miércoles, agosto 10, 2022

EDICIÓN AGOSTO 2022

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 




 

 

 

Descubrimiento del polvo*

 

 

Llueve en mi ciudad.

En la que traigo dentro.

De la que no puedo

decir su nombre.

 

Justo ayer le abrazaba

mientras sus riachuelos de mugre

nacían y se alejaban de mí,

intrusa retama de tu ventana.

 

Así nació tu espera,

mi encuentro,

nuestra llegada.

 

Otra vez eres tú

por donde deambula extraviada

la mirada de todos los días,

con sus rostros de animal

soñado por el televisor:

majestuoso alebrije

de tecnología e internet,

maldito avaro de tus sueños:

no comprendo cómo aún

retienes tu nombre.

 

Llueve en mi ciudad.

En la que traigo dentro.

De la que se ha perdido

el mito de su creación

en la memoria del gallo

que ha caído en la sartén.

 

A la que ayer abrazaba

mientras sus inmundas historias

llenaban charcas

que mañana evaporan

sin que en un libro

quede registro de sus nombres,

tan sólo un relato estúpido

donde se leerá:

“Ciclo del Agua”.

 

Llovemos a cántaros,

sin terminar de caer algún día:

coloides en el tiempo,

en tu piel,

en tus plumajes de ciudad.

 

*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com

Coyoacán. Ciudad de México.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Veinte centavos de níquel*

 

 

Esto fue en el tiempo en que todas las chacras estaban pobladas y la vida rural existía con un sinfín de cultivos que por aquí no se han visto más. Quiero decir, aquel tiempo remoto en que la tierra no era del que la trabajaba y sudaba, con ese fervor y esa disciplina que traían del otro lado del mar, sangre inevitable que llevo porque por rama materna soy primera generación de argentinos.

La anécdota que voy a referir está lejana en el tiempo, y es tan pequeña, tan nimia que de algún modo es metáfora de mucha injusticia que sobrevive en el mundo y por lo que uno ve, y yo he vivido mucho, digámoslo con dolor, no parece cambiar y tengo la sospecha de que se irá agravando. Como si tanto avance tecnológico en lugar de ablandar el corazón de los hombres se lo volviera muy duro, como si estuviéramos en la época de las cavernas, y estoy repitiendo un concepto de Roberto Arlt, publicado en uno de sus Aguafuertes del año 1928.

Un día soleado de mayo, una madre inmigrante, joven, viuda no hace mucho, madre de dos varones y una niña, trabaja en una chacra como cocinera; en realidad está con una hermana y su familia y trueca su trabajo, que también se extiende a algunas tareas rurales, por comida, escuela y poco vestir para sus hijos y para ella misma.

Un domingo de otoño sus hijos varones solicitan el permiso de su madre para asistir a la fiesta de la escuelita rural donde son alumnos. Hay una kermese, con sus típicos juegos —carrera de embolsados, tejo, rayuela, sapo y seguramente fútbol para los varones—. Ante los ruegos y la insistencia de sus hijos es obtenido el permiso y, como es fácil suponer, no puede darles una moneda, aun la más mínima, porque simplemente no la tiene, no hay ni en la más remota fantasía quizás. Pero allá van esos dos gringuitos felices de asistir a la humilde fiesta de la escuelita rural que emerge entre altos maizales amarillos y pletóricos de mazorcas. Son retraídos por naturaleza, pero al alboroto y las carreras se inhiben aún más. De pronto un chico trae a otro sobre sus hombros, en un juego tal vez inventado allí mismo, y del bolsillo del que viene cabeza abajo cae de pronto una moneda que brilla en el patio pisoteado. Siguen su juego sin percatarse de la pérdida. El mayor de los hermanos se acerca con disimulo y pone su pie, que calza una humilde alpargata recién estrenada. Levanta esa esfera de níquel que huele a plata y a gloria, la desliza en uno de sus bolsillos y ordena con una seña a su hermano esperar un rato. Cuando están seguros de que la maniobra no ha sido descubierta, se acercan al puesto de dulces donde los esperan pastelitos rebosantes y las botellas de las gaseosas de entonces, tal vez una naranjada previamente refrescada en un barril de bolsas con hielo.

Esa noche cuentan la travesura a la madre, mi abuela, quien les da tremendo reto y les pone penitencia de un año sin salir de la chacra. Y en verdad no sé si cumplieron porque un año es una eternidad en la vida de un niño, aun los hijos de los chacareros tan pobres.

