfora que representaba la efusión de la vida, que simplemente daba vueltas, en un carrousel de sueños, angustia y deseo, pero sobre todo en la carcaza de una presunta alegría.

En los minutos previos al arribo del tren todo era conmoción y movimiento. El que siempre llegaba primero era Pepe Faravelli, el cartero. Montado en una pesada bicicleta italiana, de anchas llantas que ruidosamente interrumpían sobre la granza delatora, cruzada en banderola, una gran cartera de cuero crudo para transportar la correspondencia, su uniforme del correo argentino de entonces -azul oscuro en invierno (de lana) y color crema (caqui se le decía) y de lino en verano- silbando sus tangos, eran una marca perfecta, previsible y esperada antes de la llegada del tren. Porque en la oficina de correo tenían un telégrafo que avisaba la hora exacta de llegada. Y no pocas veces el tren se retrasaba motivo por el cual veíamos ese inmenso reloj bajo la galería como un adorno. La hora exacta de llegada la daba Pepe, el cartero, ya que dos minutos antes, sin desmontar de su bicicleta, subía el veredón alto por una rampa que daba parte a la plazoleta y frenaba con un pie calzado en grandes zapatones de suela de goma.

Había que asomarse entonces al borde del andén y espiar, apostando cuando veíamos el humo y calcular dónde se encontraba. Si venía de Rosario: el "Puente de la vía" y si lo hacía de Río Cuarto, ya en "La Portada", era perfectamente visible. Antes no, porque lo tapaba la hondonada que hacía el cañadón del campo de los Luppi.

Los que éramos mirones habituales nos saludábamos con una seña imperceptible, casi como una secta de iniciados. Saludar efusivamente a alguien, incluso iniciar una conversación con él, era signo de que el otro venía a esperar un pasajero, tal vez un ignoto pariente.

Las caras más habituales las tengo en la memoria, otros rostros se me escapan y otros, sencillamente los he olvidado.

Pero todos, quien más quien menos, bromeábamos con Juan Cúcaro, empleado del Ferrocarril Bartolomé Mitre, como se bautizó al ex Central Argentino, luego de la nacionalización en gobierno del primer peronismo. Cúcaro -por lo que recuerdo- vivía allí mismo en un pequeño cuartucho cuya ventana daba a las vías y era el encargado de las cargas. Cúcaro solía repetir "el trabajo dignifica", y yo nunca supe si lo decía en serio o en broma, dado el tono de ironía que siempre ponía en su voz.

En esos pocos minutos en que el tren se detenía en la antigua estación de entonces, la nerviosa vida bullía, se concentraba alrededor de ese edificio estrictamente inglés en el corazón de la llanura que también llamaban "pampa gringa". Esos pocos momentos donde el pueblo se despertaba como un saurio dormido: vendedores de helados, fleteros diversos, jóvenes en busca de caras flamantes para soñar esa noche, curiosos de toda laya, y en fin, toda esa densa inquietud que sacudía la modorra en que esa población aletargada y fijada al duro trabajo bullía por breves minutos.
En todos los pueblos de llanura la gente iba a las estaciones a ver pasar los trenes. Sin embargo los que siempre viajaban coincidían en que en este pueblo de mi infancia la gente concurría ansiosa en gran cantidad para ver llegar y partir los trenes sin que se supieran los motivos reales de tal afición.
Indagué a muchos mayores sobre esta inclinación ferroviaria de mis copoblanos y obtuve diversas argumentaciones, hasta una que no desecho, pero tampoco tomo demasiado en serio.
Según esta fuente, que me reservo, todo habría comenzado en los años 20 del siglo pasado con la instalación de dos prostíbulos, popularmente conocidos como "El Queco grande" y "El Queco chico", y que estaba en un rincón del pueblo, apenas separado por una calle polvorienta por donde nadie pasaba, salvo claro está, los ocasionales clientes, o algún peón de estancia que enfilaba su oscuro hacia su lugar de trabajo.
Cada dos o tres meses venían prostitutas nuevas (que un eufemismo piadoso llamaba "pupilas" y nunca supe por qué) que reemplazaban a las que estaban.
Entonces toda la población femenina se volcaba a la estación donde las esperaba un "coche de alquiler", como se llamaba a los pocos taxis que había. Allí la "madama", o encargada del establecimiento las retiraba y sin dejarla hablar con nadie, directamente las trasladaba al prostíbulo.
Tal la exótica versión que alguna vez me dio una persona mayor para justificar esa tradición de "ir al tren", como se decía vulgarmente a ese paseo a la estación del ferrocarril en mi pueblo de entonces. Tal teoría nunca fue por mí compartida, pero me parece leal comentarla.
De todos modos, a mí esta costumbre me sirvió para sostener uno de mis primeros sueños y que fue partir hacia otros lugares, conocer nuevas caras, estudiar, y pulsar el nervioso existir de otras realidades.

Y también motivó un pequeño sueño hoy casi olvidado: el rostro bello e impasible de aquella niña que tenía un lunar en la mejilla y que todos los lunes me sonreía desde una ventanilla furtiva, para luego perderse en la llanura infinita sin que yo supiera su nombre o cruzara con ella una palabra siquiera y que hoy es como el símbolo de la fugacidad de la vida.


*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar





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–Por Ferrocarril Provincial-


***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Provincial:

JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

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El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril Midland:

KM. 55.    ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
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