*Dibujo de Erika Kuhn.
*
A veces
mi corazón se abre
con la ternura de un higo al sol.
Y es dulce
tu mano cerca de la herida,
tu mano
siempre
reparando el daño.
-Nació en
General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos
de la breve ceguera (La Magdalena 2014)
Jardines, en coautoría
con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija
del pescador (La Magdalena, 2016)
Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
ALGUIEN NOS SUEÑA*
No sabemos si vivimos la realidad
como si fuera un sueño,
o de algún modo somos la madera
que alimenta el fuego
de Alguien que nos sueña
…y que nos espera.
Georgina*
Estaba asomado al mar por babor. Miró distraídamente un barco que
se cruzaba con el suyo y vio en la cubierta, tomando el sol a Georgina. La
llamó con un grito que se llevó el aire. Inmediatamente el barco y Georgina
desaparecieron.
El hombre bajó rápidamente al camarote donde encontró a Georgina
agitada, como saliendo de una pesadilla.
- He soñado que estaba tomando el sol en un barco - le dijo al
verlo entrar - y cuando me llamaste desperté.
La culpa*
Medianoche. Han apagado las luces del vagón para que la gente
duerma.
Afuera un cielo estrellado. Una luna plena ilumina al interior del
vagón dibujando formas fantásticas con las sombras de los árboles que bordean la
vía.
El hombre lee a Saramago gracias a una débil luz individual.
Encuentra una frase que lo sacude: "La culpa es un lobo
que se come al hijo después de haber devorado al padre". Recuerda
a su padre, nacido en un hogar campesino en la Italia de 1923. En aquel sueño que
lo sacudió ya anciano: los lobos se comían a sus ovejas y él no podía hacer
nada para evitarlo. Así se despertó, de esa cara de espanto de su padre el
hombre no se olvida.
Piensa en su padre, en él, en sus hijos. En otros padres con sus
hijos. Todos acechados y finalmente devorados por la culpa. El espanto no lo
deja dormir.
En los sueños hay aullidos.
*De Eduardo Francisco Coiro.
El lugar de nadie*
Mayo de 1941. Hitler planeaba el acecho definitivo a la Rusia
Soviética. En el fragor de la Segunda Guerra Mundial las divisiones alemanas
avanzaban con torpeza y con incierto fervor en territorio enemigo. Las líneas
rusas aún no se adivinaban en el horizonte. Semanas atrás, en el frente más
oriental, el ejército acorazado de Günter Von Kleist –uno de los generales más
prestigiados del Tercer Reich– había tenido algunos escarceos que, a pesar de
su intermitencia, cobraron decenas de muertos y no pocos heridos. Los soldados,
algunos de ellos muy jóvenes, tenían poca experiencia en batalla. Quizás por
eso, en las noches, mientras acampaban en valles cuyo silencio creaba una vaga
sensación de infinito, compartían rumores sobre posibles deserciones mientras
encendían con ansia trémulos cigarrillos que conseguían de contrabando. El
humo, entonces, flotaba sobre sus cabezas y, en medio de las respiraciones y
las miradas bajas, parecía lo único vivo.
El general Von Kleist miraba el cielo limpio de nubes y se acicalaba
los bigotes. La estepa ya había reverdecido aunque la magra altura de sus
pastos, en algunas partes aún amarillentos, dejaba entrever los daños de un
feroz invierno. Cercano a las élites del partido Nazi, se decía que Von Kleist
gozaba de los favores de personajes como Goebbels, Hess y Göring. Sin embargo
había algo en su carácter, quizás cierto matiz taciturno en sus palabras, que
parecía alejarlo de aquellos hombres que buscaban cualquier pretexto para
ordenar encarcelamientos y asesinatos. Algunos decían que su única guía en
tiempos de guerra era un patriotismo ciego, fomentado desde temprana edad por
un padre alcohólico que buscaba en los saldos de la guerra un remedio a su
ruina personal y económica. Hitler había dado la orden de devastar los pueblos
que encontraran a su paso: la tierra debía ser quemada y los hogares destruidos
para que no sirvieran de refugio. En este escenario se movía el ejército
acorazado de Von Kleist que, con marcha lenta, como un animal de sosegadas
costumbres, buscaba las señales adecuadas para empezar el ataque.