 

*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Muerte en la calle*

 

 

Caminaba por la ciudad, haciendo tiempo

para tomar el colectivo

que me llevase al puerto para embarcar luego hacia

mi destino marino,

cuando la vi. La señora que cotidianamente vendía

en la vereda del banco

sus chucherías, tenía su cabeza hacia abajo, apoyada

en su pecho

y sin movimiento alguno que sugiriera, al menos,

que dormía.

 

Me acerqué y le hablé, esperando despertarla

con mi voz ronca

pero eso no sucedió. La toqué en su hombro, al principio

suavemente y luego

un poco más y más fuerte. Estaba muerta, rodeada

por las pocas cosas

que sostenían su vida y que le servían de moneda

de cambio para sobrevivir.

 

Los objetos parecían aún más estáticos que de costumbre:

agujas e hilo,

portales de la ciudad, biromes azules y negras, blocks de

hojas, lápices,

gomas de borrar, una taza y un plato eran todo.

 

El resto, lo que estaba por afuera del cuadro, mantenía

la dinámica habitual

la gente entraba y salía sin prestar atención ni

importarle nada.

Dentro del banco, las transacciones continuaban

 rítmicamente, como si esto

que ocurría en la puerta, a metros de sus narices,

no estuviese sucediendo.

 

Cuando la policía retira el cuerpo y los objetos, lo que lleva

en una bolsa negra

es un ser humano. Desde la vereda de enfrente observo

y me pregunto

por qué alguien muere en la calle y de esta forma.

 

Tres meses después, al volver de mi trabajo

 paso por la misma esquina

y todo parece igual y diferente al mismo tiempo.

Otra persona,

en el mismo sitio, también vende objetos. Aunque no son

los mismos

su parecido los hace equivalentes, apenas sustitutos

de aquella primera versión.

 

Las personas siguen entrando y saliendo del banco,

indiferentes al mundo

y concentradas en el móvil que allí los instaló. Todo,

absolutamente todo,

parece estar movido por una sola razón llamada dinero.

 

Cuando llego a mi casa, enciendo la televisión que explica

los fenómenos económicos

 

la inflación, la estanflación, sus causas y consecuencias,

 la caída de las bolsas

 

en los mercados internacionales, los índices de desocupación,

las expectativas

a futuro y todas esas cosas que nadie entiende pero

determinan sus vidas

o parecen hacerlo.

 

Salgo al balcón, mientras fumo y pienso en esa mujer

muerta en la calle.

El mundo es el mismo de siempre.

La pregunta sigue sin respuesta.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.

Editorial leviatán. 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y LA LLUVIA YA ESTABA*

 

 

Cuando yo nací

la lluvia ya estaba

en el mundo.

Igual que siempre:

desigual/ larga/ copiosa

y transparente, mansa

y delgada como agujas,

fría o caliente

según la estación.

Sin edad,

eso dijeron siempre,

porque nunca pudieron

calcularle los años

de trabajo en el mundo,

limpiando cuerpos y caminos

llenando ríos y arroyos

llenando estanques

y latas en los fondos

del baldío.

Tan alta es

que no puede verse

su talla.

Tan lejana,

como el cielo

y su remoto balbucear.

Cuando yo nací

la lluvia ya estaba

en el mundo,

y las estrellas que viajan

por tu pelo cuando duermes

y el perfume de las flores

y la luz,

y las constelaciones

que hoy no se ven

en el cielo por exceso de humo

ya estaban.

Pero no estaban las fogatas

en las esquinas quemando recuerdos,

pero no estaban los niños

robados que cruzan las fronteras

con alcaloides debajo de los párpados,

ni los hombres que emigran

que cruzan el mar,

y en otras tierras, tejen figuras

de un país lejano,

entran a las panaderías

y señalan con el dedo, aquél

pan crujiente/ amarillo/ casi nunca

caliente/ y luego se marchan

doblados por la soledad

golpeados con fuerza

por un cono de sombra/ un árbol torcido/

una ventana entreabierta en un país lejano

que llaman patria.

