*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
Desde jóvenes*
aunque no lo sepan
las más nobles
personas,
las elegidas
necesitan del abismo.
Con el correr del tiempo,
en ciertos instantes
la prisa del mundo los
invade
y el brillo abandona
sus ojos.
Dejan de ver la
oscuridad
que habita bajo sus
pies.
Es el precio
que dicen hay que
pagar
por vivir aquí.
Algo se altera.
Pierden impulso
y acude un malestar
que las vuelve
frágiles
ante cualquier vaivén.
*De Jorge
Santkosky. jsantkovsky@go.org.ar
-De "La
incomodidad" Editorial Huesos de Jibia 2015.
-Nací en la ciudad de Bahía Blanca en el
año 1957. Desde los 18 años vivo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Estudios cursados de Matemática en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente
trabajo en el rubro residuos tecnológicos.
Presidente durante 8 años de la Asociación
Argentina del juego de go.
Libros publicados de poesía “Revelaciones” por la Editorial Huesos
de Jibia 2010. “Revelaciones acerca de otras criaturas” por la Editorial Huesos de
Jibia 2011. “Breves” por la
editorial Colectivo Semilla 2013 de la ciudad de Bahía Blanca. “El sonido de la atención” Editorial
Huesos de Jibia 2014. “La incomodidad”
Editorial Huesos de Jibia 2015.
"El después es
ahora" Editoral
"A capella" 2021 Córdoba.
-En narrativa “Diario de un cuentenik” de la editorial Leviatán 2020
-Mantengo el blog http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/
JOKER*
Otra vez aquí, con el olor a cerrado, a
fierro, a butacas de relleno de gomaespuma; los pocos espectadores en lo
obscuro, la pantalla que arroja luces caprichosas alumbrando nucas, rostros en
blanco y negro, y el film transcurriendo allá adelante.
La película es bastante nueva, el Joker,
por lo que supuse que estaría Batman y sería infantil.
No aparece Batman, en todo el tiempo que
dura la proyección no recuerdo al hombre murciélago, sólo me encuentro con el
Joker, ese fantoche atormentado que se ríe por la violencia, por la falta de
simpatía, porque no puede evitarlo, por esa terrible deshumanización de gente
que transcurre sin notar las vidas que fluyen alrededor, sumidas en abismos
inexplicables.
No me importa que la actuación sea hermosa
o dificultosa o meditada. No me interesa cuántos kilos bajó el actor o cómo se
entrenó para el papel. Ha surtido efecto, ha logrado conectar conmigo. Joaquín
Phoenix habrá pensado en el Oscar, o no, realmente no me importa ahora que leo
esa frase espantosa que no escribo en el momento, pero recuerdo en esencia,
dolorosamente. Lo peor de una enfermedad mental es que la gente espera que te
comportes como si no la tuvieses. Es terrible, es cierta, está escrita en los
retorcidos jirones de alma de quienes deben aparentar normalidad, o sea todos,
aunque más esos seres cuyos lastimados cerebros pugnan por ajustarse a lo
canónigo, a lo usual, lo aceptable. Y se quiebran, y sangran, y no pueden
separar lo real para otros de su propia percepción del universo frío, cruel,
distante, inalcanzable. Están solos, más solos que un hombre en el polo, más
solos que el criminal en el cadalso, espantosamente solos en la celda de su
mente blanca y deslumbrante, desmantelada.
Como no soy seguidora de Marvel o de Batman
o de ningún superhéroe en general, como soy una pobre mujer de mediana edad con
las emociones rojas y tibias, dulces y amargas, veo una persona desvalida y
rota, decepcionada, arrojada a lo incognoscible, lo inasible, lo
incomprensible, arrojada a un mundo que pide una corrección, un ajuste
imposible, y lloro a lágrima viva, a moqueo despiadado, a sollozo y a hipo. No
me importa, puedo hacer el ridículo de gemir desde mi asiento.
