sábado, noviembre 24, 2018

EDICIÓN NOVIEMBRE 2018


*Dibujo de Erika Kuhn.











INDEFECTIBLE*




Al pensarlo un poco, el día siguiente, María del Carmen tuvo que reconocerse a sí misma que, en el fondo, ella sabía muy bien lo que le estaba esperando aquella mañana del otro lado de la puerta. Y fue por eso que había dudado un instante, imperceptible para los otros pero no para ella, un demorarse de la mano en la elipsis hacia el picaporte, aquel breve temblor en sus dedos de cirujana. También recuerda ese suspiro un poco sobresaltado que la tomaba de improviso los últimos tiempos, que era un espasmo corto, como una queja del pecho y que su mirada estrictamente médica hubiera llamado extrasístole pero el sentido común, después, lo nombró angustia.

Los pantalones bajos hasta la rodilla, la posición tan animal de su marido contrayendo los glúteos, esos, que después de tantos años le resultaban más conocidos que los suyos propios, moviendo su cuerpo contra el cuerpo de la residente nueva pero sobre todo la visión de Sergio entregado a aquella escena donde nada daba cuenta del amor, le dieron un poco de pena.

Al pensarlo más, durante las semanas siguientes, María del Carmen tuvo que reconocer, también, que siempre  supo que eso estaría esperándola detrás de alguna puerta. Que lo supo desde el momento mismo en que la vio llegar y si le pidieran que elija una sola cosa, un solo detalle por el cual debió estar alerta,  no diría que fue por la brutalidad de ese par de tetas, tendría que decir que fue por las lentes de sol. O ni siquiera eso. Ni siquiera fue por las lentes de sol  sino por la manera que tuvo de sacarse las lentes de sol. Rectangulares, negrísimos que le tapaban media cara. Detrás de esos anteojos, y aún a pesar  de los pechos como naranjas, la mujer todavía podía parecer alguien casi común, casi una mujer como cualquiera. Pero hubo algo. Algo en la forma de sacarse esos anteojos  después de haber hecho, de eso está segura ahora,  una evaluación exhaustiva de todas las mujeres, de cada hombre del Servicio, bien parapetada detrás de la defensa de aquellos lentes impenetrables. Solo después de haber identificado, deduce, posibles aliados, competencias peligrosas y, fundamentalmente,  a su presa,  alzó la mano derecha, la llevó hasta el armazón de esos anteojos impenetrables, y sin tomarlos por la patilla como haría ella o cualquier otra persona, sino agarrándolos por el marco con delicadeza, y con mucha lentitud se los fue bajando, con un gesto gozoso.  Los bajó un poco hasta la mitad de la cara y después, con un movimiento pleno, seco y, piensa, muy bien estudiado, dejó al desnudo unos ojos achinados, de un color violáceo imposible, tan artificiales como sus pechos, a fuerza de lentes de contacto,  enmarcados en todo ese kohol y rimmel que eran, de por sí solo y,  aun si no hubieran estado acompañados por aquella sonrisa para la cual todavía no tenía un adjetivo apropiado, una trampa. Ella  vio el hambre de aquella mirada. Un hambre de. En su momento no pudo precisar de qué. Una mujer boca. Boca los ojos, boca las manos, boca los pechos, boca trampa de viuda negra su sexo. Apenas la vio lo supo. Después se desdijo.


La mañana del picaporte, la mano de Sergio agarraba con voracidad aquel pecho a todas luces artificial. Dos  masas consistentes y densas se movían bajo la piel del seno sin deformarse, se desplazaban hacia arriba y hacia abajo, a los costados como si flotaran o, más exacto aún, como si se deslizaran sobre los rieles de las costillas que se insinuaban en aquel cuerpo delgado. Los dedos de cirujano de su marido  podían apreciar la diferencia entre eso y una teta pero, ella lo sabe, en ese momento  a él no le debería haber  importado mayormente nada. Conociéndolo  como lo conoce,  sabe que a Sergio le bastó siempre con sentir la mano desbordada en la abundancia de esa carne, vamos a decirle así,  una abundancia que supere toda capacidad prensil de los dedos porque que para él  esa desmesura es, por sí sola, suficiente. Para qué lo va a negar.

