domingo, septiembre 17, 2023

EDICIÓN SEPTIEMBRE 2023.

 


*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte

 

 

 





 

 

Desde jóvenes*

 

 

aunque no lo sepan

las más nobles personas,

las elegidas

necesitan del abismo.

Con el correr del tiempo,

en ciertos instantes

la prisa del mundo los invade

y el brillo abandona sus ojos.

Dejan de ver la oscuridad

que habita bajo sus pies.

Es el precio

que dicen hay que pagar

por vivir aquí.

Algo se altera.

Pierden impulso

y acude un malestar

que las vuelve frágiles

ante cualquier vaivén.

 

 

*De Jorge Santkosky. jsantkovsky@go.org.ar

-De "La incomodidad" Editorial Huesos de Jibia 2015.

-Nací en la ciudad de Bahía Blanca en el año 1957. Desde los 18 años vivo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudios cursados de Matemática en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente trabajo en el rubro residuos tecnológicos.

Presidente durante 8 años de la Asociación Argentina del juego de go.

Libros publicados de poesía “Revelaciones” por la Editorial Huesos de Jibia 2010.  “Revelaciones acerca de otras criaturas” por la Editorial Huesos de Jibia 2011. “Breves” por la editorial Colectivo Semilla 2013 de la ciudad de Bahía Blanca. “El sonido de la atención” Editorial Huesos de Jibia 2014. “La incomodidad” Editorial Huesos de Jibia 2015.

"El después es ahora" Editoral "A capella" 2021 Córdoba.

-En narrativa “Diario de un cuentenik” de la editorial Leviatán 2020

-Mantengo el blog http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 


 

 

 

 

JOKER*

 

 

Otra vez aquí, con el olor a cerrado, a fierro, a butacas de relleno de gomaespuma; los pocos espectadores en lo obscuro, la pantalla que arroja luces caprichosas alumbrando nucas, rostros en blanco y negro, y el film transcurriendo allá adelante.

La película es bastante nueva, el Joker, por lo que supuse que estaría Batman y sería infantil.

No aparece Batman, en todo el tiempo que dura la proyección no recuerdo al hombre murciélago, sólo me encuentro con el Joker, ese fantoche atormentado que se ríe por la violencia, por la falta de simpatía, porque no puede evitarlo, por esa terrible deshumanización de gente que transcurre sin notar las vidas que fluyen alrededor, sumidas en abismos inexplicables.

No me importa que la actuación sea hermosa o dificultosa o meditada. No me interesa cuántos kilos bajó el actor o cómo se entrenó para el papel. Ha surtido efecto, ha logrado conectar conmigo. Joaquín Phoenix habrá pensado en el Oscar, o no, realmente no me importa ahora que leo esa frase espantosa que no escribo en el momento, pero recuerdo en esencia, dolorosamente. Lo peor de una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieses. Es terrible, es cierta, está escrita en los retorcidos jirones de alma de quienes deben aparentar normalidad, o sea todos, aunque más esos seres cuyos lastimados cerebros pugnan por ajustarse a lo canónigo, a lo usual, lo aceptable. Y se quiebran, y sangran, y no pueden separar lo real para otros de su propia percepción del universo frío, cruel, distante, inalcanzable. Están solos, más solos que un hombre en el polo, más solos que el criminal en el cadalso, espantosamente solos en la celda de su mente blanca y deslumbrante, desmantelada.

Como no soy seguidora de Marvel o de Batman o de ningún superhéroe en general, como soy una pobre mujer de mediana edad con las emociones rojas y tibias, dulces y amargas, veo una persona desvalida y rota, decepcionada, arrojada a lo incognoscible, lo inasible, lo incomprensible, arrojada a un mundo que pide una corrección, un ajuste imposible, y lloro a lágrima viva, a moqueo despiadado, a sollozo y a hipo. No me importa, puedo hacer el ridículo de gemir desde mi asiento.

