miércoles, agosto 28, 2019

LAS HERRAMIENTAS DEL AMOR, ABANDONADAS, SON PUÑALES O ROSAS...



*Obra de Sandra Caschera.











REINVINDICACION DE LA OTRA*



Cuando él
se enamoró de otra mujer,
todos pensaron
que se lo iba a robar.
Ella dijo que no,
porque las Otras siempre quieren llevarse lo mejor.
Lo peor
lo ignoran,
o lo dejan en manos de la esposa,
como si fuera
un manojo de ropa sucia,
como el rastro
de una mancha de sudor.
Las Otras,
insistió,
son las que esperan
con el corazón aleteando como un pájaro
y cuando él llega,
el tiempo se estira como si no existiera,
como si el cuerpo
fuera una aguja interminable
donde las horas marcaran otra flexibilidad.
Toda Otra,
nos dijo,
tiene un destino trágico y lo sabe,
pero lo mejor del hombre está en su mano.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com









LAS HERRAMIENTAS DEL AMOR, ABANDONADAS, SON PUÑALES O ROSAS...









*


¿Y qué era
el gran amor,
sino viento
guardado
entre montañas?
Un poquito
de furia atrapada,
un aleteo
para nadie.
Te pienso,
a veces
como a esas piedras raras
que se guardan
en un cofre
y se miran
de vez en cuando,
cuando se las recuerda.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Dos sanguinarias guerras*



Dos sanguinarias guerras hay en marcha.

La más antigua enfrenta
al hombre contra el hombre
desde el alba difusa de los tiempos.

Pero hay otro combate más terrible,
más irreal, más lento, más certero:
Es la lucha irracional del hombre
contra la tierra que le dio la savia
para formar ciudades hasta el cielo.

Yo vengo a hablar por boca del herido,
del que sufre el horror, del mutilado,
de la mujer que espera, del soldado,
del suelo amenazado de exterminio.

Yo invoco la pasión y las palabras
para hablar de los golpes recibidos,
para nombrar los nombres olvidados.

Quiero ser del caballo la herradura,
del águila las garras carniceras.
Quiero tener los hilos de la araña
y el salto repentino del animal salvaje
y la tenacidad inamovible
de la pequeña hormiga.

Quiero tener la fuerza del torrente
y la elevada altura de los riscos
y el poder permanente de la lluvia.

Quiero tener las olas oceánicas,
la furia del volcán y la lava candente.

Quiero estar en la sangre de los pobres,
en la resina espesa de los pinos
y en la herida mortal del combatiente.

Quiero ser trigo, tigre, peregrino
en sendas donde no haya bombardeos;
ser eucalipto, menta, ardilla, grajo,
luciérnaga fugaz, caballo, avena,
hoja perenne, oliva, jornalero,
aroma, niña, tallo, crisantemo,
amapola radiante, gorrioncito,
y nunca, nunca, nunca
________________ennegrecido cráter.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De El horizonte traicionado










*


Duerme
el perro de mi corazón.

Toda la noche
anduvo
ladrándole a una sombra.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

-Nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016) Y Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.















El tío en su nube*



Una nube de polvillo expandiéndose por el aire de la habitación.

 Esa era la imagen más antigua que tenía de su tío. El hombre que en aquel entonces era un niño.
El tío había salido de darse una ducha.  Se había sentado sobre una toalla a entalcar sus genitales. Sacudía ese envase cilíndrico con una energía demencial dejando al aire una nube de polvo que no deja de expandirse en el recuerdo.

La pensión se llamaba "La Esperanza". Su tío estrenaba a los 40 años una nueva soltería. Esa noche iba al club Sportivo Alsina, actuaban Sandro y Los de Fuego. No le interesaba demasiado quien estuviera en el escenario. Él iba porque las mujeres en Lanús “son mucho más que un fuego”, dicho lo cual no paró una eternidad de reír con ese estruendo tan de su tío para festejarse  chistes sin esperar la risa ajena sino mas bien contagiándola.

Años después su tío repetirá una y otra vez la historia de como llegó a esa pensión sólo con lo puesto: Al volver de su trabajo en la fábrica encontró a su primera mujer en la cama con un tipo arriba “entrando y saliendo… entrando y saliendo”. No lo vieron, volvió sigiloso sobre sus pasos llevándose el juego de llaves de ella que había dejado sobre el bargueño. Entonces dio dos vueltas de llave a la puerta de calle para que se queden allí encerrados para siempre o tengan que saltar el tapial del fondo para salir de manera indecorosa por la casa del vecino.
El tío tenía esa especie de desapego, no le importo nada de lo que había en su casa, si su mujer no sería más su mujer no quiso llevarse ni un par de medias.

