jueves, agosto 30, 2018

TODO LO QUE FUIMOS NOS OBSERVA…


*Dibujo de Erika Kuhn.










ON THE ROCKS*



Vino el dolor y se tragó mis ideas, mis proyectos, mis locuras.
En su lugar quedó un hueco, una cala donde el mar llega por las noches, y se acomoda, despacio.
Solo se descontrola cuando hay luna, y queriendo alcanzarla, se agita, estremecido.
Entonces me despierta una sirena.



*De Esther Andradi.
Berlín, agosto 2018.










TODO LO QUE FUIMOS NOS OBSERVA…










*




La hoja que cayó del sauce
y sobre el pasto,
negada a su degradación,
insistió en verdes;
la piedra
que robé de un río en Córdoba
y me traje
con cierta esperanza de fulgor,
y espera,
sobre mi escritorio,
algún milagro;
las ortigas que pisé de niña
para rescatar
las plumas caídas de los pájaros,
sin más porqué
que la búsqueda inicial de la belleza,
esas cosas que fuimos y olvidamos,
y de pronto,
en un acto de magia,
regresan
y nos miran de lejos, como si nos recordaran,
a pesar de nosotros.
Todo lo que fuimos nos observa.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Acomodando las pupilas*




Era época de estar siendo demasiado feliz, y eso es imperdonable.
A la mañana temprano andaba una pareja de cardenales revoloteando sobre el paredón del frente, aparecieron los primeros azahares en el limonero, el bizcochuelo de chocolate salió plano por arriba en vez de tomar forma de montaña o de hundirse lastimosamente en el centro. Los dolores de los huesos y otros achaques de la edad le eran casi imperceptibles, un sol espléndido prometía días de primavera y aromas de ligustro terso.
La señora ya había desayunado, terminó de hacer las compras, y ahora volvía arrastrando su changuito del supermercado chino, con una sonrisa imperceptible pero firme plantada en los labios. Saludaba a la gente adulta que cruzaba en su camino, conocida o desconocida, tal como se acostumbra en la costa y la mayoría de los pueblos. El Negritus salió de la pollería caracoleando y moviendo frenéticamente la colita, saltó dos o tres veces buscando la caricia en las orejas y después de seguirla unos pasos, volvió a echarse entre los otros perros que adornaban la entrada del negocio.
La señora en ese momento aprobaba la creación y a sus creaturas, abarcando su porción de mundo con una mirada amorosa. El aire era suave, una única nube blanquísima servía para subrayar el intenso color celeste del cielo. Era feliz, con la felicidad plena que da estar dentro de una burbuja luminosa, placentera y dulcemente, sin el desgarro de esas felicidades rabiosas de un único suceso dichoso, que se terminan asemejando al dolor.
Fácil, simple, sin nudos, una carretera perfectamente recta. Este era un día que no sólo se justificaba a sí mismo, sino que borraba la posibilidad y hasta el recuerdo de la mala fortuna.
En la puerta de una de las casitas pobres cercanas a la ruta, un señor tomaba mate sentado en una silla descoyuntada. Una de las patas estaba reforzada con una madera de otro color, el asiento lucía un almohadón floreado que atenuaba la rigidez de la tabla.
La señora envolvió beatíficamente el universo todo con la sonrisa ensanchada y muchos pliegues que le enmarcaron el rostro. Saludando afablemente, se interesó por la salud de la esposa. Ahí está, le dijo el hombre, en la lucha. Y la invitó a pasar un ratito a ver a la enferma.
No, gracias, el día es adorable, los angelitos revolotean en las copas de los árboles, no quiero arruinar esta espléndida mañana con dolores y sufrimientos que no me pertenecen. Es un día unívocamente perfecto, Don Roberto, no es cosa de mancharlo con abismos, hoces brillantes y asomo de calaveras.
Sintió que caminaba por una cinta despejada, y este hombre la obligaba a internarse en el bosque oscuro donde moran las bestias sin nombre.
Pero estacionó el changuito al lado de la silla destartalada, y, sin una señal que la delatase, sin una milimétrica modificación en la sonrisa, golpeó las manos y entró a la casa gritando “Hola, ¿Se puede?”