Von Kleist entró a su tienda, se aflojó los cordones de las botas y
miró su mapa: en el camino habían quedado las ciudades de Lublin y Rovno con
sus pilas de cadáveres en precario equilibrio, asediadas por voraces moscas.
Aún quedaban en la memoria las fosas excavadas con prisa, agujeros que, a la
distancia, semejaban una herida viva que mezclaba cuerpos de aliados y
enemigos. Reemprendieron la marcha. Después de un par de jornadas, en las
inmediaciones de un bosque, encontraron la fuerte resistencia de una dispersa
pero determinada unidad rusa. Los soldados probaron su valor aunque los rusos
se replegaron aprovechando su conocimiento del terreno. El combate se prolongó
hasta el anochecer. Avanzaron penosamente entre la espesura y los restos
incendiados de algunas cabañas. A lo lejos se veían ráfagas luminosas de
metralla que eran más una advertencia que un intento serio de menguar las
fuerzas enemigas. Kleist recibía noticias desde Berlín: en poco tiempo tendría
refuerzos; su deber era abrir camino y debilitar al enemigo antes del embate
final. El día siguiente transcurrió sin novedades. Kleist encomendó a Voggel,
uno de sus subalternos más cercanos, que formara un grupo de soldados para ir a
las aldeas vecinas a buscar pertrechos y comida. Los elegidos dejaron sus
mochilas para viajar ligero y partieron en dirección al oeste. Sus siluetas
vadearon unos matorrales hasta desaparecer por completo. El cielo, después de
algunos días limpios, fue habitado por nubes.
Los combates siguieron aunque fueron cada vez más escasos. El
nervio recorría los cuerpos de los soldados. A veces disparaban en vano ante la
sombra proyectada por un animal furtivo. ¿Detenerse a prender un cigarro podría
alejarlos del camino de una bala perdida? ¿Aquella mirada que se detenía en la
rama de un árbol era, en realidad, el fugaz presentimiento de estar en la
mirilla de un tirador solitario? Muchos se refugiaban en un silencio casi
sólido que parecía moldear los rostros y volverlos más viejos. A pesar de los
esfuerzos no pudieron diezmar al enemigo cuyos pasos parecían no tener peso.
Avanzaron sin muchos problemas un par de kilómetros. Los combates
desaparecieron. Sólo quedaba la amenaza enturbiando los pensamientos. Las
comunicaciones fueron cada vez más esporádicas con el mando central que
afirmaba, sin pruebas muy contundentes, que el enemigo estaba por retomar
posiciones para un nuevo ataque. Debían esperar en el sitio hasta recibir
órdenes. Von Kleist desconfiaba de los planes de sus superiores y tenía miedo
de un ataque sorpresa fruto del espionaje. Algunos soldados temían que los
estuvieran utilizando como carnada de una secreta estrategia. Varados, sin
oportunidad de mostrar su coraje ante un rival demasiado evasivo, casi
inexistente, consumían el tiempo en verificar sus armas, leer diarios atrasados
y contar a sus compañeros la vida que habían dejado atrás: mujeres y niños que
esperaban su regreso en pueblos que no aparecían en los mapas. Von Kleist
miraba el horizonte y después, solitario en su tienda, diseñaba en silencio,
amparado por el breve calor de una lámpara, maniobras militares que parecían
meros ejercicios de ficción, cartografías imaginarias para apaciguar el ansia
de su mente. Más tarde iba a la cama y en sus sueños Europa ardía en una fogata
inmensa cuyas lenguas de fuego llegaban hasta el cielo y hacían hervir los
océanos de la tierra. Un día, harto de esperar, llamó a Voggel y a diez de sus
soldados más confiables. Se alejaron unos metros del campamento. A lo lejos se
veía una colina cuya cima se asomaba, indecisa, entre nubes bajas. Von Kleist
les dijo que si ascendían quizás podrían vislumbrar alguna población importante
y tomarla por asalto. Otra posibilidad era encontrar la retaguardia de alguna
división rusa movilizándose hacia el norte para unirse al frente. Con más
devoción que argumentos los arengó diciéndoles que la gloria podría ser para su
ejército y para el Tercer Reich. Hicieron los preparativos para salir el día
siguiente y recorrer la ruta del bosque para no ser descubiertos por el enemigo
en campo abierto. La nota en la bitácora oficial, escrita con parcas
referencias que intentaban destacar el carácter ineludible de la tarea,
indicaba un reconocimiento del terreno para tomar providencias en caso de un
ataque sorpresa.
