martes, abril 29, 2008

LO QUE DEJAMOS ATRÁS EN EL LABERINTO...


RISA*





Llevamos a lo incierto esa pena,

donde el umbral ha acabado con toda la voz

y la sed de la hora que corre,

ha derretido el párpado de roce que lleva el siempre.





El cuerpo roto a manos ceñidas,

sin engaño y con un sufrimiento arrogante,

se traslada el hundido y surge la verdadera semejanza

a todo aquello que dejamos atrás en el laberinto

del naufragio de otro fantasma.





El derramado crepúsculo circunda la grieta

donde la sombra indirecta es sólo la idea

y la realidad es la verdadera razón del sueño.

Son pocos los segmentos que faltan

para que llegue pronto a la unánime locura,

la ceguera, la puerta cerrada, la imagen oculta,

es solamente ficción, ausencia hecha polvo

y los labios quemados de los Otros.





No falta la pregunta, caída bajo la lengua de los años cumplidos,

las palabras dudosas y ese cálido sonido que calma y se acerca.

Sonríe, ríe a carcajadas. Risa ebria. Sólo lo que nos ayudó a escuchar,

tan sólo con lo oscuro agracia su mente cubierta de palabras.







*De Jenny Levine Goldner. jenny_offline@yahoo.com









LO QUE DEJAMOS ATRÁS EN EL LABERINTO...






Los viajes*



No he oído el reloj esta mañana y cuando me he despertado en el lugar del cuarto de baño había un trastero. La cama era antigua y hacía frío. ¿Por qué no notaba la calefacción?. Mi ropa de Armani, la colección de corbatas Plumkier y los zapatos de Tood's habían desaparecido.

Al bajar por la escalera ya suponía lo que había pasado pero me acerqué a la calle para constatarlo. Hay un camino de tierra donde debía haber una carretera de asfalto. Tampoco hay ningún coche, únicamente un carro al final de la curva. ¡Ya empiezo a estar harto de estos viajes en el tiempo!



*de Joan Mateu. joan@cimat.es










LA PARED*



A jorge





Vi su sombra separada por el jardín oscuro

y el perfume en la desesperación apenas muerta.

Debajo del asfalto estará mi viaje

debajo del viaje, una montaña inconclusa.

Miro la vislumbre y me pesa el vuelo.



La puerta inclinó la sombra

y una imagen descubierta.



Después,

la pared.







*De Jenny Levine Goldner. jenny_offline@yahoo.com












DEMASIADO BUENOS*



“Lo que pasa es que yo soy demasiado bueno y la gente se aprovecha”. Lo dijo el Gringo, lo dijo muchas veces con los ojitos pequeños en medio de la cara roja. Lo dijo, y hablaba muy fuerte, aturdía, hablaba fuerte y con los brazos abiertos. Gesticulaba el gringo. Bondadoso el gringo, sencillo, sin vueltas. Decía que la gente se aprovechaba, lo decía con su voz potente, que la gente se aprovechaba de él.
Otro dijo que todos toman ventaja de su persona porque, mirá vos qué casualidad, es demasiado bueno. Lo usan al pobre, él mismo dice que lo usan material y psicológicamente, para ser más específicos. Y esto lo puso por escrito para que no queden dudas.
Y un tercero escribió que hay muchos que parecen gente pero que no son gente. Este también probablemente sea demasiado bueno. Tiernito, un pan de Dios mire, un gentilhombre entre los animales salvajes, un angelito entre las bestias del Averno. No, no se puede ser tan bueno entre los espantos desencadenados. Al final uno termina sufriendo.
Y el Gringo que era demasiado bueno maltrataba a la mujer y a los amigos; el pobre muchacho utilizado como trapeador se sirvió de todas las mesas y se fue sin saludar; y el que era tan buena gente también se fue sin saludar y ni siquiera ayudó a sacudir el mantel. Los tres dejaron la puerta abierta para que la cierre otro. Y a alguien llorando, claro.
Uno es bueno o no es bueno en diferentes ocasiones y según quién lo cuenta, pero el que dice ser demasiado bueno es peligroso. Hay que escapar a tiempo de los que consideran que su merced es excesiva. Nunca lo es.
El que realmente exagera en su miramiento de las necesidades o deseos de los demás no nos lo dice, no lo resalta en amarillo luminoso. No se da cuenta siquiera.
El que es demasiado bueno no se considera ni demasiado, ni acaso bueno. Sólo hace lo que puede y se culpa por no poder un poco más.
Pocas veces se mensuran las cosas si no es para ponerles precio. Quien mide su bondad por mucha o poca, acaba retaceándola y finaliza en la queja. “Lo que pasa es que soy demasiado bueno” dirá mientras se limpia las manos sucias, “y la gente se aprovecha” concluirá, mientras guarda los productos de sus saqueos en el abultado morral.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com