Me enamoro del personaje sabiendo que es insostenible, una pura negación de lo que puede hacerme bien. Me enamoro como quinceañera, como mi amiga Myriam cuando éramos tan jóvenes y me dijo que quería amar a un muchacho triste, complicado, difícil. Amo a esa figura rota que baila con orgullo porque sabe que se está muriendo y ya nada más importa, ese hombre que baila su propia disolución. El baile es importante; los hombros alzados, la cabeza erguida, la mirada vuelta hacia sí mismo. Baila consigo mismo, nadie baila con él, se complace en su compañía por ese momento de magia y peligro. Acepta su insania, en ese momento está orgulloso de respirar, de estar vivo, toma un baño de yo, como quien deja la barandilla del balcón, vuela, aún no se estrella en el pavimento.

No advierto nada salvo la dulzura del derrumbamiento, la malsana alegría de los finales y las despedidas, me miro allí, me saludo, me encuentro. Pero diferencio muy bien este sentimiento de la locura verdadera, de lo atroz de estar derrumbado de veras, desleído en el frágil ser que pierde el control del propio entendimiento. Basta de estupidez y de falta de respeto, que la locura ni es romántica ni es literaria, duele y es imposible mirarla a los ojos porque aterra. Pero aquí veo y me conduelo y lloro por lo injusto, lo irremediable, esa tristeza abisal de la soledad perfecta en lo más hondo de las simas oceánicas.

Puedo amarlo y puedo saber que nada está en mi poder para rescatarlo de su infierno. Sé que tender la mano a quien está en caída libre es como ahogarse cuando se trata de sacar del mar a quien ya está en plena tarea de morir de asfixia.

Ah Joker, ah personaje siniestro, dulce, roto, deconstruido. Ah los locos, ah nosotros que hacemos como que no estuviesen allí, aquí, cociéndose en sus propios jugos, riendo incontrolable, dolorosamente, como aquel poeta que decía que había que llorar por todo, por todos, por todo. Y una llora, y ríe, y nada… el mundo sigue doliendo.

Me llevo la película, me ha transformado, me hizo una muesca más. Confirma lo que ya sabía, veo lo que estoy preparada para ver, interpreto lo que puedo, lo sé, es mi película, me la llevo intransferiblemente tatuada en un rincón de mi tristeza.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 


 

 

 

 

VIAJE POR EL ESPACIO*

 

 

No sé si a ustedes les ha pasado lo que a mí, que he salido a buscarme y en medio de la odisea cósmica me he tropezado con otros asteroides. Y me he puesto a conversar con uno de ellos hasta llegar a identificarnos uno con el otro, diciendo cuánto nos amamos, que no podemos vivir sin estar juntos. Pero luego de un tiempo ambos nos convertimos en la personificación del rechazo. Sentimos que nuestro recorrido se bifurca. Que la Vía Láctea resulta ya muy pequeña para el ego de dos asteroides. Por tanto, en algún rincón distante del universo existe ése otro asteroide, que quizás, dubitativo, estará pensando en hacer lo mismo.

 

*De Daniel Montoly.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

POR UNA REIVINDICACIÓN DE LO MONSTRUOSO*

 

¿Hay una reivindicación política posible en la figura del monstruo? Alejandro Badillo se lo plantea a partir de ciertos libros

 

 *Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

El diario inglés The Guardian publicó en días recientes esta noticia: «Según un estudio la ira es, con diferencia, la emoción más poderosa para impulsar la acción climática”. El texto describe un estudio realizado en Noruega a través de encuestas. El resultado fue que la ira es el sentimiento que predomina en la gente que se une al activismo a favor del clima. Por el contrario el nihilismo o la desesperanza conducen a la desmovilización, según el mismo estudio. Más allá de la subjetividad de este tipo de investigaciones, la ira –en una sociedad global volcada, por diferentes razones, a las emociones– parece poder sacar de su marasmo a un sector de la población, aunque aún se trata de gestos desarticulados en lo político que, por lo tanto, no perduran.

Cualquier sentimiento, en un sistema que individualiza nuestras filias y fobias, tiende a volcarse sobre sí mismo. En el caso del miedo parece haber sido desactivado o manipulado para que aceptemos los futuros distópicos que nos presentan diferentes narrativas de este siglo. Lo “monstruoso” parece amenazante, pero muy lejano. A pesar de su inminencia, los peligros que enfrentamos como sociedad son descritos como eventos en los que no tenemos agencia: invasiones alienígenas, colapsos medioambientales, civilizaciones postcapitalistas enfrentadas en guerras interminables. Sin embargo, lo monstruoso permanece oculto tras el velo de lo cotidiano, normalizado hasta que es demasiado tarde.

