sábado, agosto 25, 2018

ALUCINÁBAMOS UN VACÍO PATÉTICO…


*Foto de Coca Hipólita Sarlo.









Lo mejor de mi vida*



Lo mejor de mi vida tal vez se haya quedado
abandonado en alguna encrucijada
o al otro lado del cristal mojado
tras el que contemplé las marejadas y la noche,
y por qué no decirlo, las inmutables estaciones
que me fueron alejando de otras tardes más cálidas.

Hubo un tiempo de caminos anchos,
de colinas suaves que ocultaban fuentes,
de jóvenes aves y ardillas veloces
y de sal y de pan y de plácidos campos
preñados de fértiles terrones y labradores.

Hubo un tiempo de límpidas aguas,
de frondosos bosques y playas morenas,
de silentes cráteres orlados de espuma.

Pero en la noche del invierno treintaycinco,
todos esos mis ángeles me fueron vomitados en el rostro
y pude comprobar que la senda se había ido estrechando
hasta límites intolerables.

Supe entonces que mis pasos borraban el camino,
que ya no era posible detenerse
ni mirar hacia atrás, que no había regreso,
que legiones de arpías me empujaban riendo
y que un loco empuñaba mis recuerdos.

Entonces, tras la lluvia, se apagó una ventana.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

-De La estrecha senda inexcusable









ALUCINÁBAMOS UN VACÍO PATÉTICO…









REENCUENTRO*




Lentamente giró el picaporte y con un pequeño empujón hacia atrás abrió la puerta.
No había olvidado ese detalle, sin el que era imposible abrirla.
Todo estaba igual.
Las baldosas del living, formando guardas verdes y amarillas, por donde junto a su hermano hacía carreras de autitos los días de lluvia, cuando no había permiso para salir al patio. La araña enorme, con sus cristales blancos y el antiguo reloj cucú. Todo quieto, sin vida, cubierto levemente por el polvo y un penetrante olor a humedad. Recorrió con sus ojos las paredes, descubriendo detalles que había olvidado. Los tres cuadritos de la tía Caty y ese retrato de un abuelo que le daba miedo cuando era pequeño.
Todo parecía haberse detenido, suspendido, en aquella ventosa  tarde del pasado.
“Si no te gusta, te vas” – dijo la madre.
Evitó la mirada mansa, silenciosa, del padre. Lo odió por no defenderlo.
Recordó los ojos y el silencio de sus hermanos.
Ninguno dio una señal, un mínimo movimiento para detenerlo.
Nadie contradecía a su madre.
“Sos igual a tu tío”- le había gritado, como un golpe, un latigazo. A pesar del dolor, él no respondió y siguió guardando sus cosas en un bolso.
¿Se creía que era un insulto? Era un honor parecerse al tío Eduardo, “el tarambana”, el único que valía la pena de la familia.
Sintió la boca seca y amarga, lo mismo que aquella tarde.
Después de que se cerró la puerta y comenzó a andar por la calle de tierra, no volvió a mirar atrás y se juró no regresar nunca.
Ese nunca había durado veinticinco años y ahora todo estaba como cuando se fue, en silencio, inmóvil ante la emoción.
Se había ido enterando de algunas cosas por conocidos y algunos diarios que alguien le acercaba.
Supo del casamiento de su hermano, la muerte de su padre, el cierre de la fábrica.
Pequeñas luces que formaban un sendero dentro de la sombra de su enojo y su pasado, y le permitían saber que el pueblo seguía estando allí y su familia también.
Las cortinas a cuadros enmarcaban aún las ventanas de la cocina y se acordó de una taberna en Zurich, donde había visto unas iguales. Hacía mucho frío y la compañía se refugió en ese comedor para cenar y lo primero que él advirtió fueron las cortinas. Eran  iguales a las de la  cocina de su casa, donde también los días de invierno se reunía con sus hermanos a tomar la leche después de alguna aventura por los baldíos del barrio.
