*Foto de Antonio
Dal Masetto por Daniela Dal Masetto.
ÉL*
(18/11/90)
Vagando por las calles solitarias,
Él está
Y en su cabeza dando
Vueltas y vueltas sus ideas están
Caminando sin saber a donde ni porque.
Sentarse en el primer bar que encuentra
Y tomar un café.
Anotar en una servilleta
Ideas sueltas, cosas locas
Solo él las puede entender.
Callado, pensativo, él camina,
Se sienta en un banco de plaza
Saca la servilleta y escribe;
Se levanta y camina
Siempre silencioso y pensativo;
Fuma un cigarrillo atrás de otro
Y no deja de empezar.
Llega a su casa, saca la servilleta
Agarra una carpeta que esta llena
De papeles escritos.
Une las ideas.
Enciende la computadora y empieza a escribir.
Suena el teléfono
Es un amigo
Deja todo como está
Apaga la computadora
Y baja para encontrarse
Con su amigo en el bar,
Mientras el amigo charla
Él escucha con mucha atención
Y analiza palabra por palabra
Para ver si algo de lo que dice el amigo
Puede llegar a escribirse en una servilleta
Daniela/90.
Pá: te quiero mucho, mucho, mucho,...
¡Sos mí ídolo!
¡Sos lo más grande que existe en este planeta!
*Escrito por Daniela Dal Masetto
a los 13 años para su papá Antonio.
EN ESA LLAMA SIN
TIEMPO..
-Textos de Antonio Dal
Masetto.
(Intra, 14 de febrero de
1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)
ALERCES
Había llegado
al extremo de uno de los brazos del Menéndez, en el Parque Nacional Los
Alerces, viajando parte de un día y de una noche en el trencito desde Ingeniero
Jacobacci hasta Esquel y después en un ómnibus y finalmente en una lancha a
través de las aguas calmas del lago, bajo el resplandor del glaciar del Cerro
Torrecillas. Iba a encontrarme con los árboles que tienen 2.500 años.
La casualidad
quiso que fuera mi cumpleaños y todo el tiempo me habían acompañado las
exigencias que suelen caminar con uno en esas fechas: realizar balances,
cumplir con los compromisos siempre postergados, tomar determinaciones. En
resumen, clarificar el panorama y empezar de nuevo.
Me había parado
en la proa de la lancha y, mientras miraba los bosques y los perfiles de las
montañas contra el cielo sin nubes, en la cabeza me daban vueltas, juntas, la
cifra de los 2.500 años con cuya evidencia me enfrentaría en unos minutos y mi
propia cifra, la de mi edad. Un poco alucinado por la falta de sueño, oscilaba
entre una impaciencia que por momentos se volvía casi angustia y un vago
sentimiento de resignación. No hubiese podido decir cuál de las dos cifras provocaba
impaciencia y cuál resignación.
La lancha
atracó en un muelle de madera y nos metimos por una senda cuesta arriba, entre
la vegetación espesa. Había mariposas alrededor. Después de andar un rato vimos
el primer alerce. El guía habló de los 2.500 años y nos informó que sobre otra
orilla del lago, una zona donde no se permitía el acceso de turistas, había
alerces de mayor antigüedad, que superaban los 3.000 e incluso llegaban a los
4.000 años. Éramos unas veinte personas detenidas en semicírculo a un par de
metros del hermoso tronco claro y recto. Mirábamos hacia arriba. A través de
las hojas del alerce llovía luz. Me di cuenta de que todos se sentían obligados
a bajar la voz.
El guía propuso
seguir. Dejé que el grupo se alejara, lo perdí de vista y quedé solo. Me
acerqué al alerce y lo toqué. Entonces, la imaginación galopó hacia atrás,
hacia el fondo de los 2.500 años. La imaginación partió y regresó trayendo
nombres, fechas y geografías. Traté de mirar en ese torbellino, establecí
asociaciones, hice cálculos, llegué a conclusiones simples y obvias y que sin
embargo me costaba aceptar. Pensé, por ejemplo, que cuando las legiones romanas
marchaban y el imperio se expandía, el árbol sobre cuyo tronco ahora yo apoyaba
la mano ya estaba ahí. Y estaba cuando en algún lugar de Palestina
supuestamente se produjo el nacimiento que marcó el comienzo de una era. Cuando
las tres carabelas avistaron las playas del nuevo continente, hacía dos mil
años que el árbol estaba. Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se
desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y
los lagos.
Y estaba ahí
ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. Había recibido el
sol, el agua, el viento de veinticinco siglos. Y yo, que medía mi tiempo en
horas, en minutos, y había llegado a ese rincón del mundo en el día de uno de
mis cumpleaños, podía tocarlo. Me dije: estoy frente a algo extraordinario, tal
vez me ocurra algo extraordinario. Apoyé la otra mano y también la frente
contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio.
Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y
toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.
-De "El padre y otras historias".
ALMENDROS
Sentado en el
vagón de un tren que cruza la isla de Mallorca, el hombre recuerda el llamado
de su hija hace nueve meses cuando le anunció que estaba embarazada, y aquella
frase: “Esto no significa que vaya a dejar de ser tu nena, ¿verdad?”. El fruto
maduró y el nacimiento se produjo. Ocurrió esta misma mañana, a las 8.43. El
hombre había viajado desde Buenos Aires para pasar junto a su hija la última
etapa del embarazo. Ahora se dirige a Manacor, ciudad del interior de la isla,
al hospital donde ella trabaja como instrumentista y donde eligió que naciera
su bebé. Lo decidió así porque, si bien vive en Palma, quiso ser atendida por
los médicos que conoce. La frente apoyada contra el vidrio de la ventanilla, el
hombre mira el girar lento del paisaje y habla a media voz en el traqueteo del
tren. Le habla al recién nacido. Lo llama por su nombre: Nahuel. “Nahuel
—murmura—, creo conocer algo del alimento que nutrirá tus años futuros.” Lo que
ve desfilar son tierras cultivadas, montañas al fondo contra el cielo lavado,
manchas claras de pueblos con sus campanarios, molinos de viento, olivares
trepando las laderas, plantaciones de almendros a ambos costados de las vías. Y
son fundamentalmente los almendros los que le aportan esa posibilidad de
conocimiento que se atribuye, la progresiva revelación que él llama, a falta de
mejor definición, algo del alimento de días y años futuros. Es la voz de los
almendros la que se instala allá en los tiempos por venir. Estos almendros en
su actitud de espera durante el letargo de los meses de invierno. La pujanza
que el hombre presiente bajo la corteza de los troncos y las ramas, la
concentración de fuerza trabajando y preparándose para la gran explosión
primaveral. Es esa presencia sobre los campos la que llena esta nueva mañana
del mundo. Nueva para el hombre, primera para el recién nacido.
De tanto en
tanto el tren se detiene en estaciones semivacías y vuelve a partir en un
arranque silencioso. El hombre habla, reconstruye los acontecimientos de las
últimas horas: “Tu padre me llamó minutos después de tu primer berrido. ‘Nació
el chaval’, me dijo. Me contó pormenores del nacimiento. Me los contó
aparentando calma, pero estaba excitado, le faltaban palabras, le faltaba
tiempo. Habían pasado a tu madre a la sala de partos y preveían una espera de
un par de horas hasta que se produjera la dilatación adecuada. Pero tus ritmos
cardíacos se alteraban y resultó evidente que tenías el cordón enroscado en el
cuello y que al esforzarte para salir te estrangulabas. Así que decidieron
intervenir sin perder tiempo, apurar, sacarte, evitar el peligro. Lograron
desenroscar el cordón de tu cuello. La dilatación todavía no era suficiente,
sólo alcanzaba los siete centímetros. Lo normal hubiesen sido diez. Pero había
que seguir. Y ya era tarde para una cesárea, estabas demasiado encajado,
demasiado abajo. Por lo tanto debías pasar por esos siete centímetros. Eran dos
médicas las que estaban atendiendo a tu madre. Recurrieron a la ventosa, la
aplicaron adentro, en tu cabeza. Mientras una chupaba y tiraba, la otra se
montó sobre la panza y empezó a empujar desde arriba hacia abajo y poco a poco
allá fuiste abriéndote paso. Tu padre mientras tanto la estaba pasando mal. Se
encontraba en una habitación contigua y podía presenciar los detalles de lo que
ocurría a través de un vidrio, aunque no oía nada. Todo le parecía muy
violento, muy brutal. Lo que veía además no era sólo a las dos médicas
trabajando, sino de pronto una cantidad de mujeres de blanco que aparecían
desde alguna parte. Estaba asustado y se decía: ‘Algo grave está sucediendo’.