Pensándolo otro poco, tres meses después, se dio cuenta de que lo más terrible para ella fue sentirse descubierta. Obscena. Tan, tan obscena. Ella ahí, petrificada, con el rudimento de frase que tenía preparada antes de entrar al consultorio de su marido colgándole de la boca abierta, congelada en el acto de elevar la lengua, a medio camino hacia el paladar, una leve contracción del risorio de Sartorini, lista como para decir LE o tal vez algo que empiece con EL. Lo que no puede recordar es qué iba a decirle, tal vez algo sobre algún paciente, tal vez no, quizás decir algo banal, innecesario, una entre tantas de las cosas que construyen lo cotidiano. En ese pedazo de mármol en que se había transformado ella, solo los ojos se le movían, los ojos secos, los anteojos cabalgándole a mitad de la nariz, totalmente inútiles. Y entonces le pasó aquello. Aquello que es lo que más la asusta. Eso, de sentir que salía del tiempo, del espacio. Que dejaba el cuerpo parado ahí, la mano clavada en el picaporte y ella, quién sabe qué parte de ella, retrocedía unos metros y  los veía a los dos tan trenzados y también se veía a sí misma, ahí clavada en el vano de la puerta, la mano en el picaporte, la boca preparada para hablar con algún El o un Le colgándole de la lengua.  Eso, de sentir que el tiempo, medido en distancias, era muy distinto para ella que para los otros dos que se revolvían y hamacaban  y gozaban como centauros. Porque para ella el tiempo parecía muerto mientras que  para los otros no. Seguían con sus roces, con sus risas, sus manos y ella, en cambio estaba ahí, tan dura que tal vez ni siquiera el corazón se le estaba moviendo.  Muy de a poco fue volviendo a tomar posesión de sí. Despacio fue acercando su mano a la cara, el dedo índice extendido, hasta alcanzar el entrecejo para empujar un poco la montura de los lentes a la base de la nariz, empujó, entonces, e hizo algo de fuerza como si quisiera clavarlos, atornillarlos ahí. Entrecerró los ojos, la luz intensa de los tubos fluorescentes le lastimaba la vista, tenía las pupilas dilatadas como platos. Si  alguno de sus pacientes tuviera las pupilas dilatadas como platos, María del Carmen hubiera dicho la palabra midriasis, sin embargo ella, cada vez que le contó esto a alguien, lo nombró como espanto.
Los ojos iban y volvían una y otra vez de la espalda de la residente a la mano del marido y de la mano del marido a los pechos brutales, y después a los glúteos de Sergio y bajaban hasta las pantorrillas donde se enroscaban los pantalones, y de nuevo subían hasta la espalda de la residente, hasta un momento en el que desvió la vista, como rompiendo el hechizo y buscó en la ventana del fondo del consultorio esa cara que ella sabía desde hacía tiempo que algún día iba a encontrar ahí. Así. Fue en aquel vidrio que las miradas se encontraron. La habitación entera olía a sexo, a sudor, a perfumes y ellos dos trenzados en una posición tan conocida. Su propio cuerpo conservaba la memoria de esos gestos. El cuerpo de María del Carmen evocó por un instante el golpe de esas caderas en sus propios glúteos, la presión de esas manos en sus piernas, la sensualidad de los dientes mordiendo sus hombros, su oreja. Recordó palabras, gemidos. Roces, humedades. Pero ahora su cuerpo no estaba ahí, en la escena. En la escena había otro cuerpo. Sustituto, suplente. Un cuerpo terso, joven que le había recordado de una forma deformada, vaga, indescriptible, un poco al suyo, no el de ahora sino aquel que había perdido de vista entre un embarazo y otro, entre la carrera y la casa y el crédito y tantas cosas.

Al pensarlo mejor, pasado casi un año, se da cuenta de que, a pesar de la distorsión de la luz intensa que aquel día le lastimaba los ojos abiertos como platos, la otra, al encontrarse sus miradas en el vidrio, le sonrió con un gesto de victoria y después, inmediatamente después, ofreció su nuca a los dientes del hombre, abrió la boca y dejó escapar un gemido de goce tan contundente, tan artificial como sus pechos, mientras los ojos no dejaban de mirarla, como si se lo estuviera dedicando. Podría haber dicho, el gemido de un orgasmo, pero ella nunca supo cómo llamarlo.