 

*De Jorge Palma. jpalma@adinet.com.uy

-Del libro "Lugar de las Utopías"

Ed. Trilce, 2007

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cortometraje*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Uno

 

Las luces van disminuyendo de intensidad y poco a poco se van apagando.  La pantalla rectangular sobresale en la penumbra.  Te acomodas en la butaca. Todavía se escuchan algunos murmullos que terminan cuando la música empieza a inundar la sala.  La pantalla se ilumina, el haz de luz descubre el polvo flotando en el ambiente.  Empieza la historia.  La toma muestra a un hombre en camiseta cerrando la ventana.  Es calvo y su vientre abultado se recorta en la poca luz que entra al cuarto.  La cámara se mueve, y enfoca el exterior para que puedas ver un patio lleno de charcos.  Los faroles de la calle se diluyen en el piso, los muros cuarteados con musgo y lama cultivan insectos fosforescentes que revolotean.  El hombre se queda parado como una estatua.  Un mosquito se planta en su cuello y empieza a picarlo.  La operación es tardada, y te hace sentir incómodo, te rascas el cuello como si fueras la víctima del zancudo.  Acabado su trabajo, satisfecho, vuela internándose en la oscuridad.  La cámara vuelve con el hombre, lo toma de perfil y desciende hasta sus zapatos, son viejos, y piensas que tal vez la suela esté repleta de agujeros.  Atrás de ellos, un poco borrosos, se distinguen algunos envases de cerveza.  La música asciende, se tensa como un hilo.  La cámara lo sabe y hace un acercamiento a los labios del hombre que tiemblan.  Imaginas que hay una lucha dentro de él.  La imagen parece quedar congelada unos instantes y sin saber por qué te provoca nerviosismo, mueves los pies y parpadeas más aprisa.  El hombre parece intuir la incomodidad que está causando y rompe su inmovilidad, que te ha estado envolviendo como un témpano.  Camina hacia una mesa y una silla que están en la esquina.  Tiene los dedos de los pies engarrotados.  A pesar de la penumbra se puede ver su camiseta húmeda, quizá por un sudor incipiente que baja por sus axilas y que no logras ver del todo.  Luego la toma vuelve a mostrar la ventana, tal vez para ganar tiempo, porque cuando regresa con el hombre, ya está sentado en la silla.  Ahora te encuentras atrás de él, y fantaseas con la idea de observar la escena dentro de los ojos de un asesino.  Alguien contratado para clavarle un puñal en la espalda.  Haces conjeturas de cómo podrías huir después de cometer el crimen, pero la imagen se acerca rápidamente, se agranda el cuerpo del hombre, y cuando te das cuenta estás justo en su hombro derecho, como un mosquito a punto de picar, y que ante la pasividad de la víctima se regodea zumbándole en la oreja.  La figura del asesino y del insecto desaparece de tu mente, y es sustituida por la de un espía que sigue todos sus movimientos.  El hombre, con los brazos apoyados en la mesa, lee un libro.  La música es tenue y acompaña a la cámara que enfoca a la página de bordes frágiles.  Lees: “El hombre luchaba contra sus pensamientos.  La imagen de su hija estaba firme en su cabeza.  Quería poseerla, que sus ojos se cerraran por el deseo”.  La cámara se aleja del libro, parece arrepentida de mostrar algo prohibido.  La pantalla se queda en blanco, se oscurece lentamente.  En la sala se escuchan toses y observas a un espectador durmiendo con su cabeza recargada en el hombro.

 

 

 

Dos

 

