martes, febrero 13, 2007

UN DESAMPARO ORGANIZADO

Un desamparo organizado...





Félix, en la ciudad oscura*
09/02/07

(APE).- La nota, publicada en El Territorio, dice que Félix tiene 12 años. Que lleva más de la mitad de su corta vida en las calles. Que de día hacía malabares, semaforeando en una esquina de Oberá, ciudad que alguna vez supo ser orgullo industrial en Misiones y que hoy se mira desde la ruta 14 como un "desierto verde", con esos montes de pino foráneo que fueron diezmando la selva paranaense, y que le quitan hectáreas al hombre.

De noche, Félix dormía junto a otros chicos en el techo del anfiteatro Municipal de la plaza San Martín, de donde cayó de cabeza cuando se levantó para orinar. Un transeúnte dio aviso a la policía, que tardó en llegar. Un automovilista lo trasladó en su vehículo al hospital Samic. Hoy, se debate entre la vida y la muerte en el Hospital de Pediatría de la ciudad de Posadas, a donde lo derivaron con triple fractura de cráneo y pérdida de masa encefálica.
De nada sirve una historia hipotética: qué hubiera pasado si Félix no se hubiera resbalado y caído... si no hubiera vivido en las calles y dormido en los techos... si los niños fueran una responsabilidad compartida y no apenas sombras, para ojos que no ven. De nada sirve.
La Policía no llegó a tiempo, para asistir a Félix. El municipio de Oberá no llega a tiempo para contener y proteger a chicos como Félix, que siguen durmiendo en el techo del anfiteatro municipal.

Oscuras paradojas: Oberá significa "la que brilla". Y “Félix” quiere decir “el que tiene dicha”.

No hay dicha para estos niños desangelados. No brilla ninguna ciudad, para ellos.