David McNally, académico especializado en historia económica, apuesta por resignificar el símbolo en su libro Monstruos del mercado. Zombis, vampiros y capitalismo global (2011), recientemente publicado en español por la editorial Levanta Fuego. A partir de lo que denomina “marxismo gótico” hace un recorrido por diferentes tópicos para mostrar que detrás de conceptos como monstruo, zombi o vampiro hay una profunda relación con el capitalismo en sus diferentes etapas. La idea de la investigación es que debemos entender nuestros miedos y focalizar nuestra respuesta, lejos de los clichés culturales.

Lo monstruoso –lo violento– se revela, plantea McNally, al mirar a los monstruos despolitizados como agresores que ponen en riesgo nuestra existencia. El vampiro es, quizás, el personaje más evidente por su capacidad de extraer la fuerza vital de sus víctimas: la plusvalía, es decir, el valor añadido que da el trabajador a lo que produce, la esencia de la acumulación capitalista. El monstruo desangra a su víctima hasta que la deja moribunda o con apenas el impulso suficiente para seguir viviendo y produciendo.

McNally hace énfasis en el dominio del capitalista sobre los cuerpos de los desheredados. Incluso, como refiere, la posesión puede seguir después de la muerte, ya que los cadáveres pueden ser usados para experimentar, como sucede en Frankenstein (1818), la novela de Mary Shelley. Para evitar un último ultraje las clases populares hicieron varias revueltas para defender los cuerpos de sus seres queridos y evitar que se convirtieran en objeto de exhibición morbosa o especulación inescrupulosa de los científicos. El monstruo imaginado por Shelley –una autora que, gracias a su madre, había estado en contacto con ideas de izquierda– aterra en su versión original porque se rebela ante su creador, es autodidacta y lo suficientemente inteligente como para darse cuenta del juego que le han obligado a jugar. Quizá por ello las versiones fílmicas y el papel del monstruo en la cultura popular lo presentan como un ser balbuceante que, en todo momento, parece un protohumano indigno de compartir la civilización con nosotros.

Me parece que una de las lecturas más interesantes que propone David McNally sobre lo monstruoso es la de la locura que transforma a los hombres en zombis adoradores de fetiches. El fanatismo por el dinero de estos monstruos que conducen autos de lujo y despachan en los grandes centros financieros va más allá de la mera acumulación de capital. Como refiere el autor, el fetiche es la creación de un valor imaginario que ya no tiene relación con las cosas materiales y controla sus mentes haciéndolos desear más. Al igual que los miembros de un culto demoniaco, los fetichistas son capaces de cualquier cosa para satisfacer al nuevo dios que han creado. El monstruo, entonces, se deshumaniza y deshumaniza al otro, pues cae en un tobogán que sólo puede terminar con la muerte o la locura.

Bret Easton Ellis describe este fenómeno en su novela American Psycho (1991). Patrick Bateman, asesino por diversión, pasa del mundo de las finanzas a la cacería nocturna de seres humanos, inferiores en la escala social. La época –finales de los ochenta y principios de los noventa– que retrata Ellis es, justamente, la que inauguró la financiarización de la economía global. Un yuppie como Bateman pasa de exterminar vidas gracias a la bolsa de valores y la especulación financiera a emprender la violencia con sus propias manos. Como afirma Élisabeth Roudinesco en su libro Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (2007), los nuevos monstruos son los modelos aspiracionales que caminan entre nosotros y no son repudiados como los excéntricos de antaño.

El miedo podría ser un movilizador social si descubrimos al monstruo que habita entre nosotros, ya sea como sistema económico o en la conducta de los amos del mundo. Un elemento importante de esta apreciación es, justamente, el conocimiento de lo que está pasando, para así limitar la manipulación que inunda los medios sembrando señuelos para la ira o el miedo. En el libro Colapsología (2020) los investigadores Pablo Servigne y Raphaël Stevens refieren el miedo que encuentran, al inicio, en los asistentes a sus conferencias sobre la crisis climática y el previsible fin de la era industrial. La amenaza es, simplemente, un monstruo que puede desactivar cualquier iniciativa y llevarnos a diferentes tipos de aceptación de lo irremediable, o incluso al nihilismo. Pero los autores también explican que el sólo hecho de conocer por qué ocurre el desastre, y entender a cabalidad la cara del monstruo que nos ha estado acechando desde hace tiempo, es liberador. En tiempos en los que las utopías parecen sólo buenas intenciones, descorrer el velo de lo que nos atemoriza y palparlo puede ser una victoria nada despreciable.

