*Obra de Walkala. Dr. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
Pienso en el mundo
que dejé afuera al cerrar las ventanas.
En el pájaro de sombra
que teje la red cuando empieza la noche.
Puedo escuchar.
Escucho
el aleteo inaugural sobre mi frente.
He sido bendecida por dioses extraños.
¿Cuánto queda de mí,
cuánto roto me acompaña todavía
en esta casa blanca donde todos duermen?
Busco,
entre las migas de pan sobre el mantel,
el signo que descifre el acertijo.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su último libro MADURA, fue recién
editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
Fantasmas
del futuro*
*Por Esther
Cross
Íbamos por la ruta 33, del pueblo al campo.
Manejaba mi abuelo, que había ido a vernos para recobrarse de la muerte de mi
abuela. Llegó en el Chevallier de la tarde y fuimos a buscarlo a la terminal
con mi padre. Mi abuelo lo saludó con una palmada, levantó a mi hermano más
chico, abrazó a mi hermano mayor y a mí me concedió una atención especial
porque era la única chica y me dio un beso. Hacía años, comentó, que no venía
al campo, y mi padre asintió, pero la paz entre esos dos duraba poco. Esa vez
discutieron porque mi abuelo quería manejar y mi padre dijo “ya empezamos”. Era
cierto. Algo empezaba cada vez que aparecía el viejo. Ese día en la ruta fue
distinto. Mi abuelo perdió la memoria en el camino. Dejó parte de ese viaje con
nosotros hundido en el olvido.
Fue una sorpresa; la amnesia siempre lo es,
según dicen. Nadie la hubiera predicho al verlo bajar del Chevallier. El viejo
estaba saludable, excitado y bien vestido como siempre. Dijo que le dolía la
cabeza porque el chofer del micro había roncado todo el camino y que viajar al
interior le daba un poco de jet lag. Miraba una vez y otra el espejo
retrovisor, como si nos estuvieran siguiendo, como si estuviésemos escapando,
como si se estuviera dejando algo que después le haría falta. Pasamos una jaula
de hacienda y se abalanzó sobre el volante. Vimos los novillos hacinados en el
remolque y, sobre la patente, el cartel fileteado que decía Ulises, el Capo.
“¿No usabas anteojos para ver de lejos?”, le preguntó mi padre a mi abuelo, que
respondió “es cierto pero no los necesito porque el campo no queda lejos” y se
rió con su risa contagiosa. Después, cuando pasó todo, mis hermanos y yo nos
acordamos de su broma y pensamos que había sido una ironía presentida. Si
hubiera sabido lo que estaba por pasarle, lo que a lo mejor ya le pasaba,
habría actuado de otra forma.
Mi abuelo no creía en Dios pero cuando mi
abuela agonizaba salió a buscar un cura que le diera la extremaunción alegando
que ella hubiera querido eso. Mi abuela estaba en coma y respiraba como una
esponja, pero mi abuelo le confería poderes e intenciones y se designó su
embajador. Pedía cosas de su parte y fue en su nombre que solicitó un sacerdote
para el entierro. Después mi abuelo entró en la etapa desafiante. “¿Por qué,
con todos los malos bichos que hay en esta vida?”, decía, en la mesa, cuando
menos te lo esperabas, seguro de que podías completar la pregunta –y de que eso
le daba la razón– con un resentimiento que lo llenaba de fuerza. Entonces
volvía a su buen humor de siempre y seguía comiendo, como si nada. Podía
arruinar almuerzos y reuniones. Mi padre decía que su padre no tenía límites.
Pero esa tarde en la ruta tuvo un límite. Se lo puso su propia cabeza.
Habíamos salido del pueblo hacía unos
minutos. Mi padre y mi abuelo hablaban sin mirarse. En el auto no parecía raro;
podías pensar que estaban atentos al camino, pero ellos siempre hablaban así.
Mi madre decía que estaba bien porque un cruce de miradas era suficiente para
que se trenzaran. También explicaba la costumbre diciendo que mi abuelo y mi
padre se habían pasado la infancia de mi padre en el cine, mirando la pantalla,
y había quedado el hábito. Cuando fueron al entierro de mi abuela en el remise
de la casa funeraria también habían hablado así, mirando el cementerio al final
de la avenida.