Pero su nombre no sonaba igual cuando lo decían en alemán, en francés o en italiano. Era como si llamaran a otra persona y no al niño flaco, callado, que vagaba durante horas por las calles pedregosas del pueblo.
Subió las escaleras y entró al cuarto de su hermana.
Fue la única que tenía los ojos húmedos cuando él se fue, pero tampoco tuvo el valor de enfrentar a su madre.
Su hermana, tan dulce, la que en la oscuridad le daba la mano desde la otra cama para que no tuviese miedo. Cientos de veces le contaba el mismo cuento y le ponía un gatito en la almohada para despertarlo.
Nadie había tocado nada en su cuarto después del accidente y sus muñecas seguían allí. Esperando el regreso de quien ya no volvería.
Sintió otra vez algo que le oprimía adentro, pero continuó hasta el dormitorio de sus padres.
El olor lo sorprendió. Muchos años habían pasado y ya no estaba la fragancia varonil de la colonia paterna. Todo había sido sepultado por la humedad, la falta de sol, de vida..
Le había tocado la tarea de encontrar viejos documentos, actas de matrimonio, partidas de nacimiento.
Se dirigió sin dudarlo al ropero de su madre, al estante de arriba, el que ellos no alcanzaban. Allí guardaba ella las cosas importantes.
Metió la mano detrás de viejos frascos de perfume y talco y después de tantear unos segundos, sus dedos chocaron contra algo pequeño y suave, que sintió como familiar y lejano.
Suavemente lo sacó a la luz y se quedó inmóvil
Su viejo, querido, conejito de tela.
Su madre se lo había quitado cuando empezó la escuela e insistía con llevarlo en el portafolio. Nunca había vuelto a verlo, a él, su compañero de aventuras y tristezas.
Instintivamente lo estrechó contra su pecho. ¡Tantas veces se preguntó dónde estaría! Le habían dicho que lo habían tirado a la basura y ahora, casi cuarenta años después, lo encontraba allí, en el ropero, arriba de la caja de las joyas.
Esa caja prohibida para ellos, que guardaba cosas de valor. Su madre la sacaba cuando iba a una fiesta y elegía de entre todo lo que estaba adentro, lo que combinaba con su vestido.
No pudo resistir la tentación y tomó la caja.
Nunca la había tocado y ahora estaba solo con ella. Con delicadeza la abrió.
Había algunos pocos anillos, pero la caja estaba casi llena de papelas.
La puso sobre la cama y los desparramó, como antes hacía su madre con las alhajas.
Eran recortes de diarios.
Uno a uno, ordenados por fechas, estaba cada uno de los lugares donde él se había presentado.
Algunos eran de diarios extranjeros; otros del país, en los que se comentaba sus éxitos y su fama. Fotos suyas, algunas de cuando recién comenzaba, otras casi actuales. Toda su carrera en esos recortes, guardados celosamente en ese cofre oculto.
Recién después de unos minutos, repuesto de su sorpresa, pudo cubrirse el rostro con las manos y llorar, por tanto tiempo perdido, tanto éxito vacío, tanto amor no dicho.


*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra














DESCANSO*


“Nada se compara a esa leyenda de semillas
que deja tu presencia”

VICENTE HUIDOBRO



Cansa el viento zonda, amor,
Tu ausencia mucho más.
Languidece la luna desteñida,
Jazmín del aire, en aire marchitado.
Tenuemente ilumina
El relincho cansado del caballo.


Cansa la sequía, amor,
Tu ausencia mucho más.
Magullados los cardos,
Siguen las huellas vacilantes
De los perros flacos.


Cansa la vigilia del carancho,
Tu ausencia mucho más.
Las penumbras vacilantes de la noche
Huyen, tras un lagarto azul.
Mi corazón muere de sed.


Cansa la soledad, amor.
Despojados, la rosa y el espejo
De presencias errantes,
Buscan la plenitud del aire.
Las semillas.
Del agua, del fuego y de la tierra.