LA OCTAVA MARAVILLA*




*De Vlady Kociancich



A Norberto del Vas.



Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange


*Shakespeare, La Tempestad, Acto 1, Esc. 11



1

Me sucedió -el viaje, el cambio de mar o el otro- hace ya un año, en el Berlín de hielo y de llovizna de febrero, y en este Buenos Aires que arde húmedamente mientras escribo, que penetra por mi ventana abierta en vaharadas de calor, me estremece la memoria de aquel frío y la pura conciencia de mi perplejidad.
Los diarios de la mañana, un ejemplar de cada uno (tuve que comprar todos para convencerme de que la noticia era real, no la broma de un enemigo que supiera lo de Berlín), están extendidos y abiertos en la página con la información imposible, sobre el sofá tapizado de rojo que hay en mi estudio.
Hace apenas unos minutos, la muchacha que bajó del tren en la estación de Villa del Parque, ayer, mientras yo aguardaba vaya a saber qué -no a ella, por supuesto, ni al tren- se asomó a la puerta. La vi, alta, desnuda, el largo cabello rubio enmarañado, y me sobresalté, le grité que no entrara.
A pesar de su soñolencia y de esa carnal naturalidad con que una mujer se mueve en casa extraña si ha dormido ahí una noche, unas horas, pareció trastabillar, recibió mi grito como un golpe. Me dolió desbaratar su adormilado aplomo, precisamente hoy, precisamente el suyo, y me disculpé mostrándole el desorden de los diarios abiertos. Sonrió, se inclinó para darme un beso leve en la frente y fue a vestirse.
Escribo con angustia, partido en dos: un hombre que necesita escribir esta historia para entender su historia, su vida, y un hombre que necesita retener a esa muchacha para seguir viviendo. El impulso de correr hacia ella y abrazarla, demostrarle con caricias que mi atención está concentrada violentamente en su presencia aquí, en mi casa, y el impulso de contar lo que me sucedió, a riesgo de que ella crea que prefiero encerrarme en mi trabajo en vez de prolongar el goce de la tarde y de la memorable noche
anterior, tienen una fuerza pareja.
Oigo correr el agua de la ducha. Los minutos de tregua antes de que regrese vestida, ya despierta, esta codiciada extranjera de ondulante cabello rubio y ojos grises, me alcanzan para desear rabiosamente no haber leído la noticia de que Vida y Obra de Francisco Uriaga, la película cuyo
libro escribí durante mi estadía en Berlín, fue premiada en el Festival de Cannes.
No pretendo una reivindicación, no reclamo por noches sin dormir en la pensión de Frieda Preutz. Tampoco debe leerse mi relato como un reproche a Juan Pablo Miller, el joven cineasta argentino que triunfa en Europa, con quien fuimos cálidamente amigos y al que no he vuelto a ver. ¿Por qué no callo entonces? Porque me desborda el azoramiento. Porque mi brusco ingreso en el mundo del cine, un viaje dentro de otro viaje, me convirtió en uno de esos turistas que compadezco, gente que apuesta las ganas de ser otro en la ruleta de circunstancias extranjeras. Porque no sé qué es lo que gané cuando creí haber ganado, qué es lo que perdí cuando me anunciaron la pérdida.
Y porque la única documentación de mi viaje es la película que está dando su triunfal vuelta al mundo y mi nombre no figura en los títulos.