 

 

-Fuente: LA TEMPESTAD

https://www.latempestad.mx/tornavoz-por-una-reivindicacion-de-lo-monstruoso/

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

 (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

 “Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ESTACIÓN DE LOS ADIOSES*

 

 “La muerte hace ángeles de todos nosotros y nos da alas donde teníamos hombros, suaves como garras de cuervo”

JIM MORRISON

 

 

ESTACIÓN DEL LLAMADO

 

Fijamos un término a la angustia. Un vallado. Una empalizada.

Acaso se te olvidó la víspera. Medio cirio apagado y él me llama.

Voy a partir amado mío. Mi vértice secreto. Huir.

Desertar, muy lejos del umbral de tus soleras.

 

 

ESTACIÓN DEL LABERINTO

 

Te he visto ciego. Laberinto. Río. Ventana que da al fuego.

Aquí ya nada será igual. Los pulsos. Los latidos.

Medio cuerpo en sus parpados. La noche entre sus brazos.

Mientras miro partir la golondrina, tú, ríes con tus muertos.

 

 

ESTACIÓN DE LAS HUELLAS

 

Se, siento, has moldeado el surco de tu pie.

Yo, aun no borro los surcos de mi frente.

-Las huellas de la piedad son tan tenues. Tan frágiles-

Hacen llorar los ojos de los gatos. Sangre abierta. Año bisiesto.

 

 

ESTACIÓN DE LAS MUERTES

 

Haz un gesto, uno solo, dijiste. Lengua de brizna y paja.

Mi barro tomó el contorno de tu pecho.

Haz un gesto, uno solo, dije. Tristísimo temblor en tus vertientes.

Dios me apuñaló mirándome los ojos.

 

Mi atardecido amor. Mi silicio. Seis horas tiene la luna roja.

“Mis hombros, suaves como alas de cuervos.”

Como será el crecer de mis cabellos, allá, entre las algas.

 

*De Amelia Arellano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL GIGANTE*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida (quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y, además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez, repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así– como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros. Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos, con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.

Con el tiempo descubrimos que hay algunos más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas. Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.

Uno de los misterios que más nos intrigan es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo, un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo. Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir. Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas: el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra memoria.

A veces sentimos que formamos parte de algo más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo. Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación: nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino. Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará. Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados, huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante, nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo. Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.

 

 

-El Gigante, incluido en “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

 

 

 

 


 

 

 

 

Persistencia*

  

A veces nos sucede que escuchamos una voz familiar

aquella misma voz, parecida e imposible. O la risa,

la misma risa archivada que en su tiempo creímos

o se nos antojó única e irrepetible. O vemos pasar

una sombra fugitiva entre la gente, con esa misma

gracia personal y esa manera tan inconfundible

de moverse. No, no es la voz ni la risa ni la forma

amadas y perdidas. Estamos solos y sin testigos

que puedan haber sentido lo mismo y den fe.

Encima no sabemos si eso es un resto de vida

que aún nos habita o un anticipo de la muerte

apurada que nos va borrando de a pedazos.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El parque abstracto*

 

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

En la intersección de las calles Julio y Levrero hay un pasaje. Una abertura diminuta, casi inapreciable para quien no esté lo bastante atento. Su existencia, en apariencia, carece de lógica, por cuanto en su interior no hay locales ni ventanas ni puertas. Diríase que es apenas un error de construcción, ya que no cumple función alguna.

Esta última afirmación no es del todo correcta. Algunos días, al final del pasaje se abre en toda su magnitud el parque abstracto. Aunque la mayoría de las veces, cuando uno se interna en él, descubre que el pasaje queda bruscamente cortado tras un recodo. Un muro impenetrable bloquea el paso.