Cansa el olvido, amor
Tu ausencia, mucho más.
El caldén, tan callado,
Con destino de poste,
Con sus vainas preñadas de agorera savia.
Camina lentamente sumándose
A mis pasos.
Enciende la lámpara y la luna.
Trayéndome el descanso
Profundo de tus ojos.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com











El Arpa*



Se detuvo frente a la vieja puerta de madera y suspiró.
La discusión había sido terrible.
Tiempo atrás, el enojo o los desacuerdos  daban paso al silencio y la indiferencia pero ahora se había roto el límite que contenía la paciencia. Ingresaron triunfalmente los reproches y los insultos.
Sintió amargura. Tantos años y todo estaba peor. Ya casi ni se hablaban. Esta vez la excusa fue la mancha de humedad en la pared. Ninguno de los dos quería ir a reclamarle al vecino.
Para terminar la discusión, accedió él. Una vez más.
Casi no conocía a la gente del barrio.  Entraba y salía de su casa en el auto. No tenía tiempo ni interés de hablar con nadie. No le interesaba la vida de los demás. A veces pensaba que tampoco la suya.
Ahora, la primera vez que golpeaba la puerta de los vecinos de la derecha, era para hablarles de una mancha de humedad que había aparecido en la medianera de su casa. Tal vez un caño roto. Su mujer se obsesionaba con las cosas que no andaban o lucían bien y lo presionaba hasta que él encontrara la solución.
Resignado, tocó el timbre.
La cortina tejida que cubría el vidrio de la puerta se corrió. El picaporte de bronce se movió y, casi, sin ruido, su vecina abrió la puerta.
Le sorprendieron los ojos de la mujer. No era joven pero su rostro era agradable y su mirada dulce lo hizo sentirse inseguro. Con un poco de timidez le refirió el asunto que lo llevaba hasta ahí y ella lo hizo pasar.
Era una sala grande, con una puerta vidriada que daba a un pequeño patio lleno de sol.
Pero lo que había adentro lo sorprendió aún más.
Tres arpas: Una grande, majestuosa, un arpa clásica. Las otras dos más pequeñas, arpas celtas. Él las había visto algunas veces en ilustraciones pero nunca había tenido una cerca.
La amabilidad de la mujer lo hizo sentirse desubicado. Estaba acostumbrado a las discusiones de trabajo, a la lucha por tener la razón, por imponer condiciones, por ganar un acuerdo o una comisión.
Ella lo invitó a sentarse pero no accedió. Estaba apurado. Sin embargo, no podía dejar de mirar el arpa.
Ella dijo “¿Quiere tocarla?”
No, le respondió. Y se sintió un poco avergonzado por haber demostrado interés.
“¿Nunca tocó un instrumento? preguntó la mujer con suavidad.
No, contestó él.
Un recuerdo luchó por llegar a la superficie de su mente. Pequeño, débil, ahogado en un mar de años de olvido. Su abuela y él, sentados en un banquito, tocando el piano. La anciana tomando su mano y apoyando sus deditos sobre las teclas. Pero era un recuerdo tan lejano, tan impreciso, que volvió a hundirlo en su memoria.
Ella lo miró con un poco de tristeza pero no dijo nada. Después se acercó al arpa y  y lo llamó.
Se sentía como un chico. Tímido, inseguro. Por un momento trató de no pensar y avanzó hasta el instrumento.
La mujer tomó una de sus manos y a puso sobre el arpa.
Él la miró, dubitativo, pero ella, sonriendo, hizo un gesto permisivo.
Sus dedos rozaron las cuerdas. Tocó una, luego otra. Podía sentir la vibración en la madera. Eran notas graves, profundas. Como la gravedad de su vida. La carga de todos los días iguales, sin ternura ni sonrisas.
El sonido se desparramó por el aire. Casi podía ver como llegaba hasta las paredes.
Tímidamente siguió tocando el arpa, mientras pensaba en lo increíble que era el hecho de que sus manos pudieran lograr un sonido tan bello.
Entonces la mano de ella  rozó levemente las cuerdas y surgió una melodía.
El cerró los ojos. Esta vez, era su corazón el que recordaba. Su madre, su pequeño perro, los barriletes que remontaba con sus amigos, su primera novia. La música había abierto una puerta que inundaba de maravillosa luz su memoria.
Abrió los ojos y miró a la mujer agradecido
A través de la puerta vidriada, notó un movimiento. Un pequeño pájaro aleteaba entre las hojas secas.
La mujer lo invitó para que regrese en los próximos días.
Cuando salía, se volvió a mirar otra vez al arpa.
Entonces recordó la canción que su abuela le enseñara en el piano y sonrió, con el alma leve como el pájaro.
Cuando entró en su casa, se dio cuenta de que la mancha en la pared había empezado a secarse.