Fuente de datos: Diario El Territorio - Misiones 31-01-07

http://www.pelotadetrapo.org.ar/





A sus plantas rendido un país*



*Por Osvaldo Soriano

El derechazo de Alí. El inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a sus pies. Siete millones de negros musulmanes que enmudecen. O estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea bastaron a Muhammad Alí para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos
-que alguna vez llevó el nombre del propietario de su abuelo, Cassius Marcellus Clay- brindaba al mundo una de las más grandes lecciones de fe, de dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.
Final del 8° round: Foreman en la lona y Alí en la gloria.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones
Los medios de comunicación se apresuraron a difundir una imagen ligera, inocente, del triunfo de Alí. Como lo hicieron siempre que les tocó hablar de ese hombre rebelde que reúne -juntas- dos condiciones intolerables en los Estados Unidos: es negro y habla demasiado.
Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo sacó de sus casillas ayudado por el público negro que gritaba "matalo, Alí" como si ésa fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman, invicto hasta entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en unos instantes hasta quedar a merced de quien siempre fue el verdadero dueño de la corona mundial.
Es posible que el formidable peso de la historia haya fulminado a Foreman.
Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de color reclamar la corona robada por los norteamericanos hace siete años, no pudo sino entregarla.
Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí se sentó en las cuerdas, al acecho, y antes de derribarlo lo rezongó, se burló de él y hasta lo hizo embestir las sogas, ciego de furia e impotencia.
La chance de George Foreman se basaba, ante todo, en la presunta decadencia física de Alí. Muy pocos contaron, en cambio, con que la inteligencia del líder musulmán se había robustecido con el tiempo. Los apostadores que pensaban llenar sus bolsillos con el definitivo ocaso de Muhammad no
quisieron ver la potencia que el odio había acumulado en sus músculos. El odio de una raza vejada durante cuatrocientos años en el Nuevo Mundo.
Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que 5 millones de dólares. Para Alí era el fin de un largo camino de humillaciones: la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse
soberano como hombre negro. De mostrar que no hay milagros sino realidades.
El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros, el de los objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a pelear en Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual, solitaria. Muchos hombros negros apuntalaron su fe y alimentaron su obsesiva ambición de ser el campeón para
demostrar que la ley blanca era impotente ante la furia de uno de sus esclavos.
"Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre nosotros: es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación", ha escrito Norman Mailer. Parece
exagerado. Sin embargo, el éxito de la cruzada emprendida por Alí hace siete años -que casi todos los expertos calificaron de utopía- parece dar la razón a Mailer.
La historia de Cassius Clay es común a casi todos los boxeadores negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Alí está llena de grandeza y miseria.
El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston -un rey de los bajos fondos- en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la persecución: el 25 de mayo de 1965, la comisión de boxeo le quitó el título por primera vez, acusándolo de haber combatido ante Liston sin la debida autorización. Para
reconquistarlo tuvo que esperar hasta el 6 de febrero de 1967 y vencer a Ernie Terrel, un blanco mediocre que había sido designado titular de la categoría.
La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El 28 de abril, las autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo despojaron nuevamente del título mundial por negarse a ingresar al ejército norteamericano que iba a destinarlo a Vietnam.
"Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en un año es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto, ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?", dijo entonces. Se declaraba
objetor de conciencia, se confesaba integrante de los Black Muslims; eso bastaba para que los medios de comunicación elaboraran una imagen de monigote, de payaso, más digestiva para el público.
El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el Tribunal Federal del Distrito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a ingresar al ejército y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de 10 mil dólares.
A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo. Pero no dejó de hablar: "Los negros estamos presos hace cuatrocientos años -dijo-. Por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy".
Había ganado 4 millones de dólares, aunque el fisco embolsó el 80 por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en Louisville -donde había nacido- y otra para él en Chicago por 100 mil dólares; el divorcio con su primera mujer le costó 50 mil dólares más una renta mensual de 1200 durante diez años. Los honorarios de sus abogados ascendieron en poco tiempo a 50 mil dólares. La persecución amenazaba con llevarlo a la bancarrota. Sin embargo, sus honorarios como socio de una cadena de puestos de salchichas en los barrios negros le permitieron salir adelante. Su figura -su inteligencia quizá- le abrió las puertas de las universidades donde dictó conferencias por las que cobraba mil dólares.
Los periódicos underground comenzaron a publicar sus respuestas. "¿Odia a los blancos?", le preguntaron una vez. "No odio a nadie -contestó-, soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este deporte. Soy demasiado bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la que han decidido librarse de
mí."
Había otros motivos, más contundentes, para que los zares del boxeo lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las épocas -según opinión de Joe Louis-, había sido un mal negocio. No había rivales para él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie pensaba seriamente en vencerlo.
El público lo sabía y comenzó a quedarse en sus casas. Alí peleaba solo.
