domingo, febrero 07, 2010

TRAIGO UNA PIEDRA TEMBLÁNDOME EN LOS SIGLOS...




*Ilustración de Ray Respall Rojas. (Cuba)




REFUGIO*


“He leído muchos poemas en mi vida, pero nunca había visitado uno.
Las palabras eran, las de una habitación, que me acogía”
John Berger (Gracias por el epígrafe a mi amigo T C A)



Traigo una piedra temblándome en los siglos.
Un talismán. Espacio de los santuarios de todos los azules.
De todos los arroyos. De todos los jirones de mi cuerpo.


El llegó porque si. Como llega la lluvia.
Nos encontramos en un rincón de la palabra nueva.
Venía de trenes de cemento. De vagones de moho.
Yo, iba buscando de nuevo, las acacias.
Una metamorfosis de Eva y de manzana.


Abrió la puerta. Y en esa puerta, desnuda, lo saludo.
Desnudez más casta que una niña en el páramo.
El llega, ardiendo en lejanías.
Con un vino callado. Tan callado.
Como un toro .Como una plaza. Como un niño dormido.
...Y recordamos juntos...
Antiguas osamentas .Enlutado país, en renuncia de trigo.
Inservibles monedas, de indescifrables signos.
Viejos profanados en delirio de escarcha.
Jóvenes amordazados de purgatorios tristes.
Niños muertos sobre maderas vírgenes.


...Y aquí estamos. Fundando otra vez, refugios.
Un oasis, una pared de pircas. Una barricada.
Con boca amarga, con resaca.
Desmenuzando una tristeza en migas.


Con una cruel costumbre. Una necesidad. Un hambre.
De sur, de norte. De vida.
Sobretodo, de vida.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
-San Luis- Argentina.







TRAIGO UNA PIEDRA TEMBLÁNDOME EN LOS SIGLOS...







MAR*







Regresa, mar, aullando o en silencio.

No te lleves a la niña que saltaba en tus orillas.

Permíteme dibujar tu atardecer, tus olas,

No borres el eco de tu golpear contra la roca.

Porque el pasado se ha ido y no logro evocarlo si no atraigo

Tu reflejo a mis pupilas.









DISTANCIA*







Esconderte he de mí,

No sea que la sal del tiempo te corroa.

He de recordarte de ese modo

Mientras guardas aún retales de inocencia.

¿Qué harán en ti los caminos?

¿En qué animal mundano te hallaré cabalgando

cuando tu dragón pierda las alas?









CITA*





Te veré a la hora sin sombras

Bajo el árbol cuya presencia convocamos.

Viajaremos a ese mundo con tres soles

Que visitamos cuando unimos nuestros sueños.

Danzaremos, triples siluetas crepusculares,

Mecidos en cantos de cigarras…

La vieja fuente acogerá en sus aguas nuestros nombres.





*Poemas de Marié Rojas.