Lo que no sabía era que, al enterarse de la inminencia del nacimiento y de la
situación de apuro, habían acudido las compañeras de trabajo de tu madre,
querían estar presentes y además colaborar en lo que pudieran. Para tu padre
aquel revuelo sólo significaba una cosa: señal de alarma. Una de las mujeres
entreabrió la puerta, se asomó y le dijo: ‘Tranquilo, no vamos a dejar que le
suceda nada malo’. Y tu padre se preocupó aun más porque pensó: ‘Entonces algo
está pasando, si me dice eso es porque algo está pasando’. Y su nerviosismo
crecía y seguía pegado al vidrio tratando de adivinar, sin entender nada.
Luego, cuando por fin asomaste la cabeza, lo llamaron, lo hicieron entrar y
presenció de cerca el resto del alumbramiento. Así fue. Ahora ya estabas en una
habitación con tu madre. Una habitación compartida con otra madre de una recién
nacida”.
Una nueva
parada, el arranque suave, la marcha. El hombre continúa con su monólogo. Pese
a las imágenes que se ha ido formando del recién nacido después del relato del
padre, pese a que lo llama por su nombre, siente que en realidad le está
hablando a su hija, y que es a través de ella que sus palabras encuentran el
camino para alcanzar al destinatario, como si el niño aún permaneciese dentro
de la panza. Recién cuando llegue al hospital, y lo vea en los brazos de la
madre, que quizá lo esté amamantando, podrá decirse: ahí lo tenemos, ya es
alguien independiente, hasta hace unas horas existía como parte integrada de
otro cuerpo y ahora se ha escindido, respira su propio aire, comienza su aventura,
su pena de vivir y su gloria de vivir, su libertad y su carga.
La habitación
es la número 231, segundo piso, lo anotó en su libreta. El hombre habla: “Los
padres de tu compañera de habitación son africanos. Una pareja de los tantos
inmigrantes que andan por acá. Africanos, asiáticos, latinoamericanos. Gente
que emigra. Gente de todas las latitudes que como ha ocurrido siempre huye del
hambre, de las guerras, de las dictaduras. Razas desbandadas por el mundo.
También parte de tus orígenes provienen de esa clase de dispersiones. No por el
lado de tu padre, que nació en esta isla. Una de tus raíces está fuertemente
hundida en esta tierra donde florecen los almendros. Pero hay otros componentes
con los que está amasada tu carne y ésos vienen de lejos. Tu madre lleva en las
venas sangre italiana, del sur y del norte. Del sur, por línea materna, del
norte por la paterna. Hombres y mujeres que abordaron un barco y enfrentaron la
incertidumbre de las partidas definitivas y más tarde el desarraigo. El que hoy
viaja en este tren, el padre de tu madre, yo, viene de un pueblo al pie de los
Alpes. Emigrante niño, fue trasplantado a la edad de doce años a la vastedad de
la pampa argentina. Tu madre nació en la ciudad de Buenos Aires, allá se crió y
se formó y un día, como tantos jóvenes de su generación, decidió partir y
tentar la aventura de una nueva vida. También ella cruzó el océano, esta vez en
sentido inverso y, por elección o porque el azar así lo quiso, optó por esta
isla. Derivó hacia esta isla para que vos nacieras. Orígenes, cruces de
caminos, coincidencias, encuentros. Cada uno de nosotros ha venido de tantas
partes, de tantas cosas. Somos uno y la suma de muchos. Y en esta suerte de
balance no puedo dejar de señalar tu nombre: Nahuel. Un nombre que nada tiene
que ver con los Alpes ni con la isla de tu padre ni con la pampa ni con la
ciudad de tu madre, y sí con el pueblo mapuche que habitó el remoto sur
patagónico antes de la llegada de los conquistadores exterminadores, una tierra
sin límites donde el viento es señor y que un día querrás conocer y conocerás.
De allá viene esa marca que te identifica y de la que deberás hacerte cargo. Te
preguntarán sin duda qué significa ese nombre y habrá mucho para contar si te
da la gana. También estás hecho de eso”.
El tren avanza.
Los almendros lo acompañan siempre. El sol que da en el vidrio obliga al hombre
a entrecerrar los ojos y le provoca una sensación de ensueño. Habla desde ese
ensueño: “Soy alguien en tránsito que va a tu encuentro. En estos momentos
estoy despojado de todo, salvo de esta expectativa de conocerte. Mi cabeza ya
casi no alberga pensamientos. Si algo percibo todavía es el peso de mi cuerpo
abandonado sobre el asiento de un tren en marcha. Me agrada sumergirme en este
paréntesis de vacío. No es algo nuevo, reconozco este estado de cosas. Lo he
vivido en cada hecho importante de mi vida. El viaje de hoy no empieza en este
tren. Es un largo viaje. Me parece como si hubiese transitado por los trenes de
las vías férreas de medio mundo, remontando tramo tras tramo, jornada tras
jornada, para llegar hasta acá. Y en cada etapa, antes de cada decisión, antes
de cada salto en el vacío, de cada enfrentamiento fundamental, sobrevino, igual
que ahora, esta pausa de inercia y concentración, este recogimiento, esta
suerte de suspenso donde soy sólo estupor y silencio. Si entreabro los ojos
sigo viendo los almendros deslizándose en ese gran silencio. Sé, como lo he
sabido en cada oportunidad, que allá en el fondo de esta aparente deserción del
cuerpo y de la mente, agazapado en el sopor, algo sigue trabajando. Siempre
algo fermenta detrás del silencio. Lo percibo como una vieja exigencia que me
ha acompañado desde el comienzo, una forma de empecinamiento que no espera
respuestas, que sólo pretende mantenerse activo, una obstinación en estado
puro. Tampoco hoy habrá respuestas. Al menos no las habrá en términos de ideas.
Las ideas quedan descartadas de este pequeño universo en el que acabo de
enquistarme. Lo que hay, lo que habrá, son hechos concretos. El nacimiento de
esta mañana a las 8.43 es un hecho concreto. Hoy es eso lo que se impone, lo
que manda. Hoy también yo nazco un poco. Uno más de los tibios nacimientos que
soy capaz de permitirme todavía. También vos, en tu futuro, tendrás otros
nacimientos. Y sabrás que siempre es complicado nacer. Lo aprenderás una y otra
vez a lo largo de tu historia”.
Una nueva
parada y otra vez la marcha. Ya apenas faltan dos estaciones. El paréntesis se
acaba, pero aún queda algo de tiempo. Afuera el paisaje sigue igual. Los
tiernos colores invernales unifican cada cosa. El hombre habla: “Más allá de
las montañas y los campos está el mar que ahora no se ve pero cuya presencia se
siente. Son todas imágenes amables. Y sin embargo este mundo al que viniste no
te aguarda con buenas noticias. La que nos precede, la que te precede, es una
larga historia de atrocidades, de crímenes, de violencia. Una historia donde
cada atisbo de piedad parece haber perdido la batalla. Desde siempre ha sido
así. No le bastarán a la humanidad los siglos de su existencia futura para
compensar, para saldar tanto dolor. Y pese a todo, en la luminosidad de este
día, creo percibir un aleteo de difusa esperanza. Apelo a la única herramienta
de que dispongo, la palabra. Arriesgo una frase: tu venida al mundo se opone a
la irracionalidad del mundo. Y vuelvo a los almendros. También los almendros se
oponen, también desmienten, también se resisten. Renacerán de su sueño y
florecerán en poco tiempo, como lo han hecho cada año. E igual que cada año los
campos se cubrirán con el blanco de las flores y serán una vez más ‘la última
nevada’, como la llaman acá. La vida insiste. A esto quiero llegar. Puede sonar
pueril ver en los almendros una señal de resistencia contra los tropiezos que
te aguardan en los años por venir. Y sin embargo me obstino en creerlo así. Me
basta mirar mi propia historia para saber que son justamente ciertas imágenes
primeras las que nos ayudan a salvarnos. Imágenes aparentemente borradas,
aparentemente perdidas, pero que persisten, arraigadas en el fondo de la
memoria. Esas que desfilan rápidas ante mis ojos, las de los almendros en flor
que pronto enriquecerán la llanura y los valles, son las que frecuentarás e
incorporarás, y perdurarán en vos, en alguna parte de vos, intocadas,
concentradas en su poder, dispuestas para resurgir y ayudarte a elegir el
camino cuando haga falta. No el camino menos doloroso, pero probablemente el
más limpio, el más cercano a una forma de dignidad. Y sé que al reencontrarlas
recuperarás, cada vez, como recuperé yo, calma y sostén, también algo de la
inocencia perdida, y fidelidad por esos principios sin nombre que siento vivir
bajo el cielo de esta mañana soleada. Ahora sí estamos cerca, el tren acaba de
entrar en la estación de Manacor.
-De El padre y otras historias.
Alturas
Mi abuelo
paterno Antonio, llamado Toni Furbo, era hombre de montaña, había nacido en una
aldea de 20 casas y ahí vivió toda su vida. Iba a visitarlo en las vacaciones
de verano y con el tiempo llegué a pensar que la montaña y él eran una misma
cosa. Me contaban que a veces, sobre todo cuando era más joven, preparaba su
mochila y desaparecía unos cuantos días, subía hacia las cimas, iba
desplazándose sobre el filo de los cerros y por las noches prendía fogatas para
que la gente de la aldea pudiera decir: “Allá está”.