Así, el más genial boxeador quedaba marginado por su propia grandeza.
Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón, irritaba al periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas canciones. Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente indefenso.
El 6 de mayo de 1968, el 5º Tribunal de Apelaciones confirmó la culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la condena se había basado en la exposición de cinco conversaciones telefónicas sostenidas por Alí e interceptadas por el FBI. El gobierno admitió haber tomado las charlas que, dijeron los fiscales, "afectaban la seguridad nacional". Los tribunales dieron marcha atrás y el ex campeón tuvo su respiro.
Entretanto, su cintura perdía la armoniosa línea que le había permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios estados norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para combatir, ningún político se animó a ver de cerca a ese negro contestón. Quiso pelear en el
extranjero, pero le impidieron salir del país. El 6 de julio de 1970, el Tribunal de Apelaciones anunció que las charlas telefónicas no habían influido para condenarlo. Dos días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur, le prohibieron hacer una exhibición. El 2 de septiembre, por fin, subió a un ring en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios sparrings. Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de Nueva York, decidió que la prohibición para actuar en su estado era "arbitraria e irracional", y ordenó que le restituyeran los derechos. Otro tanto ocurrió en Atlanta, donde se concertó su pelea contra Jerry Quarry para el 26 de octubre. Muhammad Alí venció con facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su segunda pelea volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así ganó el derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.
El combate -que Frazier ganó por puntos- pareció enterrar definitivamente a Muhammad Alí. Sin embargo, su ánimo no decayó. Para él, la derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como prueba su fortaleza al final del combate, mientras el vencedor debió ser internado en un hospital a causa de la paliza recibida.
El verdadero drama de Alí era moral. Elijah Muhammad, el máximo jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de la congregación por negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su maestro, pero respetuosamente acató la decisión. No obstante, jamás renegó de los Muslims: estaba seguro
de que si recuperaba la corona, ellos serían los beneficiados. La Nación del Islam -así la denominan ellos- plantea el apartheid económico y racial del pueblo negro por medios pacíficos.
En noviembre de 1971, Muhammad Alí vino a Buenos Aires para realizar una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su habitual show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este artículo lo entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa y política.
"Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no tenemos munición ni armamento adecuados y, sin embargo, nuestra revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo hacia un tren: sólo quedarían su carne y su sangre sobre las vías." Esta era su posición frente a la violencia de los Black Panters, aunque agregaba: "No condeno a
ningún hombre por defender aquello que cree está bien, especialmente si está dispuesto a dar la vida por ello. Muchos revolucionarios negros han dado ya su vida".
Quienes conocían a fondo las ideas de Alí ansiaban verlo en las tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del ring. Es que pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin embargo, en los tres años siguientes, este negro empecinado fue hacia una y otra costa del país
para derribar a boxeadores de categoría menor en busca de una nueva oportunidad. Hasta tuvo que sufrir la fractura de su mandíbula frente al mediocre Ken Norton. Ya no brillaba como antes: había perdido su estilo felino, sus movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la experiencia, la astucia; medía cada uno de sus pasos para no derrochar energías.
Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman -un invicto temible por su pegada- se erigió en el nuevo coloso, los expertos opinaron que nadie podía dar un dólar por la chance de Alí. Sin embargo, Frazier cayó a sus pies, Norton tuvo que verlo levantar los brazos y los empresarios comenzaron
a planear el gran combate.
Alí insistió para que se realizara en el Africa. Lo que parecía una mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido magnífico el día de la victoria: el 30 de octubre, en Kinshasa, ningún negro dejó de levantar a Alí como un estandarte de libertad.
Curiosamente, las agencias noticiosas insistieron en la versión de un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez dijo: "Un día levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga, como yo, que es el más hermoso y el más fuerte".
Al terminar el combate, gritó: "Fue Alá quien dio los golpes, era él y no yo quien estaba sobre el ring". Era toda una raza la que esa noche estaba allí.
Con Foreman cayó el último Tío Tom del boxeo estadounidense. Es posible que Joe Louis haya visto vengada su miseria, Sonny Liston su muerte degradada.
Aún no es posible saber si Alí abandonará el boxeo o buscará ganar dólares en una revancha. Poco importa ahora qué hará.
El deporte permitió que la raza negra erigiera a dos de los suyos como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do Nascimento (Pelé) y Muhammad Alí. El brasileño renegó de su negritud, sirvió a la dictadura implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños negros que tomaran Pepsi-Cola y
fueran buenos con los blancos. Alí se negó a juzgarlo: "Es mi hermano de raza", dijo. Pelé, en cambio, despreció siempre al boxeador. "Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del siglo XX (con
revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo parecido a ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola pieza", ha dicho Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor que Alí. De allí su afán casi salvaje por coronarse nuevamente.
Hemos tenido el raro privilegio de asistir al momento cumbre de la historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del combate, millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por decreto.