*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra













El creador.*



Érase una vez un dios solitario.


Quizá no fuese un Dios, sino apenas un desterrado desde una lejana civilización. Lo dejaron a la deriva en un artefacto. Su vida dependía del azar y  de su habilidad para llegar a un planeta habitable. Ese artefacto era una nave al que llamaba con afecto "mi balsa de real ilusión".
De los muchos náufragos del universo este tuvo a la providencia a favor.
Llegó a un planeta compatible con su condición física.
Necesitaba oxigeno para respirar, agua para beber, plantas para alimentarse.
En el mundo del que provenía no se consumían proteínas de animales.

El desterrado tuvo que aprender a reconocer sus alimentos, a construir un habitus acorde a sus necesidades. Con troncos  armo refugios  para no estar encerrado en su pequeña nave ante la adversidad del clima. Todo le llevaba su buen tiempo pero él no tenía apuro. Lo inmediato que todavía no se llamaba lo urgente. El tiempo en aquella época no corría del mismo modo que en el futuro.

Cuando logró sus medios de subsistencia comenzó a percibir la soledad. No tenía amenazas en ese mundo nuevo. Le habían dejado en el artefacto unas pocas herramientas. Quizá algún arma letal para civilizaciones hostiles.

Entonces, el desterrado que quizá ya había olvidado su nombre si recordaba un oficio: sabía tallar la madera. Ese mundo era un verdadero paraíso para él. Comenzó a tallar los seres que recordaba haber visto en su galaxia.

Eran esculturas de madera. Seres inertes que parecían reales.

Cada vez más confiado en su habilidad había logrado tallar siluetas íntegras en el tronco mismo sin alterar la vida del árbol.
Desde las raíces corría la vida por ese ser vegetal tallado.
Árboles tallados fueron creciendo más y más hacia la luz abundante de ese planeta.
Por algún milagro o un prodigio inexplicable estos seres tallados empezaron a querer parte de ese oxigeno que producían sus  padres.

Fue el miedo al fuego o catástrofes indefinibles las que los desprendieron desde el cuerpo arbóreo que los había cobijado.

Sin raíces fijas salieron a modificar su mundo. Olvidaron sus orígenes, fueron hostiles con sus ancestros.

De aquellas creaciones del náufrago espacial surgieron nuevas formas de vida.

Ese  solitario murió sin ver consecuencias. Sus rastros se perdieron al abrirse abismos en el paraíso primitivo.

No pudo ni imaginar que futuras civilizaciones lo nombrarían como el Dios creador.



*De Eduardo Francisco Coiro.














SELF PORTRAIT*



Llego a ponchar la tarjeta
para trabajar como no quiso Dios
trabajar, hasta que no haya nada más
para sudar
que mazmorras de cansancio.
Miro a mi alrededor, y todos tiemblan,
porque los nuevos amos
de la fábrica
ya no llevan el látigo en las manos
sino en las mandíbulas.
Antes, era el miedo
de no encontrar trabajo,
ahora, es el miedo al terror sicológico
impuesto por los supervisores,
a ese silencio,
a esa mirada,
mitad indiferencia mitad desprecio
que envenena el aire;
como Charles Bukowski
siento impulsos,
siento que voy a querer echarlos por la borda,
retrocedo, porque la maldición de Adán
ha de volver algún día
de nuevo al polvo.