Al bajar del Chevallier esa tarde, mi
abuelo se había empeñado en manejar. La idea se le ocurrió en cuanto vio el
auto nuevo de mi padre. “Hace años que no manejo”, dijo, para que mi padre lo
entendiera. “Justamente por eso”, le retrucó mi padre.
Pero mis hermanos y yo abogamos por mi
abuelo. Desde que había enviudado, sus manías nos parecían más graciosas, y a
veces atendibles. No había nada que él pidiese que mi madre no le diera.
“Tampoco tiene que abrazarte así”, decía mi padre, enojado con mi madre. El
viejo aprovechaba para hacer lo que quería. “Toda la vida toleré que me
marcaran por ser hijo único –decía mi padre–, pero ¿alguien se puso a pensar en
lo que es ser el único hijo de este malcriado?”, preguntaba, con una sonrisa
que borraba con el humo mientras fumaba, porque siempre fumaba. “¿Acaso me gusta
ser el padre de mi padre, que es como ser mi propio abuelo?”, seguía. Después
había llegado el verano y nos habíamos ido al campo y mi padre parecía un
hombre nuevo. Pero ahora mi abuelo había venido a visitarnos, estaba al volante
y nos llevaba directamente, sin escalas, a su olvido: una laguna de horas que
iba a tragarse ese viaje, con nosotros incluso, en su profundidad.
La pulseada fue breve. De un lado estaba mi
padre. Del otro, mi abuelo y nosotros tres. Ganamos. Mi padre nos dejó ganar.
Hizo una reverencia exagerada para cederle su lugar a mi abuelo y se sentó al
lado. Mi abuelo nos agradeció el apoyo con la promesa de “castigar esa ruta”.
Mi padre cerró la boca. Aunque no dijera nada, te dabas cuenta. Su silencio
latía, cargado.
El viejo tocó todos los botones y palancas.
A mi padre la nuca se le ponía colorada, y eso era una señal inequívoca de
enojo. Mi abuelo pisó un pedal, saltó un chorro de agua y tuvo que prender el
limpiaparabrisas. Aunque sabía que la radio sólo captaba la emisora zonal, paseó
el dial por todos los canales. Tiró de la manija que abría el capó y mi hermano
mayor tuvo que bajar para cerrarlo de nuevo. Acomodó el espejo. Tanteó los
bordes del asiento para empujarlo hacia atrás. Con la mano en la palanca del
piso, hizo todos los cambios. Probó la baliza y las luces. Abrió y cerró la
guantera. Le preguntó a mi padre para qué tenía una linterna si no tenía pilas.
Desde donde estábamos, se veía el cartel de
la estación de Isaura, a la salida del pueblo. Mi abuelo pisó el acelerador,
dijo “ahí vamos”, dimos un par de corcovos y avanzamos por el Boulevard Roca a
una velocidad lenta, directamente fúnebre, que ni siquiera merecía el nombre de
velocidad. Aceleró un poco cuando dejamos atrás la Antigua Casa Galver. Tomamos
la ruta 33, aunque tuvo que corregir la dirección cuando mi padre le avisó que
íbamos para el otro lado. “Arre”, decía el viejo. El viento caliente te
golpeaba los oídos. Levantaba humaredas de polvo a lo lejos.
Cuando nos acercamos a las vías, aminoró la
marcha. Mi padre le dijo que podía seguir porque el tren estaba fuera de
circulación hacía años. “A las armas las carga el diablo y a las vías también”,
le explicó mi abuelo y nos contó que había trenes que aparecían desde la nada,
como fantasmas del futuro. Entonces se quedó mirando, con los ojos entornados,
como si viniera algo que solamente él podía ver. En ese momento nos dimos
cuenta de lo raro que estaba, nos quedamos con una parte de él que no era él
estrictamente hablando.