*Fuente: Página/12 RADAR
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/3574-560-2007-01-28.html





El cocodrilo*


*Felisberto Hernández


En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-¡Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.



*FUENTE: CIUDAD SEVA
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/hndz/cocodri.htm






Domingo 11 de febrero de 2007

Felisberto Hernández y la espía soviética*

El escritor uruguayo estuvo casado con Africa Las Heras, una agente de espionaje de la URSS, que utilizó a su marido para vincularse con la sociedad uruguaya. El Ignoraba las actividades de su mujer, pero su obra abunda en pasajes sobre un secreto que sería denunciado

Quién hubiera podido imaginar, aquel 13 de diciembre de 1947, cuando Jules Supervielle presentó en el Pen Club de París a su descubrimiento literario, el cuentista uruguayo Felisberto Hernández, que una de las asistentes al acto no estaba allí por simple casualidad. La morena cetrina de ojazos negros que se acercó a Felisberto tenía el acento de Andalucía -después se supo que era oriunda de Ceuta- y un salero no menos andaluz cuya eficacia maravilló a todos : a Supervielle, a Roger Caillois, a Oliverio Girondo. En menos que canta un gallo, la emprendedora española abandonó la sala seguida por un Felisberto encandilado, al que ella pareció haber alzado limpiamente entre su índice y su pulgar.
La celeridad se imponía. Africa Las Heras, alias Patria, alias María de la Sierra, alias Ivonne, alias Maria Pavlovna, coronela del Ejército Rojo y miembro de los servicios secretos soviéticos, contaba con sólo cuatro meses para seducir a Felisberto. Una vez concluida su beca francesa, el escritor regresaría al Uruguay. Por eso mismo la NKVD, futura KGB, que funcionaba en la siniestra Lubianka moscovita donde Stalin orquestaba sus Purgas desde 1936, le ordenaba apurarse a conquistarlo: ese anticomunista notorio venía de perlas para usarlo de careta. Junto a Felisberto, la Mata Hari ceutí podría instalarse en Montevideo sin que sus actividades ocultas -la organización de una red de espionaje latinoamericana, justificada, en plena guerra fría, por la amenaza de un tercer conflicto mundial- despertaran
sospechas.
Africa, que se presentó ante Felisberto bajo el discreto nombre de María Luisa, era la sobrina rebelde del general Manuel de Las Heras, muerto mientras reprimía una sublevación republicana. Educada en Madrid en un colegio de monjas, en 1934 la encontramos luchando junto a los mineros de Asturias, salvajemente aplastados por el Ejército de Africa al mando del general Francisco Franco. Dos años más tarde, en Barcelona, la joven heroína afiliada a las Juventudes Comunistas de Cataluña patrulla la ciudad. Su extraordinario coraje despierta el interés de dos jefes soviéticos enviados a la Guerra Civil, el húngaro Ernö Gero y el ruso Alexei Orlov, que en 1937 serán los asesinos del dirigente trotzkista Andreu Nin. La encargada de introducir en el espionaje a Africa Las Heras es Caridad Mercader, que
encabeza un grupo de choque junto con su amante, el ucraniano Pavel Sudoplatov.
Tras entrenarse en un colegio exclusivo de Moscú, Africa recibió su primera misión: convertirse en la secretaria de León Trotzki para preparar su asesinato. En México, ella debería dibujar los planos de la Casa Azul donde Trotzki, su mujer y su nieto habían sido recibidos por Frida Khalo y Diego Ribera, y después los de la casa de la calle Viena, el nuevo domicilio elegido por don León por desavenencias con Ribera y excesivo entendimiento con su talentosa mujer.
Ya estaban listos los dibujos, cuando Alexei Orlov, el ex jefe de Africa, pasó por México, resuelto a pedir asilo político en los Estados Unidos. Su presencia desbarataba los planes: si el "traidor" se topaba con ella comprendería de inmediato para qué estaba allí. Africa volvió a Moscú, oculta en la bodega de un barco ruso, mientras Ramón Mercader, hijo de Caridad, perfeccionaba el fallido intento criminal de otro muralista, David Alfaro Siqueiros, que ultimó a Trotzki de un golpe en la cabeza. Durante la segunda guerra, Africa ganó su grado de coronel lanzándose en paracaídas sobre Vinnitsa, Ucrania, con su pesado equipo de radiocomunicaciones, para desconcertar a las tropas alemanas mandando falsos mensajes.