Deslumbrada por el cambio de luz, al pasar del sol a la penumbra al principio no vio nada, pero el olor a enfermedad le superpuso cien camas, cien rostros, cien salas de hospital y mil habitaciones del desamparo.
La enferma estaba pequeña. Es notable cómo los enfermos empequeñecen, se encogen, tienden a ocultarse dentro de sí mismos, como si la muerte viniese a buscarlos desde afuera, siendo que en realidad los está habitando por adentro, los va corroyendo y les come las vísceras.
Hubo que mentir alegría, contar nimiedades, llenar el silencio con sombras de manos en la pared.
A la mujer se le veía la muerte espiando por las pupilas. Y a lo mejor se salva, se dijo la señora, pero sea o no sea, ahora la habita la oscuridad.
Un rosario de madera en la pared, un ramito de laurel del miércoles de ceniza, los santitos en la mesa de luz, el vaso de agua, las cajitas de remedios. Esa cómoda que da ganas de llorar a lágrima tendida, los vestidos en el ropero que no cierra, las chinelas sucias ridículamente chuecas, todas las cosas donde lo gracioso se hechó a perder y se volvió patético.
La señora que estaba henchida de luz se fue apagando, la voz se le asordinó, se sintió vieja, muy vieja, muy cansada. Quién va a estar cuando sea mi muerte. Quién me va a alcanzar la toallita húmeda, el perfume para espantar a los espectros, quién va a prender la salamandra para que no vengan a comerme los perros de la noche. Quién va a rezar por mí, que no creo, para que San Pedro abra el portón dorado.
Le relató a la mujer cómo había visto la pareja de cardenales, del Negritus que tiene una garrapata en el cuello, de cosas que a la enferma no le podían interesar en absoluto. Pero estuvo como una hora, le acortó la espera del mediodía, le dio la esperanza de que aún la gente de afuera de ese cuarto la recordaba, la aguardaba para retomar la vida interrumpida.
Cuando la señora salió de nuevo al sol sintió que emergía de una caverna o de una tumba. Todo seguía ahí. El cielo pleno, las hojas turgentes de las plantas, el olor de la arena recalentada, los arrullos constantes de las palomas torcazas. El universo seguía siendo maravilloso.
Me tuve que topar con el mundo real, qué macana, se dijo la señora que ya no sonreía. Todavía llevaba en la mano la sensación reseca y gélida de los dedos de la enferma, en la mejilla el beso de la enferma con un tenue resto de colonia.
Me tuve que encontrar con el mundo real, se dijo, mientras un par de chicos pasaron pedaleando y hablando de bicicleta a bicicleta, un chucho quedaba inmóvil en el gesto de rascarse la oreja, indeciso de ir a saludar a otro perro que se acercaba o solucionar el problema de la comezón.
El sol estaba ya casi en el cenit, las sombras se afirmaban debajo de los objetos, los pollos asados en la rotisería crujían y enviaban un reclamo apetitoso, tiñendo el aire de especias. En el vivero, los arbustos crecían, las flores se ofrecían olvidadas de todo pudor. A través de la reja de una quinta, se podía ver a un muchacho regando que puso el dedo en la boca de la manguera para lograr el efecto de la lluvia, y luego de una corta búsqueda, logró que se formase un arcoíris sobre su cabeza.
Y me tuve que topar con el mundo real, se dijo la señora.
Detenida en la puerta de su reja, buscando las llaves en la cartera cruzada en banderola, la señora se miró las manos, tomó uno de los barrotes negros como apoyo, miró el pasto verde y dijo en voz alta “éste también es el mundo real”.
Otra vez sonreía, pese a seguir viendo, superpuesto a todo, el rostro de la enferma que seguía en su lecho esperando que finalizara el día, la enferma tangible y cercana, con sus dolores, con la muerte agazapada en la esquina más húmeda de la pieza.
Éste también, éste también es el mundo real.
Mientras guardaba cada cosa en su lugar, la señora tarareaba una canción y bailoteaba un poco.