Mi abuelo apagó el auto. Nos miró como si
estuviera bajando del Chevallier, y quiso saber dónde estábamos. Así empezó la
serenata de preguntas. Dónde estamos, a dónde vamos, qué hacemos. Momentito,
qué hacemos, a dónde vamos, dónde estamos, de dónde venimos, de qué se ríen,
por qué me miran así. Hay preguntas que trascienden todas las respuestas. Es
una de las cosas que aprendimos esa tarde.
Esa noche, cuando pasó todo, volvimos al
campo, lejos de la ruta y de la clínica García Salinas. Estábamos en el jardín,
eran las 9 de la noche pero había luz. El auto estaba en el galpón, mi padre
estaba más tranquilo y mi abuelo había vuelto a ser mi abuelo. Ya estábamos
lejos de la sala de emergencias, de la puerta vaivén, del llanto de un bebé. Mi
abuelo no se acordaba de que había manejado, de la jaula de hacienda que decía
Ulises, el Capo, de la enfermera que tuvo que repetirle diez veces que se
llamaba Irma. El médico nos había dicho que el electroencefalograma de mi
abuelo era normal y las radiografías eran normales. Era un médico joven que se
llamaba Omeya. Tenía el nombre bordado en un bolsillo y zapatos gastados, de
hombre mayor. En esa época no existían las tomografías computadas pero en el
pueblo no hubiera habido tomógrafos aunque hubiesen existido y el cerebro de mi
abuelo, visto en rebanadas, tampoco hubiera registrado nada anormal.
Sentado en el jardín, el viejo nos preguntó
qué había pasado. “Estuve en otro mundo”, nos dijo, levantando la mano, “lo
malo es que no sé en cuál”.
Algo podíamos adivinar de ese mundo desde
el que nos hablaba mientras estaba perdido. Desde ahí preguntaba con esa voz
cansada, y nos miraba estirando las manos para aferrarse a la orilla de lo
real. En ese mundo gobernaba nuestro mismo presidente –recordaba también el
nombre del vicepresidente cuando el médico de guardia lo interrogó–. Las caras
y las cosas se deshacían en cuanto dejaba de mirarlas porque cuando no las veía
ya no sabía que estaban. El doctor Omeya había hecho preguntas y mi abuelo
había contestado bien. Había levantado los brazos con las palmas de las manos hacia
arriba. Había caminado con un pie delante de otro, como un equilibrista. Se
había tocado la punta de la nariz con los ojos cerrados; había hecho cada cosa.
El viejo había hecho todo lo que le decían porque se había transformado en un
hombre dócil –para resistir, hay que recordar–.
Cuando paró el motor, cuando hizo esas
preguntas terribles –preguntas filosóficas, dijo mi madre después– mi abuelo se
había dado cuenta, de pronto, de que le faltaba algo. “¿Dónde está Elsa?”,
dijo. “¿Y su abuela?”, nos preguntó. “¿Cuándo viene Elsa?”, le dijo a mi padre.
“¿Dónde está tu madre?”, le gritó. Mi padre se bajó del auto, ayudó a bajar a
mi abuelo, y se lo llevó a un lado. Vimos que hablaban. Después mi abuelo
abrazó a mi padre. Por la ruta pasaba un carromato de cosecheros. Mi abuelo
lloraba como una criatura. Durante todo el viaje a la clínica nos preguntó por
la muerte de mi abuela. Tuvimos que contarle la larga enfermedad y la
internación varias veces.
Cuando llegamos a la clínica García Salinas
nos sentamos en los bancos de la Sala de Guardia a esperar que llegara el
doctor Omeya. Mi padre le preguntó a mi abuelo qué le pasaba, yendo y viniendo,
y el viejo repetía “no sé, no sé, no sé”. Podían colgarlo de un gancho cabeza
abajo, arrancarle las muelas, romperle el elástico del cuerpo que sólo podría
decir que no sabía, sólo podría decir la verdad. “Me preocupa”, nos dijo mi
padre, para justificar el enojo. “Sólo sé que no sé nada”, dijo mi abuelo y ese
chiste le hizo pensar a mi padre que su padre podría regresar.
