miércoles, agosto 15, 2007

ESTACIÓN SALTO


INVENTREN
Viaje por vías y estaciones abandonadas de Argentina.
Para viajar gratuitamente enviar un mail en blanco a inventren-subscribe@gruposyahoo.com.ar




Rieles de niebla*


Al borde del desierto
hay un margen de azules hierbas
por donde circulan trenes inalcanzables.
Sin inmutarse
pasan frente a mis sueños.
Rieles de niebla. Destinos ajenos.
La boca del viento
sopla colores de insomnio
sobre mis hojas en blanco.
Un viaje al pasado
deletrea
el deseo
de migrar.


*De Gabriela Delgado agualunagd@yahoo.com.ar
-Del libro "Pasajeros del penúltimo tren"









Estación SALTO.



*

La ve pasar todas las tardes, en compañía de sus estridentes amigas. Todas visten el mismo uniforme, de un colegio privado de la zona: camisa blanca, pollera tableada escocesa, corbata al mismo tono que la falda, medias azules y mocasines negros. No tiene más de 16 años, aunque si la viera maquillada,
bien podría darle 25. El cabello, rubio y lacio, lo lleva atado en una prolija cola de caballo. Sus facciones son tan virginales, y a la vez, se le antojan tan deseables. Labios carnosos, pómulos altos de mejillas rosadas, ojos claros y profundos. Su alta y delgada silueta se contornea con gracia,
y hasta con cierta provocación, cada vez que elude los caños del guardaganado que obstaculizan el libre paso de las bicicletas, en la escalerita de cemento que pasa junto a la entrada de la garita. Sus caderas
oscilan hacia un lado y el otro, y sus pechos llevan un exquisito vaivén que
lo hace estremecer.
Hace dos años que Julián trabaja como guardabarrera en este paso a nivel -elevado sobre el terraplén, en ángulo de 35º respecto de la calle-, cercano a la estación ferroviaria de Salto. Si bien el tránsito de vehículos no se caracteriza por su masividad, menos aún lo es el de las formaciones que circulan rumbo a Rosario o Estación Buenos Aires. Su trabajo es más bien tedioso, pero es lo único decente que pudo encontrar al llegar al pueblo, sin referencia alguna desde Santiago del Estero. Al menos, le representa una entrada fija por mes. Y eso no es poco.
Con el tiempo ha descubierto que la tarea es bastante monocorde: agitar la bandera -verde o roja-, hacer sonar el silbato ante el paso de cualquier formación, bajar o subir la manivela de la barrera a rayas, atender con precisión a todas las señales y semáforos que se enciendan sobre las vías. Y por supuesto, prestar mucha atención a los peatones que cruzan de un lado al otro, al pasar junto a él.
Entre los objetivos a contemplar se destacan, obviamente, las mujeres. Y entre todas ellas, estima en mayor grado a las adolescentes; en especial, las que ostentan uniformes escolares. Ignoraba cuál era el motivo por el que le llamara la atención semejante detalle. No abundaban en su pueblo de
Santiago los colegios privados, pero creía recordar que alguien le había hecho notar el atractivo que generaban las borregas así vestidas en la mayoría de los hombres. Pero por sobre todo, evocaba el impacto que le había causado aquella vez, en un "cabarute" del centro al que había ido con Pancho
Suárez -coterráneo suyo-, un portentoso strip-tease que hiciera una morocha muy tetona, quitándose un jumper escolar de manera tan sugerente, que él había estado a punto de acabar allí mismo, ensuciándose los pantalones recién planchados. No recordaba haberse excitado tanto desde que llegara a Salto. Y aquella imagen le ha quedado marcada a fuego desde entonces en la memoria.
Hasta que la vio avanzar por primera vez hacia la garita, una tarde de comienzos de septiembre, y su imaginación se desbordó sin freno.
Sus amigas la llaman Flor; por Florencia, quizás. Su voz es tan envolvente que su recuerdo lo trastorna por las noches, en la fría pieza de la pensión.
Evoca su risita, cómplice, provocadora, tan puta. Necesita llegar cuanto antes al inodoro, si no quiere ensuciar las sábanas. Y se promete, mientras se toquetea en la oscuridad, que la próxima vez que la vea le hablará, le dirá algo, tan sólo para escuchar que su cálida y sugestiva voz se dirige hacia él.
Pero no puede; sus reparos son más intensos que cualquier fantaseo erótico.
Continúa observándola pasar de lunes a viernes, todas las tardes, extasiándose de verla de frente cuando llega y de espaldas cuando se va.
Intuye que ella sabe que la miran, pero se desentiende. Juega con él a la distancia, sin mirarlo, especulando con esa natural indiferencia que la caracteriza, un misterio que lo excita cada día más.