Se despertaron temprano y caminaron en silencio, acompañados por
sus respiraciones que se hicieron trabajosas cuando encontraron las primeras
dificultades en el terreno. El calor arreciaba. Algunos insectos siseaban entre
las piedras. Casi no hablaron en el trayecto. A veces se detenían, alertados
por el canto de un pájaro, pensando en una emboscada. Después de un par de
horas de caminata llegaron a la cima. Del otro lado se vislumbraba una
superficie plana y homogénea. No había ningún punto de referencia, alguna señal
que indicara los pasos del enemigo. Tampoco, por más que miraron por los
binoculares, encontraron restos de edificaciones. La colina parecía una isla
rodeada de un verde impreciso, como el difuso brochazo en una pintura
inacabada. Decepcionados por postergar el enfrentamiento hicieron una última
inspección y emprendieron el camino de vuelta. El sendero era fácil de seguir
aunque el sol permanecía alto y hacía penosa la marcha. A ratos bebían de sus
cantimploras. Von Kleist intentó llamar al campamento para avisar de su
regreso, pero el equipo de comunicaciones emitía una señal inestable que, en el
mejor de los casos, generaba estática.
Al filo del mediodía llegaron a las cercanías del campamento.
Cuando entraron al claro en el bosque vieron que no había rastro del ejército.
No encontraron hombres, ni tanques, ni las huellas de las estacas que habían
servido de ancla a las tiendas. Al inicio pensaron que habían llegado a un
lugar distinto. Tal vez el calor y la prisa por regresar los habían hecho tomar
un sendero erróneo. Sin embargo, Voggel identificó un arce de abundantes ramas
en cuyo tronco seguían las marcas que habían dejado para instalar las tiendas.
También creyó ver, en una superficie lodosa, el paso reciente de una batería
antiaérea. Deambularon desconcertados. Alguien dijo que los rusos habían
masacrado al ejército entero, sin embargo, no encontraron un solo casquillo,
las ruinas de un tanque o un cadáver que sustentaran su teoría. Tampoco
percibieron ese olor a carne quemada que causaba náuseas y cuya fuerza quedaba
indeleble en la memoria de los que lo percibían por primera vez. Todo lo
vivido, desde la salida de los cuarteles hasta la llegada a aquel páramo
desolado, parecía un espejismo, una broma increíble de la memoria. Los soldados
deambularon un rato en las cercanías mientras Von Kleist se enfrascaba en
elucubraciones cada vez más fantásticas. La tarde se derramaba entre las ramas
de los árboles más altos y un limo azul se fundía en el horizonte. Calentaron
en una fogata los últimos sobrantes de comida y temieron que su futuro se
pareciera a las vivas ascuas que disminuían su fuerza hasta volverse ceniza.
Esbozaron otras probabilidades. Quizás la tropa había sido requerida de
urgencia para una maniobra y había partido sin ellos. Tal vez habían seguido un
señuelo que los habría llevado a una emboscada. Pero cada suposición se
revelaba inútil al paso del tiempo: movilizar a toda la tropa en pocas horas
era un ejercicio imposible. Von Kleist caviló en silencio y, después de unos
minutos, con voz acre que no podía disimular la incertidumbre, les dijo que
pasarían la noche en ese lugar y que, apenas clareara la mañana, irían en busca
del resto del ejército. Los doce se cubrieron con sus abrigos y esperaron en
silencio la llegada de la noche.
Al siguiente día se pusieron en marcha: seguirían bordeando el
bosque hasta llegar a un río. Según el mapa era probable encontrar poblaciones.