¿Por qué la elección de Montevideo como centro de operaciones? Porque nadie habría desconfiado de esa tranquila ciudad, y porque Montevideo, para los rusos, era una vieja conocida. Entre 1928 y 1943 había funcionado allí el Buró Sudamericano de la Internacional Sindical Roja. Conozco el tema: en 1928, cuando los emisarios soviéticos aún eran idealistas llenos de fe, mi padre, Carlos Dujovne, del que acabo de escribir la biografía, fue enviado desde Moscú a ese Buró montevideano para organizar una Conferencia Sindical Latinoamericana. El futuro patrón de Africa en España, Erno Gerö, que llegó
a Montevideo en 1933 y que, naturalmente, conoció a mi padre, pertenecía a la nueva camada de agentes secretos, la de los criminales de Stalin.
"María Luisa" y Felisberto se casaron en Montevideo y no fueron felices. El había visto en esa supuesta modista de alta costura una solución a sus endémicos problemas económicos. Ella, ya lo sabemos. Transcurridos dos años, Africa no necesitó prolongar la farsa. Para ese entonces ya estaba relacionada con la flor y nata del Uruguay. Su centro de radiocomunicaciones equipado con la famosa máquina decodificadora llamada Enigma transmitía en clave a lo largo y lo ancho del planeta. Sus numerosos amigos de Montevideo apreciaban su serenidad, su amor por los niños, sonreían enternecidos ante
su declarada ignorancia en materia política y la compadecían por soportar al gordo maniático en que Felisberto se había convertido. Ahora podía divorciarse y volverse a casar. Unica diferencia: su segundo marido, el simpático italiano Valentino Marchetti, también era un espía. Inquietante semejanza: Felisberto murió de una leucemia en 1964 sin saber quién había sido la señora de Hernández, y Marchetti lo hizo el mismo año, de muerte nunca esclarecida.
Africa permaneció en Montevideo hasta 1967, cuando fue llamada a Moscú a trabajar como instructora de espías. Contrariamente a tantos de sus jefes y compañeros, fusilados como Beria o encarcelados como Pavel Sudoplatov, ella sobrevivió a todo. Se dio el lujo de morir en 1988, antes de la caída del
Muro de Berlín, condecorada dos veces con la Estrella Roja, una con la orden de la Guerra Patria de II grado, una con la medalla Guerrillero de la Guerra Patria de I grado y dos con la medalla Por la Valentía. Un bajorrelieve de mármol que representa su plácido rostro está adosado a su monumento, en el cementerio moscovita de Jovánskoye.

La historia ya resultaría lo bastante estremecedora como metáfora extrema de la incomunicación entre dos seres humanos, emparejados o no. Pero el temblor se acrecienta si a ello se le agregan las características del escritor elegido -literalmente- como pavo de la boda. Características humanas:
hundido en el "pantano" de sí mismo, con un egoísmo infantil y una desesperada búsqueda de su yo, cada vez más desmigajado con el paso del tiempo, Felisberto no estaba en condiciones de observar a nadie con lo que acostumbramos llamar lucidez. Características literarias: Felisberto siempre escribió sobre falsos mensajes, encubrimientos... enigmas.

No vamos a extremar el respeto por la inteligencia de los servicios soviéticos, conjeturando que su elección de Felisberto se originó en esas comprobaciones. Pero lo cierto es que la obra de este escritor, basada en su vida, se parecía como dos gotas de agua a la representación comandada por la NKVD. Razón de más para que se nos acentúe la piel de gallina: si la futura KGB lo seleccionó sencillamente porque estaba a mano, y por su anticomunismo, sin advertir que se trataba de la persona indicada en más de un sentido, cabría imaginar a otro director teatral -destino, azar o como quiera llamárselo- que, por encima de todos, y hasta del espionaje, manejara los hilos.

¿Cuáles eran los temas de esa obra? A una búsqueda infantil, la del niño que les "levantaba la pollera" a los muebles (si no a la maestra), para espiar por debajo, se le unía la percepción de un "secreto" que acabaría por ser "denunciado". Un secreto oculto en las cosas más que en las personas (a menos que esas personas, en especial las mujeres, no fueran convertidas en cosas). "Objetos complicados en actos misteriosos". "Pruebas escondidas detrás de las sospechas como bultos detrás de un paño". "Descubrir o violar secretos". La palabra "violar", nada gratuita, proviene de un curioso erotismo visual y táctil, como si este hombre-niño que parecía frotarse como un gato contra las patas de los muebles -objeto de deseo cuya atracción dependía de la inmovilidad- hubiera gozado de una buena docena de ojos: dos
en la cara y diez en las yemas de los dedos.