OTRA VEZ TU CIELO*



La mujer camina lento por un pasillo en penumbras. Es un pasillo de piso brillante, constantemente pasado y repasado por trapos de piso húmedos que quitan polvos y manchas pero no logran desprender el dolor, la angustia, el silencio que se ha adherido a los mosaicos.
Las puertas están cerradas, detrás de cada una se desenvuelven las historias de gentes que lo único que desean es irse del sanatorio. Llevarse el familiar o dejarlo, irse con las dos piernas o con una, huir curados o con el mismo mal con el que ingresaron hace tanto tiempo, allá lejos, aquí en el lugar donde el tiempo transcurre congelado, con la morosidad con que las gotas de suero se desprenden una a una por tubos transparentes. Como sea, pero lo que uno quiere es poder dejar esto atrás, alejarse, olvidarse,
escapar.
El sanatorio es un enorme castillo silente, que en vez de ser una meta inalcanzable como el de Kafka, un lugar al que jamás se accede, es un gigante que devora a sus pacientes y los detiene en sus entrañas en una eternidad sin noches ni días. No poder arribar jamás o no poder partir eternamente son dos horrores que se igualan.
Y camina la mujer despacito, arrastrando la barra de metal con cuatro ruedas de la que pende el suero. El aparato se le frena, tiene que luchar un poco para mantener la línea recta pero no deja que la hija la ayude. "Yo puedo, yo puedo", dice, y las dos sonríen aunque es una sonrisa cansada. La mujer siempre puede, extenuada, dolorida, débil, ella siente que le hacen violencia cuando la ayudan con algo que todavía puede realizar sola.
"Yo puedo" dice, y camina lento por el pasillo de ventanas con cortinas de hule, puertas numeradas, enfermeras misteriosas.
Ya se siente el olor repugnante de la comida hervida. Será que el aroma de las cocinas no debe mezclarse con el olor de los desinfectantes ni con las voces dolientes ni con las sábanas transpiradas de agonía.
"Yo puedo" y camina. Con las dos manos aferrada a la barra descamada de pintura blanca, paso a paso de pantufla blanca, con los cabellos revueltos por detrás, ella que siempre está arregladita y combinada. Con el camisón arrugado, ojeras y manos hinchadas, sin anillos ni aros, camina y quién sabe
adónde la lleva la necesidad que le demanda tanto esfuerzo.
La hija la sigue, se pone por detrás para resguardarla. Con ojos brillantes de un llanto que quiere escapar la sigue con pasos menudos.
Casi sin fuerzas ya, la mujer por fin ha llegado a un lugar dentro del laberinto horrible de los pasillos sin minotauro. Se deja caer en un banco, mientras la hija se acerca a una ventana de aluminio y descorre la cortina.
Tras el vidrio transcurre un paisaje deprimente de techos de chapa y cables que cruzan de pared a pared, se ve un aire acondicionado viejo sobre un soporte de hierro herrumbado, en fin, que tras los vidrios no hay nada que justifique el largo derrotero de pasillos y cansancios.
Pese a este paisaje de traspatios y obraje, Margarita ha venido hasta aquí y se impacienta por asomarse a la ventana.
En un rato, Margarita habrá recuperado la fuerza como para levantarse.
Se pondrá de pie, irá hacia los vidrios, y encontrará su cielo, algunos follajes que se asoman por detrás de los tapiales, alguna paloma que aleteará gris sobre el celeste. Y entonces Margarita sonreirá sin decir nada, reencontrando este su mundo de cielos y aves y árboles rumorosos, y la hija sabrá por qué la quiere tanto.



*De Mónica Russomanno russomannomonica@hotmail.com








LA CASA*



Llueve sobre la casa de mis recuerdos. Llovió durante todo el día y la noche. Las voces dialogaban entre sí y se mezclaban en el murmullo, voces con aspecto de presente de los que están ausentes y no volverán. Es la magia divina que los unifica en el vacío para poderse parecer.
Paredes blancas, techos altos, baldosas rojas que cubren el perímetro cuadrado de la casa. Habitaciones continúas con puertas laterales, sin una ventana por donde mirar, por donde dejarse mirar, mientras la luz de los días se filtra por debajo de la puerta que da al oeste. Casa que no duerme y rescata los recuerdos en blanco y negro, como un negativo. Ahora el fantasma que habita es el silencio y golondrinas que trasmigran con la primavera cada año. Huellas que han quedado ancladas en un camino borrado por el tiempo, huellas que emergen con solo nombrarlas y se parecen a mis pasos, me marcan el camino de regreso.
Como una hilada de sueños mi infancia fue transcurriendo en este lugar demoradamente, intentando alcanzar palomas y mariposas technicolor, y tan asombrosas, ágiles y diminutas para la mente de una niña que se maravillaba por verlas volar. Qué habrá sido de ellas cuando llegaba el invierno, qué casa minuciosa las habrá cobijado para salvar sus alas del frío. No volvieron; tal vez llegaron hasta mí convertidas en otras cosas.
Tuve la extraña sensación de abrazar los recuerdos todos juntos, como en los sueños, fue como una siesta de domingo de un día de invierno. Llueve sobre mi memoria, sobre la soledad de los cuartos vacíos de la casa.