2

Me llamo Alberto Paradella, tengo treinta y dos años, un divorcio, ningún hijo, y hasta que empezaron los viajes como periodista especializado en turismo, mi vida transcurrió sedentariamente entre Villa del Parque, donde nací, me crié y fui a la escuela, y el barrio sur de Buenos Aires, cuyas ruinas apuntaladas a fuerza de literatura y de folklore eligió Victoria, porque esta casa nos ofrecía, además de su prestigiosa vejez, un jardín interior y la única palmera sobreviviente del suburbio. La palmera sigue ahí, marcando una línea ancha y firme en la ventana de mi estudio; de Victoria, mi legítima esposa, me separé hace una eternidad.
Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en busca de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido. Así viajé toda la noche, un hombre en un bote, solitario e insomne. Para ser franco, no he encontrado nada que explique el viaje, la película, la muchacha rubia. Mi pasado es un pueblo de llanura.
Fui un chico como todos los chicos de Villa del Parque, progenie bien alimentada, correctamente vestida, estatalmente educada, de familias inmigrantes, españolas e italianas en su mayoría, y la sola diferencia que recuerdo -mi condición de hijo único- la disimulaba con irritante exageración el gran número de primos, abominables criaturas menores, que invadían la casa de la calle Jonte. Si a mis amigos les sobraban hermanos, a mí me sobraban parientes.
Tanta convivencia forzada con dos pares de abuelos saludables, con todas las ramas del árbol familiar combadas por el peso de los robustos frutos de su descendencia, invita a la reflexión, empuja al ensueño. Era, cuando podía, un chico solitario, un aplicado soñador. Lo curioso es que aunque anoche recuperé, en el rastreo de la infancia, la imagen del niño que se escapaba de aquel mundo gregario y bullanguero para soñar, no recuerde un solo sueño.
Recuerdo, en cambio, la terraza.
Nuestra casa era de una sola planta, un edificio cuadrangular, con un frente liso y sin revoque y un patio al fondo que protegía la parra de rigor. A la terraza se subía por una escalera de mano, ancha y sólida, a la que le faltaban los primeros peldaños.
Cada vez que mi padre declaraba, con tono firme, que esa misma tarde se ocuparía de reparar la escalera, yo temblaba pensando en los primos, encaprichados y llorosos, retenidos en el patio por la escalera desdentada y la aprensión de sus madres. Pasé momentos de verdadera angustia antes de
comprender que cuando mi padre decía «sin falta», «ahora mismo», no expresaba la decisión que me despojaría de mi refugio, sino el fastidio que le causaba la busca de dos cajones de fruta vacíos para reemplazar los peldaños faltantes. Los cajones desaparecían regularmente el sábado y el domingo. Yo los escondía hasta que mis primos dejaban de interesarse en la escalera, se aburrían de pedir un permiso nunca concedido o los mandaban a aturdir en la vereda.
El panorama que veía desde la terraza no tenía nada de espectacular o misterioso: una laguna de techos planos y terrazas similares a la nuestra, con puntas del tejado a dos aguas de dispersos chalets. se extendía plácidamente hasta donde alcanzaba la vista. A mis pies, entre márgenes de edificios cuadrados, sin gracia alguna, que reflejaban como un espejo la sucinta arquitectura de mi propia casa, corría la calle adoquinada, con pozos que hacían corcovear la bicicleta. Las copas de los paraísos apenas
rozaban la cornisa del techo; en invierno perdían las hojas y me permitían observar a gusto el paso de los vecinos, las mujeres barriendo la vereda; en verano florecían con un olor estruendoso, de una dulzura repugnante que atraía nubes de moscas.
Pero yo no subía a mirar el paisaje.
Anticipando un segundo piso que nunca se construyó, había un gran balcón de curva pretenciosa, que se asomaba a Jonte. Era alto, panzón como la proa de esos pesados galeones españoles que ilustraban mi libro de historia. Las duras rectas de la casa y del damero suburbano de Villa del Parque, la tradicional superposición de cuadraturas ejecutadas por un dibujante torpe entre bostezos, se diluía pesadamente en la media circunferencia del balcón, como un intento grotesco de recordar la forma del mundo. Curiosamente, era la falta de paredes, de ventana, de techo, lo que le daba una absurda pero enfática dignidad: la de una nave construida para surcar mares difíciles, pensada para el transporte de tesoros, no para la exploración ni el combate.