A lo largo de los años esa imagen iba a permanecer como un interrogante a descifrar. Un tío despreocupado y alegre, llenando de talco sus testículos para salir a buscar una nueva mujer a pocos días de haber perdido hasta sus ropas.
Como lo demostró obstinadamente una y otra vez en su larga vida, no quería estar solo, su tío necesitaba  mujer o la ilusión de una mujer a su lado para vivir.



*De Eduardo Francisco Coiro.










*



Mi vecinito tenía nueve años y era mudo. También yo tenía ocho o nueve años. Me enamoré de él porque era distinto a todos: nada se sabía de él porque al no hablar era puro misterio. Se parecía al Dios del que las monjas me hablaban en la escuela. "¿Dios es mudo?", le pregunté a una monja que me miró desorbitada sin contestarme y se quejó ante mi madre y hasta supe que habló de mi perversión. Entonces, empecé a enamorarme cada vez más de mi vecinito, tan misterioso, tan sagrado (¿el mismo Dios?). Pasó el tiempo y otros seres más oscuros que las monjas lo hicieron desaparecer del mundo de los vivos. Será por eso que Nietzsche dice que Dios ha muerto.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com














La obstinada guerra del amor*



En aquella noche del verano argentino Esteban le leyó a Kalman el título del reportaje a Hawking: "En el futuro habrá súper humanos genéticamente modificados".
Cenaron en casa de Esteban con su mujer Leticia, Kalman estaba por unos días en Buenos Aires para visitar a su última tía paterna. Los hijos de la pareja no estaban. Hablaron mucho sobre las consecuencias de las técnicas de modificación genética.

De esa noche Kalman se llevó clavada la hostilidad que Leticia demostraba hacia Esteban en cada gesto, en cada frase,  en el tono de voz cargado de odio. Se sintió tan incomodo que pensó que lo mejor era irse con alguna excusa para dejar a esta pareja seguir su guerra crónica. Parecía que era algo naturalizado por ambos. Leticia no sentía pudor ni inhibición alguna por representar su actuación delante de un antiguo amigo que los visitaba después de años de residir en California.

Esteban fingía ignorar el enojo de su mujer, hasta que bien bajito –casi un susurro- para que no lo escuche Leticia dijo: "esta mujer es terrible".

Más tarde hubo un brindis con sidra helada en el jardín. La noche estaba bien abierta al universo visible de pequeñas luces brillantes que titilaban.
Hubo otras quejas de Leticia porque su marido se dedicaba a “sus cosas” en vez de hacer lo necesario para la casa como por ejemplo cuidar el jardín.

Kalman intento descomprimir con una ironía:

-Te casaste con un filósofo no con un jardinero...

Pero no resultó.

-¡Pero de qué filósofo me hablas... es un vivo!!!!  –Respondió con furia.

Pasaron años.

Esteban esta muerto. Leticia es viuda.

Una vez, quizá por última vez, Kalman volvió a pisar aquel cementerio.
Él, que solo tuvo fotos aisladas separadas en años. Que no vio esa película interna en la que cada pareja es un mundo.
Se dijo: habría que grabar en la placa de granito -debajo del nombre- la dedicatoria "A una victima en la obstinada guerra del amor"



*De Eduardo Francisco Coiro.












MIEDO*


“Hay un pájaro azul en mi corazón que quiere salir pero soy duro con él, le digo quédate ahí dentro, no voy a permitir que nadie te vea..."
CHARLES BUKOWSKI



Ya lo siento llegar.
En un rumor de pasos que adelgazan la noche.
El viento ha silbado tres veces. Ha llorado tres veces.
Tres veces lo ha negado.
Pero él avanza con su falo y su dedo, erectos.
Se acomoda en mi cama.
Me cubre con su cuerpo pesado.
Su aliento me apuñala la espalda.
Me huele, me habla, casi secretamente.
Se hunde en mí. Me muerde.
Es una enorme boca que devora la casa de mi infancia.
Los ladrillos de luna. Los racimos.
Engulle sin piedad la patria de mis ruidos impúberes.
El viento en las ventanas. Las voces sacrosantas.
El tintineo de las amapolas en la lluvia.
Y no hay barcos, ni albergues, ni barriletes nuevos.
Y las palomas migran, y los cielos y los dioses.
Solo quedan los miopes y las cucarachas.
Los paralíticos y una que otra langosta.
Y cuando bendigo la impalpable luz de la locura.
Un mendigo me acaricia los ojos y la boca.
Y lo beso, y lo tomo y lo albergo.
Trae un pájaro azul en su mirada
Me besa las yemas de los dedos.
Y me dice con su voz de cristal amargo.
Déjalo que salga... y anda.