Me enamoro del personaje sabiendo que es
insostenible, una pura negación de lo que puede hacerme bien. Me enamoro como
quinceañera, como mi amiga Myriam cuando éramos tan jóvenes y me dijo que
quería amar a un muchacho triste, complicado, difícil. Amo a esa figura rota
que baila con orgullo porque sabe que se está muriendo y ya nada más importa,
ese hombre que baila su propia disolución. El baile es importante; los hombros
alzados, la cabeza erguida, la mirada vuelta hacia sí mismo. Baila consigo
mismo, nadie baila con él, se complace en su compañía por ese momento de magia
y peligro. Acepta su insania, en ese momento está orgulloso de respirar, de
estar vivo, toma un baño de yo, como quien deja la barandilla del balcón,
vuela, aún no se estrella en el pavimento.
No advierto nada salvo la dulzura del
derrumbamiento, la malsana alegría de los finales y las despedidas, me miro
allí, me saludo, me encuentro. Pero diferencio muy bien este sentimiento de la
locura verdadera, de lo atroz de estar derrumbado de veras, desleído en el
frágil ser que pierde el control del propio entendimiento. Basta de estupidez y
de falta de respeto, que la locura ni es romántica ni es literaria, duele y es
imposible mirarla a los ojos porque aterra. Pero aquí veo y me conduelo y lloro
por lo injusto, lo irremediable, esa tristeza abisal de la soledad perfecta en
lo más hondo de las simas oceánicas.
Puedo amarlo y puedo saber que nada está en
mi poder para rescatarlo de su infierno. Sé que tender la mano a quien está en
caída libre es como ahogarse cuando se trata de sacar del mar a quien ya está
en plena tarea de morir de asfixia.
Ah Joker, ah personaje siniestro, dulce,
roto, deconstruido. Ah los locos, ah nosotros que hacemos como que no
estuviesen allí, aquí, cociéndose en sus propios jugos, riendo incontrolable,
dolorosamente, como aquel poeta que decía que había que llorar por todo, por
todos, por todo. Y una llora, y ríe, y nada… el mundo sigue doliendo.
Me llevo la película, me ha transformado,
me hizo una muesca más. Confirma lo que ya sabía, veo lo que estoy preparada
para ver, interpreto lo que puedo, lo sé, es mi película, me la llevo
intransferiblemente tatuada en un rincón de mi tristeza.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
VIAJE POR EL ESPACIO*
No sé si a ustedes les
ha pasado lo que a mí, que he salido a buscarme y en medio de la odisea cósmica
me he tropezado con otros asteroides. Y me he puesto a conversar con uno de
ellos hasta llegar a identificarnos uno con el otro, diciendo cuánto nos amamos,
que no podemos vivir sin estar juntos. Pero luego de un tiempo ambos nos
convertimos en la personificación del rechazo. Sentimos que nuestro recorrido
se bifurca. Que la Vía Láctea resulta ya muy pequeña para el ego de dos
asteroides. Por tanto, en algún rincón distante del universo existe ése otro
asteroide, que quizás, dubitativo, estará pensando en hacer lo mismo.
*De Daniel
Montoly.
POR
UNA REIVINDICACIÓN DE LO MONSTRUOSO*
¿Hay una
reivindicación política posible en la figura del monstruo? Alejandro Badillo se
lo plantea a partir de ciertos libros
*Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
El diario inglés The Guardian publicó en días recientes esta noticia: «Según un
estudio la ira es, con diferencia, la emoción más poderosa para impulsar la
acción climática”. El texto describe un estudio realizado en Noruega a través
de encuestas. El resultado fue que la ira es el sentimiento que predomina en la
gente que se une al activismo a favor del clima. Por el contrario el nihilismo
o la desesperanza conducen a la desmovilización, según el mismo estudio. Más
allá de la subjetividad de este tipo de investigaciones, la ira –en una
sociedad global volcada, por diferentes razones, a las emociones– parece poder
sacar de su marasmo a un sector de la población, aunque aún se trata de gestos
desarticulados en lo político que, por lo tanto, no perduran.