Cerró la puerta para no agregar a la traición, el bochorno y de alguna forma volvió a su consultorio, del otro lado de la sala de espera. Dio vueltas y vueltas en su silla giratoria, como cuando era chica y hacía lo mismo con la calesita de la terraza. Ella giraba y giraba la calesita de la terraza cada vez más fuerte, cada vez más rápido, hasta producirse un estado de mareo, hasta no saber qué era arriba, qué era abajo, qué afuera, o adentro, entonces, de pronto paraba la máquina y bajaba de un salto, caminando como una borracha, para chocarse contra todo, o se tiraba al piso, a ver pasar el mundo por su cabeza, enloquecido, el hasta que al final, de a poco, todo se iba aquietando,  todo volvía más o menos a un lugar posible. Frecuentemente el frenesí de la infancia en calesita terminaba en vómito. Hubiera querido vomitar el día de la mano en el picaporte, de la boca abierta y la lengua congelada a medio camino de una ele, de un el, pero no pudo. Tampoco pudo llorar. Le quedaron, de ahí, los ojos, secos, minerales, y no consultó con colegas, no hizo ningún tratamiento, porque supo desde el inicio que eso que tenía era odio. Saltó de la silla, agarró la cartera, buscó las llaves del auto. Se iría a su casa, a redactar la carta de renuncia, a llamar a su abogado, a colocar toda la ropa de su marido en cajas, en valijas, en bolsas negras. Pero eran casi las once de la mañana y en la sala de espera una madre amamantaba a su bebé a pesar de la superposición de camisas, pulóveres que los separaba. De una bolsa asomaban las agujas, un nuevo tejido, tal vez para superponer a todos los otros a medida que avanzara el invierno. Un hombre de unos treinta años la esperaba desde las ocho con el ojo vendado, la semana anterior le había extraído un remache incrustado en la córnea. Dos chicos corrían entre los bancos. Más allá la nena con retinitis pigmentaria esperaba al lado de la abuela que dormía, que cada tanto apoyaba la cabeza en aquel otro hombre, el del glaucoma muy avanzado. Volvió sobre sus pasos, dio vuelta la cartera y volcó todo sobre el escritorio, revolvió hasta encontrar los lentes de sol. Se los puso. Los cristales de color caramelo tenían una tonalidad levemente rosada. Se miró en el espejo. Le quedaban bien. Ese modelo iba perfecto con su mandíbula cuadrada. Se estiró el guardapolvo, pasó el dedo por el bolsillo superior, doctora Millán. Jefa de residentes. Guardó todo en la cartera, limpió el escritorio. Colgó su abrigo, acomodó la silla. Respiró hondo, volvió a abrir la puerta y gritó: Ledesma.

El hombre con el parche en el ojo se levantó, caminó entre los bancos de la sala de espera y se paró en la puerta del consultorio. La miró. Ella le extendió la mano.

Buen día, le dijo, cómo está.




*De Flavia Pantanelli.



-FLAVIA PANTANELLI tiene 51 años. Es fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires.  Realizó la Formación Intensiva en Escritura Narrativa de Casa de Letras y frecuentó varios talleres literarios de creación, lectura y clínica de obra.
Publica sus trabajos desde 2014 en revistas literarias y  antologías de Argentina,  Brasil,  España, México y Estados Unidos.
Sus cuentos han recibido distinciones en concursos como Mujica Lainez, Consejo Federal de inversiones, Colegio de escribanos de Provincia de Buenos  Colegio de Abogados de Mercedes, Concurso Blaquier de la Fundación Victoria Ocampo, Concurso Federal de relatos, Cuentos para el Andén, Concurso Manuel Altamirano de la Universidad Autónoma del Estado de México, entre otros.
Participa de los proyectos colectivos, traduce del italiano y es editora desde 2016.
En 2015 publicó los siguientes libros de cuentos: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015 y ed. Modesto Rimba 2016) y CARNE ROTA (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la  Fundación Victoria Ocampo).  Su libro  EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS CASAS (editado por la Editorial Universidad Autónoma del Estado de México, México2017) fue distinguido en el Concurso Manuel Altamirano, Toluca, 2017.
En 2018 su cuento Carne rota, recibió el primer premio del concurso Cuentos a la Calle, organizado por Fundación Una Brecha.
En este momento se encuentra estudiando la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Tres de Febrero.










*


ahí la cicatriz

en su limbo

descansa

y cada tanto muerde

todo aquello

que alguna vez

fue lazo de amor



*De Celina Feuerstein.  celinafeuerstein1@gmail.com


-Celina Feuerstein nació en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología y trabaja como psicoanalista. Algunos de sus poemas fueron publicados en revistas literarias y en las Antologías del Rayo Verde 2015/2016/2017. En marzo del 2018 salió su primer poemario “La casa vacía”, editorial Caleta Olivia.