*De Amelia Arellano.












COMPARSAS*



Una fiesta de casamiento es un suceso en el que todos nos disfrazamos para, finalmente, ser más nosotros mismos.
La primera impresión es la de extrañeza. No andamos por la vida ni de traje ni de vestido largo. Por eso, ver a los rostros familiares sobre elegantes atuendos y bajo extraños peinados, es una imagen que en primer lugar nos hace pensar que todos son diferentes de cuando se encuentran sumidos en sus habituales ocupaciones.
A medida que se van sucediendo las horas y las fases del festejo, las personalidades superan el exterior modificado, y se exacerban de tal modo que culminan en caricaturas de grueso trazado.
Entonces un observador sentirá una enorme tristeza, y ocasionalmente le nublarán los ojos lágrimas de piedad por sus semejantes y por él mismo, tan reducido, como siempre, al personaje en la obra de teatro que por nombre lleva un sucinto “el observador”.
La rubia espléndida, de cabeza pequeña y cabellos lacios, reirá con alegría toda la noche. Caminará por el salón constantemente, rozará el brazo o la espalda de los maridos de las amigas, su vestido será revelador. Lástima la edad, lástima que los gestos y maneras ya no le quepan exactamente. Una pena que siga interpretando la adorable adolescente que fue y ya no es. Pero debe ocupar el lugar de la proa en la lancha anclada frente a la playa, debe ser despreocupada y feliz hasta que duela. Se va a sacar los zapatos, caminará descalza para sugerir desnudeces mayores. Debe interpretar el rol.
Los amigos del novio tienen el mandato de ser barulleros, de tomar un poco más de lo que les requiere el cuerpo, de quedarse hasta el final formando una hinchada compacta. Se puede ver una pelota invisible, el potrero, los números en la espalda. El diez adelante, el arquero siguiendo el grupo y meneando la colita cuando recibe una palmada de aprobación.
El invitado de frente estrecha y cabello crespo bailará como un mono. Cuando sea el momento del cotillón, los senos de plástico y la mazorca de utilería aparecerán mágicamente en sus manos. Aún dentro de la bolsa ya le pertenecían. Su mujer se reirá de las payasadas, ocultando (sabe hacerlo) la íntima humillación. Yo también me reiré cuando pase exhibiéndose, pero no podré mirarlos a los ojos.
La niña eterna hará sus mohines y montará su propio espectáculo para lograr por algunos momentos la luz del reflector. Ese es su sitio en la vida. Yo soy así, dirá, yo soy así de loca. Ustedes me conocen, yo soy así.
Las hermanas sin novio, lindas y prolijas, se repetirán en las esquinas. Quién sabe cuánta esperanza habrá habido frente al espejo, y ahora están aquí, recatadas pero anhelantes, y solas. Tan terriblemente solas en una doble soledad que no hace compañía. Pobrecitos esos labios sin besos. La tristeza de tanto amor congelado, tanta caricia fantasmal. Bonitas y sonrientes, tan solas, tan decepcionadamente tristes.
Y mientras tanto las ceremonias incomprensibles, atávicas y con los significados perdidos a fuerza de repetición. Bailar. Moverse sensualmente al compás de una melodía. Realizar los movimientos del sexo para todos y para nadie. Sólo las parejas justificando la seducción del otro porque la intención es real y promete lo que se va a dar. Pero los niños, pero los ancianos, pero las mujeres que bailan con mujeres. Pero toda esa agitación de caderas y pelvis sin sentido. Y el observador que también baila, extrañado de si, para bajar un poco la comida y poder probar las empanadas calientes que ofrecen los mozos.
Qué linda la fiesta. Todo salió bien. Cuánto comimos, cuánto bebimos, qué dolor en los pies de tanto bailar. Y es cierto. Estuvo linda la fiesta. Hay que mirarla en conjunto, de lejos, y entonces, como la carroza desportillada del carnaval, se ve colorida y feliz.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












*


Las herramientas del amor, abandonadas, son puñales o rosas.


*De Valeria Pariso.  valeriapariso@outlook.com



-Valeria Pariso nació en 1970 en la provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares. La trilogía –Uva negra / Mascarón de proa / El castillo de Rouen- (Vela al viento ediciones patagónicas, 2018)
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.

Coordina talleres de poesía.






Inventren







PASAJERA*



- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios. Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.


*De Sergio Borao Llop sbllop@gmail.com










-Próximas estaciones de escritura: 


KM. 55.  


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.




JUAN TRONCONI.


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

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InventivaSocial
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar






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