En esas visitas
de los veranos me llevaba con él a recorrer otras aldeas donde realizaba sus
negocitos prohibidos por la ley. Tomábamos senderos escarpados y subíamos a
buen paso, pero mi abuelo nunca seguía la senda, en algún momentos se apartaba
y elegía atajos complicados, donde era necesario trepar por laderas rocosas y
al llegar arriba nos sentábamos y nos quedábamos en silencio mirando abajo los
valles, algún carro en un camino, grupos de casas, un arroyo, el desplazarse de
un trencito.
Yo también
había nacido y crecido entre montañas, y me gustaba andar por los bosques y las
cuestas, y buscaba las cimas y pasaba el tiempo allá arriba y cuando volvía
contaba a quien quisiera escucharme lo que había visto en el oro de los
horizontes y sentía que ese amor por las alturas me había venido de mi abuelo,
que yo era su heredero. Entonces me preguntaba de quien sería heredero Toni
Furbo.
Después pasó el
tiempo, mi abuelo murió y mi familia emigró a la Argentina, y en la pampa, en
el pueblo de Salto, llanura y llanura, lo que yo más extrañaba era la presencia
de las montañas. A los 17 años me vine a ver cómo era la gran ciudad y acá
reemplazaba mi nostalgia subiéndome a lo que pudiera. Con el tiempo me hice de
algunos amigos y a veces me invitaban a un asado y si las casas tenían jardín y
algún árbol al poco rato yo ya estaba entre las ramas y les hablaba a los demás
desde mi lugar de privilegio y los obligaba a girar las cabezas hacia arriba y
alguien se las ingeniaba para alcanzarme un vaso de vino. Si no había árboles
me encaramaba a los tejados. La cuestión era un poco de altura.
Cuando a los
veinte años hice un viaje al sur, a Bariloche, de mochilero, y vi los primeros
cerros a través de la ventanilla del tren me volví un loco. “Montañas,
montañas”, le gritaba a mi compañero, y empecé a correr ida y vuelta por el
vagón y después salí al aire libre para gozar mejor del espectáculo y ver cómo
las cimas poco a poco se acercaban y era un muchacho feliz.
Mi hijo Marcos,
con su esposa Patricia, tuvieron tres hijos, Maxi, Lucas y Julieta, pero sólo
el del medio, Lucas, resultó de la estirpe de los que buscan la altura. Lo
veía, cuando chico, correr por encima de los tapiales, saltar, trepar donde
pudiera, lanzarse y quedar colgado de una rama y después, lo mismo que yo,
subir y quedarse sentado allá arriba, lejos de todos, por encima de todos.
Otros sólo verían en eso un juego de chicos, pero yo reconocía que él también
era un heredero y, destinado a la llanura, ésa era su forma de expresar su
nostalgia de altura.
Mi hija
Daniela, que ahora vive en Palma de Mallorca, tuvo dos hijos, Nahuel y Olivia.
Olivia, con su actual marido Jorge. La nena todavía no cumplió los dos años.
Daniela me cuenta que Olivia es rápida, escurridiza, y hay que tener cuidado,
de pronto desaparece y está en alguna habitación donde vio la posibilidad de
treparse a algo. Esté donde esté nada la atrae tanto como el desafío de
escalar. Recibo fotos, algún video, y la veo, lanzada hacia su objetivo, los
bracitos arriba, una rodilla, una piernita, otra piernita, obstinada en llegar
hacia ese punto sobre su cabeza y del que no separa la vista, supongo que sin
saber todavía por qué se empeña, aunque quizá sí lo sepa. “Ahí está otra de los
nuestros, otra nostálgica de lo alto”, me digo.
Recuerdo,
pienso, miro, me remonto a Toni Furbo, a sus andanzas solitarias por las cimas,
a las fogatas nocturnas, y me siento orgulloso de pertenecer a la pequeña lista
de integrantes de esta especie de logia secreta desparramada por el mundo,
integrantes con almas, con corazones de cabras.
Conversación
Es agradable
recorrer el pueblo vacío en la hora anónima de la siesta, llegar hasta la ruta
y seguir pedaleando parejo como quien tiene un destino preciso. No hay tránsito
en esta ruta, a los costados sólo campo y campo, y la luz se devora todo. Nace
una figura allá adelante, desdibujada primero, más precisa después: otro
ciclista. Avanza y se detiene cuando estamos a punto de cruzarnos, me detengo
también, hay un saludo y hablamos un poco, cada cual sobre su bicicleta, un pie
en el suelo y otro en el pedal.
-Es raro
encontrar a alguien pedaleando en este camino- dice el desconocido.
-Es cierto,
hace rato que vengo andando y no he visto a nadie- digo.
-¿Sale seguido
a pedalear?
- No muy
seguido, casi nunca en realidad.
-Los primeros
quince minutos son los más duros, después la bicicleta va sola.
-Entonces hace
por lo menos sesenta minutos que estoy en los primeros quince minutos.
-¿Se dirige a
alguna parte en especial?
-Solamente
pedaleo.
-Eso es bueno.
Pedaleando se descubren cosas. Uno llega silenciosamente y toma las cosas por
sorpresa.
-Algo de eso
percibí.
-No quisiera
parecer pretencioso, pero andar por la ruta en bicicleta es una forma de
sorprender el mundo.
-Es una buena
definición.
-¿Cómo
describiría todo esto?
-Es muy grande
y hay mucha quietud.
-¿Le gusta la
palabra quietud?
-Me gustan
todas las palabras.
-¿Vio muchas
cosas pedaleando?
-Vi insectos.
Vi nubes de mariposas amarillas y negras, y también una blanca, voló delante de
mi bicicleta durante un trecho largo y era como si me guiara. También vi una
mariposa muerta sobre el asfalto. Evité pisarla con la rueda.
-¿Qué más vio?
-Vi un
animalito bastante grande parado al borde del camino. Yo avanzaba hacia él y el
animal no se movía. Me esperó hasta que estuve bien cerca, a un par de metros,
recién entonces me miró y se fue.
-¿Dice que lo
esperó? ¿Está seguro que lo esperó?
-Me dio toda la
impresión.
-A esta hora
hay mucho silencio, pero si uno presta atención también hay muchos sonidos.
-Tiene razón,
hay muchos sonidos en el silencio.
-Al principio son
difíciles de captar, uno ni se da cuenta, hasta que empieza a detectarlos y
entonces es como un tejido uniforme de sonidos rodeándolo, sonidos lejanos y
tenues, son miles.
-Hay pájaros.
-Cantidades de
pájaros, una red de trinos en sordina.
-Me pregunto si
no serán todos esos sonidos los que hacen el silencio.
-Es la luz la
que hace el silencio. Los pájaros se esconden en la luz. La luz esconde todo.
-Empiezo a
darme cuenta.
-También hay
voces en el silencio, susurros. Dicen que es el lenguaje de las almas de los
muertos.
-No sabría
identificarlas. Nunca me tocó escuchar las voces de las almas de los muertos.
-Debería
prestar atención.
-A veces pasa
un coche y el silencio se rompe.
-Cuando el
coche pasa junto a uno es como un chocar de agua y después es como un agua que
se aleja. También el coche sirve para evidenciar el silencio y los sonidos que
se esconden en el silencio.
-Cuando la ruta
cruza a través de una arboleda todo cambia.
-Meterse entre
árboles es igual que zambullirse en la frescura de un arroyo y buscar el fondo.
Hay otros sonidos y otro silencio.
-Venía pensando
en esas experiencias, pero todavía no había conseguido ponerles palabras.
¿Usted va a alguna parte en especial?
-¿Ve aquella
masa de árboles azules que tienen forma de ballena?
-La veo.
-Me propongo
llegar hasta ahí.
-¿Y después?
-Después elijo
otra meta. Y después otra. Y sigo.
-¿Hasta cuándo?
-La ruta no se
acaba nunca.
Nos despedimos
y cada uno se va por su lado. Cuando encaro por la ruta vacía y vibrante de luz
elijo también yo mi próxima meta: un árbol solitario, muy lejos, muy alto, muy
fino, y con la cima curvada como un anzuelo o un signo de interrogación.
-Fuente:
contratapa de Página/12.
Pájaro
Mirando a
través de la ventana de mi departamento veo un pájaro cruzando el cielo de la
ciudad. Entonces acude el recuerdo impreciso de cierta vez en que yo también
anduve por el aire y creí sentir cómo era ser pájaro. Sé que en aquella
experiencia hubo también un dolor. Un dolor pequeño, como el pinchazo de una
aguja o de una espina. Aunque no consigo saber con exactitud qué oculta esa
sombra todavía desdibujada en la memoria. No puedo precisar cuándo fue, dónde
fue. Continúo en la ventana, otro pájaro pasa por encima de los edificios. Y
otro más. Y yo sigo sin lograr recuperar. Después, poco a poco, la bruma que
oculta los detalles del recuerdo se diluye y entonces puedo comenzar a ver.