Con el correr de los años, la obra de Felisberto se convierte en una detenida y por momentos sofocante observación de su personalidad disgregada, dividida en tres : un yo que se le escapa, un cuerpo sentido como ajeno y tildado de "sinvergüenza" y un "socio" que lo vigila, centinela o madre regañona representantes del "mundo"; acaso tres modos personales de identificar el terceto el Yo, el Ello y el Superyó.
Pero donde las pistas correspondientes al primer período se vuelven escalofriantes es en el cuento "Las Hortensias", que Felisberto escribe al conocer a María Luisa y que le dedica como regalo de casamiento: "A María Luisa, el día en que dejó de ser mi novia".

Aunque en otros de sus relatos Felisberto ahondó en el tema de la "puesta en escena", nunca como en éste. La historia es la siguiente: un hombre llamado Horacio vive con su mujer, María Hortensia, a la que llama solamente María para distinguirla de Hortensia, la muñeca de tamaño natural tan parecida a
ella que le ha ofrecido (aclaremos, para mayor turbación, que la madre de Felisberto se llamaba Juana Hortensia). El valet de la casa es un ruso blanco que responde al nombre de Alex. La manía de Horacio consiste en coleccionar muñecas "un poco más altas que las mujeres normales" para hacerles representar escenas. Un equipo de artistas le escribe las leyendas y se ocupa de la música, la escenografía y el vestuario.
Horacio halla "presagios" en las muñecas. Se acerca a una de ellas y le parece estar "violando algo tan serio como la muerte". "Otra (muñeca) a quien él miraba con admiración, tenía una cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento". Las muñecas "parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados".
Al cabo de un tiempo la manía de Horacio se vuelve perversión. Después de hacer rellenar a Hortensia con agua caliente para sentir su tibieza cuando duerme con ella, ordena que se le practique una "operación" para transformarla en criatura erótica. Su mujer lo descubre, apuñala a Hortensia
y abandona el hogar dejándole una carta: "Me has asqueado la vida". Pero al marido ya no le importa: ahora se ha enamorado de una muñeca rubia, también operada.
"Después de dormir con ella le puso un vestido de fiesta y la sentó a la mesa.

"Comió con ella en frente; y al final de la cena [...] preguntó a Alex:

"-¿Qué opinas de ésta?

"-Muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.

"-Eso me encanta, Alex".

Es de imaginar la cara que le habrá puesto Africa Las Heras a Felisberto Hernández al leer un cuento, dedicado a ella, donde el autor emplea la palabra justa: "espía". Acaso haya percibido similitudes extrañas entre la escena escrita y la otra, ésa que la NKVD la obligaba a representar. A estas
alturas, la española captada por los soviéticos ya se habrá hecho una idea del genio escénico de sus superiores jerárquicos, capaces de teatralizar los procesos más crueles con absoluto desprecio por la autenticidad de las presuntas pruebas. La NKVD, y la futura KGB, manejaban a amigos y enemigos
como Horacio a sus muñecas. ¿Qué eran Felisberto y ella misma en sus manos, sino un muñeco-actor ignorante de serlo, y una muñeca-actriz desprovista de individualidad, de voluntad personal, de vida propia?

¿Felisberto supo quién era ella? Los programas radiales de un anticomunismo virulento en los que participó después de su divorcio han conducido a algunos investigadores uruguayos (entre quienes corresponde mencionar al primero, Fernando Barreiro, que descubrió la historia y la hizo pública en
1998 y del que tengo la mayor parte de estos datos) a deducir que acaso el embaucado esposo haya terminado por enterarse. Nada es menos seguro.
Felisberto, ya divorciado, no dudó en ayudar a su ex esposa a convertirse en ciudadana uruguaya. Considerando su odio al comunismo, aumentado por el que habría sentido si hubiera descubierto su triste papel de marioneta, de haberse maliciado el engaño no habría contribuido a perpetuarlo. La historia
resulta aún más impresionante en la medida en que nos conduce a interrogarnos sobre los alcances de la palabra saber .