Cuando volvió a ser el mismo de siempre, lo
matamos a preguntas. Lo último que recordaba era la cantidad “impresionante” de
gente que había en Constitución, cuando fue a tomar el micro. De Constitución
saltaba a esa noche, en el jardín, con nosotros. En el trayecto, no había
llegado, no habíamos ido a buscarlo, no le había echado el ojo al auto de mi
padre, no se había dado el gusto de manejar, ni siquiera había perdido la
memoria y no había recibido por segunda vez la noticia de la muerte de mi
abuela. Dicen que el presente está grávido del porvenir, pero ese día el
presente de mi abuelo había estado, en cambio, grávido del pasado.
El médico de la Clínica García Salinas nos
acompañó hasta el auto. Mi padre acomodó su asiento, enderezó el espejo y nos
fuimos. Pasamos por la Casa Galver y la estación de Isaura, pasamos por el
cruce de las rutas 5 y la 33, por el altar donde había chocado, hacía unos
años, Buby Forte –el cantante regional que había dejado varias viudas– y
tomamos la ruta. Habíamos pasado tantas veces ese día por esos lugares que nos
estábamos volviendo profesionales.
Después mi abuelo se sentó en el jardín,
mirando el campo. Se oían los sapos de la laguna. Fue entonces cuando dijo que
había estado en otro mundo pero no sabía en cuál. Esos episodios les pasan a
pocas personas y nuestro abuelo fue uno de los elegidos. ¿Dónde estuvo mientras
estaba con nosotros? Había sobrevivido a eso que ni siquiera puede imaginarse.
¿No era una especie de viajero de la dimensión desconocida? Todavía había luz y
brillaba el lucero. Mi padre salió de la casa, fumando. Largaba hilos de humo
blanco que se deshacían en el aire. Le dijo que tenían que entrar. Fueron a la
casa y al rato los vimos sentados en la sala, mirando por la ventana, las
lámparas prendidas.
*Fuente:
https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/239003-66711-2014-02-02.html
*
Será que creo
que aún me queda tiempo,
que lo ando perdiendo por ahí,
como si hubiera
una extensión de mí que aún no conozco
escondida
debajo de las piedras.
Solos, sin rumbo,
mi tiempo y yo
nos demoramos en los patios
esperando como siempre a las luciérnagas.
Había, yo lo sé,
tantas en los jardines de la infancia:
tintineos de luz,
esparcidos en la noche como faros minúsculos.
Me gustaba
imaginarlas en un frasco
con los debidos agujeritos de rigor
iluminando la sombra clara de mi cuarto.
Nada sabía de la muerte.
Sorprendida,
encontraba al despertar
sus cuerpitos sobre el vidrio
en un último estertor solo y radiante,
brillando para mí
como si no conocieran la crueldad
ni la venganza.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su último libro MADURA, fue recién
editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
EL
PESO DE LAS COSAS*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Los frascos de conservas apuntalan la tarde
en la cocina. Están repartidos en las repisas, alineados entre reflejos,
esperando algo. El gato, un poco más abajo, junto a los últimos cajones. El
silencio en sus ojos. En su mirada todo destaca: el alboroto de las
servilletas, un salero, la sombra de la mujer que desciende. El gato se
mantiene inmóvil, a pesar del acercamiento, de la sombra que ahoga, de los
dedos indecisos, con leve temblor, al encuentro del humo que brota, del café
que bulle en el recipiente de peltre.
—¿Cómo estás?
La mujer mueve la cabeza. Los cabellos en
una coleta, pero quedan algunos, en caída sobre las mejillas, incluso rizos.
Orienta el cuerpo. El movimiento a la voz, toda lenta, incluso los labios.
Un viejo entra a la cocina, arrima una
silla, extiende las piernas. Una tentativa de brinco en el gato, pero sólo los
músculos en tensión, el ámbar de los ojos en el viejo mientras se acomoda en la
silla, mientras se quita el sombrero y lo deja sobre la mesa, como cosa
perdida, abandonada.
La mujer llena dos tazas. El viejo, sus
canas al sol, voraces sobre las orejas, en desparpajo. Su sombra aletarga a
unas moscas que minutos antes, caldeadas por el resplandor, hervían verdes en
el cuarto.