INOCENCIA*



El siempre ha habitado el bosque. Este bosque. Este bosque que es, precisamente, lo que la palabra bosque nombra. Le mot juste, la palabra precisa.
Ha deambulado largamente por la foresta frondosa de gacelas de patas temblorosas y de almendrados ojos titilantes; ha transitado los senderos de pájaros de plumaje fantástico. Ha visto virar las hojas desde el espléndido verde al rojo ígneo, en atardeceres que fueron ocasos y también otoños de ardiente puesta del día.
Solo es. La dulzura del aire se ofrece a sus pulmones limpios, la soledad no es una jaula estrecha. La soledad es este bosque interminable que se ofrece en sonidos y en imágenes de sólida belleza, intacta belleza. Cada día es el primer día. La lluvia limpia el universo cada vez.
No conoce la pérdida del acostumbramiento. Cada erguido árbol, cada arbusto retorcido le brinda nuevos deleites en insectos que danzan el aire, en frutos de esférica alegría, en tiernas raicillas que dibujan evanescentes formas fundidas a la perfecta simetría de las telas de araña.
Ah la alegría de las gotas de rocío capturando la primera luz, la última luz.
Solo es. La soledad no le aferra el pecho, no estrecha sus costillas.
La soledad no lo abraza con su estrangulamiento de enredadera. No sabe que está solo, y ello lo mantiene salvo de su oscuro veneno.
Siente el gozo de la tierra debajo y del firmamento curvo que dibujan su mundo de capullo cóncavo.
Solo es. Nada lo requiere con premura. Puede demorarse y fluir, puede transcurrir mansamente. Nada lo inquieta.
El ojo de agua en la espesura espeja el mundo. Mira la superficie y se ve a sí mismo como si no se viera. La presencia del otro no lo inquieta. Ve su imagen y es su imagen. No existe la obligación de hallar compañía en el espejo, no lo aferra la bíblica promesa, la bíblica maldición del apareamiento. Solo es.
Único y completo, solo es.
En su universo habita hasta ahora. Este ahora que le ofrece una muchacha casi niña entredormida, entrevista, entresoñada en su lecho de trébol húmedo.
Súbitamente una muchacha casi niña, ingenuidad de melodía sin semitonos en la súbita muchacha entrevista, entredormida, entresoñada.
Súbita muchacha en el lecho de trébol húmedo.
Jóvenes brazos de luna nueva, blancas curvas, tierna postura sedente.
El bosque expone el secreto de la niña clara, aliento de helecho matutino, escultura blanda. De pronto el bosque expone su secreto.
Es la doncella florida, la arcilla dócil, la forma exacta. De pronto el bosque halla su expresión en una criatura que lo resume.
Se acerca con pasos breves.
La recorre tocándola con la mirada, y allí están los anocheceres oscuros, las promesas de la fronda susurrante, la convergencia de los caminos y las aves aleteantes. Todo en ella está. Cada gesto suave de los largos tallos ondulados, cada aroma de fruta madura. Todo en ella se manifiesta.
El bosque es esta figura extendida, y lo contiene como un minúsculo camafeo.
Se acerca con pasos breves. Descansa la cabeza en el regazo de miel y nido. Siente por primera vez que ha estado solo, siente que esta niña le falta, que la añora desde ahora, cuando su cabeza reposa en un estrecho contacto que ya es separación y lejanía.
Ha recibido la amarga revelación de que él es un ser entre los seres, la demorada maldición de saber su individualidad. La condenación lo alcanza en este instante en que ya no es el bosque sino que increíble, atrozmente está en el bosque.

Decir que los hombres mataron al unicornio es acaso un agregado innecesario.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












10 *



*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com



Nadie escuchó mis súplicas.
Ante el amor, fue todo incertidumbre.
Quise escribir con un cuchillo
su nombre
sobre la mesa familiar. No pude.

No soy analfabeta.

No son mías las ovejas de ese campo.
Soy vieja para una primera revelación.

Mal pude haber guiado y llevado al triunfo
a los cinco mil hombres del ejercito francés.

¿Qué mirada sostiene el juicio y la hoguera
sobre mi nombre
por haberme atrevido a escuchar
las palabras felices
en la boca de un árbol?


(De El castillo de Rouen, tercer libro de La trilogía)




-Valeria Pariso nació en 1970 en la provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares. La trilogía –Uva negra / Mascarón de proa / El castillo de Rouen- (Vela al viento ediciones patagónicas, 2018)
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.

En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.

Coordina talleres de poesía.












Horóscopos*



En Rouen, en la Normandía francesa, el 18 de Mayo de 1847 nace, de padres campesinos, Charles Perigot Damûet que después de una juventud llena de privaciones decide trasladarse a París con la idea de buscar fortuna.

En la misma fecha, en Kuala Lumpur, capital de Malasia una joven de la aristocrática familia Yap da a luz un varón al pone de nombre Woti que es educado en las mejores escuelas del país y al cabo de los años se traslada a Paris a completar su formación.