Había llegado a una pequeña ciudad, lejos, y después de andar arriba y abajo
por sus calles empedradas tomé el funicular que iba desde la base a la cumbre
del cerro. Estaba parado dentro de un canasto metálico, la baranda me llegaba a
la cintura y era como estar en un balcón circular suspendido sobre el mundo. Me
desplazaba hacia la cima y a los pies del cerro iban quedando los techos rojos
apiñados y más allá había un valle con un largo camino recto y algunos autos
que lo recorrían como hormigas.
Debajo de mí
desfilaba la pendiente abrupta, rocas, arbustos y árboles.
También pasó
una capilla, perdida en el bosque, con su campana y las tejas del techo
destrozadas. Entonces fue cuando pensé en aquello de ser pájaro.
Deslizarse en
silencio por el aire, solo, sereno, apenas unos metros por encima de las copas
de los árboles, indagando, descubriendo algunos nidos ocultos entre las últimas
ramas. Así, me dije, era como se verían siempre las cosas si uno fuera pájaro.
Seguía subiendo y me sentía bien. Cada vez más alto. Permanecía atento,
disfrutaba, registraba, absorbía, devoraba, era todo ojos y sensibilidad
alerta. El trayecto hasta la cumbre era largo, tenía tiempo por delante. De
todos modos, junto con el placer, no podía evitar que que me acompañara la
sombra y la pena anticipada de saber que a medida que seguía elevándome,
también me acercaba al final del recorrido.
Entonces algo
vino en mi ayuda. Ocurrió un milagro. Hubo un desperfecto o un corte de
energía, vaya a saber. Lo cierto fue que la maquinaria que me transportaba por
el aire y me convertía momentáneamente en pájaro se detuvo.
Me di vuelta
hacia la cima y vi la doble hilera de canastos detenidos, los que iban y los
que venían, y en uno de ellos una figura. Estaba lejos, aunque podía adivinar
que se trataba de una mujer. Éramos los únicos pasajeros. Los canastos oscilaban
un poco por el viento. Yo la miraba y me parecía que ella también me miraba.
Estuve a punto de levantar una mano para saludarla, pero no lo hice.
Permanecimos así, solos allá arriba, ella, yo y el sol, en el silencio de la
montaña.
Al cabo de un buen
rato, sorpresivamente, sin que nada lo anunciara, comenzamos a movernos. Nos
fuimos acercando y cuando su imagen se definió y la tuve frente a mí, vi que
era la criatura más hermosa con que me había cruzado nunca. Vi también que sus
ojos, que efectivamente no cesaban de mirarme, estaban llenos de promesas. Y
después, mientras yo seguía hacia la cima y ella bajaba hacia el valle y su
cara se borraba para siempre en la gran luz de la tarde, supe que estaba
súbitamente enamorado y que en mi vuelo inaugural como pájaro, la vida acababa
de herirme con un desconcierto nuevo.
-Fuente:
contratapa de Página/12.
Mujer en el
Balcón
Asomándose a la
ventana, hacia la izquierda, más allá de cables y ramas, el hombre alcanza a
divisar el balcón de una vieja construcción de tres pisos, tal vez un hotel de
cuarta categoría, tal vez una pensión. En el balcón hay macetas y ropa tendida.
A veces, a través de la puerta que da al interior, en la penumbra de la
habitación, se adivina el temblor de una llama: un calentador, la hornalla de
una cocina. Todos los días, hacia el atardecer, aproximadamente a la misma
hora, en el balcón aparece una muchacha embarazada. Mira el cielo y la ciudad
como si acabara de descubrirlos. Es muy flaca, morena, de cara aindiada. Debe
andar por los nueve meses de embarazo y se desplaza trabajosamente de un lado
al otro, lenta, cuidadosa, la espalda echada hacia atrás, contrarrestando el
peso de su gran panza. Recorre el balcón de un extremo al otro igual que si
estuviera inventariando una vasta propiedad. Con la mano derecha roza la ropa
tendida, las plantas de las macetas, el parapeto del balcón. Esta ceremonia,
este reconocimiento o saludo diarios, le llevan largos minutos. Después la
muchacha desaparece en la habitación y regresa arrastrando una silla. Entonces
se sienta. El hombre sabe que ya no se moverá y permanecerá ahí, la vista fija,
las manos abandonadas sobre el regazo, hasta que se haya hecho de noche. En
algún momento comenzará a hablar sola. Al hombre le gusta imaginarse el largo
discurso de la muchacha. Le pone palabras, inflexiones, fantasías, proyectos.
Deja la ventana y vuelve a sus cosas. De tanto en tanto se acuerda, se asoma y
comprueba que ella sigue allá, hablando y hablando. Es placentero espiarla
discurrir con el aire. Es como usurpar un secreto, como cometer un robo.
Alrededor, la ciudad hierve de calor, de motores y bocinas. La muchacha habla.
A veces, una de sus manos vence la inercia, se eleva y dibuja en el aire un
gesto breve y definitorio. Se iluminan algunas ventanas. La calle se
tranquiliza. Ella sigue sentada en la oscuridad. Seguramente hablando. Por fin
alguien llega: el compañero de la muchacha embarazada. Se saludan, entran,
encienden la luz. Eso es todo. Esa es la historia de cada día.Esta tarde ocurre
algo. Desde un techo, desde una rama, aleteando torpemente, cae un pájaro y
aterriza en el balcón. El hombre piensa que se trata de un pichón en su primer
intento de vuelo. Después se dice que quizá no sea época de pichones. Lo cierto
es que ahora en el balcón se encuentran la muchacha embarazada y el pájaro que
acaba de caer. Igualmente asombrados, igualmente torpes. La muchacha levanta el
pájaro, desaparece y vuelve con un vaso de agua y un pan. Se sienta. Mete un
dedo en el agua y colocándolo sobre el pájaro intenta dejarle caer algunas
gotas en el pico. Después le ofrece migas de pan. Finalmente apoya el pájaro
sobre su vientre prominente y maduro, y lo acaricia. Y comienza a hablar. El
hombre, desde su ventana permanece atento. Comienza a oscurecer. La figura se
desdibuja y es como si llegara de otras épocas, de días lejanos en el pasado,
de días por venir: una muchacha intemporal acariciando un pichón de pájaro o un
pájaro herido o un pájaro distraído. Hay rubores en el aire cálido de la
ciudad. A la memoria del hombre que espía acuden, sin buscarlos, los versos de
viejo poeta peninsular (a los que, hace muchos años, el trovador oriental Taco
Muñoz le pusiera música). Los recita mentalmente mientras observa el pausado y
mecánico movimiento de la mano de la muchacha que acaricia el pájaro: “La
dulzura/ el aire duro de esta nueva primavera/ tu presencia que ronda mi vida
como un soplo/ ahora que en vos/ inocente/ inexorable como el destino de los
mundos/ alienta subterránea/ la vida”. La última luz del día envuelve el
balcón, luz lenta, dulce, silenciosa, luz que indudablemente conoce su camino,
luz todavía suficiente para revelar y homenajear, luz que busca a la muchacha,
la acaricia y la viste con el ropaje más adecuado. Y pasan los minutos. Y se
hace noche. Y después llega el compañero de la mujer que espera un hijo y habla
sola.
-De “Gente del Bajo”
CAPERUCITA ROJA
Existen muchas
versiones de Caperucita Roja dando vueltas por el mundo. También a mí me
contaban una cuando era chico. Me la contaba mi abuela. La Caperucita de mi
niñez tenía más o menos el aspecto de tantas otras, pero con una
particularidad: bajo la ropa llevaba siempre un cuchillito bien afilado. Y no
era fácil engañarla con el viejo truco del lobo disfrazado de abuela. En
realidad nadie lo logró jamás. Con esta Caperucita los lobos no tenían ninguna
chance. Ella, a los lobos, los detectaba a distancia. Los olfateaba. Había
aprendido docenas de maneras para eludirlos y enfrentarlos. Y si en algún
momento se veía realmente en apuros, sacaba a relucir la hoja plateada de su
pequeño puñal de acero sueco bien templado y con un movimiento rápido (y
generalmente también elegante) hería justo ahí abajo en el lugar donde más
duele. Después se disculpaba porque era una niña bien educada y retrocedía unos
quince o veinte pasos antes de pegar media vuelta, marcharse y perderse entre
las flores, los arbustos y los árboles del bosque. Esto de retroceder nunca se
supo si lo hacía para disfrutar un poco del dolor de su víctima o simplemente
para no darle la espalda demasiado rápido y correr el riesgo de un
contraataque.
