lunes, diciembre 13, 2021

EDICIÓN DICIEMBRE 2021.

 


*Foto de Sandra Caschera.

 

 

 

 

*

 

 

La mujer sueña con hilos rotos

cascabeles sin atar a la morada de un destino que no suena.

Con la lengua toca

la punta de un café

tomado en la puerta de un bar que recuerda

Río de Janeiro, aunque es todo una invención.

También en Río

visitó una invención

se sentó a la puerta de un café

que recordaba al Río de otro tiempo

y desde entonces las invenciones van con ella

Hace falta dinero y recorrer

sentarse

saber algo de historia, muy poca.

La nostalgia viene sola.

La imaginación hace el resto.

 

*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

 

-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.

-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015), El cuerpo intacto (2017, Penn Press), Grow a lover (2018, Pensamientos literarios)

-Recientemente ha publicado La gota en la piedra.

 (novela, Mardulce, Buenos Aires) 2021

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

HONRAR LA VIDA*

 

 

En el noroeste de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.

El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.

Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables. Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.

Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.

Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.

La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.

Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.

Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.

Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

 

Si algunas cosas,

aún,

pueden hallarse

escondidas debajo de las piedras,

las hojas en hilos atravesadas por el tiempo,

bichitos de colores,

las plumas abandonadas por los pájaros,

esas cosas,

esas pequeñas cosas

que se toman en la mano y que se miran

con una devoción antigua,

con la fe de la mujer oscura que alguna vez

bailó bajo la luna

lejos de la tribu

para ser feliz.

Si esas cosas,

esos tesoros blandos

como la luz

que duerme en la piel de las luciérnagas,

aún andan sueltos por el mundo,

habrá que cederse al asombro.

Y esperar.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido recién editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

Canarios*

 

 

Cada primavera nacían en casa veinte canarios

a los cuales mi padre terminaba regalando.

Sólo conservaba los incipientes machos cantores,

que provocaban a los más adultos desde sus jaulas.

Cada amanecer tenía una estridencia insoportable

y mi padre los escuchaba orgulloso y sonriente.

Siempre fue un hombre piadoso con los animales

y me costaba aceptar esa pasión de carcelero.

Con el tiempo entendí que sus sueños

amanecían igual de presos,

y no cantaban

 

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y despierto*

 

 

 

Pesadillas

en cuyos plisados

más o menos

despierto

 

ciego

y espeso

 

en el holograma

de un jacarandá

y girasoles.

 

 

 

*De Ana Romano. romano.ana2010@gmail.com

 

-Del libro Alfil Rojo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ALQUIMIA*

 

 

   Es tenue la diferencia entre una mujer y la llama. No el relámpago. No la ráfaga húmeda trayendo la lluvia. No el fiero atrevimiento de la entrega ni la indolencia de fingir que no existe lo que siempre ha existido.

    Durante la noche, mujer y llama van en busca de la fauna y la flora. Del reino mineral. De los reinos alternos. Mujer y llama no hablan, miran. No saben, tiemblan. No se reparten el botín, se despojan. La mujer y la llama no han nacido para el robo sino para la ofrenda. No socavan, no apresan lo mirado, no oprimen lo bebido, no someten lo temblado.

      Es tenue la diferencia entra la mujer y la llama. Tanto que puede pasar dos veces por el ojo de la cerradura. Tanto que los perseguidores de milagros no logran verla. Tan alquímica y tan tenue la diferencia, que parecen una sola criatura inventada por la memoria de los hombres.

 

*De Miriam Cairo. cairo367@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Ahora

 que la lluvia se detiene

 y sólo queda

 el rumor del pasto

 orgánico y brutal,

 persistiendo,

 vencido

 bajo el peso del agua;

 ahora

 que el cielo es otra vez

 profundamente azul

 y los pájaros

 inician

 la invisible red

 de rama en rama,

 me pregunto

 donde podré

 esconder

 esta tristeza.

 

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido recién editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMER AMOR*

 

 

*De Antonio Dal Masetto.

 

 

En aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.

Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.

Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.

Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.

Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.

El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.

Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.

Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes, cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.

Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:

“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.

Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.

—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.

No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:

—Dejalo ahí, sobre la mesa.

Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:

—Esperá.

Me detuve.

—¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.

Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.

—Vení —dijo Renata.

La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.

—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.

—Un rosal —contesté.

—Eso es lo que parece —dijo.

Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:

—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.

Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí el chillido de los pájaros.

—Dame la mano —dijo ella.

Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.

—Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.

Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.

Ella volvió a hablar.

—Andate —dijo.

No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.

Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.

 

 

*De “El padre y otras historias”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

GUARDANDO EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*

 

 

Mis cabellos matan el sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la nariz de un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.

Mis cabellos son negros.

Diría que ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.

Ah mis cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.

Junto a mis hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.

Yo guardo y aguardo y espero.

Te espero.

Con los ojos del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.