En verano 1869 Mademoiselle Fournarin, trabaja como camarera en una fonda de la Rue Rivoli donde acaba de incorporarse un normando llamado Perigot por el que se ha sentido atraída desde el primer instante.  Fournarin, mujer de fuerte formación religiosa, se sorprende a si misma al responder a las insinuaciones de un varón cetrino de nombre Woti que cada tarde repasa sus libros en la mesita del rincón.

Ambas relaciones crecen paralelamente en el corazón de la doncella, hasta el momento en que los dos galanes descubren el doble juego de la dama lo que les lleva a batirse en duelo en las inmediaciones del Bois de Bologne.

Únicamente Woti sale indemne del duelo y la muerte de Perigot cae como una losa de culpabilidad sobre el corazón de la joven. En el entierro descubre la coincidencia en las fechas de nacimiento de ambos y se pregunta porque dos personas con el mismo horóscopo han tenido destinos tan dispares. Uno consiguió el amor y el otro la muerte.

Decide no creer en el destino que marcan los astros, pero después de meditarlo detenidamente admite que puede que no haya error, porque quizás el amor y la muerte sean lo mismo.



*De Joan Mateu. joan@zarca.es













IV *



*De Valeria Cervero. valecervero@hotmail.com



Subo los escalones hasta la base de madera
sobre el árbol donde se inicia el recorrido.
Son varias plataformas que se encuentran
en la altura de las copas medianas.
Después de los preparativos de rigor,
mis pies pierden su apoyo.
Los dirijo hacia adelante,
extiendo mis piernas también;
tengo las manos agarradas por encima de mi cabeza,
todo mi cuerpo avanza constantemente
mientras pende de la línea de vida:
velocidad, velocidad, velocidad.
El fresco viento confirma el movimiento
que se extiende segundo tras segundo
a la altura de los árboles.
El suelo quedó a suficiente distancia
como para ignorarlo
y entregarme al abrazo del aire
durante todo el recorrido.
Entre una base y la siguiente
contradigo todo lo esperable para mi especie.
Mi cuerpo es una sucesión de estados
que no terminan de ser
mientras dan lugar a otro
negando el gobierno de la gravedad.
La tirolesa y su ficción de vuelo
me recuerdan aquel sueño tantas veces repetido
en que el deseo de planear
se cumplía sin explicación,
con esa certeza de que todo llega,
hasta lo que creímos imposible siempre.


(De Tantas formas de alejarnos del suelo.)


-Valeria Cervero nació en Buenos Aires en 1972. Publicó Cadencias (2011), el libro-álbum Escondidas (ilustraciones de Vivi Chaves, Ediciones del Eclipse, 2013), Equilibristas (Colectivo Semilla, 2014), Sin órbitas (El ojo del mármol, 2016), Madrecitas (Barnacle, 2017), Seres pequeños (HD, 2018) y Sibilejo (Editorial Maravilla, 2018).












LOS ÁNGELES Y LOS PUENTES*



Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes. Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.



*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar











*


No es posible

atrapar a las pequeñas

palabras del amor.


Son de raza sutil,

y a veces,

mueren de sólo nombrarlas.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com