—¿Qué piensas?
—Está a punto de oscurecer.
—Sí.
El viejo se la queda mirando. La mujer le
lleva una taza.
—Está caliente —le dice y se sienta en la
mesa, en idéntica posición, como si no hubiera pasado el tiempo, como si el
viejo nunca se hubiera quitado el sombrero y permaneciera ahí, en la silla,
acomodando los huesos, esperando con soberbia a la muerte. La mujer se
adelanta:
—¿Vamos?
—¿A dónde?
El gato merodea entre los dos. Las
entumidas moscas, a media altura, danzantes en su cabeza. La mujer mira al
animal, sus afiladas orejas. El secreto andar, también cuando araña, cuando
apacigua los ojos, cuando la tarde.
—Deja acabo mi café.
La mujer asiente en silencio. Muñeco de
trapo por la sombra, al viejo apenas le resta la voz, un poco destemplada por
la soledad, por el peso de las cosas. Apresura un sorbo. La mujer sonríe:
—Olvidé que te gusta tibio.
El viejo intenta corresponder a la sonrisa
pero el gesto le sale agrio. Entonces las arrugas, el gesto largo. El semblante
oscuro, como el último durazno en el frutero. Se quedan en silencio. El calor
disminuye en la estancia. El gato, un bostezo, los bigotes que miden el tiempo.
La noche está cerca. El cielo nuboso y desordenado. Del racimo una nube. Se
traslada en el desorden. También su sombra en la casa. Primero en los muebles
cercanos a la ventana. La penumbra, como en el viejo, una segunda piel en el
gato. Y están ahí, mientras el aire se enfría. Mientras el cielo se oscurece y
se vacía. Como un cuerpo que se queda sin sangre.
***
Despierta y mira por la ventana. Las ramas
del único árbol. El paisaje sin relieves. El sol derramado en los arbustos
espinosos. A lo lejos la osamenta de una vaca, medio comida por el tiempo. La
había visto deambular, días atrás, como un bote de remos vacío. Después el
cuerpo en la tierra, de un solo movimiento, nubes de polvo alrededor. La
encallada impregnó, desde entonces, el momento de abrir los ojos, de
levantarse, de apartar las cortinas.
La mujer abandona la ventana y se dirige al
comedor. El gato en el trayecto, entre sus piernas, la cola en alto. Ella ríe y
camina más lento. Sus pies abrevan en la luz del corredor. El resplandor en la
espalda, por la posición; luego en el torso, como el sol en la arena.
***
El café sigue ahí, en la hornilla,
humeando. También las dos tazas, con abundantes pozos. Imagina la porcelana
caliente, los labios en el borde, sus huellas. Mira el lugar donde estuvo el
viejo. La sombra leve del sombrero. Intenta recordar las palabras dichas, los
pensamientos apenas esbozados. Pero sólo queda la derrota del viejo en la
silla, los remanentes del gato. La quietud de todos, como ovejas que pacen. Y
por hacer algo acude, nerviosa, a la fiebre del café. El sudor en la ventana
por la humareda. Y sus pechos apuntalan la mañana —como el día anterior los
frascos de conservas— y le dan forma. Pasa una mano para sentir el calor, sube
la intensidad de las flamas y la hornilla, abundante, se corona.
***
—¿Cómo estás?
La mujer mueve la cabeza por instinto. No
responde. Pero habla la mirada, todo el cuerpo, la tensión que los une. Los
cabellos en la misma caída. Algunos en desorden, por el despertar apresurado. Y
los dedos, por el calor, son brasas que restan. Mira al viejo que se detiene en
el quicio de la puerta. Mira sus zapatones. El movimiento latente en sus
miembros. Recuerda: “el viejo llegó ayer, se sentó en la silla y dejó su
sombrero”. Y fresca en la memoria, la mano en el sombrero, los dedos en el ala,
aferrados, como si la figura entera estuviera expuesta a un fuerte viento. Pero
la perturbación en el ámbito es mínima. Quizás la puerta entreabierta, las
moscas que medran en el frutero. Y el viejo repite el movimiento. La mano
derecha y el sombrero pronto en la mesa. Y de nuevo la sensación de levedad, de
no estar ahí, de no estar sucediendo. Inmóviles todos, incluso el gato. Ella
quiere estar sentada, como el viejo, para estar ahí unos minutos, para mirarlo
y abandonarse un poco. Pero el café sigue su curso. Y la humareda, con sus
figuras en ascenso; el vaho en los cristales. La observación de la mujer se
extiende por la cocina, como si recobrara lentamente la esencia de las cosas.