Te llama mi anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que no debo permitir que cruces.

Sé que vendrás.

Sé que por tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.

Sé que vendrás. Me basta.

Sé que puedo recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.

Mi amor te transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.

Mi amado, debieses comprender que Medusa te ama, aunque mi amor confluya con la muerte. No será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la torpe suerte que me ha tocado.

Perseo, dejaré que me decapites y te ufanes de tu hazaña.

 

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El profeta*

 

 

La ballena lo escupió

en la playa

de San Antonio Oeste

o en algún sitio

cerca de allí.

Caminó tierra adentro

armado de un mapa

del Paraíso

en el norte

de Argentina.

Llegó a una ciudad

llena de fábricas

y empezó a enseñarles

lo que llevaba.

Lo encerraron

en un cuarto

y le dijeron

que se callara.

Los estudiantes

pasaban delante de su puerta

sin saber quién era.

Adentro,

estudiaba minuciosamente

los poemas

de César Vallejo.

 

*De Robert Edward Gurney.

-Antología, Lord Byron Ediciones.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA PALABRA COMO UN LADRILLO*

 

 

Yo no escribo motivado por ganar premios o, por lograr reconocimiento alguno, lo hago porque para mí, trabajar con la palabra, es, la manera como asumo el fenómeno cotidiano de entender lo que conocemos como vida. Todo arte parte desde lo estético, así como también desde un principio ético, aunque, en las últimas cuatro décadas, esto última brilla por su ausencia entre aquellas personas que dicen llamarse: artistas. La poesía, no es una mera cuestión de lenguaje o, la ebullición superflua de la belleza, por así decirlo.  La poesía, es, el retrato hablado, la representación misma de quien la escribe, como también, es, la forma de encarar la sociedad de su tiempo. Y ese o esa que la escribe, es, un sujeto social. Es un animal político como cualquier otro. No me defino ni reclamo para mí el título de poeta o, literato. Hay suficientes poetas. Y no hace falta uno más dentro del parnaso. Escribo, porque desde mi posición, es, como creo puedo contribuir a la civilización humana, porque no hay arte sin humano ni humano sin arte. La poesía, me dijo alguien, “no es una soga para amarrar vacas amorosas”.  Pero por otro lado, existen aquellos que creen que ésta les convierte en vacas sagradas. Yo no creo en premios tampoco en reconocimientos, porque desde mi humilde punto de vista, lo fundamental, es el poema. Su capacidad para inhabilitar a la persona detrás del mismo estableciendo, al mismo tiempo, una relación directa con el lector. La poesía es una vocación, un trabajo como cualquier otro, por lo que, el poeta, es un trabajador del lenguaje sin ninguna otra significación particular. El o la que escribe ha de comprender que, al escribir, busca rebelarse contra la oprobiosa tiranía del tiempo.

 

*De Daniel Montoly.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Esa gente lluvia que vive repartiéndose como si lloviera en los otros, que se entrega sin saber que se entrega, a los que algunos mediocres llaman desvariados, esos seres frágiles que tienen delicadas espesuras donde podemos descansar del mundo.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

**

 

En las fiestas que acompañan al fin de año, regale con amor una edición de Inventiva Social.

 

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Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Final del recorrido por el Midland.

 

Como en otras circunstancias asombra y da vértigo ver el paso del tiempo. El inventren como proyecto de escritura con la reapertura simbólica de algunos ramales ferroviarios de trocha angosta es “casi casi” tan antiguo como Inventiva Social.

 

En el recorrido del antiguo Midland se llevan escritas desde julio de 2009 35 estaciones.

¡Julio de 2009!

 

CARHUÉ.

J. V. CILLEY.

ROLITO.

SATURNO.

SAN FERMÍN.

CASBAS.

EDUARDO CASEY.

ANDANT.

CORONEL M. FREYRE.

ENRIQUE LAVALLE.

CORACEROS.

HENDERSON.

MARÍA LUCILA.

HERRERA VEGA.

HORTENSIA.

ORDOQUI.

CORBETT.

SANTOS UNZUÉ.

MOREA.

 

Al partir de Morea se incorporó al Empalme Ingeniero de Madrid como estación del Midland. Desde allí se abrió otro recorrido por el ferrocarril Provincial que “quizá” algún día concluya en la terminal de La Plata.

 

El recorrido siguió por:

 

ORTIZ DE ROSAS.

ARAUJO.

BAUDRIX.

EMITA.

INDACOCHEA.

LA RICA.

SAN SEBASTIÁN.

J.J. ALMEYRA.

INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.

PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN.

PLOMER.

Apeadero KM. 55.

ELÍAS ROMERO.

 

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

 

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 El recorrido literario por seguir en el Ferrocarril Provincial.

 

-Próxima estación:

 

 

FUNKE. 

 

 

 LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.  

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.  

 

 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. 

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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