*De Mónica  Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











*


Una concesión/es un renunciamiento menos
digo yo y mientras corro
el parque es un desierto donde se clavan firmes
gotas de lluvia/estalactitas horadando en el músculo/
toma la desgracia de un país/en sus manos
de un continente entero/en sus manos
qué puedo saber yo de mi prójimo
tanto sea/el que se mete en mi cama como
el que estira la mano en la plaza y me mira
yo despojada/yo solo alguien
que recibe lluvias a falta de/otra cosa
Está bien que los músculos duelan porque
estar vivo es un poco eso/es basura en la calle
muerte acechando pero/también la renovación permanente
de la materia
ya que nada va hacia la nada
nada dicho/nada lo hacemos nosotros
es gota sobre la cabeza/también
podría ser gota vista
del otro lado del vidrio/pongámonos en la sintonía que nos pongamos
libre albedrío es la clave de todo asunto
libre albedrío
que coincide o no/con el destino/con el tiempo
libre albedrío es ejercitar el músculo
convertir la retina en campo receptor
que la tierra reciba el vínculo/como la lluvia
la humedad/como la caricia
la aceptación/como la única posibilidad de ser alguien
el cuerpo/como el único modo.


*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com




-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.













SOMBRAS*



Camino. De noche. En una calle, frente a mí, dos sombras. La oscura, alta, arrogante; la clara, débil. Y yo, más sombra que ellas, detrás. Entonces pienso que deberían salir muchas sombras para abarcar todo lo que somos.
Me imagino que algunas de ellas van mudando como lo hacen las serpientes con su piel. Veo que la sombra de la inocencia cambia de color, de un violeta claro a uno más oscuro, con matices, con sombras dentro de sombras. La de la inquietud, sonrojada. La del dolor se endurece; opaca, con menos aberturas. La sombra del deseo, encogida, muda, añeja. Pero hay momentos en que besa sin saber qué pasará, se embrutece como antes, se aferra a un vínculo; soplo de vida, aliento.


*De Eva María Medina Moreno. evamedina_moreno@yahoo.es
















MIRADAS*



Las personas somos muy distintas unas a las otras, pero hay una cosa que compartimos, con la que estamos de acuerdo y que a todos nos gusta hacer: Mirar. Nos gusta contemplar a los demás, lo que hacen, como lo hacen, donde lo hacen.

Una de los espectáculos maravillosos que nos brinda la ciudad es el de las obras. No hay nada tan cautivador como ver una gran obra en ejecución, los grandes agujeros en el suelo, los andamios, los obreros en movimiento, alguno trabajando, las maquinas. ¡Ay, las máquinas! ¡Eso es sublime! ¡Una escavadora haciendo un agujero! ¡Madre mía, que placer!

En eso de los mirones también hay clases: El ocasional que va de paso y se detiene unos minutos, los niños que se quedan embobados y llegan tarde al colegio y los ancianos que no saben que hacer y se distraen con cualquier cosa. Si es una grúa grande y hace sol, mejor.

Yo me encuentro en este último grupo y paso las horas apoyado en la valla de la obra viendo como se mueven los trabajadores y compartiendo algún comentario con los otros jubilados habituales del sol, petanca y plaza.

Hoy estoy especialmente triste. La vida me robó la juventud trabajando en el campo, la adolescencia en la fábrica después del traslado a la ciudad, el tráfico a mi mujer y, sin darme cuenta, me he quedado sólo con mis recuerdos. Hoy las máquinas los están borrando, dejando una gran fosa donde antes estaba mi casa. Ahora si que estoy totalmente solo mientras van desapareciendo ante la mirada aburrida de todo el mundo.



*De Joan Mateu. joan@zarca.es













SI ABRIERAS EL ADIOS*



Si abrieras el adiós
y de su oscuro pliegue
me dieras la ausencia,...
recuérdame alzar mi nombre
de la arena
y colocarlo en mi piel
para que otros sepan
cómo llamar la sombra
que andaría por la piedra.
Si abrieras el adiós
como un ala siniestra,
habría una religión sin dogmas
y sin fieles, de catedrales quietas.
Y en su estéril silencio,
una sola conversa.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











*



Diremos
que dos y dos
siempre fueron sólo cuatro
desde que aprendimos a sumar,
porque antes,
apenas si contábamos el tiempo
que tardaban en pasar
los miles y miles de pájaros que emigran
de lado a lado del mundo
de norte a sur,
de sur a norte
guiados por un instinto poderoso,
como si un acto de magia
encendiera
todas las plumitas de sus cuerpos.
Desde los sauces mansos de la casa
donde conté las hojas que caían
a mis pies,
como luego caerían tantas cosas,
miré pasar los pájaros .
Y no hubo nada
que aprendiera después
que fuera más cierto.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