La asociación entre el balcón y el barco corresponde al adulto que escribe. El chico, simplemente, estaba en él. Me gustaría contar que jugaba a los viajes. Pero busco la verdad, no una clave literaria, y la verdad es mi pura presencia en el balcón, sin juegos, sin sueños transmitibles, sentado en unas tablas que mi padre había amontonado ahí y cuyo destino, infinitamente postergado, ni él mismo recordaba. Quieto, paciente, me recuerdo sentado en el balcón como en una playa, de espaldas a la casa, contemplando el mar de casas y de gente. En algún momento de la infancia, quizá porque intuí que hay que dar razones para todo, empecé a llevar libros. Tampoco recuerdo qué leía.
Menciono la terraza porque del resto de la casa de Villa del Parque, que se vendió cuando murieron mis padres, casi no me acuerdo. Hasta el barrio, al que volví ayer después de una larga, deliberada ausencia, me pareció, de tan impreciso, extranjero.
Eso, en cuanto a la infancia y no es mucho. De mis años de adolescente tengo aún menos que decir. Me asombra que la familia me considerara excepcional, sobre todo las mujeres, que se llenaban la boca de elogios. Lo mejor de la existencia del otro es que a uno lo arranca de mirar hacia adentro, lo obliga a verse como lo ven. Pero ni las fotos en el álbum de mi madre, ni los suspiros y sonrojos de prima ya crecidas, ni la fácil conquista de chicas en Argentinos Juniors, éxito que coronó e interrumpió simultáneamente Victoria, me convencen de que yo era tan buen mozo como se declaraba. En lo que se refiere a mis singulares virtudes, no poseo otra certeza que el odio encarnizado que despertaba en mis primos varones.
Una sola vez estuve al borde de la vanidad, cuando una joven vecina, casada y a todas luces feliz con su marido, que acostumbraba tomar sol en la terraza de al lado, cruzó a la mía y me sedujo. Fue hecho en silencio, sin explicación previa. Yo tendría catorce o quince años, ella andaba por los veinticinco.
Durante un largo verano, a la hora de la siesta, todos los días menos sábados, domingos y feriados, yo trepaba la escalera con esos libros que ya no leía, ella se asomaba, callada, puntual, en el hueco de la suya, agitaba una mano y saltaba el muro bajo de la medianera. Nunca dijo que me amaba o que era un chico hermoso. Nunca, en realidad, dijo nada más que una palabra de saludo, alguna orden instructiva al principio, susurrada para no asustarme o para no alertar a posibles testigos. Un día esperé inútilmente
hasta que se hizo noche. Ella no apareció ni ése ni los días que siguieron y yo volví a leer. Después, cuando las tías adulaban a mi madre comentando la suavidad del cabello, la belleza de los ojos castaños, la sonrisa encantadora con sus dientes perfectos, la elegancia natural de ese único producto de los Paradella de Jonte, yo pensaba, desconcertado y triste, que alguna de esas cosas podrían haber gestado el salto de mi hermosa vecina, pero no habían sido suficientes para retenerla otro verano.
Con excepción de este episodio erótico, nada hubo de interesante en aquel período de mi vida, que se deslizó, amable, sin cumbres, sin abismos, por tres angostos cauces: el Colegio Nacional Urquiza, el Club Argentinos Juniors, la casa, en la que ya raleaban los primos y me permitía estar solo sin necesidad de esconderme.
Así llegó el momento de elegir una carrera. ¿Fue ése el punto de encrucijada? ¿Existió alguien, en algún lugar de este mundo tan raro, que apoyó la oreja en el suelo y distinguió mis pasos entre los pasos de millones de muchachos de igual edad y de igual inocencia ante el futuro, y dijo «éste» y me marcó para una fecha y una ciudad, Berlín?
Mis padres me preguntaron cuál era mi vocación. Respondí que quería ser arqueólogo, me convencieron de la prudencia de estudiar antes medicina, me inscribí en la Facultad, aprobé con brillo dos exámenes teóricos, me desmayé ignominiosamente ante el primer cadáver. Siete años después, me recibía de abogado.