Hasta que una tarde, a comienzos de diciembre, Flor llega sin sus amigas; habrá tenido que rendir algún examen sin sus compañeras de curso, quién sabe. Hace mucho calor. El sudor se le adhiere a la ropa, humedeciendo la camisa; marcando sus generosas carnosidades, la inconfundible silueta de sus
pezones debajo del corpiño, su tentación sin fin. Julián apenas se asoma fuera de la garita, conteniendo la respiración, paralizado ante semejante espectáculo. Flor se acerca despacio, con andar felino, demorándose en llegar, mirándolo a los ojos. Sus esbeltas piernas relucen sudorosas, con el ruedo de la pollera deliberadamente alzado, al estilo de una minifalda, para que sus encantos se vean más.
Al llegar a los caños de la escalerita se detiene, dándole la espalda al volverse hacia la vía, realizando un giro muy pausado, como si alguien la llamase desde la escalerita del otro lado. Se toma del caño con ambas manos y apoya el pubis contra él, mientras proyecta las nalgas hacia fuera y arquea levemente la espalda, oscilando el cuerpo a la manera de un inusual, obsceno frotamiento. Y aunque Julián no pueda creerlo, a escaso medio metro de donde se encuentra, Flor lo mira de reojo y suspira. Sí, la pendeja está gimiendo. Los labios entreabiertos, el sudor descendiendo a lo largo del cuello largo y delicado, las manos asidas firmemente sobre el caño.
A lo lejos, se deja oír el silbato del tren.
Julián no lo escucha. Flor lo ha cautivado con sus felinos movimientos. Sus nalgas se mueven no sólo adelante y atrás, sino también a los costados, incitando a la caricia. El sudor desciende a mares desde la frente de Julián, recorre su cuello, parece atragantársele en la laringe, empapa su camisa y abulta su pantalón. Tiembla de pies a cabeza, incapaz de seguir conteniéndose durante mucho tiempo más. Una de sus manos vacila y comienza a extenderse muy lentamente en dirección a la chica, cuya cadera rehúsa el
contacto, vigilándolo de reojo, sin dejar de gemir, ahora con un tono mucho más audible, casi exagerado.
Entonces Flor se vuelve hacia él, mirándolo de frente, soltándose del caño.
Julián queda petrificado, su mano a escasos treinta centímetros de las costillas de ella, conteniendo la respiración con un acceso de escalofrío.
Flor se muerde apenas el labio inferior, vacila, su pecho sube y baja inquietante al ritmo de una respiración agitada. El mundo parece detenerse.
No hay peatones en las escaleritas del paso a nivel elevado, tan solo ellos dos, suspendidos en el tiempo a causa de un misterioso hechizo.
Con gesto tembloroso, como si dudara en realizar el movimiento, Flor extiende su mano derecha y la desplaza hacia el pubis, hundiéndola suave en la pollera, con un acceso de gemido, entrecerrando los ojos. La punta de su lengua se relame el labio superior, mientras la mano restante asciende hacia
uno de sus pechos, rozándolo apenas. Julián siente la boca pastosa, el sudor adherido sobre su cuerpo, la incredulidad del momento. Y con un hilo de voz, inseguro por completo de sus actos, sugiere:
-¿..por qué.. no... entrás.. en.. la garita..?
Al escucharlo, Flor hunde aún más su mano derecha en el pubis, doblándose hacia delante, proyectando los pechos hacia él. Retuerce sus piernas entre sí a la manera de un espasmo, tanteando el caño con la mano restante para no perder el equilibrio. Y abre los ojos para mirarlo con fijeza, respirando por la boca, jadeando ostensiblemente. Julián no puede contenerse más. Un dolor le crece dentro del pantalón, obligándolo a inclinarse hacia delante.
Su mano sale disparada hacia el brazo de la chica, intentando aferrarla, capturarla, dominarla.
Flor emite un gritito de sorpresa al percatarse del gesto. De pronto, su acto lascivo pierde todo el encanto que había conseguido desarrollar frente a él. Aparta su brazo, decidida, mirando a Julián casi con asco, y salta fuera de su alcance, hacia las vías.
-¡Ni se te ocurra, asqueroso! -, alcanza a decir. Antes de que su cuerpo desaparezca de la vista de Julián, al tiempo que se oye, proveniente casi de otra época, desde otro universo, el agudo silbido
de un tren -el de la formación de las 16:08-, excesivamente cercano.
Julián alcanza a emerger de la garita, pero todo ocurre en apenas una décima de segundo. Llega a vislumbrar el sudoroso blanco de la camisa, el manchón azul del bolso que lleva colgado del hombro, un destello de cabello rubio al viento, y no mucho más. El violento rugido del calor de la locomotora,
disparado casi a quemarropa sobre su rostro, le absorbe toda referencia sensorial, transformando su entorno en algo tan ajeno como la reciente situación.
Y un acceso de vómito llega hacia su boca con el amargo alivio de una maldición, que cargará en su alma de por vida.