Mi hipótesis es que Felisberto, en "Las Hortensias", descubrió lo esencial de la trama en la que estaba envuelto, por no decir enrollado, sin entender de qué trama se trataba pero palpándola con su docena de ojos habituados a la penumbra. No a través del cerebro, sin duda, sino de algún otro órgano de
percepción no identificado: un riñón sutil, un páncreas perspicaz. Ojos iluminados por un don premonitorio que también lo condujeron a describir en ese cuento el color de su muerte: cuando Horacio evoca espantado la sangre ennegrecida que oscurece una cara de cera, parecería presagiar el cuerpo de
Felisberto, monstruosamente amoratado por la leucemia en el momento de morir.

Para completar la extrañeza, las cenizas de Felisberto Hernández se han perdido. El no tiene ni un noble monumento como Africa Las Heras, ni una tumbita cualquiera. De modo que no hay dónde colocarle el epitafio que he imaginado para él: "Murió sin saber nada y sabiéndolo todo". Pero no nos preocupemos por eso. ¿Existe alguien a quien ese epitafio no le quede como cortado a medida? La frase puede ser colocada indistintamente sobre todas las tumbas, incluyendo la de Africa, de la que yo sospecho que murió sabiéndose victimaria y sin saberse víctima.


Por Alicia Dujovne Ortiz
Para LA NACION -- Buenos Aires, 2007

Una bibliografía novelada
La vida de Africa Las Heras es muy rica en episodios que parecen extraídos de un libro de ficción. Era inevitable que alguien aprovechara esas peripecias para escribir una crónica novelada de las aventuras de esta mujer que, en cierto momento, tuvo como misión asesinar a Trotsky. El escritor y periodista oriental Raúl Vallarino fue quien aceptó el reto de contar todos esos hechos y ahora acaba de presentar en Punta del Este, Nombre clave: Patria. Un espía del KGB en Uruguay (Sudamericana), fruto de una larga investigación.


*FUENTE: LA NACIÓN
Link permanente: http://www.lanacion.com.ar/882319




Correo:

*
Querido amigo:


Unos breves y rápidos apuntes en torno a dos temas tratados en el último boletín recibido.
Sobre tu artículo en referencia a eso que han dado en llamar Gran Hermano (para escarnio y vergüenza de Orwell) coincido plenamente contigo y con el actor al que haces referencia: Cuán vacío ha de sentirse uno para obtener la menor satisfacción en ver ese programa. El dato del rating sólo confirma la multiplicación del horror. Quizá después de todo no estamos tan lejos del Mundo Feliz que otro gran visionario (Aldous Huxley) concibió en medio de su delirio.
El artículo sobre la muerte de la hermana de la princesa: En efecto, creo que esta vez se ha llegado demasiado lejos. No obstante, es un cuchillo de dos filos: Los medios (Sobre todo los de tipo buitre, que se lanzan sin pudor sobre las miserias y el dolor humano) han repetido hasta la náusea las imágenes que todos sabemos. Y los espectadores no hemos pulsado la tecla que pare esa locura. Todo aquello que tiene audiencia, prospera. En nuestra mano está que los buitres se conviertan en su propia carroña. Es un gesto simple: Apagar. La vida está llena de otras muchas cosas que no viven encerradas en una caja de colores. Lo que une esta mínima anotación con la anterior es un detalle, un escenario: la televisión, que en la mayoría de los hogares de mi país está encendida constantemente aunque a nadie le interese lo que ponen. Es necesario que sea así. De lo contrario, corremos el riesgo de escuchar el silencio, el terrorífico silencio que proviene de adentro.

Un abrazo.

*Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es
http://al-andar.blogspot.com
http://www.aragonesasi.com/sergio



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