LAS SUELAS DESTROZADAS*



Un día voy a calzarme las viejas zapatillas y encuentro que la suela de goma se ha abierto completamente. Y no en una, sino en las dos. Me sorprendo como cada vez que esto me pasa, y pienso en la fatiga del material, en ese instante ya predeterminado desde la fábrica, fijado para la caducidad y el desgarro.
Recuerdo que usé ayer las zapatillas, y estaban bien. Y de pronto hoy las dos suelas destrozadas. Como las flores del bambú, que se abren en todo el mundo unidas por una red intangible, como las gemelas que se despiertan en el dolor compartido, y una llora, y a la otra la angustia le cierra el pecho.
Pero encuentro las suelas destrozadas, de pronto. Y ayer no estaban así. Y quién es esa mujer que en el espejo me devuelve una mirada con otro color de ojos, con otra expresión, con unas arrugas que no eran y con esa tristeza de ver un poco más allá, más arriba, un tanto más atrás de las cosas. Si yo sigo haciendo chistes tontos, sigo bailoteando, sigo yendo al baño en puntas de pies y a la carrera. Quién es esa mujer que apareció así, de improviso, tan de un día para otro que hasta mi madre me dice que en las fotos del año pasado todavía estaba esa muchacha con sonrisa abundante. Pero ya no. Pero ahora esta mujer oscura, esta mujer que no se reconoce.
Me miro y hay un pozo allí. Hay una persona con fatiga de material. Alguien que no permaneció incólume, que finalmente y de un día para otro se rasgó y se le nota.
No es extraño envejecer. No es inusual que los profundos dolores y las terribles tristezas nos tracen un mapa debajo de la piel y en la escritura de la mirada. Lo que me sorprende es lo súbito, lo extraño de que una imagen nueva y sin embargo tan verdadera se presente en los reflejos.
Me miro en el espejo. Veo las noches, tantas oscuridades, la cercanía de las muertes, las partidas, los dolores de la traición esperada e inesperada. Veo la acumulación de días, la soledad que hizo muros, la dulzura de los llantos calmos como lloviznas. Veo una mujer triste allí. Menos pronta a juzgar, más pronta a la ternura, pero tan cercana a la melancolía.
Tomo las zapatillas rotas, las pongo en una bolsa, las desecho. No le servirán a nadie. Me miro en el espejo, le sonrío a esa mujer triste, me visto con una prenda de colores claros y preparo para ella alguna futura felicidad.
Saludo a la mujer que he venido a ser. Me miro detenidamente para no perderme, para reconocerme entre la multitud.



*De Mónica Russomanno.  russomannomonica@hotmail.com
-2009-











*



El dolor es algo desconocido cada vez que aparece, especialmente si es mental o espiritual. Nunca se logra admitir. Estamos hartos de dolor, pero cada vez que viene es una extrañeza, lo que aumenta su intensidad, porque es inaceptado, como ajeno a nosotros, aunque aparezca de una forma u otra todos los días.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com










Inventren







La huida*




Un tren en movimiento es una cárcel.