Cualquier sentimiento, en un sistema que
individualiza nuestras filias y fobias, tiende a volcarse sobre sí mismo. En el
caso del miedo parece haber sido desactivado o manipulado para que aceptemos
los futuros distópicos que nos presentan diferentes narrativas de este siglo.
Lo “monstruoso” parece amenazante, pero muy lejano. A pesar de su inminencia,
los peligros que enfrentamos como sociedad son descritos como eventos en los
que no tenemos agencia: invasiones alienígenas, colapsos medioambientales,
civilizaciones postcapitalistas enfrentadas en guerras interminables. Sin
embargo, lo monstruoso permanece oculto tras el velo de lo cotidiano,
normalizado hasta que es demasiado tarde.
David McNally, académico especializado en historia
económica, apuesta por resignificar el símbolo en su libro Monstruos del mercado. Zombis, vampiros y capitalismo global (2011),
recientemente publicado en español por la editorial Levanta Fuego. A partir de
lo que denomina “marxismo gótico” hace un recorrido por diferentes tópicos para
mostrar que detrás de conceptos como monstruo, zombi o vampiro hay una profunda
relación con el capitalismo en sus diferentes etapas. La idea de la
investigación es que debemos entender nuestros miedos y focalizar nuestra
respuesta, lejos de los clichés culturales.
Lo monstruoso –lo violento– se revela,
plantea McNally, al mirar a los
monstruos despolitizados como agresores que ponen en riesgo nuestra existencia.
El vampiro es, quizás, el personaje más evidente por su capacidad de extraer la
fuerza vital de sus víctimas: la plusvalía, es decir, el valor añadido que da
el trabajador a lo que produce, la esencia de la acumulación capitalista. El
monstruo desangra a su víctima hasta que la deja moribunda o con apenas el
impulso suficiente para seguir viviendo y produciendo.
McNally hace énfasis en el dominio del capitalista
sobre los cuerpos de los desheredados. Incluso, como refiere, la posesión puede
seguir después de la muerte, ya que los cadáveres pueden ser usados para
experimentar, como sucede en Frankenstein
(1818), la novela de Mary Shelley.
Para evitar un último ultraje las clases populares hicieron varias revueltas
para defender los cuerpos de sus seres queridos y evitar que se convirtieran en
objeto de exhibición morbosa o especulación inescrupulosa de los científicos.
El monstruo imaginado por Shelley
–una autora que, gracias a su madre, había estado en contacto con ideas de
izquierda– aterra en su versión original porque se rebela ante su creador, es
autodidacta y lo suficientemente inteligente como para darse cuenta del juego
que le han obligado a jugar. Quizá por ello las versiones fílmicas y el papel
del monstruo en la cultura popular lo presentan como un ser balbuceante que, en
todo momento, parece un protohumano indigno de compartir la civilización con
nosotros.
Me parece que una de las lecturas más
interesantes que propone David McNally
sobre lo monstruoso es la de la locura que transforma a los hombres en zombis
adoradores de fetiches. El fanatismo por el dinero de estos monstruos que
conducen autos de lujo y despachan en los grandes centros financieros va más
allá de la mera acumulación de capital. Como refiere el autor, el fetiche es la
creación de un valor imaginario que ya no tiene relación con las cosas
materiales y controla sus mentes haciéndolos desear más. Al igual que los
miembros de un culto demoniaco, los fetichistas son capaces de cualquier cosa
para satisfacer al nuevo dios que han creado. El monstruo, entonces, se
deshumaniza y deshumaniza al otro, pues cae en un tobogán que sólo puede
terminar con la muerte o la locura.