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar





Incertidumbre*


Espero en un viejo andén.
El viento promete regreso.
Se visten de tiempo y paciencia mis ojos.
Llueve cielo de tormenta
desde las ramas de un jacarandá.
Las rosas callan su perfume.
Entre bambalinas,
el destierro confabula con la herrumbre
de un rito funerario
que no pudo vencer al tiempo.


*De Gabriela Delgado agualunagd@yahoo.com.ar

-Del libro "Pasajeros del penúltimo tren"







PRIMER ÚLTIMO TREN. EL TREN*



El tren no se detiene jamás, por el fuera las cosas carecen de realidad. Sólo hay aquí el ritmo de los sacudones constantes que ya no se sienten, el ruido que forma un continuo, el olor de los vagones y la gente sentada eternamente, comiendo de envoltorios que terminan arrugados en los pasillos.
Yo camino buscando ese cine móvil, que se mueve porque el tren se mueve y se mueve porque sorprendentemente aparece a diferentes distancias de la locomotora, que, como el vagón de cola, son los hitos inmóviles que a la vez se desplazan.
Encuentro la puerta que comunica con la oscuridad. La película de ahora es japonesa. Ya ha comenzado, jamás logro ver los títulos de inicio, siempre los finales.
Hay gente en un enorme edificio rodeado por el otoño. Los jardines son memorables, tienen esa sutileza oriental en el dibujo de las ramas tenues sobre cielos blancos.
Las personas, lo adivino después, están muertas. Han llegado a un lugar de tránsito donde deben escoger un instante, el instante más feliz que hayan vivido, para pasar en él la eternidad. Tienen un tiempo para hacerlo.
Los vemos recordar, buscar, debatirse entre instantes afortunados. Hay quien fue un mujeriego desapegado, pero decide que la eternidad será un momento con su familia. Hay el joven desdichado que no puede recordar un solo momento de felicidad plena, pero descubre que puede pasar la eternidad en el recuerdo dichoso de otra persona, esa otra afortunada persona que fue feliz gracias a él. Y hay una ancianita.
Hay una ancianita, una viejita que no escucha lo que le dicen, que no responde, que en un momento hace callar a su instructor para poder oír el bello canto de un pájaro que llega por la ventana. Ancianita japonesa, minúscula viejita de manos de niña, levanta el dedito y señala la ventana, para que el joven calle y se dibuje en amarillo el trino que llega de afuera. Recoge piedritas en el jardín, y las coloca sobre el escritorio notando la belleza de esas simples piedras tan poco valiosas para la mirada del hombre que la estudia con aire preocupado.
Y el hombre estudia a la ancianita, a la minúscula viejita de rostro de muñeca cuarteada, hasta que descubre lo evidente. Dice que pensó que sería la más difícil, y es, en cambio, la más simple. Ella ya ha escogido en qué lugar pasar la eternidad. Lo ha escogido desde antes de morir. Como casi todos, se ha vuelto a la infancia, donde la absoluta y plena felicidad es posible.
Y dónde, me pregunto, adónde elegiría, yo, detener el tiempo para siempre. En qué lugar, me pregunto, pasaría yo la eternidad. Cuándo fue el momento de felicidad que desearía proyectar en el presente absoluto, futuro y pasado fundidos en un único instante continuo.
El tren se aleja, o se acerca. El tren sigue su marcha traqueteante por la llanura mientras pienso esto, sentada yo en una butaca de un vagón en penumbras.
Me sobresalta la carcajada de Oliver Reed, que ha muerto; la sonora carcajada de Oliver Reed que ha vuelto hacia atrás la cabeza, me mira con fijeza y súbitamente, bruscamente, brinda por mí bebiendo del pico de su eterna botella siempre llena.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