—¿Qué piensas?
La mujer se mantiene en silencio. Busca
nuevas tazas en la alacena. Los pies en puntas, por la altura. Y en el movimiento
el afán del viejo por las piernas, por los senos que en el instante —por la
mirada— se alumbran. El cuerpo de la mujer, reflejado en la ventana, es el de
un pájaro. Y el viejo trata de retenerla así, un poco volátil y oscura. Sin
embargo la mujer apresura la labor y rompe la imagen. Mete las manos en la
neblina, los dedos a un trapo para cubrir la palma del asa que quema. La rutina
del gato, la diligente limpieza. Está en los lengüetazos, en el fútil zumbar de
las moscas. La mujer comienza a llenar las tazas. El hervor desciende. El humo
en el descenso. El café pronto en el borde. Y ella se asoma, mira su rostro en
el espejo, la calma que lo dibuja, incluso los cabellos.
***
La mesa absorbe el resplandor de la mañana.
También el salero, las servilletas. La mujer al fin se decide, arrima una silla
y se sienta. Las manos de los dos, separadas por un círculo de luz. El viejo
sorbe con lentitud, amparado por la soledad y el silencio. La mujer cruza las
piernas. Y el viejo percibe el movimiento, la leve perturbación bajo la mesa,
como la de un cielo apenas revuelto, la de un cuerpo entrando en el agua. La
mujer se percata del efecto e intenta prolongarlo. Pero el viejo, oscurecido
por un gesto de dolor, desentume el cuerpo. Cruje la madera de la silla.
Afuera, una racha de viento. Las ramas del árbol se mueven, arañan con su
sombra los rostros. El viejo aprieta los párpados, trata de guardarse el dolor.
Después toma el sombrero y se lo cala hasta las orejas. Lo sujeta un momento,
como si presintiera el viento afuera, la violencia del descampado. Abre los
ojos poco a poco. La mujer lo imagina frente a una fogata, la espalda
encorvada, las infinitas chispas. Y con la imagen presiente algo inminente.
También el gato que se arquea, se tensa como una cuerda. Y el denso maullido
apenas llega, apenas toca a las moscas avivadas por la lumbre del día.
— ¿Vamos? —dice, al fin, el viejo.
Espera la respuesta con las manos juntas.
La quijada apretada y el amarillo de los dientes le forman un semblante de
muerto. El filo blanco de las uñas, el movimiento que las lleva a las canas que
escapan del sombrero. Y dedica unos instantes a hurgar, a entretener la nueva
espera. La mujer medita sus palabras. La taza ya no pulsa. Ya no hay calor en
ella. Sólo la porcelana fría, su calma en los dedos. No hay restos de café en
las tazas. Los pozos desvanecidos. Leves sedimentos juegan en el fondo.
***
La mujer recoge las tazas y las deja en el
fregadero. Presiente los ojos del otro, de animal carroñero, en su espalda.
Pero no le incomoda el fuego del viejo. Porque sabe que su calor no dura, que
se consume rápido en lo que toca. Quizás, años antes, devoraba todo. Ahora
planea, sin fuerza, en las cosas. En el horizonte de la mesa, bajo la penumbra
de las sillas, donde transcurre el silencio del gato. Y la mujer está un rato
así, caldeada por la mirada, frente al cielo que aún conserva el desorden.
Busca nubes desprendidas, como la solitaria, la que llamó su atención en la
tarde. Después gira el cuerpo, un poco harta, y pone la mirada en todas partes.