La cuestión es
que a esta altura ya no quedaba lobo feroz que no llevara en el cuerpo, en el
corazón y en la memoria la marca de por lo menos una herida. Pero aquéllos eran
lobos obstinados, no se resignaban, se la pasaban inventando estrategias para
sorprenderla y mantenían reuniones y organizaban convenciones y discutían largo
sobre el tema. Y por supuesto la historia se repetía y los lobos siempre
terminaban pasándola mal y luciendo un nuevo tajo ahí donde suelen verse
brillar las estrellas de mayor tamaño. Y mientras el bosque se estremecía
largamente por algún nuevo aullido de dolor, Caperucita seguía saltando de acá
para allá y recogía fresas y otras frutas silvestres y cantaba una cancioncilla
cuya letra variaba cada vez aunque se apoyaba en el mismo pegadizo estribillo:
Soy la bonita
Caperucita del bosquecito
y tengan
cuidado con el tajito de mi cuchillito.
En cuanto al
resto de los animales, no eran ni amigos ni enemigos de Caperucita, digamos que
la respetaban, y cuando la veían venir brincando con su pollera corta que
siempre se le subía y dejaba a la vista los cachetes rosados de sus nalguitas,
solían decir:
-Ahí viene la
nenita del traserito caliente, más vale alejarse antes de que nos tiente.
Y así estaban
las cosas en el bosque, que después de todo no era un lugar tan malo para
vivir. Ésa es la versión que me contaba mi abuela.
-De "Señores más señoras".
Cosas menores
Tal como me la
contaron, así la cuento. Ni una palabra menos, ni una palabra más. Se llamaba
Eusebio o Pandolfi o Schab o vaya a saber. Y esto carece de importancia porque
con el tiempo todo el mundo lo identificó como el hombre del paquete.
En algún
momento, hacía años, muchos, nadie podría precisar cuando, el tipo empezó a
circular con un paquete. No muy grande, tal vez del tamaño de una caja de
zapatos. Un paquete envuelto en papel de diario o pael madera y atado con
piolín. Un paquete. Ese fue el arranque.
Al principio
nadie reparó en el detalle, no había razón para hacerlo, pero después de meses,
tal vez más que meses, aquel Eusebio o Pandolfi o Schab se convirtió
inevitablemente en el hombre del paquete. Lo llevaba bajo el brazo o, cuando
circulaba en bicicleta, apresado en el resorte del portaequipaje. Si dejaba la
bicicleta volvía a meterse el paquete bajo el brazo. Jamás lo abandonaba.
Y así fue como
se acostumbraron a verlo y a identificarlo, a reconocerlo y en cierto modo a
aceptarlo: el tipo y su envoltorio, ligados, una misma cosa, inseparables, como
la imagen mental de un camello es inseparable de sus jorobas o la de un
elefante de su trompa.
Aquel fulano no
poseía muchas cosas: un rincón techado para cobijarse, la bicicleta, suficiente
habilidad como para procurarse el alimento diario, y el paquete. Más de cuatro
-es lógico- se habrán preguntado qué ocultaría el misterioso bulto. Y hubo
alguien que una mañana, justo en la esquina de la plaza que da al banco,
concretamente le gritó:
-Che, fulano,
¿qué tenés en el paquete? ¿Llevás tu almita en pena escondida en el paquete?
No era una
ocurrencia excesivamente original, pero de todos modos prosperó, y así como
hasta ese momento se había aceptado con naturalidad la figura del tipo
indivisible de su paquete, ahora también se impuso, alegremente, la costumbre
de asegurar que llevaba su alma envuelta bajo el brazo. Cosas que pasan, cosas menores,
tibios adornos navideños para el largo tedio de los días.
Y siguió la
vida y todo muy tranquilo y cada cual con sus asuntos. Hasta que un anochecer
de frío o de calor, alguien, un grupito, seguramente reunido alrededor de una
mesa de confitería, resolvió que acababa de sonar la hora de averiguar el
contenido del famoso paquete.
No fue empresa
difícil acorralar al tipo, despojarlo, romper el piolín, desgarrar el papel y
develar el enigma. Adentro no había gran cosa: un zapato viejo, un frasco vacío,
un cepillo sin pelos. Quizá algunos objetos inútiles más.
(Ahí están,
desnudos, abandonados sobre la vereda, recibiendo la mezquina bendición del
farol de la esquina.)
Y así, en una
calle cualquiera, en un par de minutos, contra una pared de ladrillos, sucumbió
el humilde mito provinciano y el hombre del paquete se quedó sin su paquete y
quizá sin su alma.
Después,
empujando la bicicleta, regresó a su porción de techo, ahora convertido en el
señor nadie, o simplemente en Eusebio o Pandolfi o Schab, definitivamente
despojado de su única riqueza, esa pequeña cuota de misterio conservada y
alimentada durante años, y que le había permitido transitar tal vez con un poco
menos de pena por la pálida vida de los hombres, y tener un pálido nombre
propio entre los pálidos nombres de los hombres.
-Fuente:
contratapa de Página/12.
Encuentro
En un viaje
reciente al pueblo donde viví de chico me detuve en una esquina, cerca de la
estación de trenes, donde todavía resiste una vieja casa de ladrillos sin
revoque y una vez más me vino a la cabeza el nombre de Borges. En aquella época
de mi adolescencia la casa era un almacén que funcionaba también como boliche y
seguramente tenía unas piezas al fondo donde los paisanos podían alquilar una
cama. Ahí, una tarde, mientras pasaba en mi bicicleta de reparto, vi salir a
dos hombres y detenerse bajo el sol y sacar sus cuchillos.
Yo acababa de
llegar al pueblo desde otro continente. Había cruzado el océano en un barco de
emigrantes y en nuestros bultos, entre las escasas pertenencias, había algunos
libros de Emilio Salgari. Me pertenecían y habían llenado mi infancia de
aventuras. durante la travesía, yo sentía que esas aventuras comenzaban a
perfilarse como posibles y parado en la proa del barco soñaba con una América
mítica y confusa donde se mezclaban los indios sioux, el México legendario, el
Amazonas y los Andes. Es probable que, cuando llegamos, aquél pueblo chato me
desilusionara un poco. Lo que descubrí fueron silenciosos hombres de a caballo
y que llevaban cuchillos en la cintura. El cuchillo era una herramienta de
trabajo para los hombres de campo, pero también servía para dirimir oscuras
reyertas en cualquier calle de las orillas del pueblo. Supe de muchas peleas y
algunas habían alcanzado estatura de leyenda.
Y aquella tarde vi mi propia pelea. Tal vez sentí que la aventura había
llegado por fin a buscarme. También es posible que aquel enfrentamiento bajo el
sol me haya parecido una ceremonia triste. En esos días apenas masticaba
algunas palabras del nuevo idioma y hacía mi aprendizaje recorriendo las
páginas de revistas viejas. Sé que una de las primeras historias que pude leer
entera -o tal vez fue una de las primeras que me impresionó- trataba de dos
hombres que se enfrentaban a cuchillo. El autor se llamaba Borges. Aquello que
había visto meses antes en una esquina volvía a encontrarlo en las páginas de
una revista o de un libro. Este acercamiento doble, mi experiencia por un lado
y las palabras escritas por otro, ahora asociados, abrían una perspectiva
nueva, le conferían al hecho una importancia que yo todavía no hubiese podido
definir, pero cuya magia comenzaba a seducirme. Tal vez descubrí ahí, sin
saberlo, la fascinante alquimia del traspaso de la realidad a la ficción, la
realidad rescatada y perpetuada en la literatura. Después, mucho después,
accedería a los libros de Borges y volvería a enfrentarme con otros rituales
donde la violencia y un par de hojas afiladas eran los principales
protagonistas. Y tal vez pude especular, igual que otros, con la inútil
reflexión de que esa pasión por los cuchillos, que atraviesan tantas de sus
páginas, no sea más que la manifestación nostálgica de un hombre condenado al
hábito de las ideas; nostalgia por un mundo donde lo que importa es el riesgo y
el coraje físico. Descubriría también que las historias de Borges no estaban
hechas sólo de puñales y hombres que los esgrimían. Su literatura era mucho más
que eso y me deslumbré con sus juegos, su humor, sus laberintos y su
inteligencia. Pero para mí, aquel hallazgo inicial siguió teniendo peso propio.
El recuerdo de los dos hombres parados bajo el sol de una calle de mi
adolescencia irían acompañados siempre por la fuerte resonancia del nombre de
un escritor. Y me remitirían a él tanto o mucho más que las catedrales
elaboradas por su prodigiosa fantasía. Estas cosas sentí en mi última visita al
pueblo, parado frente a aquella vieja esquina. Volví a pensar que ahí había
comenzado efectivamente una aventura y que esa aventura todavía me acompañaba.
Pensé también que esa contraposición o esa alianza entre la barbarie del
cuchillo y la delicadeza del pensamiento se convirtieron después en una imagen
válida para definir la América que descubriría con el pasar del tiempo.
-Fuente:
contratapa de Página/12.
Daniel
Había una vez
un joven virtuoso y de corazón noble de nombre Daniel. Había tenido grandes
maestros en todas las artes, en toda clase de literatura y ciencia. Había
superado a sus maestros. Daniel tenía el don de descifrar cualquier visión o
sueño.