Cuando piensas que la proyección ha terminado, la pantalla empieza a emitir destellos, como si se tratara de un foco primitivo que tarda en hacer fuego sus filamentos.  Por fin el rectángulo se ilumina, y te topas de frente con la nariz del hombre, observas los vellos que sobresalen.  Tus ojos descienden hasta descubrir la punta del cigarro que brilla en la penumbra.  Es un diminuto punto de luz que termina en una estela blanca y opaca.  La toma sigue al humo que sube, se desplaza, y como si tuviera vida propia, busca alguna rendija para escapar.  Al no encontrarla, furioso se estrella en el techo, desparramándose hasta volverse invisible.  La respiración del hombre es corta y pesada, la frente está húmeda, y unas gotas pequeñísimas bajan de ella, para después perderse entre las cejas.  La toma hace un acercamiento, y las arrugas de su rostro se convierten en valles profundos y arenosos.  Se escucha un jadeo, el hombre se mueve, empuja algo con su cintura.  Sientes nerviosismo.  Tu boca se entreabre, y la lengua se mueve como un molusco que explora lentamente los labios.  Intuyes lo que está pasando, y el libro vuelve a tu mente con esas letras de tipografía antigua, excesivamente adornadas, y apiñadas como palomas negras en una torre, listas para volar de la hoja a la menor provocación.  Pensar en eso te desconcierta un instante y entonces la toma se abre, hasta dejarte ver el cuadro completo.  Ves al hombre que aprieta los labios, su vientre colgante está posado sobre las carnes de su hija.  La joven está boca abajo, sus gemidos aumentan de intensidad.  La incomodidad aumenta, y con timidez volteas ligeramente para tratar de ver a los demás espectadores, pero no distingues ninguna silueta.  Al volver a tu posición, te percatas de que la toma se aleja de ellos, hasta quedar suspendida en algún punto indefinible, y eso basta para darte la sensación de estás apostado en el techo.  Podrías asegurar que la cámara se ha transformado en los ojos de una mosca.  Ésta, como si adivinara tus pensamientos, tiembla en un aleteo diminuto y ansioso.  Se mueve con frenesí, imitando perfectamente el vuelo desordenado de una mosca.  Ahora lo que ves son retazos de imágenes: la mosca vuela y observas la calva del hombre, los cabellos de la joven derramados sobre la mesa donde estaba el libro, el pene hurgando entre los muslos sacudidos.  El efecto está tan bien logrado que, sin darte cuenta, tensas todo el cuerpo y tus manos se sujetan a los brazos de la butaca.  La toma se sacude, parece exhausta, y aferrándose a una tabla de inmovilidad, en medio de ese remedo artificial de vuelo, va a pegarse al vidrio.  Se queda quieta.  Expectante.  “La mosca está atrapada”, piensas.  La visión hacia el exterior se enturbia.  El vidrio pringoso actúa como un deformante, y la pantalla sólo alcanza a mostrar una mancha pálida en el cielo.  “Es la luna”, murmuras entre dientes.  Otra vez oscuridad completa.

 

 

 

Tres

 

 

La música empieza y no hay imagen.  Primero es un arpa, y relacionas las notas agudas con una voz femenina.  El instrumento es pulsado con furia, y a pesar de no verlo sientes cómo las cuerdas vibran, cómo están a punto de romperse.  La pantalla muestra el siguiente mensaje del libro: “No me pude contener.  El sólo contacto con sus manos fue un detonante.  Su piel, su maldita piel”.  Las letras aparecen solitarias en la pantalla, enmarcadas en un cuadro, como sucede en las películas mudas.  Una a una, en orden, van a posar sus patas finísimas en una de las hojas.  La superficie del papel tiembla, como si estuviera hecha de agua.  Rápidamente las tapas se cierran y sabes que ese sonido es definitivo; tan es así que acaba con la música que acompaña la secuencia.  La cámara enfoca horizontalmente la superficie arrugada del libro, las tapas gruesas parecen latir, tener vida propia.  “El libro está escribiéndose a sí mismo”, piensas.  Un cambio de ángulo y descubres de nuevo al hombre.  Su jadeo se va apagando, pero las venas de su cuello aún saltan, y sus ramificaciones parecen llegar hasta las líneas de sangre que estrían sus ojos.  La toma desciende y observas que ha terminado, el semen yace en un charco pequeño.  El miembro le cuelga exhausto, como una bandera a media asta.  La palabra “Fin” emerge de la pantalla.  El punto de la i flota un instante antes de caer en la letra.  No lo puedes creer, es un nuevo truco, seguro.  Aguardas un instante pero no pasa nada: la luz no se prende y no se escucha el murmullo de la gente.  Te levantas de la butaca, caminas, pero la oscuridad rodea todo y es difícil saber a dónde ir.  “¡La luz, por favor!”, gritas, pero no hay respuesta.  Estás solo.  Intentas llegar a la puerta por donde entraste, pero todo esfuerzo es en vano.  ¡Carajo, perdido en una sala de cine!, vuelves a gritar, con la esperanza de que alguien oiga y acuda a tu rescate.  Aguzas la vista.  Alcanzas a distinguir una luz al fondo.  Te guías por ella, piensas que es la salida de emergencia.  El camino es difícil pues te mueves a tientas, con miedo de tropezar con algo o con alguien.  El ambiente es húmedo, es raro porque cuando llegaste al cine, el cielo estaba limpio.  Cruzas la puerta, pero no hay ninguna salida.  Es un espacio cerrado.  Ahora estás en un cuarto oscuro, al fondo hay una mesa, y encima de ella un libro.