En el andar del gato, en el recuerdo donde el animal repite la misma ruta sobre
las baldosas. El viejo la espera paciente, le merodea el cuerpo con su
paciencia. De cera sus manos. La expresión entera, inmóvil, de ciego.
—¿Vamos? —dice de nuevo.
La mujer lo mira como a un niño pequeño. Y
entonces, como cantaleta, su respuesta:
—¿A dónde?
La voz sale muy débil, como el reflejo de
luz que toca los frascos.
Las manos tiesas del viejo, un poco
desesperadas, casi danzantes sobre las piernas. Van y vienen. Pero ya no está
dispuesto a esperar. Porque su caudal se agota. Porque siente de cerca a la
muerte. Entreabre la boca, como si paladeara de antemano la palabra. La mujer
percibe la intención y se acerca a la mesa. El gato mengua en el cuarto. Como
el viejo que empieza a desbaratarse en la silla. Las abiertas alas del
sombrero. Y un destello empieza a emerger, primero en los ojos, luego el
incendio por completo en el rostro. Crispa las manos.
—Necesitamos salir.
—¿Para qué?
—Para que te enseñe.
El viejo se apoya en la mesa y se pone en
pie con dificultad. Más alto por el sombrero. La mujer se acerca. Las pecas en
los hombros, en el traslado resaltan. Son estrellas, luces dispersas. El viejo
la toma del brazo. Ella siente su tacto nervioso, de insectos que la recorren,
que la invitan. Caminan a la entrada. Las bocanadas de sol entonces. Abren la
puerta. Avistan los restos de la vaca, barco hundido, a pocos metros.
Encallados los huesos en el polvo, cundidos todos de moscas. El zumbido casi murmullo.
Como la conjura de muchos hombres. Entonces de nuevo la inminencia de la
palabra. El nombre del lugar al que nunca van. La respiración del viejo tiene
el peso de una hoja. Acerca el rostro a la mujer y murmura cerca de los
cabellos, de su llamarada por el viento. Ella escucha la palabra. El tacto del
viejo que estremece. Mira a la vaca y sonríe.
-Del libro de cuentos "La herrumbre y las
huellas".
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La
mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
-Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla”
(cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Aquello
destinado
a arder:
la
luz, el fuego,
eso
que
limitado por la sustancia
tiene
un final.
¿Hay
cenizas de la luz?
En
mis ojos
tiembla
la sombra siempre
como
una premonición.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su último libro MADURA, fue recién
editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
LOS
MUROS Y LA MEMORIA*
El sueño era en la casa, en ese lugar donde
ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina
rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con
esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa
que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran, entremezclándose
la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las sillas pesadas, la
banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de afuera sino cárcel.
Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por qué cada vez lo
maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del
frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los
zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de
aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa
de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros.
No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma.
Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una
enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de
los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar
el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los cielorrasos,
a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas de dientes.
La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro silbador, un
espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar patios y
traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa primera, ya
entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez
que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los
aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo
cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en
horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada
por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para
que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en
vez, igual a sí misma, nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche,
las nightmares de los ingleses que llegan
cabalgando desenfrenadas por los cielos obscuros. Crines al viento, bellas como
lo es toda belleza amenazante y temible. Será de una de estas criaturas
fabulosas la herradura que hallaron en el terreno. La casa es lugar de
cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo profundo. Por las noches se pueden
escuchar los belfos exhalando vapores perniciosos, se huele el sudor de las
bestias, y los cascos mueven los cuadros en los muros. Allí, las yeguas de la
noche cabalgan al través de la casa inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos
monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales.
Indestructibles. Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era
decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de mármol,
los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada de los
espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los sonidos
pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la
primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el
pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado
la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros
sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo
innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no
fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror.
Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Todavía guardo los
patios de la infancia y sus misterios, la voz clara de los vecinos, sus gritos,
el perfume de algunos muebles con copas adentro. Morirán cuando yo muera y ya
no existirán nunca, pero siento absurdamente que espero que resuciten al tercer
día o que exista de algún modo el Mito del Eterno Retorno. No hay otro paraíso.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL
ESPERADOR*
La habitación es pobre, por la ventana
entra una luz tamizada por una cortina con agujeros, que producen manchitas
irregulares de sol sobre el muro encalado. Una araña de patas largas y
cuerpecito minúsculo hace filigrana en el techo. Hay una cama, un escritorio
sencillo de madera, una lámpara con el pie curvo, despintada como todo, apagada
a pesar de que el sol allá afuera está bien alto pero adentro es penumbra y
tristeza.