*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es













El CADÁVER*


Durante todo el curso de buceo se jactó de tener el mejor equipo. El más costoso, el más completo.
A los demás les molestaba su vanidad y él lo sabía, pero no le importaba. Se ganaba su dinero todos los días con trabajo, astucia y, a veces, un poco de suerte. Estaba convencido de merecerlo. Tener lo mejor, lo más caro.
Ahora, ese alarde se le volvía en contra, como el dorso de la mano al dar una cachetada.
Lo habían llamado esa mañana. Todos sabían que tenía el mejor equipo. El más caro, el que sólo él podía conseguir.
No encontraban el cuerpo de la mujer.
Se había arrojado desde el puente tres días atrás.
Pensaban que había llenado sus bolsillos de piedras. Ya lo había sugerido, tiempo atrás.
Como Virginia Woolf.  Pero su amiga lo escuchó como un comentario trivial.
Las piedras evitarían cualquier indecisión o arrepentimiento en los últimos segundos.
Sólo él con  ese equipo  podría encontrar el cuerpo.
Cuando le dijeron el nombre no parpadeó.
Pero el corazón dio un lastimero, silencioso quejido.
Había sido su amante durante dos años.
Una relación intensa, profunda.
Pero él no quería hacer concesiones.
La mirada de ella se quedaba largo tiempo dentro de sus ojos cada vez que se marchaba.
Ese orgullo que destruía todo.
Ahora se metía en su traje costoso, reluciente, para sumergirse en el río inmundo.
Sabía que no tendría frío, aunque el agua estaba helada. Imaginó los cabellos de ella, enredados en los camalotes. Sus hermosos brazos, danzando en el agua barrosa.
Ante la dura mirada de todos cerró su traje, el que tanto apreciaba, el que sólo él podía tener y se sumergió.
Era un muerto, buscando el cadáver de quien, alguna vez, le dio vida.



*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra













Isidoro Cañones contempla las ruinas de Mau Mau*



De nada, Cachorra, nos valió creernos
un trazo inmortal en el papel.

Puntual, aquí está el día, el tedio,
la transfiguración de lo que amé
en grácil materia anonadada,
despojo inerte de sacras, magnas francachelas.

Hubo vastos, placenteros océanos,
inexplorados continentes desnudos,
nuestro jolgorio y gloria.

Hubo una guerra y los Cañones
construyeron la patria.

Una vez más, pido la cuenta.
Ya rancia, la manteca cayó.

Lo que tuvo que ser:
dios inclemente
o redentor demonio
me quita
lo bailado.



*De Gerardo Lewin gerardo.lewin@gmail.com
 (Buenos Aires, 1955)