LOST IN THE NIGHT.*



Nuestra tan esperada cita con La pequeña perla del Mississippi, la ciudad de Memphis no salió como la habíamos planeados. Y las personas que nos prometieron tampoco se aparecieron. La noche del concierto fue todo un fiasco. Aún así, tanto Mary como yo intentamos buscarle el lado luminoso a la masiva oscuridad emocional que nos causó el desastre, así como también a la irrespirable atmósfera de desprecio racial predominante en El Sur. Visible. Respirable incluso desde la perspectiva de dos extranjeros que sólo estaban de paso por Tennessee. Pero lo comprendo porque en las tierras del Sur abundan aún las cicatrices purulentas de la gran catástrofe que Los Confederados les crearon a la nación. Que haya pasado más de un siglo de aquello no ha servido de nada para lavar las manchas sanguinolentas del rostro de estas tierras pobladas por corazones atrapados dentro del vientre de la serpiente de la cual habló Sartre. Por doquier te tropiezas con estatuas dándoles la espalda al norte. Son como relojes de sol o esfinges de sombra que determinan no sólo el curso que ha de seguir la historia, sino también el color de la piel que el tiempo ha de tener. Por tanto, arribar a la ciudad de Memphis fue para mí y para Mary como llegar a un oasis en medio de un desierto de sofocante arena blanca que casi nos llega al cuello. Fue nuestro amor por el blues lo que nos hizo obviar obvio. Luego de un par de horas decidimos salir de la ciudad para no pasar toda la noche manejando en círculo alrededor. Perdidos en las marañas de los pueblos pequeños de Tennessee. Pero estábamos exhaustos por lo que nos paramos en un famoso bar de las afueras de Knoxville en donde la “house band” que tocaba esa noche cubría todo un repertorio de clásicos de los músicos del Delta del Mississippi que iba desde John Lee Hooker a Muddy Waters. Al entrar al centro nocturno, la primera impresión que sentí, fue que a los parroquianos presentes el ver una pareja de extraños biracial les fue de total sorpresa. Pues les costaba comprender cómo nos aventurábamos a desplazarnos a esas horas de la noche por un Estado del Sur. Imagínese usted, Mary, una escultural rubia con cinco pies y onces purgadas de altura con nada que envidiarle a Claudia Schiffer. Con esos ojos azul celeste y su pronunciado acento sueco. Yo, en cambio era un negro caribeño con cinco pies y seis purgadas de altura. De figura rechoncha quince años mayor que ella. Y para peor suerte, mi inglés como todo en mí era de segunda mano. Y ustedes se preguntarán cómo coincidieron nuestras vidas? Bueno, es una larga historia, por lo que, me limitaré a contestarles, que, la soledad del ser “postmoderno” hace que lo imposible sea posible. A Mary la conocí en una tienda de ropas vintages del Alto Manhattan. Después de conversar un poco le pedí su número de teléfono preguntándole qué si había disfrutado alguna vez de la comida dominicana, por lo que la estaba invitando a una cena que tenía planeado preparar para un grupo de amigos. Para sorpresa mía aceptó la invitación. Lo otro no necesitan que se lo explique. Mary al igual que yo, llevaba sólo unos cuántos meses viviendo en la ciudad de Nueva York. Yo, por otro lado, llevaba cinco meses, así que éramos dos almas solitarias en el vientre de una de la ciudad más diversa e indiferente del mundo. Y ahora de regreso hacia a la Gran Manzana el silencio se hizo sepulcral entre nosotros. Era como la Gran Muralla China interponiéndose entre los dos, pero aún así, yo estaba seguro que lo nuestro sobreviviría a tan azaroso viaje.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es













*


Dejé demasiado por poco

todos somos marionetas alguna vez

de lo que llamamos amor

después nos volvemos adultos



*De Vanesa Álvarez. vanesui@hotmail.com











SABIDURÍA*


Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.


Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de  animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró  el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un  árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro. La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso. Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".

Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com













*


–Si Dios existe ¿está enojado, distraído o sorprendido?


*De Carlos Alberto Parodíz Márquez.

Periodista. Escritor.
(Agosto de 1939 - Noviembre de 2013)


-Recordando a Carlos con una de las “mágicas” preguntas con las que podía sorprender-








InvenTREN







Estación Saturno*




Dormido y soñante. Con esos sueños habituales que últimamente se parecen tanto a mis desencuentros con lo real. Desperté cuando la bella azafata pelirroja decía Une Station Saturne, Station Saturn, Stationieren sie Saturn. Entendí que en 10 minutos se llegaba a la estación. Me había dormido siguiendo sus desplazamientos de ida y vuelta por el pasillo. Su presencia fue como un hada que me llevó a aceptar el sueño y la repetición de alguna pesadilla para luego despertarme con la sensación de que se parece demasiado al presente.

Como dijo una vez Rosa Montero: En algún momento del viaje este se convierte en una pesadilla. Es tan evidente la metáfora del viaje con la vida misma.
En eso pensaba. Hasta que vi a Julián parado en el pasillo, haciendo payasadas como siempre entre un grupo de mujeres y hombres bullicioso y jodón como una estudiantina pero ya grandes en edad. Julián repartía algo casi invisible entre sus dedos a cada uno de sus compañeros que se levantaba con bolsos. No pude resistir la tentación de ir a saludarlo.
Con sus anteojos culo de botella, idéntico antes del tiempo pero con canas. Desde nuestra remota juventud se dedicó al teatro vocacional.
Me confirmó lo que acababa de descubrir: viajaban con su grupo de teatro para brindar en Saturno dos funciones seguidas el sábado y el domingo.
No resistí demasiado, le pregunte a la azafata si podía descender y continuar el viaje con el mismo pasaje en trenes siguientes. Respondió que si, que era una política de los ferrocarriles económicos de fomento que se pudiera descender en una estación, conocer y volver a subir al próximo tren. El amigo casi no me da tiempo de volver al asiento para llevarme el pequeño bolso que llevo colgado del hombro.