Revistas viejas apiladas, un ventilador de
metal sobre una silla, un ropero al que las puertas no le cierran del todo.
Adivinamos un baño del otro lado de la
pared por el goteo lento pero continuo. Suponemos sin verlo que la tapa del
botón falta, y para realizar la descarga del inodoro habrá que tirar del
fierrito dentro del pozo rectangular abierto como una boca que ni llora ni ríe,
abierto el rectángulo como una boca asombrada, suspendida en un grito o quizás
inmóvil simplemente, esperando algún tipo de reparación.
Un hombre en camiseta sin mangas está
acodado en la mesa de la habitación. No hay relojes allí, sólo las manchitas de
luz que imperceptiblemente recorren las paredes y hacen de reloj de sol
indicando que el mundo transcurre allá afuera. El sol se mueve, las manchas
pasean lerdas por la pieza como constelaciones nocturnas de inmensidad y
lejanía, aquí nunca es de día ni de noche, nos decimos, no es un buen lugar
para cultivar vida.
Canta un pájaro, algún perro ha ladrado
confusamente en algún lugar. Les contestan. Otros pájaros se desgañitan en
respuesta, otros perros emiten sus voces destempladas comentando lo que dijo el
congénere.
El hombre no se ha movido. Vemos que hay
una pavita abollada, un calentador, un mate de madera recubierto en aluminio,
una lata de yerba ennegrecida. Otra lata suponemos que contiene galletas, pero
no la ha abierto.
El hombre está encorvado, los brazos sobre
la mesa y la cabeza con pocos cabellos obstinadamente fijada hacia adelante. Le
corre una gota de sudor temblorosa desde la axila. Anacrónicamente, una
pantalla de ordenador le ilumina los ojos. Habríamos creído que un lápiz de
madera y una hoja rayada serían más convenientes, pero la notebook delante de
su rostro está tan deslucida como el resto de las cosas, polvo entre las
teclas, la pantalla sucia y en una esquina del aparato una cinta aisladora
remendando una quebradura.
Escribe con dedos pálidos "resido en
Baudrix", y en el ordenador que desmaterializa el ser y lo transforma en
unos cuantos caracteres viajando por el globo, se transforma en una frase
maravillosa, él se transforma en un hombre misterioso y fascinante. Baudrix.
Una mujer se imagina un caballero hermoso y distinguido en una casa de tejas
negras en medio de un jardín con una fuente. Otra mujer se dice
"Baudrix" y aparece un muchacho lánguido de nariz recta sentado en el
pretil de un puente de piedra sombreado por altos pinos. "Baudrix" se
dice otra, y evoca prados verdes y quizás robles, y quizás a lo lejos la aguja
del campanario de una capilla medieval.
"Baudrix" ha dicho ella. Y
sonríe, y piensa en el hombre en camiseta, en la cama de hierro, en la uña del
dedo gordo del píe derecho que le rompe las zapatillas de lona. Piensa en los
cabellos ralos, las mejillas mal afeitadas. Recuerda la mujer la cortina con
agujeritos, el comedor con los muebles de la abuela, el patio de baldosas desparejas.
"Escribe él, aquí, en Baudrix",
se dice la mujer. "Y está solo, y espera" se dice. Espera aunque en
la estación ya no arribarán más trenes. Lanza sus botellas, él, y todavía.
Espera. Se dice la mujer.
El timbre no funciona. Unos nudillos golpean
la puerta.
El hombre se pone una camisa de mangas
cortas sobre la camiseta, se calza las chinelas y gira el picaporte de su
puerta.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Siguiente estación
En el recorrido literario por el Ferrocarril Midland:
APEADERO KM.
38.
MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
**
En el recorrido literario por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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