Von Kleist confiaba en que estuvieran bajo el control nazi. Los soldados
pensaron, sin atreverse a insinuarlo, en la posibilidad contraria. Las frentes
sudaban. El camino parecía idéntico al de la jornada anterior. Después de
mediodía encontraron el río. Llenaron las cantimploras y aprovecharon para
descansar. Retomaron la marcha con las fuerzas disminuidas. En poco tiempo
tendrían que buscar comida. Las armas y las botas pesaban más. Entonces, cuando
el crepúsculo comenzaba a aparecer en el horizonte, descubrieron un pueblo
pequeño, quizás algunas docenas de casas. No se veía ninguna señal de presencia
militar. Seguramente el lugar era poco estratégico y había sido olvidado por la
lucha.
Von Klesit encomendó a Voggel que investigara más. El soldado se
quitó la parte superior del uniforme y se quedó con una playera blanca y una
camisa a la que previamente le había quitado las enseñas militares. Se internó
por las calles desiertas, malamente iluminadas por la escasa luz del sol. Unos
minutos pasaron para que distinguiera la bocanada amarilla de una taberna.
Algunos cantos caldeaban el ambiente y llegaban hasta la calle. El ánimo
festivo contrastaba con la devastación que imperaba en gran parte de Europa.
Voggel pensó que valía la pena el riesgo y se acercó para averiguar. Volátiles
voces se confundían y pudo escuchar palabras en ruso, en ucraniano y en
dialectos ininteligibles que remitían a los antiguos cosacos de la zona. Voggel
pensó, no con poco temor, que cualquier habitante del pueblo podría dar la voz
de alarma cuando descubriera a un soldado alemán deambulando entre ellos. Iba a
volver para dar la noticia a sus compañeros cuando la puerta principal se
abrió. Una mujer rubia lo saludó en ruso y le preguntó si iba a entrar. Voggel,
tratando de ocultar su nerviosismo, asintió en silencio y caminó tras ella. Su
ruso era limitado, apenas algunas frases que había escuchado cuando era
asistente de un alto oficial de la Gestapo. Recordó a los prisioneros rusos,
interrogados hasta el cansancio, clamando por piedad antes de ser objeto de las
más variadas torturas. Se refugió en un extremo de la barra mientras buscaba en
su mente pretextos para evitar algún contacto con los parroquianos. Trató de
captar el mayor número de detalles antes de enfilar a la salida: una decena de
mesas ocupadas por hombres que tenían más pinta de campesinos que de
combatientes encubiertos. Una pequeña orquesta acompañaba el convite. Las
cervezas espumeaban en sus tarros. Un gato pardo se paseaba con pereza entre
las mesas. Debían ser ucranianos, rusos y algunos ruidosos gitanos. La mujer
rubia –en ese momento descubrió que era una de las meseras– lo volvió a abordar
y, por lo que pudo entender, le preguntó qué bebida quería. Él hizo gesto de
excusarse y farfulló una torpe disculpa en ruso. Ella adivinó el acento y le
dijo que seguramente venía de muy lejos. Él mintió y le dijo que visitaba el
pueblo con unos amigos. Eran todos civiles y venían huyendo de la guerra. La
mujer lo miró con extrañeza y afirmó que no había guerra ahí ya que el pueblo
estaba en paz desde hacía muchos años. Voggel pensó que el aislamiento del
pueblo era tal que no habían recibido noticias de la guerra. Sin embargo, no
podía confiarse ya que en cualquier momento avistarían algún avión o recibirían
algún telegrama informando de las batallas. Se despidió antes de pedir algo y
regresó por las calles, cuidando de que nadie lo siguiera.
Von Kleist y los otros ocho soldados escucharon, incrédulos, las
palabras de Voggel. Algunos pensaron que la rubia mentía. Otros, poniendo en
entredicho su valor militar, le pidieron a Von Kleist que se dispersaran antes
de ser linchados por el pueblo. Indecisos y frustrados agotaron sus últimos
cigarros. Von Kleist les dijo que tendrían que esperar en los márgenes del
pueblo, a una prudente distancia y entre los árboles, a que amaneciera. La luna
estaba oscurecida por espesas nubes. Sería mejor esperar el amanecer.