Al bajar había una recepción oficial con banda de música y discursos incluidos. Solo alcanzamos a decirnos con Julián que los hijos están bien crecidos cuando nos vimos inmersos en apretones de manos, presentaciones y palabras de bienvenida. Sólo retuve dos nombres entre los presentes: Hércules, jefe de estación y el Ingeniero Orlando Williams como autoridad del ferrocarril de fomento.

Leí un cartel de publicidad que colgaba bajo el andén:

¿Dolor de cabeza?

Venga del aire o del sol
Del vino o de la cerveza.
Cualquier dolor de cabeza
se corta con un geniol.
30 centavos.

-Este pueblo atrasa por lo menos 50 años debí decir pero el asombro confluyó en silencio.
Hablaba para los presentes el ingeniero Williams, era el discurso de un anciano enérgico de no menos de 75 años.
Defendía al ferrocarril con orgullo. Con una pasión inaudita, como lo haría cada uno de los ferroviarios que no conoció los efectos del Plan Larkin ni la destrucción sistemática del tren que siguió de allí en más.

Miré al público del pueblo y solo vi ancianos. El grupo de Teatro de Julián y yo éramos los mas jóvenes

-¿Este es un pueblo de jubilados? -le dije a Julián.

-Algo así, después te cuento bien. - Contestó con tono enigmático.

No nos dejaron ir de la estación hasta que sirvieron una picada con variedades de salamines y  quesos y se hizo un brindis con vino tinto.
Cuando terminaba la recepción le pedí a Julián de ir caminando para hablar,  quizás ver algo del pueblo.

-Dale, el teatro de la sociedad italiana queda a cuatro cuadras pero caminamos unas cuadras más, no te entusiasmes en ver demasiado, el pueblo tiene 10 manzanas de este lado de la vía y algo menos del otro lado.
Casi enfrente de la estación se observa un edificio imponente al que se le están haciendo refacciones.

-Es la universidad...
El cartel que leo en el frente no deja lugar a dudas:

"Universidad del viento de Saturno"

y abajo una leyenda en francés, alemán e inglés.

-UN DIEU LES ALLAITE (ÉLÈVE) ET LE VENT LES ENTASSE.

-GOD RAISES THEM AND THE WIND ACCUMULATES THEM.

-GOTT DIE ZUCHT UND DER WIND BELÄDT SIE.

-Es una universidad abierta donde puede estudiar quien quiera sin requisitos de estudios cursados ni limite de edad. -Explica Julián.


-Bueno, ahora explícame porque en este pueblo toda la gente que pude ver es anciana...

Lo voy a intentar -dice Julián-  toma aire como si la cuestión fuese compleja de entender para una persona común.

-¿Viste al Ingeniero Williams?

-Si, un anciano de una energía y convicción envidiable.

-Pues él es el autor de la ley de ferrocarriles agrícolas y económicos de la provincia.

-Me estás jodiendo.

-No, es el mismo.

¿Pero cuantos años tiene?

-El 29 de agosto cumplió 136 años.

-No puede ser. Ese hombre no tiene 80 años.

-¿Oíste hablar de Vilcabamba en Ecuador?

-Si, una zona de pocas que hay en el mundo dónde la gente vive más de 100 años.

-Bueno, en Saturno la gente no envejece.

-Pero si son todos viejos!!!

-Así llegaron amigo, llegaron viejos y así están: viejos y saludables.

-¿Cuales son las dos instituciones más importantes del pueblo para las que ofreceremos la obra?

-Ya no me animo a imaginar nada más. -le dije resignado a cualquier relato extraordinario.

-Un geriátrico y un hospicio psiquiátrico.

-Tiene alguna lógica, la gente no envejece, pero tampoco rejuvenece como Brad Pitt en la película.

-Exacto.

-Y que obra van a representar. -pregunto adrede para recibir alguna respuesta aceptable para mi racionalidad.

-Una versión muy libre de Saverio el cruel.

Llegamos al cine teatro de la sociedad italiana. El amigo se va a unir al grupo y la obra empieza casi de inmediato, actúan con las mismas ropas con las que llegaron.
Los que organizan son los internos del psiquiátrico. Venden las entradas, lo llevan a uno al asiento numerado. Te dicen algún piropo: -Usted es tan lindo como mi nieto Agustín que vive en la capital.
-No quiero sacar cuentas, tengo 51 años, esa será la edad de su nieto?
Me sientan al lado de un viejito italiano, que enseguida empieza a hablarme, habla en un cocoliche, pero le entiendo que es nacido en un pueblo del Piamonte. Y que puedo llamarlo Don Alberto.