*de Melisa Ferraris. flordeloto1980@hotmail.com








MEMORIA DE JUAN GIULIANO*


Para Zully Maturana


*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Yo relacionaba ese apellido con el del bandido romántico, Salvatore Giuliano, de quien don Roque Ciccarelli –tío de mi madre- me contaba sus aventuras. Buenazo el “tío Roque”, me iba contando sus hazañas como si fueran las películas que semanalmente pasaban en el cine y que se les decía “episodio”, yo no sabía qué significaba, pero intuía que tenía que ver con el suspenso.
Digo, que el apellido Giuliano me era familiar desde muy chico, ya que fui compañero de escuela de varios miembros de esa familia: Mirta, Eda, la melliza y Enzo.
Los Giuliano, los mayores al menos, la primera generación que yo supongo venida de Sicilia, eran formados por unos hombres gordos, grandotes y buenazos. Se podría definir a aquella generación de los Giuliano con dos epítetos sin temor a equivocarnos: eran todos gordos y todos radicales. Furiosamente radicales, diríamos. Algunos de ellos –Armando, Bernardino- fueron caudillos políticos, comisarios o ambas cosas.
Pero de uno de ellos quiero escribir aquí y que pertenece a la generación siguiente y unos pocos años mayor que yo. Tal vez era el más bueno, tal vez el más puro, seguramente el más inocente. Juan Giuliano, el popular Juancito, hijo de don Luis y de Doña María. El menor de seis hermanos que acaba de morir.
Ayudaba a su padre en sus tareas de colchonero, y al atardecer, cuando ya hacía horas que nosotros peloteábamos en la cancha del club, él obtenía el permiso paterno y se entreveraba con nosotros en el picado. Generalmente prefería jugar en el arco, pero su entusiasmo era tal que no eludía otros puestos. También ese entusiasmo lo inducía al juego brusco –nunca a la mala intención- por lo que se lo invitaba a cuidar los tres palos y a juicio que lo hacía muy bien.
Muchas anécdotas circulan acerca de la severidad de su padre, el inefable don Luis, a quien veo sentado en su máquina cardadora, arrojando la lana limpia a un corralito de alambre tejido o cosiendo esos colchones inmensos con una aguja gigantesca devolviendo con su voz asmática, entre amable y cariñoso el saludo nuestro.
- Adiós don Luis.
- Chau queridito, chau...
Y sonreía bonachón, con su gran papada troileana entre silbidos y pitadas de su cigarro que armaba con dulzura.
Pese a su carácter de gordo bueno, era también muy severo y sobre todo si en el juicio caía su profundo odio a todo lo que oliera a peronismo.
Y acá viene la anécdota que he tardado en narrar. Corrían los años ’50, y en todo el país se disputaban los famosos “campeonatos de fútbol Evita”, que congregaban a chicos entre 9 y 13 años aproximadamente.
A un muchachón de ese entonces, de apellido Vera, hermano del famoso Anselmo Vera, a quien todos llamaban “Verita”, se le ocurrió la poca feliz idea de organizar un partido, trayendo un equipo de Rosario, el Evita Morning Star, campeón fulgurante de todos los torneos, que contaba en sus filas a futuros cracs, como los que luego fueron delanteros de Ñuls: Puppo y Yudica.
Se le había ocurrido a este muchacho, armar un combinado con chicos del pueblo –los mejores- e invitar al Morning a jugar un amistoso. Muchos trataron de disuadirlo, le decían que los pibes del pueblo iban a pasar vergüenza, que se iban a comer una goleada y hasta le negaron las dos únicas canchas disponibles, las de Huracán y Federación. Cuando se lo quería hacer entrar en razón, él, cartesianamente respondía:
- Y, no sé... en la cancha somos once y once.
Al final, consiguió que la familia Terré le prestara un terreno, donde estuvo la primitiva cancha de Huracán, allí alisó el terreno, puso los arcos y el partido se hizo. Todo el pueblo fue a ver cómo perdían aunque algunos no fueron a ver ni siquiera a sus hijos que jugaba para evitarse esa humillación. Yo no fui, no me llevaron.
La goleada todavía se recuerda. El combinado local cayó –como era de preverse- sin pena ni gloria. Catorce a cero fue el resultado, y el referí terminó piadosamente el partido 15 minutos antes.
Lo que quiero relatar aquí corresponde a los días previos, cuando Vera andaba desesperadamente probando candidatos para la derrota segura y esto tiene a Juancito como protagonista.
Un día Vera lo apalabra para defender los tres palos y el honor del pueblo. Juancito, como cuadraba a un chico de entonces, fue a solicitar el permiso paterno.
Me imagino la escena que me fue relatada muchas veces porque forma la memoria oral de mi pueblo.
Juancito con su inocencia y su entusiasmo entra a ese gran patio de tierra donde trabaja don Juan con sus colchones y le dice:
- Papito, papito, ¿me dejás jugar en el Campeonato Evita?. ¡Tengo que atajar el domingo!
Don Luis dejó la gran aguja con la que cosía un colchón sobre el banquito donde tenía los cigarrillos. Tomó uno, lo encendió y con mucha calma le dijo :
- ¿Qué decís, queridito?. Acercate que no te escucho bien.
Juan, inocente, se acercó demasiado y repitió el pedido.
Entonces don Luis, sin incorporarse, de sentado nomás, con una sola manaza, lo tomó del cuello y con la otra le dio una sonora cachetada que dio por tierra con el atribulado hijo, diciendo:
- ¡Yo te voy a dar Campeonato Evita a vos!
Y así fue, como Juancito Giuliano evitó ser goleado por Puppo y Yudica, aunque sé que a él no le hubiera importado mucho y no hubiera sido raro que lo contara luego como un honor que siempre recordaría en su vida.