Deshabitada*


Imagino que la casa ya no será la misma.
Este verano los damascos sembrarán
el patio sin una mano que los cobije
y la parra, sin su poda de otoño,
entregará vides vacías.
Los cristales empañados de grises
ya no reflejan verdes en la cocina
El fogón aromado de pan recién hecho
sólo esparce cenizas.
En el desván, olvidada, una caja de fotos
se abraza a un pasado de rieles.
El espejo ha de haber perdido la sonrisa
frente a la sombra.
Una húmeda fatiga se niega
a ser exorcizada con sándalo.
La casa está vacía.
Dos manos y un vaso de vino
deshojan el eco de la risa.
La casa está sola.
Quien la habita eligió el destierro.
El reloj marca un tiempo sin pasos.




*De Gabriela Delgado agualunagd@yahoo.com.ar

-Del libro "Pasajeros del penúltimo tren"







MIRANDO LA PARED*


A Rodolfo (loco) Britos,
señalero del F.C. Roca.



Recuerdo que fue sábado. El frío nos alentó para que nos sentáramos a almorzar con los abrigos puestos. Un guiso carrero vaporeaba en la larga mesa y nos envolvía el aroma de esa salsa picosa. Casi no se veía al compañero de enfrente, pero los diálogos continuaban a los gritos, como si el levantar la voz nos permitiera ver mejor.
Todos éramos ferroviarios, y éste, uno de los encuentros mensuales de los sábados. Tratábamos de reorganizarnos después del descarrilamiento. La identidad ferroviaria nos unía. Durante los primeros tiempos los encuentros eran de desagotes, de vomitar entripados atrancados, catarsis colectiva, angustiante. No se aceptaba la derrota. Tozudamente se decía que se había triunfado, pero se estaba afuera. A raíz y en torno de esas discusiones la organización no arrancaba. No a todos les venía esa especie de arcadas estomacales. Había de todo: tímidos, extrovertidos y absorbentes que sólo querían hablar y que se los escuche; otros callados, muy callados, algunos masticando un coágulo amargo y muchos que sorpresivamente se destapaban como un volcán dormido.
Existía una gran circulación de compañeros que andaban tras alguna pista para la respuesta de la derrota. ¿Cuál? Si todos rastreaban al tanteo no había huellas que seguir, andaban bien boleados. Los de mayor edad con callosidades antiguas, de cuero atortugado, aguantaban más los pesares de este descarrilamiento. A los jóvenes, que fueron los protagonistas principales de la última pelea, los abarcaba una sensibilidad a flor de piel, cualquier roce los erizaba.
El ferrocarril ya no nos pertenecía, pero circulaba entre nosotros en ese, ¿te acordás de...? Eran los estertores de los ayeres que se encadenaban en una memoria nostálgica resistente a cualquier olvido.
El Loco Britos era uno de ellos. Estaba sentado en la otra punta, hablaba a viva voz, le explicaba a la Betty una y otra vez sus cosas; y ésta, dura de oído que no entendía o no quería entender. Ella argumentaba eso de la entereza, la pérdida de valores, la ideología y la cuestión política. Hasta que el Loco ante una pregunta de la Betty, estalló:
-¡Qué ideología ni política ni qué mierda! ¡Cuando me echaron del ferrocarril quedé vacío! ¡Y la ideología se me fue a la mierda! ¡Y la entereza, esa que decís vos, ni apareció! ¡Qué me venís con boludeces! —y remató—: ¡Me quedé quince días mirando la pared, para que sepas…!
Tras la violenta respuesta se mandó una cucharada del guiso caliente que le peló las encías. Silencio, sólo silencio mezclado con el vapor del guiso y el ruido de los cubiertos. Ante la reacción del Loco, silencio y respeto. Mudos, saboreábamos ese guiso amargo con discreción. Era amargo de verdad. La reacción de Britos nos cabía a todos. Recién salíamos de ese naufragio terrestre: rengos, tullidos, atontados los más; ferroviarios sin rumbo como pájaros sin aire: el ferrocarril ya no estaba entre nuestras pertenencias. Hombres-escombros, estrellados, fuera de la vía. Se trataba de salir de ese territorio; poco a poco comenzamos a olernos y a balbucear de nuevo nuestra identidad, a reconocernos a través de las palabras y el lenguaje. El Loco estalló, otros no. En secreto sufrían una implosión jodida, se estallaba para adentro, con un sufrimiento extraño.