Organizaron guardias para poder dormir y reparar fuerzas. La madrugada
transcurrió silenciosa y sin novedades. Las primeras luces de la mañana
llegaron y se pusieron en pie, con los miembros entumidos y con renovada
hambre.
Caminaron intentando reconocer el sendero que habían utilizado el
día anterior. Sin embargo, después de un par de trabajosas horas, no
encontraron alguna seña familiar. El bosque se extendía y parecía no tener fin.
Las ramas de los árboles eran un entramado que impedía vislumbrar la lejanía.
Von Kleist, ante la inquietud de la minúscula tropa, ordenó que se detuvieran.
Consultaron mapas, probaron la brújula y trataron de utilizar el equipo de
comunicación que seguía emitiendo un zumbido. Un soldado dijo que, sin alimentos,
sería inútil aventurar exploraciones más ambiciosas. El comentario fue recibido
con un silencio que, conforme pasaron los segundos, dio paso a tímidos gestos
de aceptación. Von Kleist pensó en la poca gloria de un ejército desaparecido,
con sus últimos integrantes deambulando, medio muertos de hambre. Casi podía
imaginar sus cuerpos engullidos por el bosque, festín para gusanos y carroñeros
más grandes. Les dijo que Voggel podría regresar al pueblo y obtener algunos
bastimentos. Los demás esperarían a una distancia segura y aprovecharían el
tiempo para decidir qué hacer. El riesgo era grande pero el hambre era acicate
suficiente para emprender la vuelta. La tropa regresó. El suelo cubierto de
hojas parecía amplificar sus penosas respiraciones. El sol ya estaba alto
cuando divisaron las primeras casas. Voggel volvió a quitarse las insignias y
enfiló a la calle principal.
Esperaron cerca de media hora su regreso. La única esperanza era la
simpatía que Voggel había despertado en la mujer y que, efectivamente, la gente
del lugar ignorara la guerra. El soldado regresó con un poco de carne curtida,
algunas legumbres y varias latas de conservas. Les dijo que no había encontrado
a la mujer pero que el dueño de la taberna, que vivía en el segundo piso del
negocio, le había ofrecido comida después de escuchar la historia de un grupo
de civiles huyendo de una guerra. Comieron con ansia y, una vez satisfechos,
comenzaron las especulaciones. Alguien mencionó la posibilidad de someter al
pueblo y obligarlos a confesar la verdad. Otro más apuntó que quizás tendrían
algún sistema de comunicación que ellos podrían utilizar para contactar, en
secreto, a las tropas alemanas. Un tercero, escéptico, dijo que el pueblo
debería carecer de cualquier radio o telégrafo ya que no estaban al tanto de la
guerra. Von Kleist interrumpió estas suposiciones: tantas posibilidades lo
mareaban. Extinguió su cigarro con el tacón de su bota derecha y les dijo que
tendrían que ser cautos, aprovechar la situación hasta poder tomar decisiones
seguras. Después ordenó que se quitaran las enseñas militares y cualquier
indicio que los identificara con el ejército del Tercer Reich. Pronto todos
estuvieron con camisas blancas. Enterraron las pistolas y se aseguraron de
reconocer el paraje para ubicarlo rápidamente. Se internaron por las calles del
pueblo y llegaron a la taberna. Ahí, frente al tabernero, la mujer rubia y un
maestro de escuela que sabía alemán y que servía de intérprete a los curiosos y
parroquianos que aumentaban en número, hablaron de Hitler, del ascenso al poder
del Partido Nacionalsocialista y del advenimiento de una época dorada con el
triunfo del Tercer Reich. Sin embargo, ante las referencias sólo había
negativas e, incluso, gestos de incredulidad. No quisieron insistir. Esa noche,
por invitación de los aldeanos y después de debatirlo en secreto varios
minutos, se quedaron en tres cuartos habilitados en el segundo piso de la
taberna. Las suspicacias disminuyeron aunque hubo algunos que no pegaron el ojo
pensando en que serían traicionados por sus anfitriones. El día siguiente Von
Kleist mandó a tres soldados a que hicieran un nuevo intento por reconocer el
terreno y encontrar señales aunque fueran del enemigo. Los hombres regresaron
fatigados y sin novedades.
