*Foto de Paula Novoa.
*
Fue inútil el tapado, el alumbrado público encendido,
el agua del río Brenta bajo el puente.
Cuando me tocó pasar
todo era
una sola oscuridad cerrada.
Yo tuve que cruzar
de lado a lado el río
como se cruza un límite, un diagnóstico.
Ah, si no fuera tanta la belleza
ya me habría cansado de juntar
las gasas estériles del miedo,
habría perdido el paso, el hambre.
Si no fuera tanta la belleza,
teniendo que cruzar el río
yo me hubiese quitado
el tapado de lana
para ser la perra muerta de esa noche.
Pero la belleza es amable y tenebrosa.
Nos ve el hambre.
Nos prepara el arroz blanco de la niebla.
*De Valeria Pariso.
-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista.
Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel
del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna
(2015), "Del otro lado de la noche" (2015)
Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018).
-En 2019, con su libro "Zarmina",
obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo
Nacional de las Artes.
Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas
"Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España,
2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado,
2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología
Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de
Inversiones.
-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar
EL ARROZ BLANCO DE LA NIEBLA...
Emanuela*
Ese viernes 9 de noviembre fue la última vez que vi a Emanuela.
Yo tenía 13 años y le pedía, casi rogaba, a mi madre, que me dejara
atender el kiosco. A la hora de la siesta, cuando casi no venía gente, ella
accedía, pero nunca de noche. Me desenvolvía bien en el negocio: siempre fui
simpático y bueno con las cuentas, pero ella temía que me distraiga y me
equivocara al hacer alguna carga telefónica (algo que jamás ocurrió). Y además
a la noche, el panorama cambiaba.
Empezaba a aparecer gente que no venía habitualmente, a comprar
bebida, o cigarrillos o a hacer cargas telefónicas. Algunos ya venían
“adobados” de la cena, y se ponían bruscos. Pero yo insistía, porque era mi
oportunidad para ganarme algo de plata, que correría a gastar en el cyber de la
vuelta junto a mis amigos.
Esa noche algo se había complicado y la reemplacé, gustoso, por un
rato.
En eso apareció Emanuela.
El nombre nos causaba gracia, porque era un nombre de varón
forzosamente convertido en femenino. Pero todos lo llamaban así.
Emanuela era un trans del barrio del fondo. Impresionaba su
flacura, se le veían las costillas y su aspecto daba la sensación de que se
había quedado “a medias”. Aunque aparecía vestido de mujer, tenía demasiado
físico de hombre. Todo tipo de suposiciones se creaban cuando se tocaba el tema
de Emanuela: que era muy pobre y no había podido operarse, que no le alcanzaba
para la depilación definitiva, que se prostituía…nadie sabía con certeza y
nadie preguntaría.
La cosa es que pocas veces pasaba por el negocio. Cargaba crédito
para el teléfono y compraba caramelos gomitas de colores, cuando podía. Nos
sobresaltaba a veces su cara angulosa en la ventana, cargada de maquillaje y
animada por unos penetrantes ojos negros.
A veces decía algún chiste y simulaba no advertir cuando a algún
amigo mío que estaba en el local se le escapaba una risita o un gesto obsceno.
Esa noche era viernes, hacía calor, y la sonrisa de Emanuela me
sorprendió detrás del vidrio de la ventana. Por seguridad, atendíamos por una
ventanita fabricada en la vidriera. La puerta tenía una reja que siempre estaba
cerrada.
Emanuela quería crédito para su teléfono y se lo vendí rápidamente
para volver a los juegos de la computadora que me entretenían mientras esperaba
los clientes. Después de pagar se fue, caminando hacia el centro, que estaba a
tres cuadras de allí.
Diez minutos más tarde, apareció otra vez en el negocio.
Temblaba totalmente. Su aspecto contrastaba tanto con el que tenía
unos minutos antes, que me quedé paralizado.
Quería hablar, pero los dientes le castañaban con tanta fuerza que
yo no podía entenderle nada.
En eso apareció mi mamá y él le preguntó, tratando de controlarse,
si se podía quedar unos minutos en nuestra vereda, junto a la ventana.
—En la esquina hay un grupo y me la quieren dar— dijo.
Mi vieja le propuso entrar a casa, pero él no aceptó.
—Tengo que hablarle a alguien que me busque—respondió nervioso.