Nombre impropio,
Deacá, Buenos Aires, 2017















El Nido*




No, no fue así, como te lo contó Hugo.
Matías empezó a estar inquieto durante la tarde. Me di cuenta de que la noche anterior no había dormido, porque estaba pálido y ojeroso, y con esa particular mirada.
A eso de las 6 dijo que salía y, como lo conozco, le pedí a Tomás que lo acompañase. Los dos caminaron durante mucho tiempo.
Tomás casi tenía que correr al lado de Matías, que andaba rápido y con el paso uniforme, como si marchara. De pronto se dio cuenta de que habían recorrido una gran distancia, porque ya era de noche y casi no había gente en la calle.
Llegaron a la puerta del Psiquiátrico y Matías golpeó con fuerza en la Guardia.
El enfermero no quiso dejarlo entrar. Matías empezó a gritar que lo internen, que necesitaba que lo internen.
A todo esto se acercó un médico y un administrativo que, a través de la reja, le explicaban que no había cama para él.
Matías empezó a gritar más fuerte y se negó a salir de la entrada.
De pronto llegó la Policía.
Matías se había sentado en el suelo, al que parecía estar firmemente adherido.
Los policías trataron de convencerlo de que volviera a casa, pero no lo lograron.
Matías se negaba a dejar ese lugar y empezó a gritar que si no lo internaban iba a hacer algo terrible.
Tomás escuchaba espantado. Después me dijo que no sabía qué opción lo aterrorizaba más: si Matías sólo, por la calle, o adentro de la Comisaría gritándole a los guardias. Uno de los policías intentó pararlo agarrándolo del brazo.
En ese momento, desde adentro del Hospital, el administrativo anunció que habían desocupado una cama.
Todos se aflojaron.
Tomás lo acompañó adentro, aunque era de menor edad que él, hasta que lo hicieron pasar a la habitación.
El médico le dijo que era mejor que por dos  o tres días nadie fuera a visitarlo.
La Policía se fue y Tomás volvió a casa. Cuando llegó estaba tan cansado que me contó lo que había sucedido, comió y se fue a la cama.
Los gritos de Matías, me dijo, eran impresionantes.
Cuando me quedé sola en el comedor, esa noche, recordé los gritos de mi madre.
Nunca sabíamos qué provocaría el estallido. Cuando iba a ser, ni por qué.  Empezaba a insultarnos y se iba a la cocina, en busca de un cuchillo. Parecía que algo poderoso estuviese dentro de ella y luchara por salir a través de la su piel, sus manos, sus ojos.
Corríamos a escondernos debajo de la cama. Los más chicos contra la pared y yo adelante, porque ya sabía cómo distraerla.
Al rato llegaba la ambulancia, llamada por mi padre.
Cuando mi madre escuchaba la sirena empezaba a gritar y a llorar,
No podría olvidar jamás ese llanto. Parecía un animal herido.
Después de que se la llevaban nos quedábamos mucho tiempo debajo de la cama, muertos de miedo, hasta que mi padre nos llamaba.
Mi papá también a veces lloraba, después de que se llevaban a mi madre.
Yo creo que él la amaba profundamente, a pesar de su enfermedad.
Una vez lo escuché hablando con un amigo. Le contó que el médico le había dicho que esos enfermos no vivían mucho, porque les daban una medicación muy potente que les afectaba al corazón.
La última vez mi madre estuvo internada mucho tiempo y fuimos a verla.
Mi padre y yo ayudamos a los más chicos a cambiarse y a peinarse y nos fuimos  en el auto de mi tío.
Mi mamá estaba sentada en un banco del Hospital, vestida con una solera verde con florcitas amarillas que yo no le conocía.
Nos viò y sonrió levemente. Después intentó hablar, pero se babeaba y se ahogaba con la saliva y yo me daba cuenta de que sentía mucha vergüenza y luchaba por no llorar.
No volvió a casa y creo que se dejó morir por eso, para que no la veamos de esa manera, para que la recordemos con ese hermoso pelo negro que tenía y su sonrisa grande cuando jugaba con nosotros debajo del naranjo del patio.
A la semana Matías volvió a casa.
Yo no había querido ir a verlo. Me habían dicho que ese Hospital era horrible y que los internados estaban sucios y descuidados.
Aún así, Matías había exigido y luego implorado que lo internen.
Porque se temía a sí mismo.
Siempre fue el más inteligente de todos. Yo creía que se había salvado. No hablaba mucho, pero aprendía rápido y le ayudaba a los más chicos con la tarea.
De chiquito me miraba fijamente, como tratando de leerme el pensamiento.
Una vez me preguntó si en la luna había gente que nos miraba.
Le contesté que no, que no vivía nadie en la luna.
Pero no quería salir solo al patio de noche cuando había luna llena.
A veces tengo pesadillas.
Sueño que mi madre y Matías están juntos, gritando.
Pero no se conocieron. Mi madre murió joven y yo todavía no me había casado.
Matías podía reconocer por el canto a todas las especies de pájaros que llegaban a  los árboles de casa. Se preocupaba pensando qué pasaba con el nido cuando los pichones ya volaban seguros.
Yo le dije que seguramente la madre ya no lo usaría y el viento o la lluvia tal vez lo volteara o lo rompiera.
Se había quedado mirándome con esos bellos ojos negros, a punto de llorar.
El día que volvió tenía una mirada tranquila y sonrió  al llegar. Es increíble cómo cambia la mirada de una persona medicada.
A algunos es como que les roban el alma, como decían los indios.
Pero a veces el alma está llena de espanto y es mejor que alguien se la robe.
Matías no lo pasaba tan mal en el Psiquiátrico.
A nadie le molestaba que hablara solo. No tenía que fingir ni hacer un personaje. Se vestía como quería sin miedo a desentonar.  Allí todos desentonaban.
No había presión, le había dicho a Tomás
Yo sabía que iba a estar bien hasta que llegara la chica. Les había dicho a los hermanos que le dijeran que se había ido a otra provincia, a la casa de un primo. Pero ella siempre lo encontraba.
Cuando Matías la veía, se le llenaba de luz la cara.  Pero le duraba poco. A los dos o tres días discutían y ella se iba, y él se quedaba solo, encerrado en su cuarto, sumergido en una sombra densa y triste.
Ella venía y se iba cuando se le ocurría, como si Matías fuese un juguete que acababa por aburrirla.
Entonces al principio él dormía mucho tiempo y luego, cuando se levantaba, empezaba a discutir con nosotros.
Tomás me dijo esta mañana que se iba a vivir con un amigo.
Hablé con el padre de las nenas para que se las lleve con él a fin de año.
Y yo me quedaré sola con mi hijo amado, el que siente más que todos, el que llora como mi madre.