Gracias a la vida*


-A Ariel Bufano



Creo en Violeta Parra

alumbrada de música y poemas

En Salvador Allende su entera dignidad

en Miguel Hermandez su huella

de sangre y de belleza

En la libertad que escribe incesante con

uñas en los muros.

En la alegría, el abrazo.

En la fiesta que continúa al dolor

en la dulce tristeza

en las flores

la amistad

creo en los luchadores que buscan.

En la ternura


en la sombra salpicada de sueños

en el arte de pensar

en los libros en la cama

sobre la mesa

en los libros que asaltan todos los rincones.

En mi ciudad, mi casa, mi cuerpo,

surcados de latidos.


En las palabras

leche tibia.

En la rebelión

En los títeres, el cine, los cafés,

los recuerdos, la murga

en el amor

que acaricia a todo lo que creo.



*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar








La imaginación ayuda a ser feliz en Navidad*


A continuación, tres artículos antológicos que el novelista publicó en LA NACION durante los últimos años. El que se reproduce aquí cuenta cómo el circo que visitaba Tucumán cada verano y dos libros que recibió de regalo en su infancia estimularon su pasión por la literatura



*Por Tomás Eloy Martínez
Sábado 23 de diciembre de 2006



Dos regalos de Navidad nunca se han borrado de mis memorias de infancia: el circo y los libros. El circo era la única distracción posible en Tucumán los 25 de diciembre, cuando un sol húmedo de cuarenta grados caía sobre la ciudad indefensa. Los cines y las confiterías cerraban sus persianas y nadie osaba salir a la calle. Pero el circo, que no podía permitirse el lujo del descanso, abría sus puertas de lona a las nueve de la noche aunque hubiera temblores, tempestades o fiestas nacionales.
Ya ni me acuerdo de quién me regalaba en las Navidades la infaltable entrada para el circo. Sólo recuerdo la carpa desarrapada que se alzaba tras un cerco de guirnaldas en las tierras bajas de la ciudad y las piruetas predestinadas al fracaso de unos perros muy flacos, sin pelos -perros que sólo he visto en las tierras calientes-, después de las cuales comenzaba lo que en verdad era para mí el circo de entonces: una obra de teatro.
El repertorio cambiaba todos los días, pero la escenografía y los actores eran siempre los mismos. Los árboles mueren de pie de las Navidades eran El rosal de las ruinas del Año Nuevo, y El puñal de los troveros de fines de noviembre se convertía en las Bodas de sangre de mediados de marzo. Tampoco
la música, hasta donde recuerdo, variaba. El trombón y los dos violines de la precaria orquesta repetían en monótona sucesión la Danza de las horas , de Amilcare Ponchielli, la obertura de Guillermo Tell y el movimiento lento de la Sinfonía en re menor de César Franck. Las representaciones teatrales terminaban siempre con alguna muerte trágica, el auditorio lloraba al unísono y, al cabo de un rato, los actores componían un cuadro vivo que los mostraba a todos en el cielo, sudando a mares bajo una lámpara de doscientos vatios.
Sé que ninguno de los dramones representados en el circo respetaba los textos tal como habían sido escritos. Romeo y Julieta no vivían en Verona, sino en Roma, porque así lo anunciaba el cartelón con el que empezaba la obra. Julieta moría tísica, como la dama de las camelias, y no suicidándose con una daga, como en la tragedia de Shakespeare. Romeo, en cambio, no moría. Ciego de dolor, se encaminaba al palacio de los Capuleto -que era un armario de cocina- y allí degollaba a todos los parientes y a la servidumbre de su amada.