Antes que al Loco lo rajaran se sabía que las notificaciones por las cesantías vendrían. Pero como a los ferroviarios siempre nos rajaban o nos amenazaban vuelta a vuelta, ésa era tomada como un apriete más. Se sabía de esa bravata, pero nada detenía la lucha de la última huelga, menos el fervor de los jóvenes huelguistas por defender el viejo ferrocarril. El momento le llegó al Loco, la cesantía golpeó la puerta de su casa y dijo: “aquí estoy”. No lo podía creer. No había retorno. El Loco Britos se vació. Buscó refugió en su casa. Un silencio como grumo lo dejó sin habla, lo atragantó. Sólo atinaba a sentarse en el borde de la cama y mirar la pared. Dos o tres mates, por la mañana, más no. Arrimaba su lata de tabaco Virginia, armaba sus puchos y como una ceremonia pitaba grueso, mientras miraba el ascenso azulado del humo, apoyaba su codo en la rodilla y con la palma de la mano sostenía el rostro. Así se inmovilizaba horas. Entrecerraba sus pequeños ojos hasta descubrir todos los días un pequeño grano de arena despintado en la pared, con forma de volcán, que sólo él veía. Otra bocanada, luego, con una sonrisa se miniaturizaba, lo penetraba y se transportaba por el volcán, aparecía en el cabín de señales en medio de gritos, teléfonos reclamando atención, el mate que circulaba:
-¡Mové las palancas, Loco, que yo bajo las barreras, viene el de las y diez.
-Meta —respondía el Loco, largando el mate, corriendo el pucho a un costado, pitando, no fumando.
-Es el primero que viene de La Plata, viene el morochaje a laburar, —repetían. Britos movía las palancas de las señales, trababa cambios, contestaba el teléfono, tarareaba un tango, todo se sincronizaba en él.
-Ahí se asoma..., van durmiendo los proletas..., todas las ventanillas empañadas..., ¡qué los parió! ¡Qué de olores todos juntos!
-Viene el otro, es el segundo en el diagrama.
-Asomate, no sea cosa que se duerma de nuevo el Cartonero como la otra madrugada. Pobre viejo, se apoliyó tapado con cartones esperando el paso del tren. Estaba calentito y se amodorró. El matungo se detuvo, dejó de acunarlo, ya se había dormido el anciano, no hacía falta andar.
Así desde la cuatro de la mañana. Moviendo palancas, estirando el pescuezo para ver si las barreras bajaban bien, luego vienen los pibes de la escuela medio dormidos. Espiaba y sacaba más el cogote para saludar a madres y maestras. Todo lo que pasara bajo el cabín era de su incumbencia, y si era de la rama femenina se esmeraba, era un galanteador metódico. El cabín era un faro especial, y en su turno, él era el propietario. Todas las mañanas a través de ese grano volcánico se trasladaba al ferrocarril vivido. Cuando intimé con él descubrí que era un conocedor de música clásica. Su viejo había sido músico.
-Negro, escuchá: es barroco italiano del siglo XVI; escucha esto otro: Vivaldi, qué grande... ésta es La Trucha del pibe Schubert, esta otra: la novena de Beethoven, con ese final de la Oda a la Alegría de Schiller, como juno, ¿ah?
El viejo de Britos lo incentivó con ideas marxistas y éste las absorbió. El padre había sido un viejo militante. Como herencia continuó por los mismos senderos. En la diáspora del Partido Comunista se fue como otros, pero nunca dejó de ser un laburante con conciencia de clase. ´´No tan puro´´, decía él.
Las minas lo distraían en cualquier caso. Gorda, petisa, flaca, renga, contrahecha, era igual, él las miraba y te relataba los encantos que uno no veía. Decía: “Miro como El Principito, “lo esencial está oculto a los ojos, bajo las pilchas”.
La revolución proletaria era su otra obsesión. Soñaba que vendría y pronto; se cargaba de un optimismo contagioso. Minas y revolución eran compatibles.
-Marx, Lenin, el Che, ¿ellos no, acaso? No jodan. El único miedo que tengo —se ponía serio—, es que cuando esté en plena fornicación, justo pase la revolución por la puerta de mi casa y me la pierda. Pero no, no ha de ocurrir, el placer de la revolución es superior al carnal...es como un orgasmo popular, ¿entendés?
-¿Y si te sorprende?
-Me calzo los pantalones y me rajo con la gente. Me daría mucha pena abandonarla, ella comprendería, porque seguro que antes le habría hablado de la otra: de la revolución —y esa preocupación del Loco era por demás sincera.
Mañanas frías, el cabín se calentaba por la estufa de leña, se empañaban los vidrios y como un hábito chantaban su nombre o algún viva de circunstancia. O lo limpiaban con una estopa para ver el arribo de los trenes tempraneros. Más tarde, las maniobras. Se sentía por el teléfono desde control general:
-Loco, bajále la bombacha a la Porota.
-Después que pase el rápido se la bajo —contestaba (la bombacha era una señal de color blanco y la Porota, la locomotora de maniobras). Más tarde las largas charlas por teléfono. Que el gremio, que la asamblea, que la reunión previa, convencer al otro turno, el comunicado que no se entiende, que no me alcanza la guita, las conversaciones íntimas con el compañero, la familia, los hijos, la vida...