He tratado de racionalizar este fenómeno. De averiguar qué días o en qué circunstancias el parque es accesible, pero no he conseguido sino malgastar mi tiempo y emplear mis energías en algo insignificante. Lo verdaderamente importante (ahora lo sé) es la existencia del parque, no los pormenores del acceso.

El parque está rodeado por una serie de edificios unidos entre sí. Su altura es uno de los muchos misterios que encierra este lugar. Sin embargo, en el interior del parque siempre luce el sol y solo pueden apreciarse las sombras de los árboles, arbustos y demás objetos que hay en él. Como si los edificios, en realidad, no existieran.

En su interior hay una iglesia, aunque jamás he visto abiertas sus puertas ni escuchado el sonido de una misa. También he podido ver un colegio, pero no parece que se impartan clases en él. Asimismo, hay una biblioteca, que siempre está cerrada. Los bajos de los edificios están ocupados por diferentes comercios: Tiendas de comestibles, papelerías, bares, un gimnasio, peluquerías, un centro veterinario, un supermercado… Y una comisaría de policía, aunque la forma de entrar en ella también es un misterio, ya que no existe puerta alguna en su exterior.

Por supuesto, siempre hay gente paseando por el parque. Y perros. Multitud de perros. Perros de todas razas y tamaños. De hecho, cada persona que he visto en mis múltiples incursiones en el sitio, va acompañada de uno o varios canes. Al principio no me fijé en ese detalle, pero después de un tiempo fui percatándome de que nadie va o viene sin su mascota. Excepto yo. Tal vez sea ese el motivo de que los habitantes de este lugar me miren con cierta desconfianza. Temo que algún día alguien me pregunte por mi presencia allí y yo no sepa responder.

La forma del parque es variable (suena a locura, lo sé, pero no puedo explicarlo de otro modo). No siempre las cosas están en el mismo lugar. La disposición de los árboles y zonas de recreo infantiles se transforma de un día para otro. Los senderos también cambian de forma y de dirección, incluso de sustancia: El que ayer era de cemento, hoy es de tierra, y viceversa. Alguien más pusilánime que yo habría renunciado hace tiempo a estas incursiones, pero no siento ningún temor a tales mutaciones. La vida, dijo alguien, es evolución; es decir: un constante cambio.

La frondosidad de sus arbustos y rosales contrasta con la ausencia de pájaros. Esta anomalía despertó mi curiosidad y durante unos días me dediqué a comprobar, disimuladamente, que esas plantas fuesen reales. Lo son. Su tacto, su fragancia, la fragilidad de los pétalos… no cabe suponer un artificio. Solo queda anotarlo en la interminable lista de sucesos inexplicables.

Las gentes de este lugar tienen un rasgo común: Todas pertenecen, a juzgar por su vestimenta, a eso que llamamos clase acomodada. El aspecto elegante de los edificios también confirma esa hipótesis. Aunque al acercarme yo suelen guardar silencio mientras me miran expectantes, algunas veces puedo escuchar fragmentos de conversaciones: Hablan de viajes, automóviles, ciudades o países lejanos, montañas o mares; pero lo hacen con un deje de nostalgia, como si (pero esto es solo una impresión mía) todo eso apenas fuese posible en su imaginación o en esas conversaciones que el parque absorbe. ¿Cómo será la vida de estas personas?, me pregunto. En otras ocasiones, cómo no, el diálogo versa acerca de sus mascotas, tema en el que parecen expertos y que se diría inagotable.

 Uno puede caminar durante horas por el parque sin pasar por los mismos lugares (o sin reconocerlos). La inquietud nace al pensar en la salida. Al buscarla y verificar que no existe. La primera vez, lo confieso, me atemorizó esa idea. El tiempo pasaba y no conseguía saber dónde estaba ni a qué lugar iría a parar si, finalmente, encontraba la forma de salir. Caminé al costado de los edificios, buscando entre ellos una rendija que condujese al exterior; examiné con cuidado cada portal, cada rincón, pero no conseguí hallar nada. Las puertas de acceso a los edificios estaban sólidamente cerradas y no pude averiguar si existían puertas que dieran al otro lado (si es que había otro lado). Cuando ya me asaltaba el terror, de pronto me vi entre las calles de un barrio lejano. El parque había desaparecido.