*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra














*


Salgo

a buscarte,

siempre

con esta sed antigua,

salgo

con estos huesos hartos,

con la furia

de mi corazón,

salgo a buscarte,

con la esperanza clara,

transparente,

siempre.

Ojalá

que nunca estés.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













EL PARAÍSO*



Se acordó de esta misma casa, cuando era chico, en las épocas de lluvia.
Estaba jugando con su hermano y miró a sus padres. Su madre mostraba angustia. Su padre, preocupación.
Ahora era él el hombre preocupado.
Los gritos de los chico corriendo por la cocina ya se estaban volviendo insoportables.
La calle de acceso al barrio estaba inundada desde hacía tres días.
Cuando de a ratos paraba la lluvia, parecía un espejo gigante que reflejaba la copa de los árboles.
Hermosa para una foto. Terrible para los que vivían donde desembocaba.
La lluvia es bendición, decían en el campo.
En el campo bendición, pero maldición para los hornos de ladrillos.
Cómo deseaba estar en una cama tibia, en una casa con un techo sano, seguro y tranquilo escuchando entre sueños el sonido de la lluvia.
Pero uno sueña cuando duerme y la preocupación no lo dejaba dormir.
Lo poco que quedaba de harina estaba en el armario y ya no había leche.
De pronto su mujer tenía la misma mirada que su madre.
Si al menos pudiese cazar… pero no paraba de llover y ningún animal estaba fuera de su cueva.
Lo estremeció la sensación de los pies mojados hundidos en el barro.
Intransitable, insoportable, inevitable
Los pies secos, una casa grande, la tranquilidad de saber que al día siguiente iba a tener comida. Eso debía ser  lo que alguna vez alguien llamó El Paraíso.
Se dio cuenta que el sonido de la lluvia y el latido dentro de su pecho se escuchaban igual desde hacía miles de años en todos los lugares de la Tierra.
Qué importaba el huracán en un país lejano, la matanza de ballenas, los glaciares derretidos.
Si dentro de su casa la angustia es un gas malvado y silencioso, dispuesto a estallar en cualquier momento.


*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra












*


Alucinábamos un vacío patético. Alucinábamos el ejercicio carcomido de la espera. Alucinábamos el hambre, la helada. Alucinábamos, también, la muerte, el olvido.

Porque nos teníamos. Eso era real.


*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com




-Valeria Pariso nació en 1970 en la provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares. Tiene inédita la trilogía: "Uva negra", "Mascarón de proa" y "El castillo de Rouen".
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.

Coordina talleres de poesía.

Tiene los blogs:
www.tantotequeria.blogspot.com.ar
www.laficciondelolvido.blogspot.com.ar
www.viajaresunpoema.blogspot.com.ar






Inventren






*


Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.

Deambulaba por los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.

El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!

Aquellos detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya vería dónde.

El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le susurró:

-Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…

Laurita la miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:

-Y los secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…

Aquello venció cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.

A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…

-¿Y cuáles son? -, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo al escuchar atentamente a Teresa.

-Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.

La emoción la carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a mencionar el tema.
Laurita, en cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.
Soplaba una fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe, aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.

Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:

-“Cuidado con los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……

La brisa susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció. Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.

Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.

Se le aceleró el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho de su motor diesel quemándole la cara.

Laurita gritó, pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los vagones.
Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por ominosos parlantes, ordenaba:

“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”

Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…

La cabeza de un caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.

Y antes de que ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente aparición la dejó sin aliento.

Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y absoluta firmeza en la voz al exclamarle:

-“¿Qué estás haciendo acá vos???”

Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…

Cuarenta años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, aunque cargados de pesadilla…


*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar





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