Con más confianza,
solicitaron mapas de la zona. El maestro les ofreció un par y un pequeño atlas
de páginas carcomidas. Ahí estaban el accidentado curso del río y la cima a la
que habían llegado. Sin embargo, alrededor de esas mínimas referencias se
extendía una zona indefinida constelada por nombres –pequeñas aldeas, parecían–
que no les decían nada. Los mapas no abarcaban territorios lejanos y el
maestro, tratando de mitigar el desconcierto de sus invitados, les dijo que
estaban enterados de la revolución de 1917 por algún viajero que había llegado
por azar a los límites del pueblo, pero que el imperio soviético desconocía su
existencia o, simplemente, eran irrelevantes para ellos. Con el paso de las
generaciones habían logrado la autosuficiencia y el escaso comercio que
realizaban era con pastores y nómadas.
Los soldados pronto esbozaron algunas palabras en ruso y se
integraron paulitamente a la vida del pueblo. Alguno, incluso, comenzó a
coquetear con la mesera rubia. Voggel ayudaba a administrar la taberna y un
cabo puso en práctica su experiencia como herrero. Von Kleist, en las noches,
buscaba alguna frecuencia en el equipo de comunicación que había traído del
bosque. Decidieron que, por el carácter pacífico del pueblo, no convenía
regresar por las armas. Transcurrieron los meses. Cuando se acercó el invierno
ya habían perdido las esperanzas de regresar a la guerra y recuperar sus vidas.
Algunos, quizás la mayoría, parecían conformes con su suerte. Von Kleist
conservaba su autoridad aunque fuera más moral que castrense. Guardó la brújula
más como un amuleto que como una herramienta. El grupo se reunía una vez a la
semana para intercambiar opiniones y rememorar, en confianza, su pasado. Una de
aquellas veces, después de que Von Kleist se había retirado para dormir, uno de
los soldados refirió a sus compañeros que había creído ver, en uno de los
callejones del pueblo, a uno de los hombres del ejército acorazado
desaparecido. Unos segundos de silencio se extendieron después de la confesión.
El soldado pensó que sus compañeros se burlarían y agachó la cabeza. Sin
embargo, poco a poco, se sucedieron experiencias similares. Las voces, al
inicio inseguras, comenzaron a reconstruir, entre los rostros y palabras de los
aldeanos, a los compañeros que los habían acompañado en la campaña contra los
rusos.
**
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
Viajeros*
I.
VOLVER
Tanto pensar “cómo quisiera que mi
viejo estuviera aquí, aunque sea por unas horas”, que justo ese día mi Padre
volvió. Era su fecha, en la que cumplía años cuando lo vi doblar desde la
esquina con su bastón artesanal, el mismo que armo con sus propias manos con un
mango de paraguas y una caña a la que le dio terminación con un regatón de
goma.
Me vio desde su paso lento cosechando
nueces altas con un largo palo armado para la ocasión. Cosechar nueces en el día del nacimiento de mi padre era una
ceremonia que mantenía con mis hijos cuando eran chicos.
Esta vez, el retorno de mi padre me
sorprendió sólo en la puerta de calle con las yemas de los dedos manchadas por
la tinta que liberan las nueces al separarlas del tegumento verde que las
recubre.
Mi Padre estaba feliz en el regreso.
Venía de visitar al santuario Della Madonna di Viggiano.
Nos dimos el doble beso de mejilla a la
usanza italiana. Mezclamos lágrimas y risas.
II
LLEGAR
La voz de mi padre sigue viajando.
Partió con él un Giugno 30 del puerto de Nápoles.
Atrás hay un viaje en tren al que llamaba "la letorina".
No lo dijo nunca, No pudo decirlo. Pero
en su voz viaja un eco de aquellas lágrimas que derrama su familia que lo
despide en el puerto antes del horizonte mar.
Mi padre lleva la promesa de vivir en
Argentina.
El pasaporte con aquella expresión en
la foto tan parecida a Paul Newman dice que llegó el Luglio
21 de 1952.
Sin embargo siento que sigue viajando.