El pueblo de
Daniel fue asediado y luego tomado por un poderoso ejército y el rey enemigo
ordenó a sus generales que eligieran a algunos jóvenes pertenecientes a la
nobleza para servir en su corte. Debían ser jóvenes inteligentes y apuestos.
Daniel estaba entre ellos y sin duda era el más apuesto y brillante de todos.
Cuando marchaba
hacia su nuevo destino, mientras sus compañeros se lamentaban por la
humillación de la derrota y el cautiverio, Daniel pensaba: "Después de
todo, esto que me ocurre es bueno porque tendré oportunidad de servir en la
corte del rey más poderoso del mundo y progresar y triunfar gracias a mi
capacidad".
Y así fue.
Había muchos magos, hechiceros, adivinos y astrólogos en el reino, pero eran
tres los de mayor jerarquía y estaban instalados en la corte. Los magos leían
la suerte de las batallas en las estrellas, en el vuelo de las aves,
desentrañaban el sentido oculto de los sueños, pronosticaban el futuro. Pero
muy pronto Daniel demostró que los aventajaba a todos.
Tanto se
distinguió con sus cualidades extraordinarias que fue nombrado por el rey en
cargos cada vez más importantes. Esto preocupó a los magos, hechiceros,
adivinos y astrólogos, especialmente a los tres magos mayores. Que se alarmaron
por la presencia de este extraño que amenazaba con desplazarlos de sus lugares
de privilegio, y comenzaron a confabular.
Acusaron a
Daniel de blasfemar contra los dioses adorados por el rey y contra el rey
mismo, aportaron pruebas falsas y testigos falsos.
Daniel fue
condenado y arrojado al foso de los leones. El rey mismo selló con su anillo la
piedra que tapaba la entrada. Al día siguiente encontraron que Daniel seguía
vivo y salió del foso sin un rasguño. Este milagro causó gran asombro general.
Nadie podía saber que entre las múltiples virtudes de
Daniel estaba
la de ser un inigualable domador de leones.
El rey
interpretó el hecho de que saliera ileso de aquel foso como una prueba de la
inocencia de Daniel, mandó traer a los que falsamente lo habían acusado y
ordenó que se los arrojara a los leones. Y no solamente a ellos sino también a
sus familias.
Y Daniel pensó:
"Después de todo, esto que me ocurre es bueno porque disminuye el número
de mis enemigos y mis competidores".
El rey siempre
había sido implacable con los errores de sus magos y cuando sus respuestas no
le satisfacían los mandaba ejecutar. Con el transcurrir del tiempo sus visiones
y sueños fueron más frecuentes y enigmáticos, hacía comparecer a cualquier
mago, hechicero, adivino, astrólogo elegido al azar y si los pronósticos no
eran de su agrado, levantaba el dedo índice de la mano derecha y los guardias
ya sabían lo que significaba esa señal: foso de leones.
Así que llegó
un día en que cierto mago, al ser requerido por el rey para descifrar una de
sus visiones nocturnas, antes de ir a verlo visitó en secreto a Daniel para
solicitarle ayuda. Enfrentado a Daniel, depositó una bolsa de monedas de oro
sobre la mesa y le pidió protección con su magia poderosa.
Daniel se
mantuvo en silencio. Miró la bolsa, miró al mago a los ojos y nuevamente la
bolsa. El mago creyó comprender que la oferta no era suficiente y depositó una
segunda bolsa de monedas de oro sobre la mesa.
Daniel miró las
dos bolsas, miró al mago y de nuevo las bolsas. El mago depositó una tercera
bolsa. Esta vez Daniel solamente permaneció con la mirada fija en las tres
bolsas sin que su rostro denotara expresión alguna.
El mago dedujo
que ahora la suma era considerada suficiente, que el trato estaba aceptado,
respetuosamente se retiró caminando hacia atrás y fue a enfrentar su compromiso
con el rey y fracasó y terminó en el foso de los leones con todos los
integrantes de su familia, de donde no regresaron.
Tiempo después
fue otro mago el que acudió a Daniel ofreciéndole monedas de oro y piedras
preciosas. También terminó en el foso de los leones. Y luego hubo otro y otro y
otro más.
Y Daniel pensó:
"Después de todo, esto que me está ocurriendo es bueno porque mis riquezas
aumentan y el número de mis competidores sigue disminuyendo".
En cuanto a
Daniel, cuando su presencia era solicitada, sus interpretaciones siempre
satisfacían al monarca. A esta altura había alcanzado el cargo más alto en la
corte y vivía en una gran casa con muchos esclavos y hermosas esclavas.
Hasta que llegó
el día en que el rey consideró que a un ser tan absolutamente perfecto como
Daniel le correspondía un ámbito también absolutamente perfecto, y el único
ámbito sobre la Tierra que se le equiparaba en perfección era el desierto. Así
que aligeró a Daniel de todos sus bienes y lo envió a las infinitas extensiones
de arena.
Y pasaron los
años que pudieron ser siglos y en tanta luz y tanto espacio la cabeza de Daniel
se fue vaciando de memoria y ya no supo quién era ni de dónde venía y ni
siquiera le quedó el recuerdo de su nombre.
Y deambulaba y
repetía continuamente su lamento:
"Ay de mí,
ay de mí, éste es mi hogar, una llanura sin fin donde se arrastran sin pausa
días y noches de silencio. Nada hay acá que no me pertenezca. Nada que suscite
mi deseo. Si me desplazo en una u otra dirección, no habré por eso de alejarme
de sus confines. Siempre me rodeará un amplio círculo cuyo centro soy yo, único
y absoluto señor de este reino estéril y preciso. Hacia todas partes se
extienden límites que nunca agotaré, todo amanecer es portador de una jornada
que ya he vivido. Cada evidencia de mi poderío no hace sino reafirmar la medida
de una esclavitud.
Y sin embargo,
una sola mínima alteración, un solo accidente insignificante, serían
suficientes para sembrar el desconcierto.
"Entonces
nacería una tregua en este orden, existirían también otros centros, otras
distancias, el equilibrio se habría roto y el horizonte ya no tendría su
perfección inviolable. A veces sueño, creo que sueño. Pero nada conservo de
esos sueños. Existe en el despertar una fracción de segundo en que imágenes
fugitivas cruzan por mi mente, pero de inmediato se esfuman. Si lograra
conservar una, solamente una de esas imágenes, todo cambiaría porque yo tendría
un recuerdo. Cuando un nuevo sol asoma solamente mi sombra me hace compañía.
Ángel del Señor, dame una mano."
Pensamientos
El boliche, que
era nuestro segundo hogar, se esta poniendo cada vez más mustio. Desaparecieron
la jarana y el espíritu de camaradería. La malaria general nos sacudió duro y
logro que cada uno de nosotros, aislado del resto, pensativo frente a su copa,
mastique y digiera sus problemas en soledad.
-Queridos
clientes - Nos dice el gallego -, los vengo observando y me parece que llego la
hora de que les cuente la historia de la fundación de mi pueblo en Galicia. Los
habitantes originales eran gente muy primitiva, hosca, cerrada, no se hablaban
entre ellos, cada cual se ocupaba de lo suyo, cada uno en su casa y si algo le
pasaba al vecino no se daba por enterado. Era además, hay que decirlo, gente a
la que le costaba mucho pensar, tardaban un montón en construir un pensamiento.
Eso sí, una vez que conseguían tenerlo armado no se lo derrumbaba ni una bala
de cañón. Allá por los comienzos, el único pensamiento al que habían llegado
todos, sólido como una roca, era: "Primero yo, segundo yo, después mi
familia y nadie más". Imagínese como seria el trato con los de afuera. En
general la naturaleza era generosa; las lluvias llegaban puntualmente; la
tierra respondía y le daba a cada uno cosechas razonables. Pero según cuenta la
historia en algún momento hubo una serie de cataclismos que dejaron a mis
antepasados temblando. Primero sequías que quemaban todo, después lluvias que
no paraban más y pudrían hasta las piedras. Resulta que un hombre de la aldea
se había caído en un pozo en el medio del pueblo y ahí quedo sin poder salir
durante días. Todos pasaban al lado y seguían de largo. No es que fueran mala
gente, pero darle una mano a un tipo caído en un pozo era un pensamiento que
todavía no habían pensado. Hasta que cruzó la aldea un caminante, vio al tipo allá
en el fondo, le tiro una soga y lo saco. Los demás se acercaron curiosos y uno
preguntó: "Oiga, ¿Por qué hizo eso?". Y el hombre contestó:
"Porque si algún día yo me caigo en un pozo me gustaría que alguien me
saque". Y siguió su camino. Mis antepasados se quedaron en silencio mirándose
unos a otros y después se fueron a sus casas a tratar de pensar. Tuvieron que
trabajar mucho con la cabeza. Hasta que un día una mujer le dijo a otra:
"Vecina, me di cuenta de que usted se quedo sin harina para hacer pan, a
mí todavía me quedan un par de tazas, así que podemos compartirla". Uno de
los hombres estaba arreglando su granero que se había quedado sin techo en la
tormenta y otro se acerco y le dijo: "¿No quiere que le de una mano?,
entre dos es más fácil". Ahí fue cuando todos miraron el puente sobre el
arroyo que la correntada había hecho de goma hacia como un año y marcharon a
reconstruirlo. Mientras trabajaban se pusieron a considerar las calamidades que
habían estado sufriendo y tuvieron una idea todos juntos: "¿Por qué no nos
ponemos a trabajar para prevenir las épocas de malaria?". Y bueno, una
cosa trajo la otra; cavaron canales para traer agua, levantaron defensas contra
inundaciones, construyeron un depósito colectivo para almacenar los cereales.