Otro, quizá, hubiese pensado que todo fue un delirio. Hubiese procurado olvidar el asunto y no se hubiese aventurado nunca más en tal sitio. Pero ya me conocéis: me atrae lo mágico, lo incognoscible, lo que no soy capaz de comprender. Así que, como era previsible, volví. No una, sino muchas veces. De hecho, a estas alturas me siento una parte más del paisaje inescrutable del parque. He aprendido a no esperar nada, a disfrutar simplemente del paisaje, del silencio apenas quebrantado por algún ladrido o el eco de conversaciones en voz queda. A caminar por sus veredas hasta que, sin previo aviso, me hallo en cualquier otra parte de la ciudad sin tener la menor idea de cómo he llegado allí. En algún momento, he llegado a temer que, en lugar de a un barrio cualquiera de mi ciudad, el parque me transporte a otra ciudad, a otro país. ¿Cómo iba a volver, entonces? A pesar de ello, no cejo en mi empeño de internarme en él siempre que me es posible.

A veces, me atormento pensando en mis motivos. ¿Acaso ansío formar parte de este mundo que, a pesar de todas las aparentes pruebas de lo contrario, presiento limitado? ¿Dejar transcurrir los días en esta frondosidad no del todo real, en esta cárcel infinita? ¿Pienso, por el contrario, que este deambular indefinido se parece de algún modo a la libertad? ¿Deseo, inconfesablemente, que una de estas veces el parque me conduzca, en efecto, a un país lejano del que no me sea posible regresar? ¿O me fascina la idea de quedarme atrapado para siempre en un mundo cuyas reglas no comprendo y que, en cierto modo, parece rechazarme?

Sea como fuere, lo cierto es que, todas las mañanas, después de desayunar, salgo a caminar y mis pasos me conducen, inexorablemente, a esa esquina y ese pasaje. No siempre es accesible, ya lo dije. En tales casos, me dejo llevar por las calles del barrio, sintiendo una especie de nostalgia. Cuando el pasaje está abierto, penetro en el parque abstracto y camino aspirando profundamente el aire respirable y mirando el verdor inmaculado del césped y pensando que quizá eso sea todo: La sensación que, durante ese tiempo variable, me envuelve y me transporta. Pero yo sé que hay algo más: La convicción de que el parque es un abismo, de que mi destino es caer, de que algún día, en alguna revuelta del camino, envuelto en el aroma indefinible del parque, encontraré el sentido de esa caída que sospecho interminable.

 

-Publicado en Revista Letralia.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

"En el centro del bosque hay un claro inesperado que sólo puede ser descubierto por aquel que se ha perdido."

 

*Tomas Tranströmer

 

 

 

 

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EL TERCER HOMBRE*

 

Pensé que en la estación anterior quizás habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y me limité a recorrer el tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese a algún lugar preciso y no estuviese buscando algo ignoto.

Cuando encontré la carga de bicicletas, todas colgando en la penumbra de ganchos del techo, casi doy media vuelta y me resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a cruzar ese espacio oscuro para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad mayor: el vagón de cineclub donde, como la vez anterior, ya estaba la película en plena proyección.

En esta oportunidad de inmediato reconocí el film. Era "El tercer hombre".

Llegué antes, pero no pasó mucho tiempo para que Orson Welles llevase al protagonista hasta el parque de diversiones. Era de noche allí, y tal circunstancia casaba perfectamente con la negrura espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas se adivinaban cinco o seis figuras silentes.

El parque de diversiones de la pantalla tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury; como si algo maligno se asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la niñez. Esa cosa de la inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad que la desnuda. Y Welles, ominoso y encantador, hizo entrar a su acompañante a la cabina de una gigantesca vuelta al mundo.

Mientras la enorme rueda giraba en la pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí también, transformándose el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la cima.

Desde allí Welles le mostró -nos mostró- la gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo con terrible certeza que si uno de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no sería significativa. Expuso con simpleza la visión desde la cima del poder, las gentes comunes meras hormigas, acaso números ínfimos, partículas elementales.  Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?

De la primera fila me llegaba el olor del whisky, y el hombre corpulento que había estado bebiendo comenzó a roncar con fuerza.

Cuando me retiré en la oscuridad pensé que le habrá gustado ver una película de su tío, Sir Carol Reed.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

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