Bret Easton Ellis describe este fenómeno en su novela American Psycho (1991). Patrick Bateman,
asesino por diversión, pasa del mundo de las finanzas a la cacería nocturna de
seres humanos, inferiores en la escala social. La época –finales de los ochenta
y principios de los noventa– que retrata Ellis es, justamente, la que inauguró
la financiarización de la economía global. Un yuppie como Bateman pasa de
exterminar vidas gracias a la bolsa de valores y la especulación financiera a
emprender la violencia con sus propias manos. Como afirma Élisabeth Roudinesco en su libro Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (2007), los
nuevos monstruos son los modelos aspiracionales que caminan entre nosotros y no
son repudiados como los excéntricos de antaño.
El miedo podría ser un movilizador social
si descubrimos al monstruo que habita entre nosotros, ya sea como sistema
económico o en la conducta de los amos del mundo. Un elemento importante de
esta apreciación es, justamente, el conocimiento de lo que está pasando, para
así limitar la manipulación que inunda los medios sembrando señuelos para la
ira o el miedo. En el libro Colapsología
(2020) los investigadores Pablo Servigne y Raphaël Stevens refieren el miedo que
encuentran, al inicio, en los asistentes a sus conferencias sobre la crisis
climática y el previsible fin de la era industrial. La amenaza es, simplemente,
un monstruo que puede desactivar cualquier iniciativa y llevarnos a diferentes
tipos de aceptación de lo irremediable, o incluso al nihilismo. Pero los
autores también explican que el sólo hecho de conocer por qué ocurre el
desastre, y entender a cabalidad la cara del monstruo que nos ha estado
acechando desde hace tiempo, es liberador. En tiempos en los que las utopías
parecen sólo buenas intenciones, descorrer el velo de lo que nos atemoriza y
palparlo puede ser una victoria nada despreciable.
-Fuente: LA TEMPESTAD
https://www.latempestad.mx/tornavoz-por-una-reivindicacion-de-lo-monstruoso/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las
huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
ESTACIÓN DE LOS ADIOSES*
“La muerte hace ángeles de todos nosotros y
nos da alas donde teníamos hombros, suaves como garras de cuervo”
JIM MORRISON
ESTACIÓN DEL LLAMADO
Fijamos un término a
la angustia. Un vallado. Una empalizada.
Acaso se te olvidó la
víspera. Medio cirio apagado y él me llama.
Voy a partir amado
mío. Mi vértice secreto. Huir.
Desertar, muy lejos
del umbral de tus soleras.
ESTACIÓN DEL LABERINTO
Te he visto ciego.
Laberinto. Río. Ventana que da al fuego.
Aquí ya nada será
igual. Los pulsos. Los latidos.
Medio cuerpo en sus
parpados. La noche entre sus brazos.
Mientras miro partir
la golondrina, tú, ríes con tus muertos.
ESTACIÓN DE LAS
HUELLAS
Se, siento, has
moldeado el surco de tu pie.
Yo, aun no borro los
surcos de mi frente.
-Las huellas de la
piedad son tan tenues. Tan frágiles-
Hacen llorar los ojos
de los gatos. Sangre abierta. Año bisiesto.
ESTACIÓN DE LAS
MUERTES
Haz un gesto, uno
solo, dijiste. Lengua de brizna y paja.
Mi barro tomó el
contorno de tu pecho.
Haz un gesto, uno
solo, dije. Tristísimo temblor en tus vertientes.
Dios me apuñaló
mirándome los ojos.
Mi atardecido amor. Mi
silicio. Seis horas tiene la luna roja.
“Mis hombros, suaves
como alas de cuervos.”
Como será el crecer de
mis cabellos, allá, entre las algas.
*De Amelia
Arellano.
EL
GIGANTE*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente
estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En
algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que es
tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna
historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas
balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este
cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener
conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y
que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de
nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a
parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó
junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para
encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo
investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida
(quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso
rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de
hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura
orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban
apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin
excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo pudieron
pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las imágenes que
restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los primeros que
despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de que no podía
dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un poco la
cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y, además,
consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de los que
lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación matemática,
quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es
imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos
aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra condena
–si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez, repite el
mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que están al
frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo único
que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra
absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la
presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún
carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así–
como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que
está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier
voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que
respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de
la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal
vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que
comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que
regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados
en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar
de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros.
Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte
posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie
en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas
exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y
uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos
la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el
cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos,
con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la
línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta
formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.
Con el tiempo descubrimos que hay algunos
más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para
que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas.
Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre
los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la
forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado
detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color
amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y
ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más
cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco
apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún
perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos
confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras
voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan
dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del
foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a
vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en
el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en
efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la
arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.
Uno de los misterios que más nos intrigan
es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni
salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo,
un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas
en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el
movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo
hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo.
Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la
atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por
ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que
desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un
conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos
atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un
tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en nuestros
cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda costa,
olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de las
uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque sea
un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas
a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr
un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados
por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen
experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero
que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa
risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos
contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir.
Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros
murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas:
el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco
es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven
otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando
una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y
quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo
de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar
cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra
memoria.
A veces sentimos que formamos parte de algo
más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo.
Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación:
nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino.
Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces
que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los
vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará.
Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano
poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad
mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá control
sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que se
libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y recordará
un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El gigante
comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un faro que
manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las nubes. Con
dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo lo que lo
rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del cuarto se
hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El cuarto en
el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados, huyendo
de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante, nutrido por
la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo. Después, convencido
de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.
-El
Gigante, incluido en “La Habitación
Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
Persistencia*
A veces nos sucede que
escuchamos una voz familiar
aquella misma voz,
parecida e imposible. O la risa,
la misma risa archivada
que en su tiempo creímos
o se nos antojó única
e irrepetible. O vemos pasar
una sombra fugitiva
entre la gente, con esa misma
gracia personal y esa
manera tan inconfundible
de moverse. No, no es
la voz ni la risa ni la forma
amadas y perdidas. Estamos
solos y sin testigos
que puedan haber
sentido lo mismo y den fe.
Encima no sabemos si
eso es un resto de vida
que aún nos habita o
un anticipo de la muerte
apurada que nos va
borrando de a pedazos.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
El
parque abstracto*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
En la intersección de las calles Julio y
Levrero hay un pasaje. Una abertura diminuta, casi inapreciable para quien no
esté lo bastante atento. Su existencia, en apariencia, carece de lógica, por
cuanto en su interior no hay locales ni ventanas ni puertas. Diríase que es
apenas un error de construcción, ya que no cumple función alguna.
Esta última afirmación no es del todo
correcta. Algunos días, al final del pasaje se abre en toda su magnitud el
parque abstracto. Aunque la mayoría de las veces, cuando uno se interna en él,
descubre que el pasaje queda bruscamente cortado tras un recodo. Un muro
impenetrable bloquea el paso.
He tratado de racionalizar este fenómeno.
De averiguar qué días o en qué circunstancias el parque es accesible, pero no
he conseguido sino malgastar mi tiempo y emplear mis energías en algo
insignificante. Lo verdaderamente importante (ahora lo sé) es la existencia del
parque, no los pormenores del acceso.
El parque está rodeado por una serie de
edificios unidos entre sí. Su altura es uno de los muchos misterios que
encierra este lugar. Sin embargo, en el interior del parque siempre luce el sol
y solo pueden apreciarse las sombras de los árboles, arbustos y demás objetos
que hay en él. Como si los edificios, en realidad, no existieran.
En su interior hay una iglesia, aunque
jamás he visto abiertas sus puertas ni escuchado el sonido de una misa. También
he podido ver un colegio, pero no parece que se impartan clases en él.
Asimismo, hay una biblioteca, que siempre está cerrada. Los bajos de los
edificios están ocupados por diferentes comercios: Tiendas de comestibles,
papelerías, bares, un gimnasio, peluquerías, un centro veterinario, un supermercado…
Y una comisaría de policía, aunque la forma de entrar en ella también es un
misterio, ya que no existe puerta alguna en su exterior.