-Carajo, cuántas cosas, cuántas, y ahora, ahora qué solo estoy, cómo mierda le hago a la vida, ¿cómo?, si estoy vacío, blando, sin nada, sin palabras, sin carajear, ¿cómo le hago a la vida? ¿Adónde voy? Si yo siempre anduve entre los rieles. ¿Cómo le hago a la vida si no tengo camino? ¿Quién cuidará al Cartonero? ¿Quién le alcanzará un jarro con mate cocido, con leche y una galleta? ¿Cómo le hago a la vida? —se dirigía al volcánico grano de arena, transformándolo a veces en su oyente.
Durante quince días más o menos fue rutina ese viaje, todas las mañanas y a veces por la tarde. A través del pasadizo que era ese grano de arena viajaba al cabín de señales, al sindicato, a los asados. Se repetía y repetía como saboreando cada recuerdo. Encendía un pucho antes de iniciar el viaje, dos pitadas y emprendía la travesía. Este desprendía una fina hebra azul que se estacionaba en el cielorraso. Al rato, el pucho le quemaba los dedos y el dolor lo hacía regresar en forma precipitada a la habitación. Puteaba, armaba otro cigarrillo, intentaba el retorno, pero no encontraba el grano de arena en la pared, el encanto se había hecho humo.
Mientras masticábamos ese guiso amargo y se empañaban los vidrios del corredor por los vapores y los alientos envinados, no dejaba de observarlo. Hablaba en vacío, sin relleno, pero volvía despacio, se serenaba. Estaba rodeado de ferroviarios. Eran otros diálogos, varios oficios estaban presente; pero se hablaba de lo mismo: del ferrocarril. Nos habían sacado el ferrocarril, ese inmenso objeto, que era nuestro sujeto. Como a nuestros hermanos indígenas cuando les talaron los árboles, los dejaron sin sujeto y sin pájaros, y los vientos les arenaron la mirada.
Una mañana cualquiera arrimó de nuevo la lata con el tabaco. No alcanzó a armar el pucho. El tabaco voló por sobre el cubrecama. Se acabó la joda: Hilda, su mujer, de un cachetazo le hizo volar el armado a la mierda, lo zamarreó. Esperó que se fueran los chicos al colegio, el bebé dormía.
-Andá a bañarte y dejá de velar al muerto. Ya está, basta, qué tanto joder. Mirá por la ventana, mirá la vida. Bañate, afeitate y aquí tenés unas chirolas que hice de unas costuras. Rajá, andá a ver a tus amigos de la cooperativa. Basta de mirar la pared. El Loco, sumiso, rumbeó para el baño.
-¿Eso te dijo tu mujer?
-Vos, ¿qué le dijiste?
-¿Qué le voy a decir?
-Mierda que te zamarreó lindo, machito tierno, ¿no le dijiste ni un rezongo?
-Nada, me zamarreó, no dije nada. Quedé limpito, me cambió hasta los calzoncillos; salí a la calle aseadito como pendejo en su primer día de clase.
Hizo una pausa. No contestó las preguntas de sus compañeros. Comenzó a hablar como si contara al vacío una acción reflexiva, de muy adentro.
-Vos sabés que mientras caminaba me despabilaba y sentía al andar el tintineo de las monedas que viajaban en mi bolsillo, las que colocó Hilda, mi mujer. Eran los pesitos de una changa. Ahí no más, de sopetón, me agarró una emoción del carajo, se me calentó el rostro, era un ardor raro, distinto, te diría, como un fresco; es que me acordé de como luchábamos por el rancho, los pibes, como bancó todo en mis ausencias militantes. Me entró de seguido, después del ardor, unas putas ganas de vivir... y me dije: ¡perdí quince días mirando la pared! Paré, me senté en el banco de la plaza frente a la estación y le metí al pensamiento. Me dije, cosas y bastante feas, no vayan a creer. Me dije: “continuar mirando la pared sí es una derrota.” Repensaba luego: “¡qué mujer que tengo!” Mi mujer me sacó del grano de mierda que estaba incrustado en la pared, me tenía atrapado.
Después de pensar me agarró otra locura, distinta. Regresé a casa. La busqué a la Hilda, estaba fregando en la batea, meta laburar, dejaba la casa limpia antes de ir a changuear. La agarré de las nalgas y le dije:
-Hilda, corré las cortinas... quiero agradecerte, festejemos... Hilda, fregándose las manos jabonosas, donosa, ablandada, respondió como asumiendo el envite:
-Y si justo pasa...
-¿Pasa quién?
-La que vos siempre esperás, ésa, la revolución.
-Cerrá bien las ventanas Hilda, la esperada sos vos ahora, para la otra falta mucho, anda lerda la muy desgraciada. Festejemos Hilda, que escapé del grano de arena de la pared...festejemos. Vos me ayudaste y te lo quiero agradecer.
Hilda, gustosa, corrió las cortinas y trancó las persianas, pero antes, espió por si venía la otra, la lerda. Una, nunca sabe...