¿Se acuerdan de la señora de la taza de harina? También ella tuvo otro
pensamiento nuevo, ya a esta altura le venían solos los pensamientos, y le dijo
a la vecina: "¿Y si en vez de hacer pan cada una por su cuenta nos
juntamos y hacemos pan para todos?". Ya les dije que tardaban, pero cuando
tenían una idea bien agarrada no se la volteaban ni cincuenta cañonazos. Cómo
se podrán imaginar, a partir de ese momento la vida en el pueblo cambio
totalmente. Mis ancestros instauraron el día del caído en el pozo, festividad
que todavía se celebra con gran pompa y que es una ceremonia lindísima: delante
de una estatua que esta en la plaza y representa al caminante que les trajo
aquella idea, se hace un pozo bien profundo, uno de los vecinos se tira adentro
de cabeza y después entre todos lo ayudan a salir del agujero.
-Fuente:
Contratapa de Página/12.
Remolino
Después de
dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador, el viajero regresa al
pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en
un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda
de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la
escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre
los dos ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba
a nadar. Demasiadas cosas cambiaron, modificadas por la intervención de los
hombres o por las traiciones de la memoria. Y aun aquellas que se conservan tal
como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin
parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía
estará cierto patio empedrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el
lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la escuela. De ese patio,
vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes
de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas
de pasto, papeles. Recuerda en especial -otra curiosa selección de la memoria-
los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una
callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una
arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo
le parece que las paredes están más negras y que las puertas y las ventanas
alrededor variaron de tamaño. Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En
el rincón perdura el remolino. El viento arrastra hojas secas y papeles igual
que antes. Después de haber deambulado por el pueblo sin encontrar nada que le
permitiera identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto
es mío, esto soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo
por su nombre. Cierra los ojos para escucharla mejor, para que no se le pierda.
Se abandona. Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo
ahí, viva en el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para
el regreso. Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible
como el viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad
del viento. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado
del océano, porque ésa, la del patio empedrado, era una de las imágenes que
volvían a la hora de recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece
parado de cara al rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en
otras partes del mundo, sometida a leyes de otros vientos. Aunque ahora le
parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en
ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas
también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas
cosas desechadas.
-De "El
padre y otras historias".
La función del cuentista
El Bajo,
madrugada. En el Bar Verde me encuentro con Tusitala, el moreno tamborilero que
hace años supo ser cocinero jefe de una tribu de antropófagos reflexivos, en África.
-Tengo una
historia para usted -me dice Tusitala-. Me la relató un misionero que
capturamos en la selva, un tal Spencer Holst, tipo curioso, había aprendido el
idioma de los gatos y hablaba con ellos como si fueran personas. La cuestión es
que ya estaba por tirarlo a la olla (pensaba prepararlo a la cazadora con
papas) cuando dijo que quería contarnos una historia. A la gente de aquella
tribu le enloquecían los cuentos. Así que suspendimos todo y lo rodeamos para
escucharlo.
-Usted tiene la
virtud de despertar inmediatamente mi interés, Tusitala -le digo.
-Resulta que en
un tiempo el misionero había andado por Bali. Usted sabe que Bali es un lugar
maravilloso, siempre es primavera, todo es verde esmeralda, las mujeres son
hermosas y andan con los pechos desnudos y adornadas con colgantes de oro, jade
y laca púrpura, y se la pasan bailando al compás del gamelán.
-Siempre logra
asombrarme con sus conocimientos, Tusitala.
-Me limito a
repetir lo narrado por el misionero. El Radja de Klunckung, príncipe y señor
del lugar, había sufrido terribles heridas en la cara, hacía muchos años, a
raíz de un incendio en el puri, o sea, el palacio. Sus cicatrices fueron
cubiertas con maquillajes y pinturas indelebles. Con el tiempo ya nadie se
acordaba de cuál era su verdadero rostro. Rodeaban al príncipe siete ayudantes
cuyas funciones eran dirigir, administrar y alabar.
-¿Alabar a
quién?
-Cada día de la
semana, por turno, uno de ellos se quedaba junto al príncipe y se dedicaba a
halagarle la vanidad. A esa tarea se la llamaba kupiunga, ceremonia de la
alabanza. Los consejeros también se encargaban de organizarle diversiones,
proveerle los manjares más exquisitos, las mejores bebidas y las mujeres más
hermosas.
-¿Mujeres
jóvenes?
-Sin duda. Los
agasajos mayores los recibía el Radja durante la Galunga, fiesta que comenzaba
al sonar de kulkul, duraba quince días y en la cual participaban todos los
súbditos. Imagínese que cada ofrenda medía dos metros de altura y se
necesitaban tres hombres para levantarla y colocarla sobre las cabezas de las
mujeres, que eran las encargadas de transportarlas.
-¿En qué
consistían las ofrendas?
-Todo lo que
usted se pueda imaginar.
-Piedras
preciosas, telas, artesanías, pájaros embalsamados, trofeos, dinero.
-Dinero, no.
Porque las kopong, antiguas monedas con su característico agujero cuadrado en
el centro, prácticamente habían desaparecido de circulación. Se decía que, en
realidad, todas habían ido a parar al bolsillo de los siete consejeros. Una de
sus tareas era analizar las ofrendas y parece que acostumbraban ir quedándose
con lo más sustancioso para certificar la calidad. Les correspondía a ellos,
por ejemplo, comprobar si las niñas destinadas al Radja eran vírgenes.
-No eran tontos
esos tipos.
-Resulta que
andaba por ahí un actor de mala muerte, que comía salteado y que un día decidió
sustituir al Radja. Durante la Galunga, aprovechando que la guardia se había
emborrachado por el exceso de tuak, que es un vino de palma, se introdujo en el
puri, clavó un kris en el corazón del Radja, lo arrojó a un pozo profundo,
después se maquilló adecuadamente y lo reemplazó. Y así comenzó a gozar de la
buena vida: comidas de primera, bellas mujeres, regalos y honores.
-¿Nadie lo
descubrió?
-Imposible, por
lo de la cara deforme.
-¿Y cuando
hablaba?
-El Radja
siempre había dicho sólo tonterias, así que el actor simplemente se dedicó a
imitarlo. Aunque en realidad este asunto del reemplazo venía ocurriendo con
bastante frecuencia. Dos por tres surgía algún ambicioso con ingenio que mataba
al falso príncipe de turno. Porque el verdadero había sido asesinado y
sustituido hacía muchísimo tiempo, después del accidente del fuego. Así que los
que le venían sucediendo eran todos impostores.
-¿Cómo es
posible que nadie se diera cuenta?
-Bueno, los siete
consejeros si estaban enterados. Sabían de las sustituciones desde el
principio.
-¿Y no
desenmascaraban a los usurpadores?
-¿Para qué?
Ellos, los consejeros, no cambiaban, eran siempre los mismos. La pasaban
bárbaro estando donde estaban, digitaban todo y hacían muy buenos negocios. Por
lo tanto, como les daba lo mismo quién estuviese en el trono, la cosa siguió
así para siempre.
-Lo invito una
copa, Tusitala, se la ganó, su relato acaba de iluminarme como una revelación.
-Esa es la
función del cuentista, mi amigo.
-Una pregunta:
¿se lo comieron nomás a la cazadora con papas?
-No. Por
decisión unánime de la tribu lo dejamos partir y lo despedimos con ovaciones.
Ya le dije que a los antropófagos reflexivos les gustaban las buenas historias.
-Fuente:
Contratapa de Página/12.
Fueguito
Es una noche
cualquiera. Usted esta en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río,
el jardín de la casa de algún amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena
pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su
figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que
aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que esta
acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa
de de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser
así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez. Ante el crepitar de la llama, usted se siente
extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un reencuentro en
el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va desanudando un
lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de certeza y plenitudes
breves. El fuego crece y mantiene un
monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro
movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por
la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted
siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una
idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de
la banalidad de todo pensamiento.