Por supuesto, siempre hay gente paseando
por el parque. Y perros. Multitud de perros. Perros de todas razas y tamaños.
De hecho, cada persona que he visto en mis múltiples incursiones en el sitio,
va acompañada de uno o varios canes. Al principio no me fijé en ese detalle,
pero después de un tiempo fui percatándome de que nadie va o viene sin su
mascota. Excepto yo. Tal vez sea ese el motivo de que los habitantes de este
lugar me miren con cierta desconfianza. Temo que algún día alguien me pregunte
por mi presencia allí y yo no sepa responder.
La forma del parque es variable (suena a
locura, lo sé, pero no puedo explicarlo de otro modo). No siempre las cosas
están en el mismo lugar. La disposición de los árboles y zonas de recreo
infantiles se transforma de un día para otro. Los senderos también cambian de
forma y de dirección, incluso de sustancia: El que ayer era de cemento, hoy es
de tierra, y viceversa. Alguien más pusilánime que yo habría renunciado hace
tiempo a estas incursiones, pero no siento ningún temor a tales mutaciones. La
vida, dijo alguien, es evolución; es decir: un constante cambio.
La frondosidad de sus arbustos y rosales
contrasta con la ausencia de pájaros. Esta anomalía despertó mi curiosidad y
durante unos días me dediqué a comprobar, disimuladamente, que esas plantas
fuesen reales. Lo son. Su tacto, su fragancia, la fragilidad de los pétalos… no
cabe suponer un artificio. Solo queda anotarlo en la interminable lista de
sucesos inexplicables.
Las gentes de este lugar tienen un rasgo
común: Todas pertenecen, a juzgar por su vestimenta, a eso que llamamos clase
acomodada. El aspecto elegante de los edificios también confirma esa hipótesis.
Aunque al acercarme yo suelen guardar silencio mientras me miran expectantes,
algunas veces puedo escuchar fragmentos de conversaciones: Hablan de viajes,
automóviles, ciudades o países lejanos, montañas o mares; pero lo hacen con un
deje de nostalgia, como si (pero esto es solo una impresión mía) todo eso
apenas fuese posible en su imaginación o en esas conversaciones que el parque
absorbe. ¿Cómo será la vida de estas personas?, me pregunto. En otras
ocasiones, cómo no, el diálogo versa acerca de sus mascotas, tema en el que
parecen expertos y que se diría inagotable.
Uno
puede caminar durante horas por el parque sin pasar por los mismos lugares (o
sin reconocerlos). La inquietud nace al pensar en la salida. Al buscarla y
verificar que no existe. La primera vez, lo confieso, me atemorizó esa idea. El
tiempo pasaba y no conseguía saber dónde estaba ni a qué lugar iría a parar si,
finalmente, encontraba la forma de salir. Caminé al costado de los edificios,
buscando entre ellos una rendija que condujese al exterior; examiné con cuidado
cada portal, cada rincón, pero no conseguí hallar nada. Las puertas de acceso a
los edificios estaban sólidamente cerradas y no pude averiguar si existían
puertas que dieran al otro lado (si es que había otro lado). Cuando ya me
asaltaba el terror, de pronto me vi entre las calles de un barrio lejano. El
parque había desaparecido.
Otro, quizá, hubiese pensado que todo fue
un delirio. Hubiese procurado olvidar el asunto y no se hubiese aventurado
nunca más en tal sitio. Pero ya me conocéis: me atrae lo mágico, lo
incognoscible, lo que no soy capaz de comprender. Así que, como era previsible,
volví. No una, sino muchas veces. De hecho, a estas alturas me siento una parte
más del paisaje inescrutable del parque. He aprendido a no esperar nada, a
disfrutar simplemente del paisaje, del silencio apenas quebrantado por algún
ladrido o el eco de conversaciones en voz queda. A caminar por sus veredas
hasta que, sin previo aviso, me hallo en cualquier otra parte de la ciudad sin
tener la menor idea de cómo he llegado allí. En algún momento, he llegado a
temer que, en lugar de a un barrio cualquiera de mi ciudad, el parque me
transporte a otra ciudad, a otro país. ¿Cómo iba a volver, entonces? A pesar de
ello, no cejo en mi empeño de internarme en él siempre que me es posible.