Sacó el celular del bolsillo pero no podía tocar las teclas por el
temblor de las manos. Le pidió a mi madre que marcara el número.
Yo lo observaba pero él eludía mis ojos y miraba al suelo. Habló con
alguien y esperó, un poco más calmado, sin dejar de vigilar hacia la esquina.
A los cinco minutos llegó un auto __ ¡Un autazo!__con vidrios
polarizados.
Emanuela nos agradeció y se subió al coche, pero antes, levantó la
cabeza y me miró.
No recuerdo mirada más triste, aterrorizada y humana que aquella.
THE
GRAVEYARD*
Bringing my
flowers now, while I’m living/ I won’t need your love when I’m gone./
Tanya Tucker
Una vez
se escuche el silencioso
grito quebrando todo,
que no haya
razón para el espanto.
Permítanles a la noche
que anochezca
y al viento que sacuda, implacable,
al viejo pino, mudo testigo
de tantas historias
nunca escritas, porque
qué puede ser la vida
sino una sonrisa breve
o, un ramillete de flores
en unas cercanas manos
desconocidas.
*De Daniel Montoly.
HUELLAS*
-A Paula Novoa-
Sus padres dibujaban huellas de camello por el parque.
A los 8 años ella siguió esas huellas sin temor al desencanto.
Eran verdaderas.
El Papá visitó al amigo del circo.
Como no tenían camellos prestó al elefante.
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Una escoba invisible
(es el tiempo que pasa)
ha barrido
antiguas miradas.
Intento un lenguaje nuevo.
Despierto a las cosas que me rodean
como si fueran nuevas
ellas y yo podemos entendernos.
Existen simplemente
–como siempre-
pero a mis ojos, cada detalle es nuevo.
Por instantes me desgajo en otra.
Es como sentirse fuera de lugar
en la propia piel
y celebro el volver a nacerme.
*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
REFUGIO*
Traigo una piedra temblándome en los siglos.
Un talismán. Espacio de los santuarios de todos los azules.
De todos los arroyos. De todos los jirones de mi cuerpo.
Él llegó porque si. Como llega la lluvia.
Nos encontramos en un rincón de la palabra nueva.
Venía de trenes de cemento. De vagones de moho.
Yo, iba buscando de nuevo, las acacias.
Una metamorfosis de Eva y de manzana.
Abrió la puerta. Y en esa puerta, desnuda, lo saludo.
Desnudez más casta que una niña en el páramo.
El llega, ardiendo en lejanías.
Con un vino callado. Tan callado.
Como un toro. Como una plaza. Como un niño dormido.
...Y recordamos juntos...
Antiguas osamentas. Enlutado país, en renuncia de trigo.
Inservibles monedas, de indescifrables signos.
Viejos profanados en delirio de escarcha.
Jóvenes amordazados de purgatorios tristes.
Niños muertos sobre maderas vírgenes.
...Y aquí estamos. Fundando otra vez, refugios.
Un oasis, una pared de pircas. Una barricada.
Con boca amarga, con resaca.
Desmenuzando una tristeza en migas.
Con una cruel costumbre. Una necesidad. Un hambre.
De sur, de norte. De vida.
Sobretodo, de vida.
Sentidos*
Una mesa con vista al mar, con oído al mar, con
tacto al mar, con olor a mar, con gusto a mar, en el Pacífico ecuatoriano. El
pescado, una corvina ligeramente apanada,
parece un príncipe que se pone una capa de mariscos bordados, los rosas
camarones y langostinos junto a las ostras que brillan brillan y juegan al crujiente contraste. El agua, los
pájaros, un poco antes los delfines apareciendo y desapareciendo. Lo natural y
simple que de tan raro se vuelve exótico, contrasta con otras playas. Un gusto
suave y rotundo se pierde en el cuerpo. La memoria rescata la comunión, el
momento sagrado en que nos entregamos al paisaje.
Otredad*
Añoro caminar por otras calles
indagar otros rostros, dispersarme;
abrazar otros cuerpos, adaptarme
al ritmo de otras muchedumbres.
No sé si es escapar o renacerse
pero en mis manos hay palomas
que no son de esta plaza
*
Árbol del misterio, acá está la duda luminosa,
la cerveza fría, la espuma del coraje,
son sus manos las que sostienen las camelias blancas
para arrancarlas y darlas en ofrenda.
He bebido con él.
He hablado con él
hasta olvidar qué decía.
Llegamos a contar
ciento doce estrellas antes de rendirnos.
Hemos perdido tiempo contando estrellas.
Hemos ganado tiempo contando estrellas.
Hemos bebido poco.
Sin embargo, él ha arrancado tantas flores
y las ha dejado sobre todas las baldosas de mi casa
que sería posible no tocar el piso nunca más.
Qué maravilla.
¿Cuánto durará la vida para vivirla de este modo?
¿Cuánto la sed?
¿Cuánto la ilusión fabulosa
que nos mantiene alertas y entregados?
Árbol del misterio, no voy a devolverte las camelias blancas.
*De Valeria Pariso.
-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista.
Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel
del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna
(2015), "Del otro lado de la noche" (2015)
Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018).
-En 2019, con su libro "Zarmina",
obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo
Nacional de las Artes.
Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas
"Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España,
2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado,
2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología
Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de
Inversiones.
-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar
El grito de la mandrágora*
Nosotros jugábamos en el campito, a veces era a la pelota, a veces
cavábamos trincheras y las naranjas eran granadas que volaban sobre yuyos
crecidos. Había árboles achaparrados, una alambrada vencida que nos permitía un
ingreso con amenaza de invasión al lugar prohibido.
Cada tanto era el hallazgo de un sapo, la persecución desde lejos y
temerosa de una iguana prehistórica. Y las nenas que hacíamos tortitas de barro
y poníamos la mesa de latas oxidadas sobre el redondo tocón de un árbol talado
hacía décadas.
El lugar no era por completo tranquilizador, pero en eso estaba
parte del encanto. Solos no íbamos. Cruzábamos el hueco del perímetro en
bandada parloteante, de a tres o de a cinco, a veces más; cuando el sol
legalizaba con sombras definidas esa amenaza que se manifestaba en los
atardeceres y se afianzaba por las noches. Nunca de noche al campito. Alguna
que otra vez nos quedamos en el crepúsculo, pero el avance de la oscuridad
ponía rostros en las cortezas, sonidos en los matorrales, y ni siquiera la
bulla era tranquilizadora, sonaba falsa, y terminaban provocándonos más miedo esas nuestras voces forzadas que el silencio que se
adivinaba por debajo. Entonces cada carancho a su rancho, desbandada y retorno
a las casas iluminadas, a mamá y la mesa puesta y los deberes todavía
pendientes. Calcar un mapa, resolver un problema esquivo. Y el campito oscuro
dejaba de existir porque ya no era el lugar de juegos sino el lugar donde la
muerte se pasea bajo la luz fría de la luna.
Y una tarde encontramos al ahorcado.
Nosotros lo encontramos pendiendo del árbol. Ya no era un ser
humano sino una cosa como un maniquí, algo parecido a una bolsa o un muñeco de
trapos.
Vino la policía, desde la vereda asistimos al enjambre de vecinos y
escuchamos al nivel de las cinturas las historias encontradas que iban formando
la historia final del suicidio, la que se repetiría para siempre; y en la que
figuraba una novia y un abandono, y esa cosa dramática de la juventud.
A los pocos días estábamos de vuelta. Era nuestro lugar, y aunque
vigilábamos el árbol por el rabillo del ojo en medio del juego de la mancha,
nada nos atemorizó, ningún bulto fantasmagórico se materializó bajo la rama.
Fui yo la que descubrió la plantita.
Justo en el lugar, debajo del espacio vacío ahora donde había
pendido el hombre. Justo allí asomaba una ramita vertical, verde y erecta.
Uno de los chicos nos habló de la mandrágora. Quién se había
ocupado de contarle semejantes historias, no lo recuerdo; pero él nos dijo que
antes, cuando ahorcar a los ladrones o asesinos era una costumbre bastante
usual, ocurría que en el momento terrible de la asfixia el hombre eyaculaba, y
tal condenado riego sobre la tierra producía una planta infernal. La
mandrágora.
El sonido de ese nombre mágico nos enturbió los paladares.
Comenzamos a imaginar el bulbo monstruoso que se gestaba debajo de la
superficie, tubérculo con forma humana, raíz maravillosa y llena de secretos
poderes.
Veíamos crecer nuestra mandrágora, y por esos raros aconteceres
ninguno dio en ir con el cuento a sus padres. Era nuestro secreto.
La ramita solitaria se abrió en hojas afiladas; oculto por debajo
percibíamos con el estómago el ser enterrado, maligno, hecho de muerte y luna.
Tampoco recuerdo quién habló por vez primera de la cosecha. Se fue
instalando la idea como aparecen las primeras nubes antes de la tormenta,
inadvertidamente, en forma difusa, hasta que el cielo está cubierto y uno no
sabe cuándo desapareció el último manchón celeste.
Las discusiones tenían la ingenuidad de nuestros pocos años. Entre
los argumentos y las estrategias aparecían disputas por una figurita, o de
pronto se armaba un picadito con la pelota y la cosecha quedaba momentáneamente
olvidada.
Había un grave problema, y era que al arrancar la mandrágora la
planta produce un fuerte grito, y quien la desentierra muere instantáneamente.
Eso decía nuestro amigo, y para nosotros él era el hechicero y no se
cuestionaba la verdad de su sabiduría. Tampoco dudábamos de que si un hombre le
pasaba el dedo medio por la palma a una mujer, ésta se le entregaría
"mansita mansita"; recuerdo especialmente la expresión porque me
hacía ver una mujer como un perrito panza arriba, la cara borrada, el cuerpo
exánime, igual al de las monjas en éxtasis retratadas en las vidas de santos. Y
un mago sostenía su mano, y le pasaba una y otra vez el dedo obsceno por el
hueco ofrecido de la mano. Entonces decidimos traer a un chico de afuera, un
extraño, que sin noticia del peligro nos proporcionase la raíz maravillosa.
Para qué propósito deseábamos la mandrágora, no lo se. La aventura
estaba en la acción y en la muerte, que justificaban los desvelos.
Confusamente algunos tejieron aspiraciones fabulosas, diciendo que
podríamos vender por cifras millonarias el prodigio a los gitanos, otros
hablaron de la NASA, y alguno mezcló la historia con los cuentos de hadas, y
proponía pedir deseos como si en vez de una mandrágora hubiésemos hallado la
lámpara de Aladino.
Por qué tentar al destino, la finalidad de lo que haríamos no
importaba. Queríamos que sucediese algo. No sabíamos qué, pero algo.
Uno de los chicos era de esas familias numerosas y extendidas. En
su casa habitualmente salían colchones de la piecita del fondo, y parientes del
campo brotaban de la nada estacionando un automóvil o una camioneta embarrada y
rellenando los espacios de las habitaciones con voces que hablaban con tonadas
raras.
Hubo un primito, primo segundo creo, una de esas relaciones por
parte del abuelo o la abuela, vaya a saber qué grado de parentesco, pero a
ellos les bastaba con descender de Adán para ser de la familia. El chico era un
gringuito de dientes enormes, todo sonrisa y pies descalzos, que andaría por
los seis o siete años y tenía la ingenuidad intacta, la confianza sincera y esa
fidelidad canina hacia los chicos más grandes.
Nos citamos al atardecer debajo del árbol.
Podría describir con notas lúgubres el campito, pero en realidad y
llegado el momento fue como si no se jugase nada. En su lugar seguían las
piedras que marcaban el arco para los partidos de pelota, no había espíritus
tenebrosos escondidos detrás de los arbustos.
Alguien le dijo que arrancase la plantita, así, sin ceremonia ni
preparación, y con solicitud el gringuito aferró el tallo y las hojas, dio el
tirón exacto con el que desmalezaba la quinta de su madre. Todos gritamos. No
puedo asegurar que el aullido aterrador proviniese de la mata arrancada o fuese
la unión de nuestros agudos chillidos infantiles. Después aseguramos haber
escuchado el grito, pero quién sabe. En la mano sostenía limpiamente un
tubérculo gordo y con ramificaciones que se asemejaba vagamente a un ser
humano.
El nene murió, pero después. Vuelto al campo supimos que lo tomó
una fiebre y apenas duró unos días. A la raíz la cortamos en pedazos y cada uno
se llevó su parte. La porción que me pertenecía se secó, quedó como una pasa
resumida, y fue olvidada en el cajón de la mesita de luz hasta que se perdió en
alguna limpieza. Después vinieron cocineros televisivos y supe del jengibre.
No hablamos más del asunto. La magia se niega a acontecer con
claridad, y nos permite darla al olvido y la duda. Afortunadamente.
*
La locura es una olla hirviendo, una flor que
muerde o la tranquilidad de una silla de paja como la de Van Gogh.
Inventren
KM 55 *
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Y pensar que
antes aquí paraba el tren. Aunque de eso hace ya muchos años. El tiempo pasa,
arrasando con todo. A la vista del aparente abandono, me parece un milagro que
algo de todo esto se mantenga en pie. Me pregunto cuánto hace que un ser humano
no espera al tren en este andén. Y me pregunto también qué me impulsó a mí a
aceptar el encuentro en este lugar perdido.
Claro que yo no
sabía que esto era un desierto. Solo ahora me percato de la inmensa soledad de
este sitio. Si el asunto no fuera tan serio, pensaría que me gastaron una broma
pesada. Ahora no me queda más que esperar. Pronto llegarán. El hecho de que yo
ya esté aquí sentado, a la sombra de esta vieja pared semiderruida, solo
significa que me adelanté, como siempre hago. Debo dejar ya esa vieja
costumbre. Luego la espera se me hace eterna y empieza a afectar a mis nervios.
Era diferente
en mi juventud. Entonces esperar no era más que una de las coordenadas de la
cita. Me ubicaba en el sitio convenido y prestaba atención a todo el mundo.
Bueno, en verdad, tan solo a aquellos que encajaban en el perfil de la persona
con la que yo hubiese quedado. Inventariaba rostros, gestos, peculiaridades.
Uno nunca sabe cuándo pueden servirle esas cosas. Eso me ofrecía un
entretenimiento y amenizaba la espera. Naturalmente, hablo de encuentros con gente
desconocida.
Como este.
Mentiría si
dijese que estoy tranquilo. La naturaleza del asunto que me ha traído hasta
este lugar no es como para estarlo. Pero ya no me quedaba otra opción. Todos
los caminos han sido ya recorridos; todos los puentes, quemados. Frente a mí
solo hay un precipicio y el consecuente salto. Despeñarse o volar. En eso
consiste todo. En uno u otro caso, la opinión de mis allegados –si he de
suponer que aún queda alguien que pueda ser considerado como tal- caerá sobre
mí. Se me considerará un pusilánime o un malvado. Nada puedo hacer ante eso,
salvo encogerme de hombros y mirar el reloj. Ya casi es la hora.
Todo esto no
hubiese sucedido en otras circunstancias.
Si yo hubiese
tenido un empleo, por ejemplo. O ingresos de cualquier tipo. Pero no. Lo
determinante fue que me despidieran de la empresa en la que llevaba más de
veinte años trabajando. La crisis, alegaron. Que no había trabajo para todos.
Que yo ya no era joven y no podía rendir como antes. Que los tiempos habían
cambiado y nada podía hacerse por remediar eso. Y así, de la noche a la mañana
me vi en la calle. Demasiado viejo para optar a un trabajo y demasiado joven
para acogerme a los beneficios de la jubilación. No obstante, no quise rendirme
todavía. Aunque de nada sirvieron las incontables horas pasadas en busca de un
empleo, de nada las fatigosas caminatas, de empresa en empresa, ofreciendo mis
servicios a cambio de un mísero salario; de nada los centenares de currículos
entregados en mano o enviados por correo electrónico; de nada las escasas
entrevistas en las que ya todo estaba decidido de antemano en cuanto el
empleador vislumbraba mis ya numerosas canas.
Así pues, no me
quedó otra que tratar de obtener algún dinero por el medio que fuese. Debo
admitir que fui engañado en tres o cuatro ocasiones por alguno de esos anuncios
de los diarios en los que se aseguran grandes ganancias a cambio de unas pocas
horas de trabajo en tu propio domicilio. A la hora de la verdad, todo es humo.
Consideré la opción de fabricar manualidades y poner un puestecito en el
mercado, pero todo eso exigía un gasto (en materiales e impuestos) que ya no
podía permitirme. Estaba en las últimas. También hice imprimir un librito con
algunos de mis mejores poemas y traté de venderlo de puerta en puerta. Pero
descubrí que la gente no lee poesía. Entonces, tras una de esas puertas a las
que llamé durante mi obstinado y casi inútil periplo, fue cuando los conocí. A
ellos.
Miro mi reloj.
Parece que se retrasan. Según he oído, retrasarse es uno de sus métodos favoritos
para poner nerviosa a la gente. Y verdaderamente lo están consiguiendo.
Como sin duda
lo consiguieron aquel día, cuando yo me presenté en su casa tratando de
venderles mi poesía. El que me abrió la puerta me miró fijamente durante un
segundo. Luego echó un rápido vistazo por encima de mi hombro, a uno y otro
lado del estrecho pasillo. Al ver que no había nadie más, me agarró bruscamente
por el brazo y me introdujo a la fuerza en su vivienda.
Sin soltarme, y
haciendo caso omiso de mis protestas, me arrastró hasta un salón escasamente
iluminado donde había otro tipo, me lanzó sobre un sofá no demasiado limpio y
fijó su vista en el otro. Intercambiaron unas pocas palabras en un idioma que
no entendí. Luego se acercaron uno por cada lado, amenazantes, y el más bajo
sacó una navaja del bolsillo de su pantalón.
- ¿Qué haces
aquí? – preguntó. Yo tardé unos segundos en responder, lo que provocó un
peligroso acercamiento de la punta de la navaja a mi cuello.
- Yo… Yo… Solo
vendo libros… No he hecho nada.
Entonces vieron
el librito en mi mano derecha. Uno de ellos agarró la pequeña mochila en la que
llevaba varios ejemplares más y la vació sobre el sofá. La volteó y la registró
con esmero. A saber qué estará buscando
ahí, me pregunté. Luego me hicieron incorporarme y me manosearon todo el
cuerpo. Como en un registro de los que hace la policía en las películas
norteamericanas. Al terminar, parecían más satisfechos. Volvieron a hablar
entre ellos. Después, todos nos sentamos en el sofá y empezaron a hacerme preguntas.
Montones de ellas. Yo, encogido por la estrechez del mueble y por el miedo, di
todas las explicaciones que se me solicitaron. Temía equivocarme, dar una
respuesta que no fuese de su agrado y terminar así mis días en aquel antro
oscuro. Finalizado el interrogatorio, el calvo se levantó y paseó como
ensimismado por la habitación, mientras el otro guardaba la navaja nuevamente.
Respiré, presumiendo o más bien deseando que lo peor hubiera pasado.
Se produjo un
nuevo intercambio verbal entre ellos, con abundante movimiento de manos, y
luego se quedaron mirándome, como sopesando algo.
- Dices que
estás sin blanca, ¿no? – preguntó uno.
- Así es. –
respondí con franqueza.
- ¿Te gustaría
ganar un dinero trabajando para nosotros?
- Haré lo que
sea. No tengo elección.
- Bien. Esto es
lo que queremos que hagas…
Cruzar a
Bolivia no fue difícil. Dicen que nada lo es si uno sabe medir bien sus
opciones y los riesgos. Una vez allí, me presenté en la dirección indicada y
recogí el paquete. Pesaba. Lo introduje en el maletero del auto, bajo la rueda
de repuesto, tal y como se me había indicado. Los tipos del otro lado me
miraban con mal disimulada suspicacia. Al parecer, yo no daba el perfil para
llevar a cabo ese encargo. No fueron simpáticos. Yo lo único que quería era
salir de allí, regresar y cobrar el dinero que se me había prometido. El
retorno fue más complicado, siquiera por mi sentimiento de culpa. En todas
partes me parecía ver patrullas de carretera. Los faros de los coches que
circulaban en dirección contraria me angustiaban. Cualquier construcción al
borde de la ruta se me figuraba un cuartel policial. En un momento todo podía
derrumbarse.
Pero no fue
así. Tras un trayecto que se me antojó eterno, conseguí atravesar la frontera,
sudoroso y agotado. Luego emprendí el camino hasta aquí.
Y aquí estoy
ahora, esperando. La espera me ha hecho tener pensamientos negativos. Y si…
Pero ahí se ven los faros de un auto. Ya vienen. Solo espero que recojan su
mercancía y me den lo acordado. Ojalá que no me maten. Que no me maten y dejen
mi cuerpo aquí tirado, en este kilómetro 55, en este lugar abandonado por los
hombres donde no queda ni la memoria de lo que un día fue.
*Anticipo de la
estación Apeadero Km 55.
-Próxima estación:
Apeadero KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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