A esta altura,
usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se
abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un
sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. A través del trabajo del
fuego parece surgir una medida de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar
de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es
fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto
albergue de toda posibilidad. Y comienza a percibirse usted mismo inocente,
como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo esta por ser
iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que
han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer
desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son
principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego
le devuelve. Comprende que también en
usted ha ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de
consumación. Una llama donde usted se ha sacrificado siempre a si mismo, ha
sacrificado su vida, las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida,
tal vez con el único fin de deshacerse de su historia o de construir una
historia diferente. Es posible que oiga
voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a
buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos,
suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo esta
dicho es bueno regresar al fuego, al origen.
Que es bueno,
muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el
núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas.
Que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar. Y en esa llama sin tiempo ve arder también el
ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo que comienza, los muchos
que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que
será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible memoria o nostalgia de la
sangre.
-Fuente:
Contratapa de Página/12.
Juegos
Paso el fin de
semana con mi hija. Es sábado, vamos a una plaza. Hace rato que estoy sentado
cerca de los juegos, fumando, observando, escuchando, con la cabeza más o menos
en blanco. De vez en cuando, en la confusión de colores, corridas y gritos
infantiles, detecto la figura de mi hija, y entonces, al descubrirla tan feliz,
tan frágil y entregada, me asaltan los mismos contradictorios sentimientos de
siempre: una mezcla de placer y angustia. Lucho contra esto, evito ponerme
grave, conozco los mecanismos de mis impulsos, se lo que hay ahí de
incontrolable y tramposo. Intento abandonarme a la lentitud de la hora, a la
calma que me ofrece esta tarde de sol bajo los árboles. Mi hija se acerca
corriendo, informa, pide permiso, después vuelve a alejarse. La sigo con la
mirada y advierto que, así como yo la busco, también ella, sin interrumpir su
juego, suele echar una ojeada para este lado. Esas miradas, rápidas,
económicas, precisas, sirven para reafirmar cierto acuerdo tácito establecido
entre los dos, para comprobar que todo sigue en orden. Va pasando el tiempo. La
claridad comienza a
menguar, hay un
cambio en el aire y me inquieto como ante la presencia de una amenaza. Dentro
de poco se prenderán los faroles y hará demasiado frío para quedarse. Recorro
una vez más las hamacas, los toboganes, busco a mi hija con cierta impaciencia
y la descubro inquieta, severa, incansable, absolutamente aplicada a esa
actividad de los juegos, a la charla con alguna amiga ocasional. Recupero la
paz e intento rescatar algunas de esas ideas que se me han estado insinuando y
escapando durante toda la tarde. Pienso en las veces que a lo largo de dos
años, en los atardeceres, en las noches, en las madrugadas, estuve así, en esa
posición, en esa actitud. Las veces que, por una u otra razón, alegre o
desgraciado, harto, enfurecido, mis pasos derivaron hacia un banco de plaza.
Igual que entonces, en esta jornada nueva, ahora con mi hija jugando ahí a
pocos metros, vuelvo a disfrutar con esta entrega, con el silencio, con la
evidencia de cierta vieja tenacidad.
Miro nuevamente
alrededor, veo los bancos ocupados, y me digo que al margen de las historias,
las mías, las ajenas, siempre he encontrado ahí la misma cosa. Los árboles que
se tiñen y pierden sus hojas y vuelven a florecer cuando corresponde. Y también
las parejas lentas buscándose y abrazándose en la sombra.
Entonces creo saber que puedo liberarme, desentenderme de cuanto está
ocurriendo más allá de esta isla. Liberarme de las amenazas, de los miedos, de
las desesperanzas. Estos encuentros que se reiteran a mí alrededor parecen
desmentir todo. Esas caras y esos cuerpos anónimos, confundidos en la
invariable actitud de la ternura, insisten. Se oponen, insisten. Igual que mi
hija insiste en sus juegos. Ellos, sean quienes sean, vengan de donde vengan,
se asocian para el viejo ritual común. Siento que esa cita a través del tiempo
es realmente más fuerte que todo. Y pensarlo es un hallazgo y un alivio.
También yo insisto. Esta afirmación mansa, sin estridencias, reencontrada en
cada oportunidad, es una de las pocas que he visto perdurar. No ha habido
muchas tan firmes, tan intocables, tan alejadas
de las
oscilaciones del mundo. Enciendo otro cigarrillo. En el centro de este templo
abierto al cielo, entre la multitud de fieles sin cara, percibo, como
seguramente lo percibí otras veces, que estoy participando de una ceremonia
invencible. Busco una vez más a mi hija. Ella me está dando la espalda, pero
ante la insistencia de mi mirada gira la cabeza rápidamente, levanta la mano y
esboza un saludo. En la fugacidad de ese gesto pretendo descubrir, no sólo la
complicidad de siempre, sino también una aprobación a todas esas divagaciones
mías.
*Fuente:
contratapa del diario Página 12.
-A la Memoria de Antonio Dal Masetto-
Inventren
Tren*
No es que me
pase lo mismo cada vez que veo un tren. Pero a veces ocurre. Y sobre todo si es
de noche y el tren viene de frente. Entonces, mientras la distancia se acorta y
la luz se agranda, un resorte se me dispara en la memoria e, inmovilizado,
espero que esa cosa poderosa me devore.
Realmente tengo
que esforzarme para tomar conciencia de que estoy parado a un costado de las
vías
-sobre un
terraplén, en un paso a nivel, frente a la boca de un túnel- y que el tren
seguirá fiel al mandato de los rieles y pasará de largo sin tocarme.
El recuerdo del
primer tren arrojándose sobre mí llega desde muy lejos, tanto que a veces me
cuesta aceptar que es mío y que no me ha sido relatado por otra persona. Yo
tendría siete, tal vez ocho años, y estábamos con mi padre en el andén de la
estación de Fondotoce, a unos pocos kilómetros de Intra, nuestro pueblo. Nos
dirigíamos a la región del Veneto, donde vivían mis abuelos. Probablemente era
nuestro primer viaje después de terminada la guerra. Sé que estaba anocheciendo,
que el tren surgió de golpe, sin que nada lo anunciara, y entró en la estación
con tal estruendo que me paralizó. Sé que cuando me recobré hice un comentario
asombrado y mi padre sonrió y dijo algo que no podré recuperar.
Ésa es la
imagen. El ojo de un cíclope -fuerza y furia- abalanzándose desde las sombras y
un chico paralizado.
Volví a esa
estación de Fondotoce cuarenta años después de nuestra partida a América y
habiendo cumplido ya los cincuenta y dos. Había llegado a Intra un par de semanas
antes, cruzando el lago en un transbordador y ahora me iba allí en tren.
Durante esos días no hice otra cosa que caminar arriba y abajo por las calles
del pueblo, por las orillas del lago y los dos ríos, buscando algo que ya no
podía estar. Me iba sin llevarme más que desencanto y quizás algunas
advertencias para ser analizadas después, cuando decantaran en mí, cuando de
nuevo los trenes y los aviones me hubieran llevado lejos.
Lloviznaba de a
ratos sobre la estación entre montañas, había mucho color de óxido alrededor y
pájaros moviéndose entre las ramas de los arbustos. Oscurecía. Éramos apenas
cinco o seis viajeros esperando. Yo caminaba de un extremo al otro del andén,
buscaba a través de la niebla que se espesaba la cima del Monte Rosso, el cerro
que dominaba mi pueblo. Descubrí que llegando a la estación, del lado de donde
vendría mi tren, las vías hacían una curva y había además una ladera rocosa que
se interponía e impedía ver más allá. Entonces volvió aquel anochecer de mi
niñez y me vi parado ahí con mi padre, junto a una valija. Mi padre que tenía,
en el recuerdo, veinte años menos que yo en ese momento. Y de pronto sucedió de
nuevo. El tren apareció con su ojo luminoso y su potencia y saltó hacia mí como
había ocurrido aquella primera vez. Sentí que el tiempo no había transcurrido y
que yo seguía siendo el mismo, con los mismos miedos y seguramente con un
desamparo mayor.
Sentí la falta
de la compañia de aquel hombre veinte años menor que yo y sus palabras
imposibles de recuperar. Desfilaron los vagones, se detuvieron, levanté el
bolso y me apresté a subir, deseando encontrar un compartimento vacío para
poder estar solo.
Ésa es mi
pequeña aventura con los trenes. Un sobresalto infantil que de tanto en tanto
asoma la cabeza y se reitera a lo largo de los años. Casi nada, en realidad. Y
sin embargo, siempre me sorprendo tratando de escarbar todavía un poco en esa
historia. Si insisto en analizarla, si me esfuerzo por fijarla en unas líneas,
es porque a veces tengo la impresión de que ahí hay algo que valdría la pena
rescatar, una huella, una señal, algo. Pero no sé qué es. No sé en qué
dirección va, hacia dónde me lleva, si me lleva a alguna parte.
* Antonio Dal Masetto.
-De "El
padre y otras historias".
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
JUAN TRONCONI.
CARLOS BEGUERIE. FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
-Por Ferrocarril Midland-
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ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
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CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI. KM 12. LA SALADA.
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VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
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