*de Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar



-Este cuento integra el libro "Crónicas del Terraplen", editado por La Rosa Blindada.
Quien quiera adquirir el libro y no lo encuentre en su libreria amiga puede comunicarse al correo de Juan Carlos Cena quien lo enviara por contrareembolso.






*


Al paso cansino, el teniente Juan Sosa deambulaba a lo largo de la Pampa sin demasiado interés, casi sin sentido. Sus pensamientos vagaban sin rumbo, desconcertado ante su nueva situación. ¿Qué podría hacer, ahora que ya no pertenecía al valeroso ejército del General Julio Argentino Roca? No se le ocurría otra cosa que vagar montado en su vapuleado matungo. Errático merodeo que sin percatarse lo ha ido conduciendo hacia los terrenos que alguna vez le entregara el General Juan Manuel de Rosas a su abuelo, Don Inocencio Sosa –integrante de la Mazorca-, luego de aquella otra Campaña al Desierto, y que desde entonces pertenecieran con orgullo a su familia.
Como no podía ser de otra manera, los Sosa continuaron siendo parte de la “Gran Familia Castrense” aún habiéndose retirado Don Inocencio de la fuerza. Sus hijos habían continuado con ahínco la carrera militar, e incluso los campos familiares habían formado parte de una gruesa línea de fortines que el gobierno del General Roca había mandado emplazar para detener el avance de los malones. Sin embargo, nada de ello parecía haberse mantenido en pie. Con el correr de los años, los fortines habían desaparecido, y lo que alcanzaba a divisar el teniente Juan Sosa desde su cabalgadura eran apenas unas pálidas ruinas de lo que otrora fuera la gran casa familiar.
Se acercó al tranco lento en las últimas horas de la tarde, intentando encontrar alguna familiaridad en el terreno; sin embargo, las construcciones que aún quedaban en pie distaban mucho de parecerse a lo que él alguna vez hubiera conocido. El casco de estancia se había desintegrado en el aire, llevándose consigo los recuerdos de toda una familia, y apenas algunos ranchitos de la servidumbre parecían haberse mantenido en pie, para que con el tiempo el gobierno de la provincia los apropiara para cederlos al ferrocarril. A pesar de cierta indignación que intentaba a duras penas mantener a raya, el teniente Juan Sosa sintió henchirse el pecho al comprobar que aquello se había convertido en una estación ferroviaria, aparentemente desierta, y que el cartel blanco y negro que indicaba su paradero ostentaba el querido nombre de su abuelo.
No fue lo único que divisó en el horizonte, cada vez más oscuro. También llegó a distinguir la oscilante silueta de un jinete, acercándose a los tumbos hacia la estación, con paso inexperto. El teniente Juan Sosa no tenía mucho más que hacer, por lo que aguardó, movido por la curiosidad, hasta que el jinete se acercara.
El jinete resultó ser una mujer, que consiguió dominar al caballo como pudo, antes de saludarlo en medio de una nube de polvo, despeinada y con expresión afligida.
-¡Buenas tardes! –saludó ella, a lo que el teniente Juan Sosa respondió con una inclinación de cabeza. -¿Conoce por dónde queda la escuela rural?
-No le sé decir. Yo también parezco un extraño por estos lugares. Y eso que durante buena parte de mi vida anduve por estas tierras.
-Soy la nueva maestra rural –informó ella, -y vengo a hacerme cargo del único grado que existe en esta zona. Si le soy sincera, nunca me tocó trabajar en un lugar así, pero los cargos últimamente no abundan y la vocación tira bastante como para no hacer un sacrificio…
Como el teniente Juan Sosa se limitaba a mirarla sin comprender demasiado, ella preguntó:
-¿No sabe dónde podría encontrar a alguien que me informe?
-Lamento no poder ayudarla –se excusó él.
Y estaba a punto de continuar su camino cuando la expresión de ella se transfiguró, oteando por encima del hombro del soldado.
-¿Qué es esa luz? –chilló ella.
El teniente Juan Sosa volvió la cabeza y divisó a través de los árboles de un monte cercano un resplandor brillante, que parecía acercarse a gran velocidad. Sin pensarlo siquiera, experimentando una nueva sensación de extrañeza en los campos de su familia, respondió alarmado:
-¡La luz mala!
Y espoleó a su matungo, atemorizado de ser alcanzado por lo desconocido. La nueva maestra rural, asustada ante lo novedoso de la situación, azuzó a su caballo y se dispuso a seguirlo, siempre peleando con su cabalgadura para que con sus corcoveos no la dejara de a pie.
No alcanzaron a llegar muy lejos. La imponente luz los cercó muy pronto, causando la sensación de indefensión más poderosa que hubiera podido experimentar, mucho más terrorífica que la de enfrentarse a un desatado malón de la indiada, con sus lanzas al viento y sus aullidos infernales. Aunque no fueron aullidos lo que escucharon a sus espaldas, cada vez más cercano, sino el fragor de un continuo traqueteo y una súbita sirena que chilló en la noche recién llegada.
-¡Hágase a un costado! –le gritó la nueva maestra rural, al tiempo que reparaba en el terreno irregular sobre el que cabalgaban sus monturas y se criticaba a sí misma por haber sido tan ingenua.
Ambos jinetes se apartaron del camino que venían sosteniendo por encima de unos ajados durmientes de madera, rodeados de cantos rodados, para darle paso a una briosa locomotora que los azotó con sus ardientes ventisqueros de vapor, a punto de atropellarlos. La estridente sirena se dejó escuchar durante bastante tiempo, mientras la formación ferroviaria se alejaba presurosa rumbo al horizonte nocturno, sin detenerse junto a la deteriorada silueta de la estación.
Ambos jinetes recuperaron gradualmente el aliento luego de semejante susto, sintiéndose inquietos y extrañados, uno por el desconocimiento, la otra por su falta de percepción ante los espacios abiertos. Jadeantes y azorados, se inclinaron sobre las pringosas crines de los animales y suspiraron aliviados.
-Dígame –comenzó ella, reparando por primera vez en el desgastado uniforme del soldado. -¿Cómo es posible que Ud., que parece del campo, se asuste con una situación así? Debería estar curtido ya.
-Es cierto –acotó él, pensativo. –Es que no termino de acostumbrarme a los cambios. Pasa todo tan rápido, y nada parece tener mucha explicación. Es muy fuerte para mí…
-¿De dónde viene? ¿Acaso el uniforme que Ud. lleva puesto……es de verdad?
-Claro, señora. Y este sable cubierto de sangre seca, que me ha acompañado en varias batallas, también. Propiedad del Ejército Argentino.
-Disculpe la ignorancia –comenzó ella, como si tratara de hacerse a la idea de lo que ocurría a medida que lo iba diciendo. -¿Ud. participó de alguna campaña militar de importancia…?
-Por supuesto, señora –exclamó el teniente Juan Sosa, con orgullo.
-Y si ha estado en el frente –intentó comprender ella, razonando como lo haría en presencia de uno de sus alumnos de nivel inicial o de un lunático irrecuperable, como le parecía éste: -¿Cómo puede ser que, teniendo experiencia de batalla, Ud. se asuste ante la presencia de una locomotora?
-Estas cosas me pasan recién ahora, señora –agregó él, como disculpándose...
–Cuando estaba vivo, no.




*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar









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