(CONTINUARÁ)


*
Nada de él se marchitó
Sino que el mar lo transformó
En algo precioso y extraño

*Shakespeare, La Tempestad, Acto 1, Esc. 11


*Fuente: http://www.literatura.org/Kociancich/vkocta.html








Martes, 29 de Abril de 2008
literatura|entrevista con ilija trojanow, autor de la novela el coleccionista de mundos



"Hoy se está redescubriendo la oralidad"*


El último trabajo del escritor búlgaro narra los viajes por la India, Arabia y Africa del excéntrico Richard Francis Burton, un personaje con el que comparte el sentimiento de "que cuanto más extranjero uno se sienta es mejor".


Ilija Trojanow viajó recientemente a la Antártida para una novela sobre el cambio climático.


*Por Silvina Friera


Acostumbrado a viajar por el mundo -nació en Bulgaria, con su familia se exilió en Alemania, vivió en Kenia, Bombay, Ciudad del Cabo y París-, Ilija Trojanow (su nombre en búlgaro significa el profeta Elías) aterrizó en Buenos Aires literalmente con lo puesto. "Mi valija nunca llegó, estoy feo y sin afeitar", bromea el autor de El coleccionista de mundos (Tusquets), que se presentó el domingo en la Feria del Libro. A partir de la fascinación que le genera la figura de Richard Francis Burton (1821-1890), el escritor búlgaro recrea en la novela los viajes de ese excéntrico personaje, peculiar traductor de clásicos árabes, por la India, Arabia y Africa. "Yo soy un caso burtoniano; mi postura es que cuanto más extranjero mejor", dice Trojanow en la entrevista con Página/12. "Me mudé a Viena hace poco porque no conozco a nadie y no sé nada de esa ciudad. Es sumamente inspirador caminar por un lugar que no conocés. Por eso no entiendo cómo hay personas que leen guías turísticas, porque el sentido del viaje es que uno se sorprenda."
Considerado uno de los más interesantes escritores de la generación intermedia en Alemania, Trojanow tardó siete años en escribir El coleccionista. "Estuve viviendo cinco años en la India y en ese período hice una serie de viajes importantes, como los tres meses que pasé a pie por Tanzania -cuenta el escritor-. Después de investigar tanto tuve la necesidad de olvidar todo para empezar a escribir; lo fundamental es ver qué se toma y qué se deja del material acumulado. Una casa no va a ser más linda porque se meta en ella todo lo que se tiene. En febrero estuve en la Antártida, y cuando veía la punta del iceberg pensaba que la literatura es la punta del iceberg, pero por debajo hay una estructura que la sostiene." Este viaje reciente tuvo un propósito literario: la próxima novela del escritor termina con una cruzada en la Antártida. "Estoy tratando de ver cómo incluir la catástrofe climática en una novela que funcione. Hace como unos treinta años que hablamos del deterioro del clima, pero prácticamente no hay novelas sobre el tema."
-En la novela, Burton contempla a los nativos y dice: 'Mientras yo sea un extranjero jamás voy a enterarme de nada; seguiré siendo un extranjero en tanto ellos me vean como tal'. Cuando se habla en Europa de integración con el Islam, ¿para usted la solución pasaría por, como planteaba Burton, ponerse en lugar del otro en vez de integrar?
-Para empezar a buscar una solución al Islam habría que empezar por aceptar que este problema en Europa es ficticio, construido. No estoy hablando de problemas económicos, de la falta de justicia social respecto de los inmigrantes, me refiero a una cierta histerización del problema de la integración cultural. En realidad lo que es más interesante en materia de integración es que también existe el conflicto, el malentendido y todo esto hace a la evolución cultural. Existe un refrán en alemán que dice que la comida nunca está tan caliente cuando la comemos que como cuando la cocinamos. En la cotidianidad cultural las cosas están mucho más relajadas, se dan desde un lugar de mayor distensión.
-¿El Islam, entonces, no está tan caliente en Europa?
-En la opinión pública el discurso se calienta demasiado cuando se cocina. Burton hubiera tratado de ver qué hay detrás de ese símbolo. En el mundo occidental, uno podría pensar la relación que tenemos con el cuerpo de la mujer, con la explotación y la exhibición de la desnudez, cómo nos relacionamos con la intimidad y con la desnudez.