De esas violaciones a los textos originales, que eran también transfiguraciones de lo real, nació el deseo de ser alguna vez un escritor.
Pero ese deseo nació también de dos libros que fueron regalos de Navidad.
Tendría yo once o trece años, cuando un arquitecto italiano que pasó por Tucumán dejó en manos de mi padre uno de los mejores libros que existen en este mundo. Es una obra rara, que reproduce las estampas devotas pintadas a mano, hace casi seis siglos, por orden del duque Jean de Berry. En verdad tampoco es un libro sino dos: el primero, elaborado entre 1409 y 1412 por tres célebres miniaturistas flamencos -los hermanos Limbourg-, ha pasado a la historia con el título de Las bellas horas ; el segundo, que data de 1413 a 1416, se llama Las muy magníficas horas (Les très riches heures). El volumen que le dieron a mi padre era este último.
Pasé varios meses encandilado con las figuras de oro y los cielos azul Francia que estimulaban la piedad del duque de Berry. Cada lámina refleja algunas de las historias de la Biblia. Pero, como en el circo de mis navidades anteriores, lo que cuentan es una transfiguración (o, si se prefiere, una traición) de los textos originales.
Dos ejemplos lo prueban: la Galilea pintada por los hermanos Limbourg es una sucesión de torres flamencas y castillos góticos a orillas de ríos inmaculados. La Virgen está siempre vestida de terciopelo, como Genoveva de Brabante, y el día en que presenta a Jesús en el templo la reciben cuatro arzobispos de cabeza tonsurada, en el atrio de una basílica que se parece a Nuestra Señora de París. Esos maravillosos anacronismos de la imaginación cristiana me parecían, en aquel tiempo, la quintaesencia de la verdad, a tal punto que, cuando visité Jerusalén por primera vez, muchos años más tarde, pensé que me había confundido de ciudad. Nada de lo que veía se asemejaba a Las muy magníficas horas del duque de Berry y yo prefería creer que la realidad me estaba mintiendo, no el libro.
La noche de Navidad de mis quince años mi padre me dejó aquel ejemplar bajo la almohada, con un mensaje que decía tan sólo: "Ahora es tuyo". No sé qué se hizo del ejemplar, pero el mensaje todavía viaja conmigo de un lado a otro.
El más inolvidable de los regalos fue, sin embargo, el que me hicieron al año siguiente. Yo había comenzado a leer con frenesí las ficciones de Julio Verne y, entre Dos años de vacaciones y Un capitán de quince años , fui a dar, no sé cómo, en Los tres mosqueteros , de Alejandro Dumas. Sucumbí a uno de esos deslumbramientos que sólo se curan con otro libro aún mejor. Los héroes de Verne me habían acostumbrado a un mundo plano, donde el mal y el bien son previsibles. La Milady y el Richelieu de Dumas me revelaron, en cambio, que nada es como parece.
Cuando llegó la Navidad y mis padres me preguntaron qué quería que me regalaran, les contesté sin pensarlo dos veces: otro libro de Alejandro Dumas. Supuse que elegirían Veinte años después . Me dieron, en cambio, los tres tomos de El conde de Montecristo . No podían haber pensado en algo mejor. He leído más de seis veces esa novela de mil doscientas páginas, y creo que la razón secreta por la que aprendí francés a los diecisiete años fue para poder leerla de nuevo con las mismas palabras con que Dumas y su colaborador, Auguste Maquet, la habían escrito entre 1844 y 1845.