 

 

 

Cuatro

 

Observas el cuarto, tratas de salir pero no hay ninguna puerta.  ¿Qué está pasando?, te preguntas, y cuando das el primer paso, tus pies chocan contra un envase vacío.  Rueda un poco hasta detenerse con una pata de la mesa.  Ésta parece llamarte, quizás ahí esté la explicación de todo.  Te acercas a ella, y ves a su único habitante: el libro sin título.  Lo tomas y, antes de abrirlo, sientes con agrado, casi con concupiscencia, el peso de tus manos depositado sobre la cubierta.  Hay una hoja marcada, lees: “El espectador se acerca y lee con atención.  Esto es suficiente ya no se necesita nada más... Fin.”  La misma caligrafía exagerada.  No entiendes bien.  Podrías jurar que la página leída quedaba a mitad del libro, pero ahora al dar vuelta a la hoja te das cuenta que es la última.  Te invade la angustia, avientas el libro que termina en un rincón.  Las hojas desparpajadas y amarillentas son una sonrisa irónica.  Lo maldices, sientes el borboteo de la sangre que se agolpa en las sienes.  Intentas calmarte y recorres palmo a palmo la pared, buscando alguna forma de salir.  Al no descubrir ningún pasaje, te asomas por la ventana.  Todo está inmóvil: las nubes manchando la luna, una gota suicida en plena caída, otra estrellándose indefiniblemente en un charco desierto.  Estás en una acuarela estática.  Te quedas parado y tus ojos son los únicos que tienen movimiento.  Una mosca pasa por tus cabellos, parece interesada en contemplarte.  La espantas con las manos.  En este momento escuchas la música que dio comienzo a la función, un haz de luz se cuela por una rendija de la pared; con esperanza te asomas. No das crédito a lo que ves: la alfombra, las butacas vacías; en una de ellas está el hombre calvo, desnudo, que como un gran sátiro en erección, se frota el miembro y se ríe con grandes carcajadas mientras avienta palomitas a la pantalla.

 

 

 

*Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos” publicado por Aurora Boreal.

-Fuente: http://www.auroraboreal.net/aurora-boreal/editorial-aurora-boreal/2060-el-caso-max-power-y-otros-cuentos

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

OJOS DE HIERBA*

 

 

Su gran amor es la hierba. Enamorado de la hierba está.

-Aun no percibe la triste locura de su amor-

Tampoco los comienzos. Sabe de historias compartidas.

De insurrección. De Cristos degollados. De panzas flacas y bolsillos gordos.

 

En las noches de ausencia evoca tristes muertos.

(Los que se fueron y los que rondan su fiebre)

 

Llega con su cabellera de hierba y su torso desnudo.

Pero ella no es ella. Es una hoja. Una quimera. Un sueño.

La toma muy fuerte entre sus brazos.

Tan fuerte que le duelen los miembros de abrazarse.

Y lucha contra esos ojos de hierba tan mansamente amargos

“Tu boca sabe a menta y nieve- No conozco la nieve”

Y tiene hambre y sed y locas ansias.

Solo yo existo. Solo me basto. Soy como soy.

Y cuando las penumbras de la noche aun la nombran siente sed.

Sed áspera. Chúcara. Grotesca.

Y brota y bebe y grita. Un intenso orgasmo de humo. Osado. Ridículo. Salvaje.

La mujer tirada sobre el pasto quiere solo una cosa, ser hierba.

 

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Habría que inventar un nuevo amor que estuviera por encima de la posesión, el ego y el desprecio.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 


Preguntas*


Por esas cosas del azar que determinan la vida más de lo que creemos llegó cuando la película estaba iniciada. Ya ni recuerda el nombre de la película. Fue arriba del renacido Midland. En ese tren había un vagón para brindar cine. Falto de cultura cinéfila sólo reconoció al actor que representa el papel de un profesor de religión al que ve escribir en un pizarrón “Tikkun Olam”. El hombre que viajaba con un cuadernito a mano, anota: dice Richard Gere que significa “Reparar al mundo”.

Hamacado en el movimiento del tren el hombre se duerme. Sueña que arma los pedazos de su vida en un relato amable, en una ficción tolerable, escucha su voz diciendo que esa es la única reparación posible.

Al despertar, la película ha concluido, mira su anotador donde encuentra escritas dos frases más:

“reunir fragmentos”

“amar las cosas de nuevo”

¿Cómo se logra eso? -se preguntó.

¿Cómo se hace para reunir esos pedazos en los que su vida trascurre estallada?

¿Cómo se hace para amar las cosas de nuevo?

¿Será mejor seguir reparando en sueños?

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

Próxima estación por antiguo ferrocarril Midland:

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.

Queda renovada la invitación a participar en la última estación del Midland literario. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

 

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/

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