-¿Por qué decidió comenzar la novela con una escena real, la quema que hizo la mujer de Burton de los diarios en Trieste, en 1890?
-Me pareció que funcionaba porque la novela juega mucho con la relación entre lo escrito y la oralidad, por eso tiene esa estructura tripartita: el capítulo sobre Africa es oral, en el capítulo hindú hay una tensión entre lo oral y lo escrito, y en el capítulo de Arabia son testimonios de un interrogatorio, por lo cual prevalece la forma escrita. En la medida en que comienzo la novela con la quema de todos estos diarios se abre el espacio que va a permitir versiones escritas u orales alternativas.
-Una interpretación posible de esa quema inicial es que más allá de lo que se escribe las historias permanecerán. ¿Hay una recuperación de la importancia de la oralidad?
-Sí, creo que si hay algo que reconocerle a esta época posmoderna es que se están redescubriendo cuestiones que parecían abandonadas u olvidadas, y una de ellas es la oralidad. En el siglo XIX la oralidad había dejado de jugar un rol importante en la medida en que todo se basaba en lo escrito y se
dejaba de lado lo oral. Vivimos en una época en que aparecen nuevos archivos de la memoria y también la oralidad como un archivo inconmensurable.
-¿Cómo hizo para evitar el cliché del exotismo en la novela?
-Todo el tiempo pensé en la poética de la novela mientras la escribía, y justamente lo que hice en todos los niveles, en la estructura, la perspectiva y el lenguaje, fue romper con la mirada unilateral. En el aire de la novela flota una cierta incerteza, esa apariencia de exotismo que siempre está relacionada con una mirada fija. Además, cada personaje es una especie de outsider de su propio mundo; Burton es un oficial británico, pero es un excéntrico o rebelde, el sirviente ha trabajado tanto para los ingleses que tampoco está en su propio mundo, el escribano parece extrañarse de su familia porque descubre la pasión por la literatura. Las figuras no son homogéneas, y esto remite directamente a una convicción propia de que no
existen identidades culturales fijas.
-Después de El coleccionista publicó el ensayo El choque de civilizaciones, en donde refuta las tesis de Samuel Huntington. ¿Fue la figura de Burton como fusionador de culturas la que le permitió prolongar la novela a través del ensayo?
-Sí, la perspectiva del libro es que toda la matriz cultural está integrada por confluencias culturales. Si tomamos los primeros grandes narradores, Boccaccio o Dante, en materia de forma y contenido, tuvieron una importante influencia asiática. Lo curioso es que esta tesis de que Europa es rica porque ha estado abierta a múltiples confluencias generó reacciones negativas y agresivas, como si Europa hubiera salido puramente de sí misma.
-¿Por qué Europa, cuna del humanismo, se cerró tanto en este siglo?
-Todavía los europeos no terminan de desmentirse o de aceptar el error de que son el centro de la evolución de la civilización. Autores como yo lo que hacemos es enfrentar esto de una forma muy frontal, y a muchos no les gusta.
Una crítica en Alemania sostuvo que era una barbaridad que yo planteara que el racionalismo europeo se había inspirado en la cultura árabe, pero nunca se argumentaba por qué era un disparate o si esa relación no existía. En realidad esa crítica estaba motivada por el deseo de un origen puro. Toda la
discusión en la prensa y en la opinión pública europea está teniendo este tinte esencialista. Los alemanes tienen una tendencia particular a pensar en términos categóricos.



*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-9917-2008-04-29.html






*

Queridas amigas, apreciados amigos:



El domingo 27 de abril del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores colombianos Guillermo Gaviria, Luis Pulido Hurtado y Luis Fernando Franco Duque. Las poesías que leeremos pertenecen a Daniel Malatesta (Argentina) y la música de fondo será de Machu Picchu (Andes). ¡Les deseamos una feliz audición!



ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!



REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067


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