Que ese barco, el Sebastiano
Caboto todavía no hizo su escala en Río de Janeiro.
-Hay días. Momentos en que necesito que
llegue, aún tantas décadas después...
"La voz del padre llega muchos años
después" - Oigo decir
al amigo analista cuando le digo de mi espera.
A veces uno no sabe oír bien ni
recordar.
Será por eso que el otro día la voz de
mi padre llegó.
Su voz. Su voz con un golpe duro de
aire para que no me haga el distraído.
En su voz venían los ojos celestes en
los que todavía reflejaba al mar inabarcable de la travesía.
Al fin llegaban las palabras de mi
padre que no era de ironías ni de evadir una verdad.
Pude oír bien clarito: "Hijo, debes
ser tu propio padre"
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Lo que queda
cuando el mundo se abre en dos,
el miedo,
el inmenso miedo sobre todo
como el cielo azul de la tormenta
cuando se es chico
o frágil
y no hay nada de qué asirse.
Nada.
-Nació en
General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos
de la breve ceguera (La Magdalena 2014)
Jardines, en coautoría
con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija
del pescador (La Magdalena, 2016)
Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Pesadilla*
Estaba en el Circo Plumkier, dentro de una jaula con 10 tigres que
se acercaban y tuve que saltar la reja de la jaula para escapar. La desgracia
fue caer en el recinto de los cocodrilos. Inmediatamente dos de ellos, enormes
y con la fauces muy abiertas, se lanzaron sobre mí con ánimo de comerme. Me
zafé del primero mediante un escorzo y del segundo lanzándome al agua.
Lamentablemente en el agua estaban los otros tres compañeros que al verme
chapotear, nadaron hacia a mí a toda velocidad. Tuve la suerte de poder agarrarme
al trapecio y salir volando por los aires. Dando una pirueta extraña uno de mis
pies quedó enrollado en la cuerda y caí a plomo desde una altura de 15 metros;
reboté en la cama elástica y caí dentro del carromato de los osos. Un oso
enorme y peludo se acercó a mí con la fauces abiertas y moviendo las zarpas en
actitud agresiva. Parecía enloquecido y rabioso.
En todo este tiempo puedo asegurar que no sentí miedo. Cuando
realmente me aterroricé fue al despertar y darme cuenta de que la pesadilla
había acabado. A partir de ahí debía enfrentarme con el mundo real.
*
A veces hay como una delicia en el aire, algo que
no sé qué es. En esos momentos como Felisberto Hernández me gustaría llevar a
mi cuarto los descubrimientos, guardarlos en el cajón de mi mesa de noche.
También en esos momentos nadie puede enojarme ni llevar demasiado mi atención.
Yo ya sé que es un estado de gracia. Ese mismo día o al día siguiente la
escritura está a punto. Suelo leer un poco de algo al azar. Una palabra me
lleva a otra y sé que entro en una especie de Zona. Sin Musas ni genios
inspiradores, pero con asombro.
Inventren
La huida *
Un tren en movimiento es una cárcel.
Con más razón para quien está huyendo.
Como a tantos otros, me acusan de un crimen que no cometí. No
importa la verdad: Estoy sentenciado desde que tuve aquel desencuentro con el
diputado. Lo vi claramente en su mirada. Antes o después, iba a pagar mi atrevimiento.
Ignoro qué destino me tienen preparado, pero, en cualquier caso, las opciones
de escapar a él son mínimas.
Por eso, cada par de ojos que se posan en mí representan un
peligro. Son muchos quienes me buscan. El poder encuentra aliados en todas partes.
La única realidad posible es la huida. Ningún rincón del país es seguro ahora.
Sólo en el extranjero, lejos, podré eludir los largos tentáculos de mi enemigo.
Mas no debo pensar en el futuro lejano cuando en un instante todo puede irse al
carajo. Lo urgente es salir de aquí.
Todos los rostros que me rodean son una amenaza. Por desconocidos, por multiplicados.
Vine a la estación porque me pareció el mejor lugar para pasar
desapercibido. En principio, sólo tomé el tren por alejarme de aquí. El destino
fue casual –era el tren que en ese momento se disponía a partir-, pero en
Enrique Fynn tengo amigos que tal vez puedan ayudarme.