Con más razón para quien está huyendo.
Como a tantos otros, me acusan de un crimen que no cometí. No importa la verdad: Estoy sentenciado desde que tuve aquel desencuentro con el diputado. Lo vi claramente en su mirada. Antes o después, iba a pagar mi atrevimiento. Ignoro qué destino me tienen preparado, pero, en cualquier caso, las opciones de escapar a él son mínimas.
Por eso, cada par de ojos que se posan en mí representan un peligro. Son muchos quienes me buscan. El poder encuentra aliados en todas partes. La única realidad posible es la huida. Ningún rincón del país es seguro ahora. Sólo en el extranjero, lejos, podré eludir los largos tentáculos de mi enemigo. Mas no debo pensar en el futuro lejano cuando en un instante todo puede irse al carajo. Lo urgente es salir de aquí.
Todos los rostros que me rodean son una amenaza.  Por desconocidos, por multiplicados.
Vine a la estación porque me pareció el mejor lugar para pasar desapercibido. En principio, sólo tomé el tren por alejarme de aquí. El destino fue casual –era el tren que en ese momento se disponía a partir-, pero en Enrique Fynn tengo amigos que tal vez puedan ayudarme.
Ahora, cuando el tren ya abandona la ciudad y avanza hacia la interminable llanura, sólo ahora he caído en la enorme indefensión del proscrito que toma la decisión de subirse a un tren –un avión, un autobús, cualquier medio de transporte colectivo, en definitiva-. Por eso, trato de evitar las miradas de los otros pasajeros. Las gafas de sol ayudan, pero no son un muro tras el que esconderse. Sólo un diminuto camuflaje. Si alguno de mis perseguidores está a bordo, soy hombre muerto.
Haría bien, lo sé, en ocupar mi mente con otro tipo de pensamientos. La forma de burlar la vigilancia a que estoy sometido, por ejemplo. La acción que debería llevar a cabo si descubro a uno de ellos… esas cosas. Pero el temor me impide pensar: Un indicio claro de ello es que, justo antes de tomar el tren, he llamado a mis amigos para avisarles de mi llegada. Sólo un minuto más tarde he caído en la cuenta de lo inoportuno de mi visita. Por nada del mundo desearía meter en líos a mis amigos. Pero ya está hecho. No puedo volver atrás. Dejo mi destino en manos de este enorme artefacto que me traslada con rapidez entre campos y pueblos que, a esta hora, parecen abandonados.
A pesar del miedo, el cansancio acumulado en las últimas horas me induce a dormitar. Breves cabezadas de las que salgo con un sobresalto. Cada vez, miro alrededor con aprensión. Nada en el vagón parece amenazarme, pero con esta gente nunca se sabe.
Para un prófugo, todo son ojos. Ojos expectantes, acusadores, irónicos, traicioneros. Ojos enemigos.
Cuando, al volver de alguna de esas ensoñaciones, distingo una sombra en algún punto inconcreto del vagón, mi corazón se acelera. Cada vez que el tren se detiene, temo que suban, que me busquen, que me saquen esposado y vencido a la vista de todos y me metan en un auto verde, uno de esos autos verdes de los que no se regresa…
Una mirada fija es una alarma causando un estruendo insoportable en mi interior. Una inocente sonrisa se me antoja como la señal inequívoca de mi perdición.
Los kilómetros y las estaciones se suceden, pero mi angustia no mengua. No obstante, si he de ser sincero, no hay la menor señal de los sicarios. Se trata sólo de la sensación de ahogo propia de quien se sospecha rodeado.
Miro hacia afuera y percibo que ya estamos llegando. La próxima estación es Enrique Fynn. Allí tal vez pueda estar seguro uno o dos días, mientras decido qué hacer, hacia donde seguir huyendo…
Con suma precaución, la misma que he empleado en las últimas horas o días (en la huida llega a perderse la noción del tiempo), me preparo para salir de este encierro rodante. Abajo todo será distinto.
Sin embargo, la frecuencia de mis latidos no disminuye. Mientras el tren va reduciendo su velocidad y la silueta de la estación se perfila en el horizonte cercano, me asalta una revelación: Ellos están ahí, esperándome. Esta vez no se trata del pánico, sino de una fría certeza. No necesito verlos. Lo sé. Conocían mis planes y no han hecho otra cosa que alimentar mi esperanza, dejando que el viaje llegue a su fin. No habrá escándalo ni una persecución cinematográfica. Simplemente, alguien se acercará a mí y me susurrará al oído unas pocas palabras. Yo le seguiré en silencio, velando así por la seguridad de mis amigos, a quienes me prometerán no hacer el menor daño si colaboro. No me hará falta ver a uno de mis antiguos compañeros, quizá el más joven o aquel que siempre enrojecía al mirarte a los ojos, escondido tras una columna, observando con el corazón en un puño mi detención y, tal vez, respirando aliviado al comprobar mi sumisión. Después, el protocolo se cumplirá con precisión geométrica, del mismo modo que siempre. Y el mundo me olvidará como se olvida todo.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com





-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***

-Por Ferrocarril Midland-



Km 55


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.









InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.





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