-¿De donde viene...? - pregunta.

-De Lomas de Zamora.

-Bello pueblo, bello, yo he visto cantar a Gardel y a Corsini en el Teatro Coliseo.

-Pero usted era muy pequeño en aquella época me atreví a decir temerariamente con una lógica que ya no era aplicable en Saturno.

-No crea, era un joven de más de 20 años que trabajaba de maquinista en el Ferrocarril Sud. Aquella noche había ido con mi finada esposa Ornella. Cuando llegamos no había más entradas. Una multitud se quedo afuera e io también. La gente pedía a Gardel, y Gardel salió al balcón a cantar para nosotros, los desafortunados que nos habíamos quedado afuera.

Empieza la obra, hacemos silencio. Sigo rumiando un desconcierto que no para de crecer, pues no encuentro elementos para desmentir lo que sucede ante mis ojos.
El amigo es el mantequero de Arlt y toca timbre. Lo esperan un grupo de jóvenes aburridos que quieren divertirse con él. Una anciana -presumo que es una enferma del psiquiátrico- se levanta y comienza a cantar en italiano. Puede que cante en dialecto pues no se le entiende nada. El amigo la va a buscar y la sube al escenario. Ella canta una y otra vez la canción, que parece una canción infantil.

Sólo comprendo al estribillo:

¡Io sono Pinocchioooo!

La obra prosigue, es una versión más que libre de Saverio el cruel. Julián es el mantequero que no es ungido Coronel, sino Fiscal.
Es un fiscal que se preocupa por pequeños hechos de corrupción. Se ha puesto una peluca con la que parece Lennon y no un calvo común de los que abundan en la justicia. La acusada es cajera de supermercado. La culpan de haberse quedado con 25 centavos.

Se para otra anciana ¿paciente del psiquiátrico? e interrumpe:

-No la castigue señor Psiquiatra. Ella no tiene nada que ver. Acá esta la moneda que le faltó.
(Y levanta el brazo y el foco de luz la muestra a ella con su moneda sostenida entre el pulgar y el índice).

-Estaba en el piso del comedor esta mañana, yo la encontré, ella es inocente!!, la voy a devolver ahora mismo.

-El amigo reacciona y la va a buscar, a ella y su moneda que prueba la inocencia de la acusada.
La moneda entra en la escena. La obra que se improvisa con cada interrupción del público intenta retomar algo de la original: el mantequero que mi amigo convirtió en fiscal esta por descubrir la trama del engaño.

Ahí comienza a cantar otro anciano:
¡caprichoso garibaldino trulalaaaa!

No lo puedo creer. Es el pedacito de canción que mi padre cantaba cuando aludía a mi tozudez.

En el escenario, el amigo y su grupo teatral decidieron que esa canción era el mejor cierre posible para su obra. Subieron al pequeño anciano. Cantaron todos mientras el público aplaudía. Fue demasiado el sacudón emocional para mí. Me levanté con un apuro injustificado sin antes dejar de estrecharle la mano a Don Alberto. Antes de salir dejé mi tarjeta en la boletería para que se la dieran a Julián, escribí rápido en el reverso: “Amigo, esta experiencia merece un café. Cuando estés de vuelta por Buenos Aires te invito yo y sin discusiones. Abrazo”.

En el horario el tren debe llegar en minutos. Me parece escuchar a lo lejos el ruido de la locomotora con su silbato de vapor.
Increíble este pueblo. -Hermosa e inexplicable experiencia. Prometo que volveré para conocer la Universidad del Viento.

-Mi vida sucede de duda en duda, a partir de ahora se agrega una nueva: ¿Venir a vivir a este pueblo o seguir envejeciendo como cualquier persona?

En el andén esta Hércules, el jefe de estación.
- 95 años verdaderos ni uno más, no me quito la edad como la gente del pueblo... -Dice
Cuenta que es hijo de franceses. Antes de llegar a Saturno como jefe de estación trabajó en la Compañía General. “Une Compagnie Générale de Chemins de Fer dans la Province de Bons Airs.”

-Me acostumbré a nombrarla sólo en francés.

-Dígame Don Hércules, ¿Que quieren decir con esa leyenda en varios idiomas que hay en el frente de la universidad?

-¿Eso?

-Si.

-Dios los cría y el viento los amontona. Ese es su lema académico.




*De Eduardo Francisco Coiro.





-Próximas estaciones de escritura:



Km 55

-Por Ferrocarril Midland-


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.






JUAN TRONCONI.

–Por Ferrocarril Provincial-


   CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.








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