Ahora, cuando el tren ya abandona la ciudad y avanza hacia la
interminable llanura, sólo ahora he caído en la enorme indefensión del
proscrito que toma la decisión de subirse a un tren –un avión, un autobús,
cualquier medio de transporte colectivo, en definitiva-. Por eso, trato de
evitar las miradas de los otros pasajeros. Las gafas de sol ayudan, pero no son
un muro tras el que esconderse. Sólo un diminuto camuflaje. Si alguno de mis
perseguidores está a bordo, soy hombre muerto.
Haría bien, lo sé, en ocupar mi mente con otro tipo de
pensamientos. La forma de burlar la vigilancia a que estoy sometido, por
ejemplo. La acción que debería llevar a cabo si descubro a uno de ellos… esas
cosas. Pero el temor me impide pensar: Un indicio claro de ello es que, justo
antes de tomar el tren, he llamado a mis amigos para avisarles de mi llegada.
Sólo un minuto más tarde he caído en la cuenta de lo inoportuno de mi visita.
Por nada del mundo desearía meter en líos a mis amigos. Pero ya está hecho. No
puedo volver atrás. Dejo mi destino en manos de este enorme artefacto que me
traslada con rapidez entre campos y pueblos que, a esta hora, parecen abandonados.
A pesar del miedo, el cansancio acumulado en las últimas horas me
induce a dormitar. Breves cabezadas de las que salgo con un sobresalto. Cada
vez, miro alrededor con aprensión. Nada en el vagón parece amenazarme, pero con
esta gente nunca se sabe.
Para un prófugo, todo son ojos. Ojos expectantes, acusadores,
irónicos, traicioneros. Ojos enemigos.
Cuando, al volver de alguna de esas ensoñaciones, distingo una
sombra en algún punto inconcreto del vagón, mi corazón se acelera. Cada vez que
el tren se detiene, temo que suban, que me busquen, que me saquen esposado y
vencido a la vista de todos y me metan en un auto verde, uno de esos autos
verdes de los que no se regresa…
Una mirada fija es una alarma causando un estruendo insoportable en
mi interior. Una inocente sonrisa se me antoja como la señal inequívoca de mi
perdición.
Los kilómetros y las estaciones se suceden, pero mi angustia no
mengua. No obstante, si he de ser sincero, no hay la menor señal de los
sicarios. Se trata sólo de la sensación de ahogo propia de quien se sospecha
rodeado.
Miro hacia afuera y percibo que ya estamos llegando. La próxima
estación es Enrique Fynn. Allí tal vez pueda estar seguro uno o dos días,
mientras decido qué hacer, hacia donde seguir huyendo…
Con suma precaución, la misma que he empleado en las últimas horas
o días (en la huida llega a perderse la noción del tiempo), me preparo para
salir de este encierro rodante. Abajo todo será distinto.
Sin embargo, la frecuencia de mis latidos no disminuye. Mientras el
tren va reduciendo su velocidad y la silueta de la estación se perfila en el
horizonte cercano, me asalta una revelación: Ellos están ahí, esperándome. Esta
vez no se trata del pánico, sino de una fría certeza. No necesito verlos. Lo
sé. Conocían mis planes y no han hecho otra cosa que alimentar mi esperanza,
dejando que el viaje llegue a su fin. No habrá escándalo ni una persecución
cinematográfica. Simplemente, alguien se acercará a mí y me susurrará al oído
unas pocas palabras. Yo le seguiré en silencio, velando así por la seguridad de
mis amigos, a quienes me prometerán no hacer el menor daño si colaboro. No me
hará falta ver a uno de mis antiguos compañeros, quizá el más joven o aquel que
siempre enrojecía al mirarte a los ojos, escondido tras una columna, observando
con el corazón en un puño mi detención y, tal vez, respirando aliviado al
comprobar mi sumisión. Después, el protocolo se cumplirá con precisión
geométrica, del mismo modo que siempre. Y el mundo me olvidará como se olvida
todo.
-Próximas estaciones de escritura:
KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario