martes, enero 14, 2020

UNA GRIETA AZUL EN EL INFINITO...



*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam











Colecciono naufragios en botellas*



Y mantas de aire

zumbidos de abejas, miel de limonero

y patios con aroma a infancia;

pan tibio,

almendros enramados;

nidos de pájaros y albores son mis preferidos.

Colecciono tu página sin miedo,

una grieta azul en el infinito

y tus manos remarcadas en mis manos.

Guardo leña abrigada del verano,

una oxidada tijera de podar al desnudo,

un escritorio con logarítmicos rincones

entre cajones gastados de guantes y silencios.

Guardo tu voz arrinconada en mi alma,

ese sonido de tu boca que no vendo ni regalo;

me lo quedo conmigo.



*De Ricardo Dante Mastrizzo.



-Ricardo nació en Andino, Santa Fe, el 8 de agosto de 1954. Descubrió las letras, la poesía, se enamoró al punto de escribir casi cotidianamente. Participó de talleres literarios y certámenes locales e internacionales logrando premios y traducciones en varios idiomas. Cabal en su vida cotidiana publicó Utopía, trípticos, y plaquetas que repartía en reuniones, plazas, y colegios.  Partió al silencio el 29 de setiembre del 2019, dejándonos manojos de poemas y escritos que harán su memoria viva.

(Poema enviado por su compañera Ana Lía Gattás)










UNA GRIETA AZUL EN EL INFINITO...









*



Alguien dejó de ser feliz conmigo.

Debo irme.

Mi pureza salvaje se cubrirá de nieve

igual que la esperanza de los abandonados.




*De Valeria Pariso.


-Valeria  (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista. Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018).

-En 2019, con su libro "Zarmina", obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes.

Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas "Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España, 2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado, 2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de Inversiones.

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar













Con sabor a pistachos*




*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com




Aquella tarde, el destino me llevó frente a la puerta del pub El Golem. Tenía sed y me dispuse a entrar en él. Recordaba oscuramente que alguien me había hablado de aquel local describiéndolo como uno de esos lugares en los que puede encontrarse un ligue fácil. Pienso ahora que tal vez me decidí a pisar aquel antro a causa de la pelea que esa misma mañana había tenido con Laura, mi amante.

En el interior reinaba una tenue iluminación, acorde con lo esperado. Bajé cuatro escalones y me encaminé a la barra. Aún perduraba en mi boca el agradable sabor salado de los pistachos con que me había obsequiado mi amigo Enrique durante nuestra entrevista, apenas unos minutos antes. En el momento exacto en que el camarero, con la habitual amabilidad, me preguntaba qué iba a tomar, tuve un sobresalto. Al fondo, justo enfrente de mí, acodada en la barra y conversando con un hombre, se hallaba mi ex mujer. Ella jamás me perdonó que la abandonase. Suponía (acertadamente) que la había dejado por otra. Si me veía, se iba a armar una buena. Concluí que tenía que salir de allí lo antes posible. Con inusitada rapidez mental, inventé un nombre y una cita:

—¿El señor Luis Alberto Castillo, por favor? Me citó aquí...

Cuál no sería mi confusión al escuchar la respuesta del camarero.
—Sí, un momento, por favor —después se dirigió a un hombre elegante, vestido con traje gris. Tenía el pelo cano, su expresión era serena y fría. Me miró sin prisa y luego vino hacia mí. Sentí que estaba penetrando en un mundo mágico o pavoroso, pero en cualquier caso, desconocido, y por lo tanto, atrayente.
—¿Lo envía Mur? —preguntó a bocajarro. Yo dudé un segundo, pero ya el tipo, con un veloz gesto, había puesto en mis manos un sobre cerrado. Siguió hablando—. Debe llevar esto a la calle Padell. ¿La conoce? —asentí y él continuó—. Es en el Nº 10, en el sótano. Allí le espera Andrés Gil. Sólo a él, en persona, ha de entregarle este sobre. A cambio, recibirá un paquete que usted habrá de llevar al lugar que él le diga. No tome apuntes. Use tan solo su memoria. Nada de papeles comprometedores. ¿Me entiende? Nuestra causa podría fracasar. Confío en que sabrá llevar esto con discreción. Me gusta su aspecto.
Yo, claro, ignoraba a qué causa se refería, pero he de admitir que aquella confianza, de la que me sentía inmerecido destinatario, y sobre todo la última frase de aquel hombre, me persuadieron de llevar a cabo sin dilación la misión encomendada. Se me ofrecía la oportunidad, quizá única, de vivir una aventura, tal vez peligrosa. ¿Quién hubiese dudado? Estreché su mano y conseguí salir de allí sin que Rosa (mi ex) se apercibiera de mi presencia.
Caminé resuelto por la avenida Ortiz hasta llegar al barrio en el que se hallaba la calle Padell. El Nº 10 no parecía más siniestro que cualquier otro edificio de aquella calleja donde apenas llegaba la luz solar. El timbre del sótano no funcionaba y golpeé con suavidad la raída hoja de madera. Me abrió un hombre de unos cuarenta años, desaseado y un poco calvo.

—¿Qué quiere? —preguntó con descortesía.

—Traigo esto —respondí enseñándole el sobre. En ese instante me di cuenta de que no sabía el nombre de quien me diera tal sobre. No obstante, dije con aplomo—.

¿Es usted Andrés Gil?

El hombre me hizo entrar sin haber contestado. “¿Es de parte de Mur?”, dijo. Me sorprendí diciendo que sí. Él, entonces, pasó a otra habitación y tras un largo minuto de incertidumbre, volvió a salir con un paquete algo menor que una caja de zapatos. “Calle Grao, 21, 4º A”, murmuró mientras me abría la puerta.

La calle Grao estaba al otro lado de la ciudad. El hombre me había aconsejado que cambiase un par de veces de autobús para asegurarme de que nadie me seguía. Así lo hice. Cuando por fin llegué ante la fachada del Nº 21, ya era noche cerrada. A pesar de ello, el portero aún estaba en su puesto, como algún insobornable centinela de leyenda. En el cuarto piso me esperaba el hombre con el que hablara en el pub. Me saludó con efusión y me invitó a una copa. Sentados en un aterciopelado sofá, frente a un reloj de brillante péndulo, charlamos de fútbol y mujeres, del sistema, del incesante compás de los relojes y de las oportunidades perdidas. Me gustaba el sonido de su voz, suave y cálida, pero poderosa a la vez. Noté que me iba adormeciendo y me sentí ingrato al pensar que me habían narcotizado.

Desperté (o creí despertar) al escuchar el ruido de un disparo. Aunque lo mismo podía ser un recuerdo, ya que tenía ese sonido clavado en mi memoria como algo lejano, acaso de otro sueño u otra vida. Pero ahí estaba, en mi mano, esa pistola, aparentemente recién disparada. Ahí estaba, frente a mí, desnuda, Rosa, yacente en una cama, con el pecho destrozado por un balazo y los ojos abiertos y mirándome sin sorpresa. Tal vez oí el sonido de una puerta que se cerraba. Tal vez sólo lo imaginé. Con la mente vacía, ofuscado por el miedo y la incomprensión, registré la casa, pero allí estábamos Rosa, callada para siempre, y yo, confuso y atemorizado. Después, todo ocurrió muy deprisa. Me vestí. Llegó la policía, alertada por un vecino. Rodearon el edificio. Me conminaron a entregarme sin resistencia. Lo hice, sin poder evitar que me golpearan. Me encerraron en una celda. Llamé desesperado a Enrique y le rogué que me buscase un abogado.
El letrado, al conocer la historia, se rió. “Soy su abogado”, dijo, “a mí debe contarme la verdad”. Repetí mi historia y finalmente se enfadó.
La investigación fue rápida y concluyente. Los hechos habrían sido estos: Rosa y yo nos habríamos citado en su apartamento (me maldije por no haber sabido que ese era su apartamento); luego, yo habría adquirido un revólver, asistiendo a la cita con intención de matarla. Habría llevado a cabo el asesinato después de hacerle el amor, dato confirmado por el forense.

Ni mis obstinadas negaciones ni la verdad, que me cansé de repetir, sirvieron para convencerlos de mi inocencia. Todo obraba en mi contra. Dos clientes de El Golem declararon haberme visto hablando con el camarero unos segundos antes de que éste lo hiciese con Rosa. Él afirmó que, en efecto, yo le había dado un mensaje para ella, cuyo contenido se había perdido en su memoria, ya que esta situación se repetía con mucha frecuencia en aquel lugar. Otro testigo afirmó haber visto salir a Rosa pocos minutos después de haberme ido. Además, la pistola no tenía otras huellas que las mías y jamás antes había sido disparada. Andrés Gil resultó ser un traficante de armas y chivato habitual. Por sí mismo acudió a declarar y confirmó haberme vendido la pistola sin conocer el uso que yo había de darle. El portero del Nº 21 de la calle Grao me había visto subir unos tres cuartos de hora antes de oírse el disparo, con un paquete mal disimulado bajo la americana. Me sentí derrotado, inseguro de mí mismo. ¿Cómo podía demostrar mi inocencia cuando yo mismo no sabía con certeza lo que había pasado?

Intuía una conspiración, pero no conocía a nadie que tuviese motivos para matar a Rosa ni para inculparme a mí en su muerte.

Mi mente se aclaró un poco al conocerse un detalle significativo: Laura fue vista por el portero y por otros dos hombres cuando salía del Nº 21 de la calle Grao, justo después de oírse el disparo. Al ser interrogada, afirmó que yo le había enviado una nota citándola en aquel lugar. Al llegar allí, yo mismo le había abierto la puerta, desnudo. Al descubrir a Rosa tras de mí, me insultó y se fue. Mientras bajaba las escaleras, oyó el disparo, se asustó y echó a correr escaleras abajo tratando de pasar desapercibida. Pero eso, para una mujer como Laura, no resulta fácil. Evidentemente mentía. La policía así lo determinó y la detuvieron. En cuanto a mí, examiné —a la luz de la soledad de mi celda— todos los pormenores del caso y fui atando cabos.

En la primera línea de esta narración, hablo del destino. Para nada influyó el destino en todo esto, eso fue lo que me obcecó antes. Ahora lo veía todo claro. No fue una casualidad que yo entrara en El Golem aquella tarde. Fui allí inducido. ¿Por quién? Es claro: por mi amigo Enrique. Fue él quien, en medio de una borrachera, me habló del pub, lo recordaba ahora con claridad. Conocía mis gustos literarios. Sabía que no me resistiría a visitar un lugar con tan sugestivo nombre, menos aun siendo un devoto lector de Gustav Meyrink. Aquella tarde me invitó a su casa, que está cerca del pub. Estuvimos bebiendo y luego, cuando se hubo acabado la cerveza, me ofreció unos suculentos pistachos para provocar mi sed. También fue él quien me indicó el itinerario que debía seguir para encontrar una parada de autobús. El itinerario que había de llevarme frente al pub.
Pero ¿por qué Enrique? Creo conocer la respuesta: a Enrique nunca se le dieron bien las mujeres. En el pasado tuvo una dolorosa relación con una mujer casada y nunca logró reponerse. Cuando le presenté a Laura, su rostro se iluminó de admiración. (Aunque ahora, ya juzgado y condenado, sé que no fue eso exactamente). Según esta hipótesis, ella, ofendida conmigo a causa de la última discusión, sedujo a Enrique y le propuso un plan, en el que ella cumpliría su venganza y tendría, por otra parte, la satisfacción de ver muerta a la primera mujer que amé de veras.

Así que, cuando entré en El Golem, me estaban esperando. Luis Alberto Castillo no existe (dato confirmado por la policía). Cualquier otro nombre hubiese servido. De hecho, no es probable que hubiesen previsto mi actitud al ver a Rosa. Con seguridad, el hombre de bigote cano se habría acercado a mí por propia iniciativa. Sabiendo de mi instinto aventurero y romántico, utilizaron un argumento ambiguo (la Causa) con la certeza de que me dejaría arrastrar hacia mi fatal destino. Ya en el apartamento de Rosa, pusieron algo en mi bebida. Durante el sueño, me desnudaron y me ocultaron. Luego llegó Rosa (según el portero, unos veinte minutos más tarde que yo). Fue seducida o violada por el hombre elegante. Llegó Laura, mataron a Rosa y pusieron después el arma en mi mano. Cuando despierto, recuerdo el eco de un disparo y creo que es eso lo que en realidad me ha despertado.
Estos razonamientos me llenaron de odio hacia Laura. Impotente, me acusé y la acusé a ella de ser mi cómplice. Así, al menos, nos condenarían a los dos. Su refinada venganza no iba a ser tan dulce como pensaba.

En los días sucesivos vinieron a verme algunos amigos, entre ellos, Enrique. Me negué a hablar con él, pero no pude evitar que nuestras miradas se cruzasen. Fue allí, en el rostro risueño de mi viejo amigo, donde descubrí mi atolondramiento y mi estupidez. Fue allí, en aquella enigmática sonrisa victoriosa, donde me di cuenta del infierno al que había arrastrado injustamente a mi dulce Laura. Porque Enrique, de haber estado yo en lo cierto, debería haber estado triste; preocupado, al menos. Pero no, él había venido exclusivamente a escupirme en la cara mi derrota. ¿Entonces?

Finalmente lo he visto todo claro. Ahora sé la verdad. Y este es el mayor motivo de desesperación, porque jamás podré demostrar una verdad que es apenas la sombra de una locura, jamás podré salvar a Laura del espantoso destino al que yo mismo la hube condenado con mis absurdas acusaciones.

Sí, fue Enrique quien sutilmente me indujo a acudir al pub, pero no por el amor de Laura, sino por el de Rosa. Ella fue la mujer casada que se quedó clavada en el alma de Enrique. ¡Cómo no lo vi antes! Recuerdo ahora que él nos visitaba a menudo, y ¡cómo le gustaba que yo le hablase de Rosa! No fue, pues, una coincidencia que ella estuviese en el pub. Era necesario que los clientes fuesen testigos del movimiento del camarero al transmitirle un presunto mensaje mío. Todo fue calculado con exactitud. Llegué al apartamento veinte minutos antes que Rosa. ¿El tiempo justo para que hiciese efecto el narcótico de mi bebida? No, eso jamás sucedió. Fui hipnotizado. El hombre de bigote cano me invitó a tomar asiento frente a un reloj de brillante péndulo. Él mismo aludió un par de veces a la belleza de los péndulos.

Su voz hizo el resto. Ya hipnotizado, Rosa hizo el amor conmigo por última vez. Luego llegó Laura, al vernos se sintió herida y se marchó dando un portazo (al despertar de mi sueño hipnótico, creí oír una puerta. Fue tan solo el recuerdo de aquel portazo dado por Laura). No había tiempo que perder: Rosa puso la pistola en mi mano y me ordenó que le disparase. Lo hice momentos antes de que el portero viese salir a Laura (el hombre de bigote cano había salido mucho antes). El disparo me despertó. Lo demás es historia.

Rosa, convencida de que jamás podría amar a otro hombre, decidió poner fin a su vida, pero sin renunciar a la venganza. Conociendo la adoración que Enrique le profesaba, lo obligó a ser su cómplice. Quizá dejó que le hiciese el amor. El hombre del traje gris acaso fuese un amigo de Enrique, que siempre anduvo obsesionado por los rincones oscuros de la mente y por el ocultismo. Los demás sólo fueron actores de reparto, tal vez movidos por el soborno o simplemente desconocedores de la siniestra trama. Finalmente, me resta felicitar a Rosa, quien supo dar su vida a cambio de mi infierno (y del infierno de Laura), que ahora es doblemente terrible. No me sería difícil hallar en alguna frase de Enrique el exacto motivo de mi última discusión con Laura. También ella se hallaba molesta conmigo (sin duda) a causa de algún comentario oído entre mi amigo y yo.

Quisiera dar mi vida a cambio de su libertad, pero ahora ya nada es posible.
Arderemos juntos y la venganza de Rosa será así efectiva a través de los siglos.

















La mujer sin sombra*



Ella reparte cada mañana a torcazas y gorriones

–en migas– su corazón de pan.

Ellos devolvieron ese amor comiendo de su sombra.

Un día, ella desapareció.



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar














LUNA LLENA DEL LOBO*



Contaba mi abuela que en su pueblo natal a orillas del río D'Orba el hombre lobo era fácilmente ubicable. Llevaba atada de una de sus patas traseras a la luna llena. Por eso su andar era torpe y siempre estaba delatado por la luminosidad. Como quien camina seguido por la luz de un farol sobre su cabeza. Los hombres del pueblo no querían cazarlo porque era demasiado sencillo. Además seguramente era un buen vecino que saltaba de su cama para cumplir un designio tan repetido como la neurosis, claro que mi abuela no decía neurosis. Decía que llovería la misma repetida maldición sobre aquel que matara a un vecino que tenía la desgracia de tirar de la luna vestido de lobo.



*De Eduardo Francisco Coiro.












DESCANSO*


“Nada se compara a esa leyenda de semillas
que deja tu presencia”

VICENTE HUIDOBRO



Cansa el viento zonda, amor,
Tu ausencia mucho más.
Languidece la luna desteñida,
Jazmín del aire, en aire marchitado.
Tenuemente ilumina
El relincho cansado del caballo.


Cansa la sequía, amor,
Tu ausencia mucho más.
Magullados los cardos,
Siguen las huellas vacilantes
De los perros flacos.


Cansa la vigilia del carancho,
Tu ausencia mucho más.
Las penumbras vacilantes de la noche
Huyen, tras un lagarto azul.
Mi corazón muere de sed.


Cansa la soledad, amor.
Despojados, la rosa y el espejo
De presencias errantes,
Buscan la plenitud del aire.
Las semillas.
Del agua, del fuego y de la tierra.


Cansa el olvido, amor
Tu ausencia, mucho más.
El caldén, tan callado,
Con destino de poste,
Con sus vainas preñadas de agorera savia.
Camina lentamente sumándose
A mis pasos.
Enciende la lámpara y la luna.
Trayéndome el descanso
Profundo de tus ojos.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com












MERLIN*




*De Antonio Dal Masetto.



Triste, muy triste destino el de Merlín, el mago de la corte del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. "Un hombre sabio y sutil con extraños y secretos poderes proféticos, capaz de esos trastornos de lo ordinario y lo evidente que reciben el nombre de magia". De este modo lo describe John Steinbeck en "Los hechos del rey Arturo", reelaboración de las historias originales de Malory. Y es así, Merlín puede leer en la mente y en el corazón de los humanos y descifrar lo que está escrito en las estrellas. Quien siga sus andanzas a través de las páginas de Steinbeck lo oirá emitir frases y sentencias inquietantes desde las alturas de su sabiduría. Por ejemplo, ahí anda Balin, caballero puro y sin tacha, de sangre noble tanto de padre como de madre, y que pese a eso, sin que sea en absoluto culpable, sólo logra provocar desgracias y muertes a su alrededor.
—Lo lamento por ti —dice Merlín—. En castigo estás destinado a infligir el tajo más triste desde que la lanza atravesó el flanco de Nuestro Señor Jesucristo. Herirás al mejor caballero viviente y sobre tres reinos atraerás la miseria, la congoja y la tribulación.
—¿Cuál es mi pecado? —pregunta el consternado Balin.
—La mala suerte —le contesta el mago—. Algunos le llaman destino.
Este es Merlín. No hay frase que se le caiga de la boca que no valga su peso en oro. Tratando de reanimar a un afligido rey Arturo, Merlín dice:
—A todos, en alguna parte del mundo, nos aguarda la derrota. Algunos son destruidos por la derrota, y otros se hacen pequeños y mezquinos a través de la victoria. La grandeza vive en quién triunfa a la vez sobre la victoria y sobre la derrota.
En fin, Merlín puede crear reyes, programar batallas exitosas, desaparecer de un lugar y aparecer en otro. Puede casi todo, pero también él tiene su talón de Aquiles. En otro encuentro con Arturo (quien ama y está a punto de desposar a Ginebra, hija del rey Lodegrance de Camylarde), Merlín le advierte que ella lo traicionará con su amigo más querido. El rey Arturo se niega a aceptar semejante predicción. Y Merlín: —Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno de ellos las leyes de la probabilidad son canceladas por el amor. Hasta yo, que sé con toda certeza que una muchachita tonta va a ser la causa de mi muerte, cuando la encuentre no vacilaré en seguirla.
Porque Merlín, sabio y mago, no sólo puede ver el futuro de los demás hombres, sino también, tristemente, el propio. Por encima de sus poderes hay un poder mayor contra el cual no podrá luchar, al que se someterá a sabiendas. Y es la pasión amorosa. En efecto, cuando el anciano Merlín ve por primera vez a Nyneve, una de las doncellas de la Dama del Lago, siente que la sangre le hierve en las venas y el descontrol de la pasión se impone a la edad y a la sabiduría. Entonces, conociendo de antemano la fatídica culminación de esta aventura, anuncia la inminencia de su desaparición. El rey Arturo se resiste a creerlo, no le parece posible: —Eres el hombre más sabio de este mundo y sabes lo que está por ocurrirte. ¿Por qué no elaboras un plan para ponerte a salvo?
—Porque soy sabio —contesta Merlín—. En la lid entre la sabiduría y los sentimientos, la sabiduría nunca triunfa. Te he predicho el futuro con certeza, mi señor, pero no por saberlo podrás cambiarlo siquiera en el grosor de un cabello. Cuando llegue la hora, tus sentimientos te precipitarán a tu destino.
Merlín deja la corte siguiendo a Nyneve dondequiera que ella vaya. Olvidado de toda prudencia la acosa sin cesar con el fervor de un muchacho, suplicando y gimiendo para que ella repose con él y aplaque su deseo. Ella, cansada de que la siga este anciano plañidero, se niega siempre. Hasta que ("con la innata astucia de las doncellas", señala Steinbeck), Nyneve comienza a deslizar preguntas acerca de las artes mágicas de Merlín e insinúa que le concederá sus favores a cambio del conocimiento. Y Merlín, aún previendo sus intenciones, no puede evitar iniciarla en los secretos de los sortilegios, los prodigios y los hechizos. Ella bate palmas con juvenil alegría y el anciano crea, bajo un enorme peñasco, un aposento maravilloso para la consumación de su amor. Entonces, aprovechando que el mago se adelanta en el recinto, Nyneve obra el encantamiento que jamás podrá quebrarse, el pasaje se sella y Merlín queda encerrado. Todavía sigue en ese lugar (algún punto de la costa, camino a Cornaulles, para más datos) y ahí se quedará por siempre, suplicando a través de la roca que alguien lo libere. Pobre Merlín.









*



La ilusión se apoya en creer que eso

que está sujeto al mástil

desde el día en que nos conocimos,

y que el viento mueve,

y golpea con el aire, con los bichos,

con las bolsas plásticas, con el frío,

no es tu corazón,
no es mi corazón.


*De Valeria Pariso.












Horóscopos*



En Rouen, en la Normandía francesa, el 18 de Mayo de 1847 nace, de padres campesinos, Charles Perigot Damûet que después de una juventud llena de privaciones decide trasladarse a París con la idea de buscar fortuna.

En la misma fecha, en Kuala Lumpur, capital de Malasia una joven de la aristocrática familia Yap da a luz un varón al pone de nombre Woti que es educado en las mejores escuelas del país y al cabo de los años se traslada a Paris a completar su formación.

En verano 1869 Mademoiselle Fournarin, trabaja como camarera en una fonda de la Rue Rivoli donde acaba de incorporarse un normando llamado Perigot por el que se ha sentido atraída desde el primer instante.  Fournarin, mujer de fuerte formación religiosa, se sorprende a si misma al responder a las insinuaciones de un varón cetrino de nombre Woti que cada tarde repasa sus libros en la mesita del rincón.

Ambas relaciones crecen paralelamente en el corazón de la doncella, hasta el momento en que los dos galanes descubren el doble juego de la dama lo que les lleva a batirse en duelo en las inmediaciones del Bois de Bologne.

Únicamente Woti sale indemne del duelo y la muerte de Perigot cae como una losa de culpabilidad sobre el corazón de la joven. En el entierro descubre la coincidencia en las fechas de nacimiento de ambos y se pregunta porque dos personas con el mismo horóscopo han tenido destinos tan dispares. Uno consiguió el amor y el otro la muerte.

Decide no creer en el destino que marcan los astros, pero después de meditarlo detenidamente admite que puede que no haya error, porque quizás el amor y la muerte sean lo mismo.



*De Joan Mateu. joan@cimat.es














*


Era una compañera de escuela de los últimos años de la secundaria y se llamaba Paulina. Caminaba como distraída del mundo, con los carteles que le colocábamos en su espalda: "no sirvo para nada", "estoy loca", por ejemplo, los más suaves. Si supiera que la recuerdo siempre y que regresa en todos mis cuentos, asoma la cabecita un poco extraña y diferenciada de todas, en muchos de mis poemas y novelas. Ella era de otro mundo, de algún paraíso único y absurdo, lejano a nuestras risas, a nuestra grosería, a mi propio miedo de ser como ella, de otro planeta.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren






Lo imborrable*





Los golpes a lo karateca del Hermano Miguel Amador en la nuca de mi padre. Mi padre que trastabilla dando unos pasos adelante pero enseguida recupera el equilibrio y hasta sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me duele el cuello tocándome en el lado izquierdo. Entonces la mano fuerte del sanador apretando algo en mi cuello que dolió lo suficiente como para dejarlo imborrable por toda la vida.

Mi madre y mi hermana estaban rezagadas en la larga fila que se había formado para subir a la tarima de madera elevada donde Miguel Amador atendía usando la fuerza de sus manos más la fe que le otorgaban quienes ya habían experimentado sus curaciones.  Mamá  debe haber pensado que ni loca se dejaba apretar o golpear. Ella sólo creía en médicos como su primo Aldo. Tomó de la mano a mi hermana  y salió de esa gran carpa donde el sanador atendía. El afuera era un camping donde las familias se preparaban para almorzar con asados. Era un día esplendido de primavera con el viento que dispersaba rápido al cielo el humo de las parrillas.

Mi madre buscaba a quienes nos habían llevado hasta allí,  su hermano Nicolás con su pareja Aintza, la mejor compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas sin animarse a acercarse a los bordes de la laguna "El Esparto" por miedo a víboras o alimañas encontró a la mujer del sanador, la misma que nos había recibido al lado de la tranquera. Ella daba números para ordenar por turno la atención del Hermano Miguel Amador.

-Su hermano dejó dicho que vuelvan en tren. A ellos los están remolcando hacia Pedernales.

El tío había hecho otra de las suyas que enfurecían a mi madre: dejarnos en el medio del campo sin un retorno asegurado a casa.

Habría que decir que el viaje de ida fue inolvidable para los chicos que fuimos.

La llegada del tío con su mujer en aquel Fiat 600 casi 0km. Salíamos a pasar un día de  campo 4 grandes y dos chicos. El tío 1.90 de altura y más de 100 kilos manejaba como si estuviese al comando del Studebaker que tuvo que devolver al no poder pagar las cuotas. Pero no, ahora el tío manejaba su flamante Fiat 600 que había pagado hasta el último peso.
Recién cuando ya estábamos bien lejos de casa explicó que el destino del paseo era visitar a un sanador que curaba con sus manos.
Mis padres aceptaron más por confianza en Aintza que al tío que ya tenía fama de loco chiflado.
El viaje fue de maravillas mientras fuimos por ruta asfaltada -a pesar de que 4 grandes y dos chicos no entrábamos cómodos en el pequeño auto-. Cuando doblamos al camino de tierra el pequeño Fiat empezó a entrar y salir a paso de hombre por pozos ó huellas de tractores. El tío nos tranquilizaba "falta poco".

Faltaba poco cuando el 600 comenzó a humear,  quedó clavado sin señales de volver a arrancar. Nos bajamos. Mi padre con el tío empezaron a empujar hacía donde se suponía que estaba el campamento de Miguel Amador. Los chicos y las mujeres  los seguíamos.
Cuando pasamos un riacho y la ruta hizo una curva vimos las señales: chatas de gente de campo y autos estacionados. Una arboleda tupida. Era allá.

El tío dijo: vayan ustedes mientras trato de arreglar el auto.

El resto de la historia la supimos días después, Aintza encontró a un matrimonio de su pueblo que se iban en una camioneta igualita a la del abuelo de Lassie. Los remolcaron hasta la chacra de su familia en Pedernales. El tío había dicho que busquemos una estación de tren a pocos kilómetros por el mismo camino de tierra intransitable.
Con la furia de mi madre en el aire, los cuatro comenzamos a caminar. A poco de andar paró un chacarero que nos subió a la caja de su camioneta. Nos bajó justo en la estación Juan Atucha. Nos despidió con una frase alentadora: -Hoy es su día de suerte, estará al caer el tren a La Plata.

El abandono del tío nos permitió a los chicos viajar por primera vez en un tren de larga distancia. Aquella locomotora rodeada de humo como un dragón sin alas tiraba al tren por medio del campo. Cada tanto una estación rodeada de unas pocas casas detenía el asombro del viaje. Hasta conocimos el vagón comedor donde tomamos una chocolatada Vascolet.

Mi Padre -quizás para consolar a mi madre- dijo que los golpes del hermano Miguel Amador le habían curado el dolor en la nuca. Para no ser menos asegure palpándome el cuello que la pelotita ya no estaba más.



*De Eduardo Francisco Coiro.





-Próxima estación:


Apeadero KM. 55.  


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.


***



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Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar



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