Nunca fue, sin embargo, igual a la primera vez. Aún me veo a mí mismo la víspera de aquel año nuevo con El conde de Montecristo , yendo de un lado a otro por la casa de grandes patios sin poder apartar los ojos de las páginas. Me recuerdo avasallado por pasiones humanas que jamás se han alzado con tanta intensidad como en ese libro. Admiraba el perfecto afán de venganza de Edmond Dantès, que espera media vida pudriéndose en la prisión de If para salir de allí no muerto, sino envuelto en la mortaja de los condenados. No hay parábola tan perfecta como la de Dantès. Al regresar a su ser, recuerda que tres hombres han contribuido a su caída: uno por celos, otro por ambición y el tercero por rivalidad amorosa. Convertido en Montecristo, Dantès se venga de ellos sumiéndolos en la ruina, en la locura
y en la muerte. La estructura es impecable y, siglo y medio después, no ha envejecido, a pesar de los embates de la televisión argentina. Volví a leer el libro hace dos navidades y pienso leerlo de nuevo la Navidad que viene.
Ni una sola vez me ha defraudado.
Otras novelas únicas llegaron a mis manos en esas curvas del fin de año. La adolescencia me deparó El proceso , de Kafka; La montaña mágica , de Thomas Mann; Luz de agosto , de Faulkner, y La vida breve , de Onetti; en la primera juventud descubrí a Joyce, a Flaubert, a Borges. Ninguna de esas definitivas experiencias de lectura ha sido comparable, sin embargo, a mi encuentro de amor con El conde de Montecristo.
Cada vez que llegan los fines de año, no puedo apartar de mí el recuerdo de los circos, donde Julieta moría como Margarita Gautier, ni las imágenes fulminantes de Montecristo regresando a Marsella con la venganza en el alma.
Para cada ser humano de esta orilla del mundo, la Navidad significa algo diferente: familia, regalos, desvelos. Para mí, siempre ha sido un gran relato. Y en eso, creo, reside su felicidad.


[Publicado en LA NACION y en El País]

*Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1228746




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Apreciadas amigas, queridos amigos,


El número 90 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL "Estrella Errante", edición Enero/Marzo/2010, puede ser ya consultado en nuestra página en internet www.euroyage.org
bajo el link:

http://www.euroyage.org/es/xicoatl-90

CONTENIDO:

+ ENSAYO: El amor eficaz: el cine de Marta Rodríguez. Guadi Calvo.
+ POEMARIO: Poemas. Flobert Zapata.
Poemas. Jorge C. Corcho Padrón.
+ NARRATIVA: Cuentos. Amado Storni.
+ AUSTRIA: Poemas. Hubert Tassatti.

La edición impresa de XICóATL # 90 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail a la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).

Cordial saludo,

YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur
www.euroyage.org
Schießstatt-Str. 37 A-5020 Salzburg
AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067



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Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 7 de febrero del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del Carnaval de Rio de Janeiro 2010. Las poesías que leeremos pertenecen a Eva Durán (Colombia) y la música de fondo será del Carnaval de Rio de Janeiro 2010.
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at (Link: MP3 Live-Stream).
Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
(Recomendamos usar http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Freundliche Grüße / Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.org

Schießstatt-Str. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067



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