A veces, me atormento pensando en mis
motivos. ¿Acaso ansío formar parte de este mundo que, a pesar de todas las
aparentes pruebas de lo contrario, presiento limitado? ¿Dejar transcurrir los
días en esta frondosidad no del todo real, en esta cárcel infinita? ¿Pienso,
por el contrario, que este deambular indefinido se parece de algún modo a la
libertad? ¿Deseo, inconfesablemente, que una de estas veces el parque me
conduzca, en efecto, a un país lejano del que no me sea posible regresar? ¿O me
fascina la idea de quedarme atrapado para siempre en un mundo cuyas reglas no
comprendo y que, en cierto modo, parece rechazarme?
Sea como fuere, lo cierto es que, todas las
mañanas, después de desayunar, salgo a caminar y mis pasos me conducen,
inexorablemente, a esa esquina y ese pasaje. No siempre es accesible, ya lo
dije. En tales casos, me dejo llevar por las calles del barrio, sintiendo una
especie de nostalgia. Cuando el pasaje está abierto, penetro en el parque
abstracto y camino aspirando profundamente el aire respirable y mirando el
verdor inmaculado del césped y pensando que quizá eso sea todo: La sensación
que, durante ese tiempo variable, me envuelve y me transporta. Pero yo sé que
hay algo más: La convicción de que el parque es un abismo, de que mi destino es
caer, de que algún día, en alguna revuelta del camino, envuelto en el aroma
indefinible del parque, encontraré el sentido de esa caída que sospecho
interminable.
-Publicado en Revista Letralia.
*
"En el centro del
bosque hay un claro inesperado que sólo puede ser descubierto por aquel que se
ha perdido."
*Tomas
Tranströmer
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL
TERCER HOMBRE*
Pensé que en la estación anterior quizás
habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y me limité a recorrer el
tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese a algún lugar preciso y
no estuviese buscando algo ignoto.
Cuando encontré la carga de bicicletas,
todas colgando en la penumbra de ganchos del techo, casi doy media vuelta y me
resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a cruzar ese espacio oscuro
para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad mayor: el vagón de cineclub
donde, como la vez anterior, ya estaba la película en plena proyección.
En esta oportunidad de inmediato reconocí
el film. Era "El tercer hombre".
Llegué antes, pero no pasó mucho tiempo
para que Orson Welles llevase al protagonista hasta el parque de diversiones.
Era de noche allí, y tal circunstancia casaba perfectamente con la negrura
espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas se adivinaban cinco o seis
figuras silentes.
El parque de diversiones de la pantalla
tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury; como si algo maligno se
asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la niñez. Esa cosa de la
inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad que la desnuda. Y Welles,
ominoso y encantador, hizo entrar a su acompañante a la cabina de una
gigantesca vuelta al mundo.
Mientras la enorme rueda giraba en la
pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí también, transformándose
el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la cima.
Desde allí Welles le mostró -nos mostró- la
gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo con terrible certeza que si uno
de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no sería significativa. Expuso con
simpleza la visión desde la cima del poder, las gentes comunes meras hormigas,
acaso números ínfimos, partículas elementales.
Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme
abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una
misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?
De la primera fila me llegaba el olor del
whisky, y el hombre corpulento que había estado bebiendo comenzó a roncar con
fuerza.
Cuando me retiré en la oscuridad pensé que
le habrá gustado ver una película de su tío, Sir Carol Reed.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
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